24

Continuó lloviendo tan copiosamente que el sueño secreto de nuestra pequeña de enseñarle el Continente a su visitante hubo de incluir una cláusula para una adecuada acomodación a las circunstancias climáticas. En la table d’hôte aquella noche ella exhibió parte de su erudición: ésta era la segunda ceremonia de ese género en la que participaba, y habría negligido su privilegio y desacreditado su vocabulario —que de hecho estaba fundamentalmente compuesto por los nombres de los diversos platos— si no hubiese sido proporcionalmente capaz de mostrarse deslumbrante con sus aclaraciones. Abatida y preocupada, la señora Wix estuvo aparentemente decaída: aceptó la interpretación que le dio su educanda de los misterios del menú de un modo que la niña habría podido considerar el retraimiento de una credulidad que se hubiese percatado no tanto de sus propias carencias cuanto de sus propias dimensiones. Maisie se vio bien pronto —aunque ello no sucedió hasta muy poco antes de irse a la cama— confrontada nuevamente con el asaz distinto tipo de programa para el cual la señora Wix había estado reservando su labor de crítica. Juntas volvieron a subir las escaleras hacia su sala de estar privada mientras que Sir Claude, que dijo que se reuniría con ellas más tarde, se quedó abajo para fumar y conversar con algunos de esos viejos amigos que reencontraba por doquier. A sus compañeras les había propuesto, para tomar el café, el disfrute del salon de lecture, mas con prontitud y con cierto tonillo impertinente la señora Wix había respondido que se le antojaba que sus propios aposentos les ofrecían todas las comodidades. Dichos aposentos le ofrecían a la propia buena mujer, observó enseguida Maisie, no sólo la comodidad de decir una frase tan marcadamente grandiosa como aquélla, la cual —en emulación, hasta donde ello era posible, de su educanda— pronunció como si se hubiese pasado toda la vida en suntuosos salones; sino también la de un rígido sofá francés donde pudo sentarse a contemplar fijamente la tenue lámpara francesa, dada la incompetencia del parado reloj francés, como para medir el tiempo que tan perceptiblemente dejaba pasar Sir Claude antes de la entrevista. Tan claramente la expresión del semblante de la señora Wix lo acusaba de insubordinación, que Maisie se propuso entretenerla con un informe de la curiosa postura de Susan respecto de la resolución adoptada tras el almuerzo. Por pura compasión Maisie le había referido a la doncella el proyecto de relevarla, pero por lo visto su desaprobación del modus vivendi extranjero resultó, por extraño que parezca, ni más ni menos que otro motivo para acrecentar su desesperación; de modo que entre los esfuerzos de la señora Wix por sustituirla y la visible rigidez de su columna vertebral en este momento, la niña tenía la sensación de cumplir una doble función de mediadora entre dos potencias.

Su labor mediadora no logró obtener resultados apreciables, cierto es, en cuanto a alejar de la señora Wix su visión de la contumacia de Sir Claude, visión que se cernió en el ambienté durante las pausas de la charla y que él mismo, después de una tardanza inequívocamente voluntaria, terminó por hacer funesta irrumpiendo en la habitación —ya eran casi las diez— con un objeto en la mano. Antes de que él hablara, Maisie ya sabía qué era aquello; lo sabía, entre otras cosas, gracias a su oculta conciencia de todo lo que, a partir del rato pasado con su padre al salir de la Exposición, no había sucedido que hubiera podido restablecer el prestigio del señor Farange: lo que sabía era que aquel objeto era algo que representaba una victoria para la señora de Beale. La mera visión presente del rostro de Sir Claude hizo que en el acto ella lanzara a través del último recuerdo que atesoraba del señor Farange una sonda que llegó a profundidades situadas más allá de la seguridad disfrutada durante estos días de fuga. Había envuelto en el silencio dicho último recuerdo: un silencio que, desde el instante de la irrupción de Sir Claude, cedió la mitad de su velo a fin de poder encubrir también la imagen de la esposa del señor Farange. Pero aunque el objeto en la mano de Sir Claude resultó ser una carta que él alzó muy alto, en este simple gesto de él hubo algo que volvió a dejar al desnudo a la señora de Beale.

—¡Aquí lo tenemos! —exclamó él casi desde antes de pasar adentro, agitando su trofeo ante ellas y mirándolas primero a una y luego a otra. Entonces se encaminó derechamente hacia la señora Wix; había sacado del sobre dos hojas y les echó un nuevo vistazo para cerciorarse de cuál era cuál. Desdobló una y se la alargó a la señora Wix—: Lea usted esto. —Ella lo miró a él intensamente, como temerosa de algo: era imposible no darse cuenta de que estaba muy excitado. Luego asió la carta, pero no fue el rostro de su institutriz el que escudriñó Maisie durante la lectura. Tampoco, por lo demás, fue dicho semblante el que atalayó Sir Claude: él se quedó de pie junto a la chimenea y, más calmadamente, ahora que ya había cumplido su misión, permaneció en silenciosa comunión con su hijastra.

Cierto es que pronto fue roto aquel silencio: la señora Wix se incorporó con la misma violencia del inarticulado sonido que emitió. La carta se le cayó de las manos y quedó en el suelo: la había hecho ponerse cadavéricamente pálida y de resultas se había quedado sin habla.

—¡Esto es abominable, esto es indecible! —exclamó enseguida.

—¿A que es una maravilla? —preguntó Sir Claude—. Acabo de recibirlo junto con unas pocas palabras de ella. Ella me lo ha enviado diciendo que no hay necesidad de añadir comentarios. Y yo estoy de acuerdo. No hace falta decir más.

—Ella no debería ir por ahí difundiendo semejante horror —dijo la señora Wix—. Lo que debería hacer es arrojarlo directamente al fuego.

—¡Mi querida amiga, ella no es tan lela! Es una hoja demasiado valiosa. —Él había recogido la carta y le dedicó a ésta una nueva mirada de complacencia que le iluminó el rostro—. ¡Un documento como éste... —titubeó, y luego concluyó con un leve espasmo— un documento como éste es, en definitiva, una base!

—Una base ¿para qué?

—Pues para iniciar una nueva vida.

—¿Ella? —Súbitamente la voz de la señora Wix había pasado a ser la voz de la mofa—. ¿Cómo puede ella iniciarla?

Sir Claude le dio vueltas a aquello:

—¿Que cómo puede librarse de él? El caso es que ya se ha librado de él.

—No legalmente. —A ojos de su alumna la señora Wix nunca había presentado tanto aspecto de saber de lo que estaba hablando.

—En efecto —dijo riendo Sir Claude—; ¡pero es que ella no está menos desprovista que yo!

—¿De posibilidades de obtener el divorcio? Es precisamente la falta de posibilidades de usted lo que convierte en un escándalo sus relaciones con ella. En consecuencia es precisamente la falta de posibilidades de ella lo que convierte en un escándalo sus relaciones con usted. ¡Eso es todo lo que tengo que decir! —concluyó la señora Wix con un relincho belicoso sin parangón. ¡Oh, vaya si sabía de lo que estaba hablando!

Entretanto Maisie había apelado mudamente a Sir Claude, quien juzgó más sencillo afrontar lo que no decía ella que lo que sí decía la señora Wix:

—Se trata de una carta de tu padre a la señora de Beale, querida, remitida desde Spa y que convierte en absolutamente irrevocable la ruptura entre ellos. La hace saber, y no con palabras hermosas, que, como diríamos técnicamente, la abandona. Pone fin para siempre a sus relaciones. —Una vez más recorrió la carta con la mirada, y después pareció tomar una resolución—. De hecho te atañe a ti, Maisie, tan de cerca y se refiere a ti de una manera tan específica que realmente pienso que debes conocer en qué términos se presenta tu nueva situación. —Y le tendió la carta.

Ante esto, la señora Wix se abalanzó: se apoderó de la carta demasiado raudamente incluso para que Maisie pudiera ser consciente de haberse casi asustado ante ello. Escondiéndola instantáneamente tras la espalda, con decisión le lanzó una mirada fulminante a Sir Claude:

—¿Conocer su situación, malvado? ¿Que la inocente niña lea semejante cosa? ¡Creo que debe estar usted loco, y ella no le echará siquiera un vistazo mientras yo esté aquí para impedirlo!

La audacia de aquella acción había hecho sonrojarse a Sir Claude; casi lo hizo parecer un orate.

—Usted piensa que es una carta monstruosa, ¿no? Pero precisamente porque es monstruosa me pareció que a Maisie le serviría de advertencia y de ejemplo.

Maisie hizo justicia a este argumento con la suficiente rapidez como para atreverse a intervenir de una manera activa. Le sonrió a él abiertamente:

—¡Te aseguro que puedo figurarme todo lo monstruosa que es! —Se le ocurrió algo, lo rumió un instante y por último habló—: ¡Sé lo que contiene!

Por supuesto él estalló en carcajadas y, mientras la señora Wix refunfuñaba un «¡Oh cielos!», repuso:

—¡No dirías eso, muchacho, si de verdad lo supieses! A lo que yo me refería era... —prosiguió para la señora Wix con una benevolencia ahora recobrada— a lo que yo me refería era sencillamente a que esta carta deja en libertad a la señora de Beale.

Ella hizo una tregua sólo por un instante, y dijo: —¿En libertad de vivir con usted.

—En libertad de no vivir, de no fingir vivir, con su marido.

—¡Ah, se trata de dos cosas muy diferentes! —Verdad en la cual ahora el fervor de la señora Wix fue capaz de invitar a participar a la niña con una refinada mirada inconsecuente dirigida a ésta.

Antes de que Maisie pudiese tomar partido, empero, le quitó la palabra Sir Claude, quien, mientras permanecía ante la visitante con una expresión entre arrepentida y pugnaz, marcadamente se frotaba la nuca con la mano:

—Entonces ¿por qué diantres concede usted tan de buena gana (celebra usted, podríamos incluso decir, tan de buena gana) que gracias a mi abandono por parte de mi preciosa cónyuge yo sí quedo en libertad?

La señora Wix afrontó esta requisitoria primeramente con el silencio y después con una manifestación sumamente extraordinaria, sumamente inesperada. Maisie apenas pudo dar crédito a sus ojos cuando vio que la buena señora, a quien jamás había atribuido ni la más mínima pizca del arte de la coquetería, después de una mueca sonriente, le daba a Sir Claude un travieso cachetito insinuante acompañado de una risita tonta:

—¡Picarón, usted sabe por qué! —Y se dio la vuelta. Con este movimiento lo dejó en libertad de mostrarle a Maisie un rostro que iba a permanecer en los recuerdos de la hijastra como la mismísima imagen de la estupefacción; pero a ambos les faltó el tiempo preciso para intercomunicarse su sensación de diversión o de extrañeza antes de que su amonestadora se volviera de nuevo hacia ellos. Desde luego esta mujer había comenzado a hacer gala de una infinita variedad de registros y volvió a sorprenderlos con un todavía más raudo cambio de tono—: ¿Me ha mostrado usted esa cosa como un pretexto para volver allá?

Sir Claude se armó de valor y dijo:

—Yo no puedo, tras una comunicación como ésta, y por simple cuestión de decencia, dejar de ir. Quiero decir, ¿sabe?, por simple cuestión de cortesía y de humanidad. Mi querida señora, no se puede abandonar a una mujer de esa manera, especialmente en un momento en que es víctima de graves insultos y afrentas. Servidor debe comportarse como un caballero, mecachis, querida señora Wix. No huimos aquí Maisie y yo para quedarnos definitivamente, bien lo sabe usted: fue sólo para medir nuestras posibilidades e intercalar unos cuantos días que les demostraran a todos los involucrados que vamos en serio. Y precisamente porque vamos en serio, córcholis, no hace falta que seamos tan endiabladamente rigurosos. Me refiero, ¿sabe?, a que no hace falta que seamos tan endiabladamente temerosos.—El mostró toda una vivacidad, toda una intensidad de argumentación, y como Maisie seguía con la máxima atención sus palabras, fue tanto más capaz de asimilar tras un único segundo de desconcierto éstas otras cuya respuesta, acto seguido, ella fue consciente de que él había hecho una pausa para escuchar—: No viajamos aquí, chavalita, ¿a que no? —arguyó sin ambages—, para quedarnos eternamente e iniciar una nueva vida ya.

Maisie nunca había dudado de ser capaz de cualquier heroísmo por él:

—¡Oh, no! —Fue como si se sintiese ultrajada ante la mera posibilidad—. Sencillamente vamos resolviendo los problemas conforme van presentándose. —Tuvo una repentina inspiración, que reforzó mediante una sonrisa—: Estamos aquí examinando qué podemos permitirnos. —Hasta ahora nunca en su vida había exigido Maisie que se le aplaudiera ningún acierto, mas deseó que esta vez, sinceramente, se le reconociera de algún modo lo que estaba haciendo. Y de hecho sintió que Sir Claude estaba reconociéndoselo a pesar de que ella tuvo miedo de mirarlo, miedo de que ante él se le saltaran las lágrimas. A quien ella miró fue a la señora Wix; y se superó a sí misma—: Considero que no tengo por qué portarme mal con la señora de Beale.

Tras esto, oyó un profundo sonido, alguna cosa inarticulada y tierna, procedente de Sir Claude; pero la señora Wix no tuvo ningún escrúpulo en que a ella misma sí se le saltaran sus propias lágrimas:

—¿Y consideras que sí tienes por qué portarte mal conmigo? —La pregunta resultó tanto más turbadora cuanto que la emoción de la señora Wix no privó a ésta de la ventaja lograda—. ¡Si usted vuelve a ver a esa mujer, estará perdido! declaró para su compañero.

Sir Claude contempló la apática esfera de la lámpara; por un instante pareció contemplar lo que le acarrearía el volver a ver a la señora de Beale. Al propio tiempo pareció que de esta imagen fue de donde extrajo las necesarias fuerzas para replicar:

—La situación de ella, a causa de lo ocurrido, ha cambiado por entero; y no tiene sentido que intente usted convencerme de que no debo tomar en cuenta eso.

—¡Si usted vuelve a ver a esa mujer, estará perdido! —reiteró la señora Wix con reduplicada determinación.

—¿Piensa que ella no me permitirá volver aquí a reunirme con ustedes? Mi querida señora, las dejo aquí a usted y a Maisie como rehenes, y por todo lo más sagrado les prometo que volveré a estar con ustedes el sábado a lo más tardar. Les dejo dinero; las dejo instaladas en estas preciosas habitaciones; haré arreglos con el personal del hotel para que sean servidas con todas las atenciones y rodeadas de todos los lujos. Después de este temporal, el clima mejorará: con toda seguridad será exquisito. Ambas serán tan libres como el aire y podrán pasear a su antojo e irse de francachela. Tendrán a su disposición un carruaje; todo el establecimiento estará a sus órdenes. Disfrutarán de una situación magnífica. —Hizo una pausa, miró de una de sus compañeras a la otra como para comprobar la impresión causada. La juzgara propicia o no, concluyó tras un instante—: Y sobre todo me complacerán no poniendo el grito en el cielo.

Maisie sólo podía dar fe de la impresión causada en ella misma, aun cuando de hecho, a su sentir, desde las mismísimas profundidades del rigorismo de la señora Wix ascendió un tenue aroma a culpable capitulación. Tácitamente Maisie tenía mucho que decir a favor del efecto de semejante perorata, a favor del irresistible encanto desplegado por la deslumbrante franqueza masculina; y antes de volver a estar en condiciones de hacer otra cosa que no fuera parpadear ante aquel exceso de luminosidad, oyó aquellas mismísimas alabanzas interiores suyas pronunciadas por los labios de la señora Wix, exactamente cual si la pobre mujer las hubiese adivinado y hubiese deseado, arrebatándoselas a la niña, pisotearlas como a una flor chafada:

—¡Es usted espantoso, es usted terrible, pues de sobra sabe que para mí no es moco de pavo que usted me conmine a base de palabras principescas! —Principescos eran en ese momento el aspecto de él y el modo como miraba y hablaba; y por ser principescos Maisie se vio forzada en esta ocasión a contemplarlo con veneración idolátrica. Sin embargo, por extraño que parezca, conforme prosiguió la señora Wix, resonó en el fuero interno de la niña un eco que fue comparable al que ella misma había producido hacía un instante—: ¡Cuánto debe desear usted verla para que diga usted cosas como ésas y esté dispuesto a hacer tantísimo por dos insignificantes seres como Maisie y yo! ¡Ella tiene influjo sobre usted, y usted lo sabe, y usted desea volver a experimentarlo (Dios sabe, o por lo menos yo lo sé, cuáles son el motivo y el anhelo de usted) y volver a disfrutarlo y rendirse ante él! ¡Da igual que sea por un día o por tres días: por poco tiempo que sea bastará y sobrará, y lo bien que se lo pasará usted con ella es algo por lo cual está dispuesto a pagar cualquier precio! A usted seguramente le gustaría que yo me creyese que el precio que usted pagará será convencerla de que renuncie a usted; pero ésa es una cuestión respecto de la cual yo lo conjuro enérgicamente a no entregar el dinero por adelantado. Renuncie a ella primero. ¡Luego páguele lo que se le antoje!

Sir Claude apuró aquel discurso hasta las heces, aunque en él hubo cosas que lo hicieron enrojecer, que originaron en su rostro más síntomas de un tipo peculiar de conmoción de lo que jamás le había visto Maisie. La niña tuvo la extraña sensación de que se trataba de la primera vez que ella veía real y verdaderamente escandalizado a alguien que no fuera la señora Wix, y ello fortaleció su deducción, que minuto a minuto creció cada vez más, de que la señora Wix estaba demostrando ser una energía mucho más poderosa y temible de lo que ninguno de los dos se había figurado. Cierto era que, desde hacía tiempo, la señora Wix había conquistado un «influjo» sobre él, como lo denominaba ella, cualitativamente diferente del conquistado por la señora de Beale y antaño por milady. Mas ahora Maisie casi pudo sentir con él que desde luego él no se había esperado que aquella ventaja pudiera llegar a ser usada de un modo tan descarnado. Oh, aún no se habían topado con los límites de la señora Wix, pues al cabo de un minuto ésta usó aquella ventaja de un modo más descarnado que nunca. Ello fue consecuencia de que él dijera con cierta sequedad, aunque tan gentilmente que lo que para Maisie se destacó más fue la paciencia masculina:

—Mi querida amiga, estamos sencillamente ante un asunto sobre el cual debo decidir yo solo. Usted ha decidido por mí, ya lo sé, en buena medida, últimamente, de un modo que agradezco, se lo aseguro, con toda mi alma. Pero no puede usted estar haciéndolo siempre; nadie puede hacerlo por otra persona, ¿no se da cuenta?, en todos los casos. Hay excepciones, casos especiales que lo subvierten todo y que son endiabladamente delicados. Sería demasiado fácil que yo pudiera descargarlo todo sobre usted: sería dejarla asumir un grado de responsabilidad del que yo sencillamente me abochornaría. Se dará cuenta, estoy seguro, de que habrá asumido responsabilidad de sobra si tiene la bondad de aceptar la situación tal como se la presentan a usted las circunstancias y de permanecer aquí con nuestra amiguita, hasta mi regreso, en una posición de tanto disfrute y de tanto placer (y de tanta fe en mí, según creo que tengo derecho a agregar para ambas) como sea posible.

Oh, él se mostró en verdad principesco: ello resultó cada vez más patente con cada palabra que decía y con el peculiar modo como las decía, y Maisie sintió a la preceptora endurecerse casi con angustia contra el incremento del encanto masculino y luego refugiarse a la desesperada en la bastante obvia parvedad de la virulencia, de la iteración:

—¡Tiene usted miedo de ella: miedo, miedo, miedo! ¡Oh cielos, oh cielos, oh cielos! —La señora Wix gimió estas palabras con un fuerte temblor de voz, y luego se precipitó en un prolongado espasmo de indefensión y dolor. Al instante siguiente había vuelto a dejarse caer sobre el magro sofá y había prorrumpido en apasionadas lágrimas.

Por un momento Sir Claude permaneció inmóvil mirándola; movió negativamente la cabeza con lentitud, con absoluta ternura:

—Ya lo he reconocido: siento un terror mortal; conque dejemos en paz esa cuestión. Me parece que lo mejor será que se acuesten ambas —agregó—: han tenido un día tremebundo y deben de estar brutalmente fatigadas. No deben preocuparse por mis movimientos mañana temprano. Hay un barco que zarpa a primera hora: yo ya me habré marchado antes de que ustedes se levanten; y, además, ya le habré plantado cara de un modo directo y sumamente eficaz, se lo aseguro, a la arrogante pero no absolutamente incorregible señorita Ash. —Se dirigió hacia su hijastra como para simultáneamente despedirse de ella y darle una prueba de que, a despecho de cualquier tensión o roce, seguían hasta tal punto unidos que por lo menos ella no tenía de qué preocuparse—: ¡Maisie, camarada! —Y le tendió los brazos. Con su culpable frivolidad Maisie se arrojó en ellos y, mientras él la besaba, ella eligió la suave vía del silencio para contentarlo: del silencio que tras aquellas batallas verbales era el mejor bálsamo que podía ofrecer a las heridas masculinas. Permanecieron abrazados el suficiente tiempo para reafirmar intensamente sus vínculos; tras lo cual se vieron separados casi a la fuerza porque se irguió la señora Wix.

Dicho erguimiento, consecuencia de un rápido retorno o una definitiva postergación del coraje, fue para formular una súplica casi abyecta:

—Le imploro que no dé un paso tan degradante y tan fatal. A ella me la conozco muy bien, incluso aunque usted se carcajee cuando lo afirmo; por poco que yo la haya visto la he calado, la he calado. Sé lo que ella hará: puedo verlo desde aquí. Es un don del cielo que tenga usted miedo de ella. No tenga, por amor de Dios, miedo de mostrarlo, de beneficiarse de ello y de aprovechar la seguridad que ello mismo puede brindarle. Yo no tengo miedo de ella, se lo aseguro: ya ha debido ver por sí mismo que ahora no hay nada de lo que yo tenga miedo. Deje que vaya a verla yo: yo lo arreglaré todo y devolveré a la doncella sin que nadie le haya tocado un pelo. Deje que sea yo quien se ausente estos dos o tres días, déjeme poner punto final a sus mutuas relaciones. Quédese usted aquí con Maisie, con el carruaje y las francachelas y los lujos; luego regresaré y nos marcharemos los tres juntos, viviremos los tres juntos sin nubes en nuestro horizonte. Lléveme, lléveme —insistió e insistió; la marea de su elocuencia estaba alta—. Aquí estoy; sé lo que soy y lo que no soy; pero audazmente les digo a ambos a la cara que yo les seré más útil, pero que mucho más útil, de lo que ella jamás intentará siquiera serlo. Se lo digo a usted a la cara, Sir Claude, aunque yo le deba a usted el mismísimo vestido que llevo y los mismísimos zapatos que calzo. Se lo debo todo a usted: ésa es precisamente la razón; y ¿qué otra cosa deseo sino pagárselo, y profusamente? ¡Aquí estoy, aquí estoy! —Se dejó arrastrar a un espectáculo que, combinado con la vivacidad y los adornos de la buena mujer, pareció sugerir que estaba preparada para extraños oficios y devociones, para grotescas sustituciones y reemplazos. Retocó su atavío mientras hablaba, insistió en la cuantía de su deuda—: Nada tengo que me pertenezca, bien lo sé: nada de dinero, nada de ropa, nada de atractivo, nada de nada, absolutamente nada excepto mi posesión de esta pequeña verdad intocable, que es todo aquello con que puedo cautivarlos a ustedes: el hecho de que para mí ustedes dos son más que todas las demás cosas que hay en el mundo, y de que si me dejan ayudarlos y salvarlos, hacer realidad de la única forma posible lo que ambos desean, ¡caramba, me dejaré jirones de piel en la tarea!

Sir Claude quedó dubitativo sin atinar con una respuesta a aquella magnificente apelación: manifiestamente trataba de encontrar alguna, y con no poca turbación e incomodidad. En esta búsqueda divagó, empero, exclusivamente por campos estériles hasta que volvió a toparse, como tan frecuente y activamente le sucedía, con la más que filial mirada de su inteligente pequeña hijastra. Esto le proporcionó —pobre varón dependiente y maleable— una salida. Aunque ella no era más que una niña, de todos modos pertenecía al sexo que podía socorrerlo. Eso fue lo que él dio a entender con una renovada invitación a acudir a sus brazos. Una vez más ella se arrojó en ellos y de nuevo ambos conversaron en silencio.

—Sé maja con ella, sé maja con ella —dijo él por último con palabras articuladas—; ¡sé maja con ella hasta un punto que ni siquiera has alcanzado conmigo! —Dicho lo cual, sin una última mirada a la señora Wix, de una u otra forma logró salir de la habitación, dejando a Maisie bajo la ligera opresión causada por aquellas palabras así como por la idea de que inequívocamente él se había escabullido otra vez.

Lo que Maisie sabía
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