10
Él llevaba un cigarrillo en la boca y se situó junto a la chimenea y contempló los exiguos muebles de aquella habitación de un modo que hizo que ella se sintiera un tanto avergonzada de los mismos. Entonces, antes de dejarla «sonsacarlo» en lo relativo a la cuestión de la señora de Beale —«sonsacar» era otra de las palabras que ella se había apropiado del vocabulario de su padrastro; el número de éstas era asombroso—, él comentó que a decir verdad mamá se mostraba bastante parca en la ornamentación del cuarto de estudio. La señora Wix había adornado un poco las paredes con un abanico japonés y con dos inscripciones de versículos bastante tétricos de la Biblia: a la señora Wix le habría gustado que hubiesen sido más alegres, pero daba la casualidad de que no tenía otros. Sin la fotografía de Sir Claude, empero, el lugar habría resultado, como decía él, igual de insípido que una cena fría. Asimismo él comentó que había montones de cosas que ellas deberían tener allí; sin embargo institutriz y educanda, había que admitirlo, seguían aún divididas entre su decidir los sitios en que tales cosas deberían colocarse en caso de que tales cosas llegaran algún día y su reconocer esa mutabilidad del destino de la niña que por naturaleza no propiciaba las acumulaciones. La niña sólo se quedaba en cada casa lo necesario para echar de menos ciertas cosas, nunca ni la mitad de lo necesario para ganarse otras nuevas. El modo en que Sir Claude paseó su mirada por todo el cuarto de estudio la hizo sentirse tan llena de humildad como si el cuarto de estudio se diferenciara en muy poco del mugriento ático en que ella había visitado a Susan Ash. Luego él dijo abruptamente refiriéndose a la señora de Beale:
—¿Piensas que realmente te quiere?
—¡Oh, una barbaridad! —respondió Maisie.
—Vaya, a lo que me refiero es a si te quiere por ti misma, como se suele decir, no sé si me explico. ¿Te tiene tanto cariño, digamos, como la señora Wix?
La niña meditó, y dijo:
—¡Oh, es que yo no soy todo lo que tiene la señora de Beale!
Sir Claude pareció sentirse muy divertido ante aquello:
—¡Sí, no eres todo lo que tiene!
Se rió unos instantes, pero eso no era ninguna novedad para Maisie, quien no se sintió lo bastante desconcertada para dejar de añadir:
—Pero nunca renunciará a mí.
—Caramba, tampoco yo, amigo; así que no tiene nada de extraordinario, y ella no es la única. Pero si tanto cariño te tiene, ¿por qué no te escribe entonces?
—Ah, a causa de mamá. —Era elemental, y ella casi se sorprendió de la ingenuidad de la pregunta de Sir Claude.
—Entiendo; tienes toda la razón —respondió él—. Sin embargo ella podría tratar de verte; hay muchas maneras. Claro que está la señora Wix.
—Está la señora Wix —convino Maisie con sabiduría—. La señora Wix no la traga.
Sir Claude pareció interesado:
—¿Ah, sí? No me digas. Y ¿qué cosas dice de ella?
—Ninguna en absoluto, porque sabe que no me agradaría. Qué considerada, ¿a que sí? —preguntó la niña.
—Desde luego: amabilísima. La señora de Beale no refrenaría su lengua por un motivo como ése, ¿verdad?
Maisie recordó lo poco que lo había hecho siempre; pero deseaba defender también a la señora de Beale. La única defensa que se le ocurrió, no obstante, fue esta disculpa:
—¡Oh, en casa de papá, ya sabes, no prestan mucha atención a esas cosas!
Ante esto Sir Claude se limitó a sonreír:
—Sí, seguramente. Pero aquí sí que lo hacemos, ¿no te parece?; aquí todos tenemos mucho cuidado con lo que decimos. Supongo que yo no debería contagiarte prejuicios al respecto —siguió—; pero me parece que, visto en conjunto, en esta casa debemos de ser bastante más amables que en la de tu padre. Sin embargo no insistiré; pues se trata de la clase de asunto que debe de resultarte obligadamente embarazoso debatir. No has de preocuparte, de todas formas: te aseguro que siempre contarás con mi apoyo. —Tras un momento y mientras continuaba fumando, volvió a la cuestión de la señora de Beale y a la primera pregunta de la niña—: Me temo que de momento no podemos hacer mucho en lo referente a ella. No he vuelto a verla desde aquel día: palabra que no he vuelto a verla. —Un instante después, con una risa una pizca tonta, el joven se puso ligeramente colorado; debió de pensar que esta declaración de inocencia era excesiva estando destinada a Maisie. Era inevitable decirle a ésta, empero, que naturalmente su madre aborrecía a la dama de la otra casa. Él no contaba con el consentimiento de su esposa para ir allá de nuevo, y no era la clase de hombre —le pidió a ella que lo creyera, cayendo de nuevo, a despecho de sí mismo, en el prurito de presentarse como irreprochable ante la mirada de la niña capaz de ir sin él. Era propenso a hablar con ella utilizando el tono que habría utilizado con otro hombre de mundo. Cierto que había ido a casa de la señora de Beale para recoger a Maisie, pero ése había sido un asunto de todo punto diferente. Ahora que ella estaba alojándose en casa de su madre, ¿qué pretexto podría aducir él ante su madre para ir a tributar visitas a la esposa de su padre? Y por supuesto a la señora de Beale le era imposible venir a la casa de Ida: Ida la destriparía sin piedad. Ya que se estaba hablando de pretextos, Maisie se acordó de lo mucho que la señora de Beale había insistido en que ella era uno óptimo, y de cómo, en esa calidad, su propio destino era que los demás o bien dependiesen mucho de ella o bien la echasen mucho de menos. Aparte, en esta ocasión Sir Claude reconoció que tal vez las cosas cambiaran un poco posteriormente; y concluyó diciendo—: Estoy seguro de que te quiere sinceramente; ¿cómo iba a evitarlo? Es muy joven y muy guapa y muy inteligente: a mí me parece encantadora. Pero debemos proceder correctamente. Si tú me ayudas, ¿verdad?, yo te ayudaré a ti —terminó diciendo de una forma encantadora y amigable, de igual a igual, sin afectación ninguna de superioridad: forma ésta que hizo que la niña se sintiera dispuesta a hacer por él lo que fuese y cuya singularidad, como sintió ella vagamente, estribó no tanto en una fingida condescendencia ante sus pocos años cuanto en una verdadera inconsciencia de los mismos.
Aquello le ocasionó unos momentos de secreto éxtasis, momentos en que creyó de veras poder ayudarlo. Lo único desconcertante estuvo en lo relativo a esa misteriosa edad de la vida que los adultos que se movían a su alrededor calificaban como juventud. Para Sir Claude en aquel momento la señora de Beale era «joven», al igual que para la señora Wix lo era Sir Claude: ése era uno de los méritos por los que la señora Wix más lo encomiaba. ¿Qué es lo que era entonces la propia Maisie, y, pasando a otro aspecto de la cuestión, qué es lo que era entonces mamá? A ella le había hecho falta cierto tiempo para llegar a inferir con la ayuda de una o dos tentativas que no era recomendable abordar el tema de la juventud de mamá. Hasta llegó a preguntarse un día, viendo el espeso maquillaje y las nítidas arrugas del rostro de aquella dama, si a alguien que no fuera ella misma se le ocurriría abordarlo. No obstante, si milady no era joven entonces era vieja, y esto arrojó una extraña luz sobre la circunstancia de que tuviera un marido de otra generación. El señor Farange era aún más viejo, eso lo sabía Maisie perfectamente; y ello la condujo lógicamente a advertir, ya que la señora de Beale era más joven que Sir Claude, lo muchísimo más viejo que debía ser papá que la señora de Beale. Tales descubrimientos produjeron perplejidad e incluso una pizca de confusión: al parecer, todas estas personas tenían una edad que no era la que debería. De alguna forma, tal era el caso especialmente con su madre, y a ella eso la hizo reflexionar con cierto alivio sobre el hecho de no haber debatido con la señora Wix acerca de cuál podría ser la exacta intensidad del afecto que Sir Claude experimentaba hacia su mujer. Fue consciente de que si ambas habían restringido su atención a las características del afecto de milady hacia su marido, había sido porque se habían visto contenidas quizá particularmente la señora Wix, por un sentimiento de delicadeza e incluso de turbación. El coloquio con su padrastro en el cuarto de estudio se encaminó hacia su término cuando ella dijo:
—Si en ese caso no vamos a ver en modo alguno a la señora de Beale, no va a ser como ella pareció creer cuando fuiste a recogerme.
Él mostró un semblante bastante perplejo:
—¿Qué es lo que ella pareció creer?
—Caramba, que yo os había unido.
—¿Eso creyó? —preguntó Sir Claude.
Maisie se sorprendió de que él ya lo hubiera olvidado:
—De la misma forma que yo los uní a papá y a ella. ¿No recuerdas que lo dijo?
Aquello retornó a la memoria de Sir Claude con una estruendosa carcajada:
—¡Sí, en efecto, lo dijo!
—Y tú también lo dijiste —insistió Maisie con lucidez.
Él recordó, con una hilaridad en aumento, toda aquella ocasión:
—¡Y tú también! —replicó como si estuvieran jugando a algún juego.
—Entonces, ¿es que nos equivocamos todos?
Él lo consideró un instante, y contestó:
—No, no enteramente. Me atrevería a decir que en realidad sí lo hiciste. Estamos unidos: es verdaderamente singular. Ella estará ahora pensando en nosotros (en ti y en mí) aunque no podamos vernos. Y no tengo la menor duda de que cuando regreses con ella te encontrarás con que el asunto va de perlas.
—¿Voy a regresar con ella? —espetó Maisie con voz un poco entrecortada y como si de improviso se hubiera aferrado con pies y manos a la felicidad del momento presente.
Ante esto Sir Claude pareció quedarse serio por unos instantes: tal vez había experimentado todo el peso del compromiso que había tomado sobre sí.
—¡Oh, algún día, supongo! —dijo—. Aún falta mucho tiempo.
—Tengo un enorme atraso que recuperar—dijo Maisie con sensación de gran audacia.
—Claro, claro, y debes recuperarlo a fondo. ¡Oh, ya cuidaré de que lo hagas!
Esto era alentador, y para mostrar alegremente que no temía nada por ese lado ella repuso:
—Ya cuida de eso también la señora Wix.
—Oh, sí —dijo Sir Claude—; la señora Wix y yo estamos hombro con hombro.
Maisie meditó un poco sobre aquella imagen tan vívida; tras lo cual exclamó:
—Entonces también lo he hecho contigo y con ella: yo os he unido a vosotros.
—¡Ya lo creo! —dijo Sir Claude riendo—. Y más que a nadie, palabra. ¡Oh, vaya si lo has hecho con nosotros! ¡Ojalá consiguieras (como ya te dije aquel día, ¿recuerdas?) hacerlo conmigo y con tu madre!
La niña se asombró:
—¿Uniros a ti y a ella?
—Ya sabes que estamos desunidos; por entero. Pero yo no debería contarte estas cosas; sobre todo teniendo en cuenta que tú jamás podrás unirnos... precisamente tú eres la menos indicada. No, amigo mío —continuó el joven—; ahí te estrellarías. Pero no importa: saldremos adelante de un modo u otro. Lo fundamental es que tú y yo somos estupendos.
—¡Somos estupendos! —hizo de eco Maisie con devoción. Pero al momento siguiente, a la luz de lo que él había dicho hacía un momento, preguntó—: ¿Cómo podría abandonarte yo nunca? —Era como si de alguna forma fuera ella quien debiera hacerse cargo de él.
La sonrisa de él estuvo en debida consonancia con los anhelos de ella:
—¡Oh, caramba, no te verás en esa situación! No se derivará hacia ese punto.
—¿Quieres decir que te vendrás conmigo cuando yo ya no tenga más remedio que marcharme?
Sir Claude meditó:
—Quizá no exactamente «contigo»; pero no andaré lejos de ti. —Pero ¿cómo puedes saber a dónde te va a llevar mamá?
Él volvió a reírse:
—¡No lo sé, eso he de confesarlo! —Entonces se le ocurrió una idea, aunque quizá en exceso humorística—: De eso tienes que cuidar tú: de que tu madre no me lleve demasiado lejos.
—Y ¿cómo podría evitarlo yo? —preguntó extrañada Maisie—. Mamá no me quiere —dijo con suma sencillez—. No, de verdad. —Por niña que fuera, su pequeña larga historia estaba resumida en aquellas palabras; y era tan imposible contradecirla como si hubiese sido una venerable anciana.
El silencio de Sir Claude equivalió a admitirlo, y aún más el tono con que al poco repuso:
—Eso no le impedirá, un día u otro, abandonarme junto contigo.
—¿Nosotros viviremos juntos entonces? —preguntó entusiasmada.
—Mucho me temo —dijo Sir Claude, sonriendo— que ahí la señora de Beale encontrará una verdadera oportunidad.
Ante esto el entusiasmo de ella disminuyó una pizquita; se acordó del dictamen de la señora Wix en el sentido de que la situación era un embrollo de mil diablos.
—¿Para recuperarme? Vaya, y ¿no podrás ir a visitarme allá?
—¡Oh, con seguridad!
Aunque Maisie se había desprendido de algunas características de la infancia, conservaba aún toda la afición infantil a las promesas nítidas:
—O sea que vendrás a verme. Y vendrás con frecuencia, ¿verdad? —insistió; mientras estaba hablando, la puerta se abrió para dar paso al retorno de la señora Wix. Ante lo cual Sir Claude, en lugar de responder a la pregunta, le dirigió a Maisie una mirada que la hizo callar y quedarse perpleja.
Cuando por fin él volvió a hallarla convenientemente a solas, sin embargo —lo cual tardó bastante en ocurrir—, retomó la conversación prácticamente en el mismo punto donde la habían dejado:
—Ya comprendes, guapísima, que aunque yo podré ir a visitarte a casa de tu padre, sin embargo no es lo mismo que la señora de Beale venga a visitarte aquí. —Ante esta declaración Maisie asintió solícitamente, aunque fue consciente de que sin ayuda apenas habría sabido decir en qué consistía exactamente la diferencia. Se dio cuenta de lo mucho que su padrastro se estaba preocupando por ahorrarle, como decía él con su acostumbrada chistosidad, las turbaciones de hacerla especificarla—. Posiblemente yo conseguiré ir a casa de la señora de Beale sin que tu madre se dé cuenta.
Maisie sintió que su atención se dilataba ante lo apasionante del elemento dramático presente en el asunto:
—Y ella, ¿no podría venir aquí sin que mamá...? —Fue incapaz de articular las palabras que designaban la acción de mamá.
—Mi querida niña, la señora Wix se chivaría.
—Pero yo creía —objetó Maisie— que la señora Wix y tú...
—¿...éramos auténticos compañeros de armas? —le salió al encuentro Sir Claude—. Oh, desde luego que lo somos... en todos los asuntos excepto en el de la señora de Beale. Y si sugieres —continuó— que, si ella viniera aquí, de uno u otro modo nosotros podríamos ocultarle su presencia a la señora Wix...
—¡Oh, no he sugerido en absoluto eso! —lo atajó Maisie a su vez.
Sir Claude mostró un semblante como de comprender perfectamente el porqué:
—Sí, sería absolutamente imposible. —Gracias a aquellas ligeras consideraciones sobre lo que podrían o no ocultar, le llegó a ella su primera tenue intuición de que había en él algo que jamás se había esperado. Había habido ocasiones en que ella había tenido que sacar partido de la posibilidad de mostrarse insincera; y sin embargo ella jamás había ocultado nada que no fuesen pensamientos. Naturalmente ahora ocultó este pensamiento de cuán extraño sería verlo a él ocultar algo; y mientras estaba así ocupada, él continuó—: Además, ya sabes que a mí no me da miedo tu padre.
—¿Y sí te lo da mi madre?
—¡Bastante, amigo mío! —contestó Sir Claude.