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Por consiguiente Maisie se sintió aún más sobresaltada cuando su madre le dijo, en referencia a algo que había que hacer antes de su siguiente migración:
—Naturalmente comprenderás que ella no se va a ir contigo.
Maisie casi se sintió desfallecer:
—Oh, pero yo pensaba que sí que iba a venirse.
—No tiene la menor importancia, bien lo sabes, lo que tú pienses —respondió la señora Farange alzando la voz—; y de veras que será mejor cara al futuro, señorita, que aprenda usted a guardarse sus pensamientos para sí. —Eso era precisamente lo que Maisie ya había aprendido a hacer, y tal logro era justamente el origen de la irritación de su madre. Una horrible pequeña capacidad crítica, una tendencia, oculta dentro de su silencio, a juzgar a sus mayores, era lo que esta mujer sospechaba en la niña, cuando daba la casualidad de que lo que a esta mujer le gustaba era que las niñas fueran ingenuas y comunicativas. Le gustaba asimismo poder oír la relación de los golpes que la niña infería al carácter del señor Farange, a las aspiraciones que éste tenía a la tranquilidad espiritual; la satisfacción de tramarlos disminuía si no le llegaba ningún eco. Se acercaba el día, y ella se daba cuenta, en que le daría mayor placer despachar a Maisie con él que arrebatársela; tanto era así que la señora Farange se estremeció interiormente ante la perspicacia de un amigo sincero que había comentado que el verdadero término de todo aquel tira y afloja sería que cada uno de los progenitores trataría de convertir a la niña en una carga para el otro: un tipo de juego en el cual era evidente que no quedaría muy favorecida una madre devota. La perspectiva de no quedar muy favorecida, una distinción de la que Ida Farange afirmaba no haber gozado jamás, engendró en ésta un mal humor cuyas consecuencias sintieron varias personas. Resolvió que desde luego Beale no dejaría de sentirlas; de nuevo reflexionó que nunca debía cejar en su estudio de cómo hacerle la vida imposible. Nada podría fastidiarlo más que perderse la ventaja, en lo referente al cuidado de la niña, de una guapa añadidura femenina que claramente había concebido cariño por ésta. Una de las cosas que Ida le dijo a la añadidura fue que la casa de Beale era una casa donde ninguna mujer decente podía tolerar ser vista. Fue la propia señorita Overmore quien le explicó a Maisie que había tenido la esperanza de que la dejaran seguir con ella en casa de su padre, y que tal esperanza había quedado hecha añicos ante la actitud adoptada por su madre:
—Dice que como se me ocurra entrar a formar parte de la servidumbre del señor Farange, que me olvide de volver a asomarme otra vez por aquí.
Así que he prometido no tratar de irme contigo. Si espero pacientemente hasta que regreses a esta casa, volveremos a estar juntas sin falta.
Esperar pacientemente, y sobre todo esperar hasta que ella regresara a aquella casa, le pareció a Maisie un camino verdaderamente tortuoso: le recordó todas aquellas cosas que, a lo largo de su vida, le habían prometido solemnemente que le darían si se portaba bien y que luego no le habían dado pese a su buen comportamiento.
—Entonces ¿quién se va a ocupar de mí en casa de papá?
—¡Sólo el cielo lo sabe, preciosidad! —contestó la señorita Overmore, abrazándola tiernamente. Realmente no había duda de que esta hermosa amiga la apreciaba. ¿Qué habría podido demostrarlo mejor que el hecho de que antes de que transcurriese una semana, a despecho de la turbulenta separación y de la prohibición de su madre y de los escrúpulos de la señorita Overmore y de la promesa de la señorita Overmore, la hermosa amiga se hubiese presentado en casa de su padre? La mujercita que allí habían contratado por horas, una mujercita gorda y cetrina de nombre extranjero y uñas sucias, quien llevaba a todas horas un sombrero que al principio le había prestado un aire engañoso —bien pronto desmentido— de estar a punto de marcharse, y que además le formulaba a su educanda preguntas que nada tenían que ver con las lecciones, preguntas que el propio Beale Farange, cuando le repitieron una o dos de ellas, reconoció que eran horriblemente vulgares... esta extraña aparición, digo, se esfumó frente a la brillante criatura que lo había desafiado todo por amor a Maisie. La brillante criatura le contó con franqueza a su pupila lo que había acontecido: que no había sido capaz de soportarlo. Había roto la promesa que le hiciera a la señora Farange: había estado contendiendo consigo misma durante tres días y finalmente se había ido derechita a ver al papá de Maisie y le había expuesto a éste la sencilla verdad. Ella adoraba a su hija; no podía renunciar a ella; estaba dispuesta a hacer por ella cualquier sacrificio. Sobre esta base se había convenido en que se quedara en la casa: su valentía se había visto recompensada; ella no le dejó ninguna duda a Maisie sobre la valentía que le había sido precisa. Algunas de las cosas que dijo la institutriz produjeron una singular impresión sobre la niña: por ejemplo, su declaración de que cuando su alumna se hiciera mayor estaría en mejores condiciones de apreciar lo «tremendamente audaz» que necesitaba ser una joven para hacer lo mismo que ella había hecho.
—Por fortuna tu padre sí que sabe apreciarlo: lo aprecia inmensamente —fue otra de las cosas que también dijo la señorita Overmore, con un notable énfasis en el adverbio. La propia Maisie no se sintió menos impresionada ante todo lo que había tenido que pasar esta mártir, máxime después de que se le hablara de la terrible carta que había mandado la señora Farange. Mamá se había enfadado tanto que, según las propias palabras de la señorita Overmore, había cubierto de insultos a ésta última... lo cual era prueba más que concluyente de que ya nunca podrían esperar volver a estar juntas bajo el techo de mamá. Al techo de mamá, empero, le había tocado el turno, en esta ocasión, de aparecérsele a la niña como nada más que una remota contingencia, de modo que para reconfortar a nuestra pequeña casi no hubo necesidad del secreto que solemnemente le confió su hermosa amiga: existía la probabilidad de que Maisie no tuviera que volver con mamá nunca más. Constituía la privada convicción de la señorita Overmore, y formó parte de aquella misma confidencia, que si la hija del señor Farange mostraba realmente una marcada preferencia por su padre, la «opinión pública» la respaldaría. La pobre Maisie apenas fue capaz de comprender aquella intimación, pero sí fue capaz de abandonarse subyugada al momento presente. Había concebido su primera pasión, y el objeto de ésta era su institutriz. Nadie le había planteado (y ella no podía —o en todo caso nunca lo hizo— planteárselo a sí misma) que la señorita Overmore le agradaba más que papá; mas la habría consolado, de darse el caso de una imputación semejante, sentirse autorizada para replicar que a papá le gustaba la señorita Overmore exactamente lo mismo que a ella. Él se lo había dicho expresamente. Y por otra parte ella podía percatarse sola con facilidad.