30

Después de que tomaron asiento todo fue distinto: el local no era el que estaba debajo del hotel, sino uno que había más adelante siguiendo el muelle; con amplios ventanales luminosos y un suelo rociado de serrín de una forma que a ojos de Maisie le imprimía algo del hechizo de un circo. Tenían prácticamente para ellos solos las pintadas paredes y los rojos bancos afelpados; éstos eran compartidos por sólo unos pocos hombres diseminados que se mondaban los dientes, con contorsiones faciales, ante mesitas desnudas, y en particular por un individuo anciano: un individuo ancianísimo con una cinta roja en el ojal, cuyo modo de mojar en el café los croissants con mantequilla y luego hacerlos desaparecer en lo poco que le quedaba de la zona comprendida entre la nariz y el mentón habría podido llenar a Maisie, en una ocasión menos intranquila, de admiración y aun envidia. También ellos tomaron su café au lait y sus croissants con mantequilla, de acuerdo con la decisión tomada por Sir Claude después de preguntarle si se sentía con fuerzas para aguantar hasta la hora del déjeuner con algo tan ligero en el estómago. A ella la alusión a esa comida le dio la visión, en el umbroso frescor rociado, de un establecimiento lleno de, tal como vagamente sintió, una especie de libertinaje modoso y compartido: el lugar de reunión habitual de aquéllos —la gente anormal, como ella misma— que se acostaban o se levantaban demasiado tarde: algo sobre lo que meditar mientras contemplaba al camarero de delantal blanco moverse con platos y fuentes con la misma pericia con que en Londres había actuado cierto prestidigitador a quien su amigo la había llevado a admirar en una revista musical. Al poco rato Sir Claude ya había vuelto a hablar, para contarle lo que le habían parecido estos días en Londres y lo nostálgico que se había sentido en ambos países; asimismo todo lo referente a Susan Ash y la diversión así como los trastornos que le había causado; luego todo lo referente al viaje de retorno y la travesía nocturna del Canal y la muchedumbre que viajaba y el modo como uno siempre se topaba con demasiados conocidos. También habló de otras cosas, en especial de lo que a su vez ella debía contarle sobre las actividades, durante su ausencia, de la señora Wix y su educanda. ¿Acaso no se lo habían pasado tan bien como él les había prometido? ¿Había exagerado en las disposiciones tomadas para que fueran tratadas bien? Maisie tuvo algo —no todo— que decir acerca del acierto de él y la gratitud de ellas; en su mente había un barullo que crecía a cada instante, que crecía debido a la conciencia de que nunca anteriormente lo había visto en aquel peculiar estado en que les había sido restituido.

La señora Wix había dicho una vez —una vez o cincuenta veces: para Maisie una habría sido suficiente, pero muchas no eran demasiado— que él era portentosamente imprevisible. Pues bien, ciertamente así se mostró, en opinión de la niña, durante la ocasión presente: se mostró mucho más imprevisible que ninguna otra cosa. Por lo demás, la circunstancia de que estuvieran juntos en un local, ante una agradable mesita confidencial como tan a menudo habían estado juntos en Londres, no hizo sino resaltar la diferencia de la situación. Esta diferencia estribaba en el semblante de él, en su voz, en todas las miradas que a ella le dirigía y todos los gestos que hacía. No eran las miradas ni los gestos que realmente él deseaba mostrar, y asimismo ella advirtió que tampoco correspondían a sus propios deseos. Ya lo había visto nervioso, ya había visto nerviosas a todas las personas con quienes había tenido contacto hasta la fecha, pero nunca lo había visto tan sumamente nervioso. Poco a poco aquello la hizo sentir un nítido terror, un terror que participaba del sudor frío que había sentido antes, en el hotel, al verse, a raíz de la contestación masculina sobre la señora de Beale, descreyendo de lo que él afirmaba. En el momento presente pareció ver, pareció palpar al otro lado de la mesa, cual si hubiese puesto la mano sobre ello, lo que él había querido decir cada vez que había confesado tener miedo. ¿Por qué un hombre como él tenía miedo con tal frecuencia? Ahora ella debía de haber empezado a comprender que sobre todo había una cosa de la que un hombre como él podía tener miedo. Podía tener miedo de sí mismo. En todo caso allí estaba el miedo de él; dicho miedo era dulce con ella, hermoso y amable con ella, estaba tomando café y croissants con mantequilla con ella, estaba espetando palabras y risas que no tenían nada de palabras ni de risas con ella; dicho miedo estaba presente en la voz que bromeaba y posponía y mentía; estaba presente en este modo teatral en que él la había llevado a desayunar fuera para imitar los antiguos ratos vagabundeantes de Londres, para imitar una relación que había cambiado definitivamente, una relación que ella había visto cambiar ante sus propios ojos cuando, el día anterior en el saloncito, la señora de Beale había aparecido inesperadamente ante ella. La señora de Beale seguía ante ella, si a eso vamos, en este instante, e incluso mientras habían estado esperando que les sirvieran Maisie había abordado aquella precisa cuestión que, nada más entrar en el local, él había estimulado con sus primeras palabras pronunciadas:

—¿Vamos a tomar el déjeuner con la señora de Beale?

La respuesta de él fue todo menos precisa:

—¿Tú y yo?

Maisie se recostó en su silla:

—La señora Wix y yo.

También Sir Claude cambió de postura:

—Es una pregunta, mi querida hija, que le toca responder a la propia señora de Beale. —Sí, había cambiado de postura; mas abruptamente, tras un instante durante el cual pareció que algo se suspendiese entre ellos y, como enérgicamente impulsado, los abanicase con el aire levantado por su oscilación, ella sintió que dicho ente había caído sobre ambos—. ¿Te importa —espetó— que te pregunte qué es lo que te ha dicho la señora Wix?

—¿Lo que me ha dicho?

—Durante este día o dos; mientras he estado ausente.

—¿A propósito de ti y de la señora de Beale?

Apoyándose sobre los codos, Sir Claude fijó su mirada un instante en el blanco mármol de la mesa:

—No, creo que ya hablamos bastante a ese respecto (¿verdad?) antes de que me marchara. Se me antoja que no quedó nada por decir. Me refiero a lo que te ha dicho la señora Wix a propósito de ti misma, a propósito de que (no sé si me explico) te relaciones con nosotros, como si dijéramos, y te quedes con nosotros. Mientras estuviste sola con nuestra amiga, ¿qué comentó ella?

Maisie sintió la trascendencia de la pregunta; eso la mantuvo callada durante un intervalo en el que miró a Sir Claude, cuyos ojos continuaban bajos.

—Nada —repuso por último.

Él hizo alarde de desconfianza:

—¿Nada?

—Nada —repitió Maisie; tras lo cual sobrevino una pausa en la forma de una bandeja con los preparativos del desayuno.

Estos preparativos fueron tan divertidos como todo lo demás: el camarero sirvió el café de un recipiente parecido a una regadera y luego lo hizo espumar con la corriente ondulada de leche caliente que escanció desde la altura del brazo; mas durante toda aquella amena escena de vida francesa los dos se miraron uno a otro con una seriedad que ya no trataban de disimular. Sir Claude le pidió al camarero que fuese a por alguna otra cosa y a continuación reaccionó a la contestación de Maisie:

—¿No ha tratado de influirte?

Hallándose de esta guisa cara a cara con él, a Maisie le pareció que había tratado de influirla tan poco que no merecía la pena mencionarlo; por consiguiente volvió a cerrarse en banda durante un momento. Enseguida dio con una vía intermedia:

—A la señora de Beale ahora le cae bien ella; y hay una cosa que he averiguado, una gran cosa: la señora Wix disfruta con sus amabilidades. Todo el día de ayer fue enormemente amable con ella.

—Ya veo. Y ¿de qué modo fue amable? —preguntó Sir Claude.

Ahora Maisie se había entregado al desayuno, conque su compañero principió a degustar el suyo propio; de suerte que pareció que en su vieja amistad, al menos en lo tocante a las formas, nada hubiera cambiado.

—De todos los modos que se le ocurrieron. La señora de Beale fue tan maja con ella como habrías podido serlo tú —dijo la niña—. Estuvo hablándole todo el santo día.

—Y ¿qué le dijo?

—Ah, no lo sé. —Maisie estaba un tanto extrañada ante la insistencia con que él quería enterarse: aquello no encajaba con el grado de intimidad con la señora de Beale tan denunciado por la señora Wix y que, según ésta última, lo había hecho venir servilmente. ¿Acaso no estaba él más informado que su hijastra sobre lo que hacía la persona a quien estaba atado? Al cabo de un instante, empero, ella agregó—: Se dedicó a cortejarla.

Sir Claude la miró con mayor intensidad, y claramente fue algo en el tono de la niña lo que lo hizo decir con premura:

—A ti no te importa que yo te haga estas preguntas, ¿verdad?

—Nada en absoluto; sólo que me parecía que tú estarías más informado que yo.

—¿Sobre lo que hizo la señora de Beale ayer?

Ella creyó verlo sonrojarse una pizquita; pero casi simultáneamente con aquella impresión se vio respondiendo:

—Sí... si la has visto.

Él soltó la más estruendosa de las carcajadas:

—Caramba, mi querido muchacho, pero si hace un momento te conté que no la había visto en modo alguno. Mecachis, ¿es que no me crees? Hubo algo de lo que ahora ella tuvo tanto miedo que los demás miedos pasaron a segundo término.

—¿No has venido para verla? —inquirió al cabo de un momento—. ¿No has venido porque no puedes vivir sin ella?

Él acogió su inquisición igual que había acogido su incredulidad: con una insólita ausencia de enojo.

—Por supuesto puedo imaginarme por qué opinas eso. Pero no es la auténtica explicación de mi proceder. Era, tal como hace un momento te dije en el hospedaje, real y verdaderamente a ti a quien quería ver.

Por unos instantes ella se sintió como había solido sentirse cuando, en el jardín trasero de la casa de su madre, él se había dedicado a empujarla formidablemente en el columpio —más fuerte, más fuerte, más fuerte— que había hecho construirle para su recreo y que a la postre se rompió bajo el peso y el abusivo acaparamiento de la cocinera.

—Oh, eso me hace mucha ilusión. Pero ¿quieres decir que has venido para verme y marcharte de nuevo?

—Mi partida, ése es el problema. Aún no puedo decirte nada... todo depende.

—¿Todo depende de la señora de Beale? —preguntó Maisie—. Ella no se marchará. —El terminó su propio café y después, tras dejar la taza sobre la mesa, se apoyó contra el respaldo de la silla, postura en que ella lo vio sonreírle. Esto no hizo sino confirmarle a la niña su idea de que él se sentía atribulado, de que él vacilaba en su sufrimiento y buscaba soluciones nuevas. Sir Claude persistió en sonreír y Maisie ahondó—: ¿Es que no lo sabes?

—Sí, bien puedo confesar que por lo menos eso sí lo sé. Ella no se marchará. Se quedará aquí.

—Se quedará aquí. Se quedará aquí —repitió Maisie.

—En efecto. ¿Te apetece un poco más de café?

—Sí, por favor.

—¿Y otro croissant con mantequilla?

—Sí, por favor.

Sir Claude le hizo una seña al atento camarero, que se acercó llevando en cada mano un brillante pitorro de la abundancia y haciendo gala de un cordial interés por mademoiselle:

—Les tartines sont là. —Las tazas de ambos volvieron a rebosar y Sir Claude, mientras contemplaba casi pensativamente las pompitas de la aromática mezcla, dijo una y otra vez:

—Así está bien, así está bien. —Luego exclamó en cuanto se hubo retirado el camarero—: ¡Es completamente desesperante!

—¿Que ella no se marche?

—¡Diantres, todo! ¡Todo, todo, todo! —Pero se recobró; de nuevo principió a degustar su desayuno—. He venido para pedirte algo. Para eso es para lo que he venido.

—Ya sé lo que vas a pedirme —dijo Maisie. —¿Estás segurísima?

—Estoy casi segurísima.

—Pues entonces arriésgate a decirlo. No debes dejar que yo asuma siempre los riesgos.

La impresionó la fuerza de aquella intimación, y dijo:

—Quieres saber si yo sería feliz viviendo con ellas.

—¿Con las dos mujeres únicamente? No, no, amigo: vous n y êtes pas. ¡Ahora te has colado tú! —dijo riéndose Sir Claude.

—Entonces, ¿de qué se trata?

Al siguiente instante, en lugar de aclararle de qué se trataba, él extendió la mano a través de la mesa y la puso sobre la de Maisie asiéndola como si se le hubiera venido a las mientes algo nuevo:

—¿Sería feliz la señora Wix viviendo con ella?

—¿Sin ti? Oh sí... ahora sí.

—¿A causa, como sugeriste hace un momento, de los nuevos modales de la señora de Beale?

Con su sentido de la responsabilidad, Maisie sopesó tanto los nuevos modales de la señora de Beale como la humana inconstancia de la señora Wix:

—Me parece que la ha persuadido.

Sir Claude reflexionó un instante.

—¡Ah, pobrecita! exclamó.

—¿Te refieres a la señora de Beale?

—Oh no: a la señora Wix.

—Le agrada que la persuadan, que la traten como a una persona normal. Oh, la encanta ser tratada con gran cortesía —explayó Maisie—. Eso la emociona enormemente.

Para su sorpresa, Sir Claude discrepó en parte:

—Enormemente hasta cierto punto.

—¡Qué va: la emociona hasta el fondo! —replicó Maisie con énfasis.

—Caramba, ¿acaso yo no he sido cortés con ella?

—Lo has sido maravillosamente... y ella te idolatra con toda el alma.

—En ese caso, mi querida hija, ¿por qué no puede dejarme en paz? —Esta vez Sir Claude se puso inequívocamente colorado. No obstante, antes de que Maisie pudiera contestar su pregunta, lo cual sin duda le habría llevado algún rato, él prosiguió en otro tono—: La señora de Beale se cree que probablemente la ha domado a conciencia. Pero no es así.

Aunque él habló como si estuviese seguro, Maisie perseveró en la opinión que acababa de expresar y que ahora reiteró:

—La ha persuadido.

—Oh, sí; pero en favor suyo, no mío.

¡Ah, ella no pudo soportar oírlo decir aquello!:

—¿Cómo que no en favor tuyo? ¿Es que no acabas de convencerte de lo mucho que te ama la señora Wix?

Sir Claude repasó sus propias convicciones:

—Por supuesto sé que es una mujer extraordinaria.

—Te tiene tantísimo cariño como yo —dijo Maisie—. Ayer me lo confesó.

—¡Ah, entonces —exclamó él prontamente— ha tratado de influirte! Yo no la amo a ella, ¿no te das cuenta? Le hago entera justicia —continuó—, pero lo que digo es que no la amo como a ti, y estoy cierto de que no puedes esperar que ello sea de otra manera. Ella no es mi hija... ¡rayos y truenos, camarada! Ni siquiera es mi madre, aunque para mí seguramente habría sido mejor que lo fuese. Estoy dispuesto a hacer por ella lo que haría por mi madre, pero nada más. —Su profunda agitación se encauzó en una necesidad de explicarse y justificarse, aun cuando procurara atenuarla y disimularla con risas y bocados y otras campechanías parejamente vanas. De repente se interrumpió, atusándose el bigote con bruscos tirones y retornando a la cuestión de la señora de Beale—: ¿Ella ha intentado persuadirte a ti?

—No: conmigo habló muy poco. Realmente poquísimo —completó Maisie.

A Sir Claude esto pareció extrañarlo:

—¿Únicamente ha sido dulce con la señora Wix?

—¡Tan dulce como el azúcar! —exclamó Maisie.

Pareció divertirlo su comparación, mas no la rebatió; antes bien, emitió, en señal de conformidad, un pequeño sonido inarticulado y comentó:

—Sé muy bien cómo puede ser la señora de Beale. ¡Pero de mucho le habrá servido en este caso! La señora Wix no se dejará «domar». Es lo que lo vuelve todo tan completamente desesperante.

Maisie sabía que todo era completamente desesperante; llevaba algún tiempo sabiéndolo, según sintió, pero había otra distinta cosa que deseaba saber con aún mayor apremio:

—¿Qué decías que has venido a pedirme?

—Ah, sí —dijo Sir Claude—; ahora mismo estaba a punto de contártelo. Déjame advertirte que es algo que va a sorprenderte. —Ella ya había concluido de desayunar y volvió a recostarse en la silla; aguardó en silencio, dispuesta a escuchar. El había apartado un poco los trastos del desayuno y tenía los codos sobre la mesa. Esta vez ella sí sabía, estaba segura, lo que se avecinaba, y una vez más, en previsión del golpe, igual que últimamente en su habitación con la señora Wix, contuvo la respiración y entrecerró los párpados. Él iba a decir que ella tendría que renunciar a él. Volvió a mirarla intensamente, luego hizo el esfuerzo definitivo—: ¿Te sientes capaz de renunciar a ella?

Se quedó estupefacta:

—De renunciar ¿a quién?

—A la señora Wix, lisa y llanamente. Te lo planteo de la forma más cruda. ¿Te sientes capaz de sacrificarla? Me doy perfecta cuenta de lo que estoy solicitándote.

Tornaron a abrirse de par en par los ojos de Maisie: aquello era algo muy distinto de lo que había esperado.

—¿Para quedarme sola contigo? —inquirió.

Él apartó otro poco más su taza de café:

—Conmigo y con la señora de Beale. Por supuesto resultaría un poco desusado; pero todo en nuestra historia es de por sí un poco desusado, ¿no crees? ¿Qué puede ser más anormal que ser repudiada, como lo has sido tú, por los progenitores?

—¡Desde luego nada es más anormal que eso! —convino Maisie, aliviada por el surgimiento de un punto en que era posible convenir con neta claridad.

—Claro está que sería bastante anticonvencional —insistió Sir Claude—; me refiero al pequeño hogar que formaríamos los tres; pero ya hemos vivido cosas más raras, ¿no te parece? Las hemos vivido desde hace bastante tiempo. En todo caso nos quedaremos a vivir en el extranjero: es muchísimo más sencillo y es decisión nuestra y sólo nuestra; es asunto de nuestra incumbencia y de la de absolutamente nadie más. No lo digo por la señora Wix, pobrecita: le hago entera justicia. La respeto; comprendo sus intenciones; a mí me ha hecho mucho bien. Pero además están los hechos. Están, lisa y llanamente. Y estoy yo, y estás tú. Y ella no se dejará domar. Desde su punto de vista tiene razón. Estoy hablándote del modo más extraordinario... siempre te hablo del modo más extraordinario, ¿verdad? Cualquiera diría que eres una adulta de unos sesenta años y que yo... no sé lo que cualquiera diría que soy yo. ¡Excepto que soy un canalla sin escrúpulos! —insinuó—. He estado terriblemente preocupado, y a esto es a lo que todo ha ido a parar. Nos has hecho el más increíble bien, y seguirás haciéndonoslo ahora y siempre, ¿me entiendes? No podemos renunciar a ti: tú lo eres todo. Están los hechos, como digo. Ahora ella, la señora de Beale, es tu madre en virtud de lo ocurrido, y yo, por idénticas razones, yo soy tu padre. Nadie puede rebatir eso, y nosotros no podemos desentendernos. Mi idea sería buscar una localidad tranquila (hacia el Sur) donde tú y ella estaríais juntas y viviríais tan ricamente como el que más. Y yo también viviría tan ricamente como el que más, ¿sabes?, pues no me alojaría con vosotras, aunque estaría cerca, a la vuelta de la esquina, lo cual vendría a ser lo mismo. Mi idea sería que todo fuese perfectamente abierto y franco. Honi soit qui mal y pense,26 ya sabes. Tú eres lo mejor (tú y lo que podemos hacer por ti) que ninguno de los dos ha tenido nunca —tornó a insistir—. Cuando le digo: «Vamos, renuncia a ella», me arroja a la cara: «¡Renuncia tú!» Siempre es el mismo círculo vicioso; y cuando digo vicioso no quiero hacer un retruécano o como—demonios—se—llame. El obstáculo lo constituye la señora Wix; quiero decir, ya me entiendes, si es que te ha influido. Ha tratado de influirme a , y sin embargo yo sigo en mis trece. Nunca me he visto en una situación tan apurada: por favor, créeme cuando te digo que sólo se debe a eso que yo te plantee las cosas de este modo. Mi querida hija, ¿acaso no es eso (el plantear las cosas así) la única manera de avanzar hacia alguna parte? Esta idea se me ocurrió ayer, en Londres, tras la partida de la señora de Beale: pasé el día más atrozmente infernal de mi vida. «Ve inmediatamente allá y plantéaselo; deja que ella escoja, libremente, su propio destino.» Eso me dije, jovencita, y eso estoy haciendo: planteártelo. ¿Puedes escoger libremente?

Esta larga peroración, desgranada lenta e interrumpidamente, con pausas y titubeos, con lapsus y recuperaciones, con el semblante acalorado y la mirada azarada pero suplicante, le llegó a la niña desde una tesitura tan semejante a la suya, que tras la primera conmoción pudo ver claramente su intención y seguirlo paso a paso; máxime teniendo en cuenta que fue a terminar en el mismísimo punto de partida. De principio a fin la peroración había sido recorrida subterráneamente por una sola palabra:

—¿A eso lo llamas un «sacrificio»?

—¿El de la señora Wix? Lo llamaré comoquiera que lo llames . No pienso rehuir nada; y no lo he hecho, me parece. Puedo afrontar el problema en toda su bajeza. ¿Te parece que por mi parte es un acto de bajeza separarte de ella, acorralarte aquí en este rincón y sobornarte a base de sofisterías y croissants con mantequilla para que la traiciones?

—¿Para que la traicione?

—Vaya, para que te despidas de ella.

Maisie dejó reposar la pregunta; la imagen concreta que le había sido presentada era el aspecto más vívido de la misma.

—Si me despido de ella, ¿adónde irá?

—Volverá a Londres.

—Quiero decir: ¿qué es lo que hará?

—Oh, eso sí que no puedo pretender saberlo. Lo ignoro. Todos tenemos nuestras propias dificultades.

Para Maisie, aquella verdad fue más impresionante en este momento que nunca anteriormente.

—¿Quién me dará clases entonces? —preguntó.

Sir Claude se echó a reír:

—¿Es mucho lo que te enseña la señora Wix?

Ella sonrió tenuemente; sabía a qué se refería él.

—No es demasiado.

—Es demasiado poco —repuso él—; tan poco que es otra de las cosas que hemos de considerar detenidamente. Probablemente no te buscaríamos más institutrices. Para empezar, no estaríamos en situación de contratar una, una que valiera la pena. Las que valdrían la pena no servirían —explicó bastante embarulladamente—. Me refiero a que no permanecerían mucho tiempo con nosotros... ¡ay! Nosotros mismos te educaríamos. Especialmente yo. Ya ves que ahora pueda ahora no tengo que preocuparme... de lo que antiguamente me preocupaba. No habré de hacer las cosas a escondidas, ella podrá mostrarse públicamente conmigo. Ahora nuestra relación, desde todos los puntos de vista, es más reglamentaria.

Tal como él la exponía semejaba maravillosamente reglamentaria; pero pese a todo, mientras ella la estudiaba lo más juiciosamente que estaba a su alcance, extrañamente el cuadro resultante persistió en mostrar algo muy concreto: una vieja y una niña sentadas en profundo silencio sobre un viejo banco erosionado junto a las murallas de la haute ville. Eso había ocurrido justamente el día anterior a aquella misma hora; habían enlazado sus manos; se habían fundido.

—Creo que todavía no te has dado cuenta de la devoción que siente por ti —dijo Maisie por último.

—Sí me he dado cuenta, sí me he dado cuenta. ¡Pero a ese respecto...! —Y exhaló, sabiéndose al descubierto, un oprimido suspiro inquieto: el suspiro, según supo advertir hasta su compañerita, de un hombre profundamente familiarizado con ese alegato: el hombre que con denuedo anhela comportarse razonablemente pero que, si de verdad tuviera que ocuparse de tantas cosas a la vez, siempre se vería intolerablemente embrollado. A lo que de hecho todo iba a parar era a que él se daba cuenta perfectamente. Si la señora Wix sentía devoción por él, era un motivo adicional para deshacerse de ella.

La visión del extremo al que ella lo había arrastrado absorbió a nuestra pequeña mientras, para preguntar cuánto debía, Sir Claude llamaba al camarero y luego sacaba una moneda de oro que el hombre se llevó prometiendo traerle inmediatamente el cambio. Sir Claude lo miró alejarse y entonces reanudó la conversación:

—¿Qué mujer podría tener menos que reprocharle a servidor? Quiero decir en lo que respecta a ella personalmente.

Maisie desarrolló la cuestión:

—En efecto. ¿Cómo podría ella tener menos que reprocharte? Conque ¿cómo estás tan seguro de que volverá a Londres?

—Sin duda ya escuchaste cómo estoy tan seguro: ya la oíste explayarse hace tres noches. ¿Qué otra cosa podría hacer salvo marcharse... después de lo que dijo? He hecho aquello contra lo cual ella me había prevenido... y ella tenía toda la razón. Así están las cosas. Que le caiga bien la señora de Beale, como tú lo calificas últimamente, es suficiente motivo, además de otros, para hacerla quedarse, por tu bien, sin mí: no es suficiente motivo para hacerla quedarse, ni aun por tu bien, conmigo... para hacerla tragar, ¿no te das cuenta?, lo intragable. Y cuando dices que me tiene tantísimo cariño como tú, creo estar en condiciones, llegado el caso, de contradecirte ligeramente en ese punto. ¿Te quedarías con ellas dos sin mí? —El camarero volvió con el cambio, y eso le concedió a ella, antes de contestar tamaña pregunta, un instante de respiro. Pero una vez que se hubo retirado nuevamente tras aceptar con elegantes expresiones de agradecimiento la «propinilla» que Sir Claude le otorgó con un sutil ademán de su dedo índice, éste último insistió en su pregunta mientras se guardaba el resto del cambio—: ¿Aceptarías que ella te hiciera vivir con la señora de Beale?

—¿Sin ti? Jamás—contestó Maisie acto seguido—. Jamás —reiteró.

En él aquello suscitó un tono triunfal, y por cierto que ella misma se sintió estremecerse ante el solo sonido de su voz cuando él exclamó:

—¡Luego ya ves que no estás dispuesta, como sí lo está ella, a deshacerte de mí! —Entonces retornó a su pregunta primigenia—: ¿Puedes escoger? Quiero decir: ¿puedes decidir hablando por ti misma? ¿Deseas vivir con nosotros y sin ella?

Ahora ella sintió de veras el sudor frío de su propio terror, y de repente le pareció comprender, tal como lo había comprendido a propósito de Sir Claude, de qué tenía miedo. Tenía miedo de sí misma. Lo miró de tal modo que infundió, según pudo ella ver, asombro en el semblante masculino, un asombro refrenado, empero, por su sincera voluntad de jugar limpio con ella, de no usar la autoridad, de no apremiarla ni agobiarla... de restringirse a mostrarle de un modo claro y generoso la elección que ella tenía que hacer.

—¿Puedo pensármelo? —preguntó Maisie finalmente.

—Desde luego, desde luego. Pero ¿cuánto tiempo?

—Oh, sólo un ratito —dijo ella con humildad.

Durante un momento él tuvo la pinta de desear considerar aquélla como la más feliz perspectiva en el mundo.

—Pero ¿qué haremos mientras te lo piensas? —Habló como si pensárselo fuese compatible con casi cualquier distracción.

Exclusivamente había una cosa que a Maisie no le apetecía hacer, y luego de un instante la manifestó:

—¿Debemos regresar al hotel?

—¿Deseas que lo hagamos?

—Oh, no.

—No hay la menor necesidad de hacerlo. —Él bajó la mirada hacia su reloj; ahora su semblante se puso muy serio—. Podemos hacer cualquier otra cosa que se nos antoje. —Tornó a mirarla cual si estuviera a punto de decir que por ejemplo podían partir a París. Pero incluso antes de que ella terminara de preguntarse si por ventura no le sería efectivamente hecha tal propuesta, de pronto él semejó perder arrojo—: Podemos dar un garbeo.

Ella se mostró conforme, pero él continuó sentado como si todavía le quedara algo más que decir. Empero, a la postre no dijo nada; así que fue ella quien habló.

—Creo que antes me gustaría hablar con la señora Wix —dijo.

—¿Antes de tomar una decisión? Muy bien, muy bien. —Se había puesto el sombrero, pero aún hubo de encender un cigarrillo. Fumó unos instantes, con la cabeza echada hacia atrás, mirando al techo; después dijo—: No hay que olvidar una cosa, y tengo derecho a hacértela notar: nosotros reemplazamos a tus progenitores de un modo absoluto. Ha sido su abandono, su extrema vileza, lo que nos ha conferido esa responsabilidad. Nunca una niña ha sido entregada y otorgada de un modo más total. —Pareció repetir esto, concentrado en el techo, a través del humo, como para aclararse a sí mismo las ideas. Tras una pausa ello lo llevó un poco más lejos Aunque reconozco que a cada uno de nosotros por separado.

En aquel momento y en aquella actitud él le dio tal sensación de desear, por así decirlo, estar de su parte —de parte de lo que desde todos los puntos de vista fuera más adecuado y sabio y grato para ella—, que ella sintió un repentino anhelo demostrarse parejamente delicada y generosa, parejamente atenta a los intereses de él. Y ¿cuáles eran éstos sino los de hacer «reglamentarias» sus existencias del modo que él acababa de proponer?

—A cada uno de vosotros por separado —ratificó consiguientemente ella con gran seriedad—. Pero, ¿no te acuerdas?, yo fui quien os unió.

Con un acceso de alegría él se incorporó de un salto:

—¿Que si me acuerdo? ¡Vaya que sí! Tú nos uniste, tú nos uniste. ¡Vámonos!

Lo que Maisie sabía
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