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Aunque por aquellas personales razones ella podía soportar el enojo de Sir Claude, su infantil resistencia habría podido verse sometida a dura prueba. Los días transcurrieron sin que él volviera a pasarse por casa de su padre, y ese lapso la habría llevado a la desesperación de no ocurrir algo tan notable que le otorgó un significado nuevo a ese alejamiento. Lo que aconteció fue una marcada modificación en la actitud de la señora de Beale: una modificación que extrañamente, a pesar de la ausencia de Sir Claude, pareció acercar a éste a la casa. A efectos prácticos se inició con una conversación que tuvo lugar entre ellas dos el día en que Maisie se presentó sola en aquel carruaje. A esa hora había regresado ya la señora de Beale, y tuvo más éxito que su amigo en cuanto a extraer de nuestra pequeña un relato del extraordinario episodio con el Capitán. Volvió sobre él repetidamente, y al mismísimo día siguiente a la niña se le apareció claro que su madrastra ya sabía pormenorizadamente lo que durante aquellos mismos momentos había sucedido entre milady y Sir Claude. Éste fue el auténtico origen de su definitiva percatación de que aunque Sir Claude no se pasara por la casa su madrastra disponía de algún secreto medio para mantenerse en comunicación con él. Esto condujo a algunos inusitados episodios con la señora de Beale, el primero de los cuales consistió —no por parte de Maisie— en una fenomenal crisis de llanto. La señora de Beale no era, como decía ella misma, una llorona: no había llorado, que Maisie supiera, desde sus humildes días de institutriz, en la aurora gris de su mutua amistad. Mas ahora lloró con pasión, declarando en voz bien alta que aquello le hacía bien y confesándole cosas extraordinarias a su hijastra, para quien la ocasión resultó parejamente beneficiosa, una contribución a toda la excelente sabiduría preventiva ya almacenada y resguardada. En cierto modo no había ido en contra de dicha sabiduría, sintió Maisie, el hecho de que ella le contara a la señora de Beale lo que no le había contado a Sir Claude, toda vez que la mayor desazón, a su ver, tenía lugar entre Sir Claude y la esposa de Sir Claude, y esposa de Sir Claude era justamente lo que por desgracia no era la señora de Beale. Tres días después del incidente en los Jardines de Kensington él le envió a su hijastra un mensaje tan sincero como cariñoso, y debido a éste fue por lo que la señora de Beale hubo de espetar de un modo que pareció medio suplicante, medio desafiante:
—¡Bien, sí, maldita sea: he estado viéndolo!
Cómo y cuándo y dónde, empero, era justamente lo que Maisie no iba a saber: una exclusión que, por otra parte, ella nunca puso en entredicho, y ello gracias a una comunión lo suficientemente intensa como para hacer que él, mientras ella participaba del gran vacío de la bastante cetrina soledad de la señora de Beale, brillara ante sus añorantes ojos como el único, el soberano ventanal de una exageradamente espaciosa habitación en penumbra. Tales ratos no sufrían interrupciones por parte de su padre; y durante éstos era cuando entre ellas resultaba claro que cada una estaba pensando en el ausente y pensando en que la otra estaba pensando en lo mismo, de modo que él era objeto de consciente referencia en todo cuanto decían o hacían. La dura verdad, como tuvo que reconocer la señora de Beale, era que ella había esperado contra toda esperanza y que en realidad no era factible que Sir Claude se presentara por Regent's Park como Pedro por su casa. ¿Acaso no había llegado la hora de aceptar los hechos?: era desoladoramente obvio que a fin de cuentas no se había llegado a un pacto con nadie. Y bien, si nadie estaba regulado por pactos era porque todos se habían portado con vileza. «Nadie» y «todos» eran naturalmente Beale y Ida, la medida de cuya capacidad para conducirse desagradablemente era algo que, ante una niña, la señora de Beale no se sentía capaz de describir con pelos y señales. Por consiguiente ésa era la razón por la cual para meramente poder subsistir, como decía ella, esta dama había tenido que establecer, asimismo en sus propias palabras, otro convenio distinto: un convenio en el cual Maisie participaba sólo en tanto que estaba al corriente de su actual vigencia y acerca del cual cavilaba tratando de imaginarse en qué consistiría. Consistiera en lo que consistiese, notoriamente poseía alguna característica que era la responsable de las súbitas emociones y las súbitas confidencias de la señora de Beale: arrebatos éstos, empero, cuya llorosidad no fue óbice para que nuestra heroína reflexionara cuán dichosa sería ella misma sólo con estar en condiciones de establecer su propio convenio. El de la señora de Beale funcionaba, por lo visto, con eficacia y frecuencia; pues casi cada uno o dos días conseguía traerle a Maisie un mensaje y transmitir la respuesta. Ante la visión de lo que, como decía ella, él hacía por la niña había sido como había cedido al llanto; y en cierto modo dicha visión se le mantuvo presente a Maisie gracias a un subsecuente incremento no sólo de la alegría, sino literalmente también —no pareció aventurado entenderlo así— de las actuales aspiraciones de su amiga. Dicha amiga era la primera en proclamarlo: él la había transformado extraordinariamente, casi la había transformado por completo. Hablaba de él con maravillosas palabras atormentadas: él era su hada buena, su oculto manantial; por encima de todo, él era ni más ni menos que su conciencia «superior». Eso era lo que especialmente había salido a la luz entre sus inusitadas lágrimas: él, ese cielo de hombre, la había hecho tener muchísimo mejor opinión de sí misma. De este modo había quedado un tanto sorprendentemente en evidencia que antaño ella se había sentido inclinada a tener mala opinión de sí misma, y Maisie se alegró al oír hablar del correctivo simultáneamente que de la desviación.
Poco tiempo después se halló suponiendo —y a despecho de su envidia inclusive deseando que así fuera— que siempre que la señora de Beale salía de casa, Sir Claude era por así decirlo el beneficiario de sus salidas. Era algo que ahora sucedía más a menudo que nunca anteriormente... tan a menudo que ella habría podido juzgar que su madrastra permanecía fuera de casa de una manera casi excesiva de no ser porque, en primer lugar, su padre la superaba con creces en aquella costumbre: era un comentario frecuente de su actual esposa —al igual que había sido, ante los tribunales de la nación, un destacado alegato de quien la había precedido— que él apenas se pasaba por casa siquiera para dormir. En segundo lugar, la señora de Beale, cuando estaba en su puesto, ofrecía ahora un esplendoroso aspecto de anhelar compensar generosamente sus ausencias. La única sombra que interfería en aquellos deslumbrantes intervalos era que, como lo expresó Maisie para sus adentros, era imposible enterarse de nada haciendo preguntas directas. Era parte de la esencia de las cosas no ser de la incumbencia de una niña, ni siquiera cuando desde el principio la niña se había visto anegada por el temor de que lo único que podía sucederle era encontrarse demasiado metida en las mismas. Las cosas, pues, desde la perspectiva de Maisie, se mantenían tan fieles a su esencia que las preguntas directas resultaban casi siempre impropias: pero por otra parte se había dado pronta cuenta de cómo finalmente, a veces, los pequeños silencios pacientes y las pequeñas miradas inteligentes podían ser premiados con pequeñas vislumbres esplendentes. Durante años en el hogar de Beale Farange el monosílabo «él» siempre había hecho referencia, una referencia casi violenta, al señor de la casa; pero ahora eso había cambiado en una época en que los méritos de Sir Claude estaban en el aire de una forma tan evidente que apenas hacían falta siquiera dos letras para nombrarlo. «Él me ha sostenido maravillosamente... y todavía sigue haciéndolo, preciosidad», le observaba la señora de Beale a su compañerita; o bien le contaba que la situación en la otra residencia había llegado a un extremo difícilmente creíble: el extremo, por monstruoso que sonara, de que durante doce días Sir Claude no había visto ni sombra de ella. Naturalmente en el hogar de Beale Farange «ella» nunca había hecho referencia sino a Ida, y la diferencia en este caso radicaba en que ahora hacía referencia a Ida con renovada intensidad. La señora de Beale —ello era notable— era cada vez más propensa a abominar de la maldad de «ella», cuya esencia parecía consistir en lo repugnante y sin embargo estupenda que era su carencia de relaciones con su marido. Este flujo de noticias les llegaba a nuestras dos amigas gracias a que, a decir verdad, la señora de Beale no tenía unas relaciones mucho mas pletóricas con su propio marido; mas ésta era una de las reflexiones que podía hacerse Maisie sin dejar que rompiera el hechizo de su actual simpatía. ¿Cómo podía semejante hechizo ser otra cosa que profundo si la influencia de Sir Claude, operando desde la distancia, por lo menos había determinado finalmente la reanudación de los estudios de su hijastra? La señora de Beale volvió a inflamarse en lo referente a los mismos y vívidamente le recalcó a Maisie que eran el asunto más importante en relación al cual la sostenía el querido ausente.
Este fue el segundo origen —ya he aludido al primero— de la conciencia que la niña adquirió de que se había producido algo que, muy esperanzadamente, ella calificó para sus adentros como una nueva fase; y que asimismo presentó bajo la más espléndida luz el nuevo entusiasmo con que siempre reaparecía la señora de Beale y que en verdad le infundía a Maisie la más dichosa sensación que jamás había tenido de ser muy querida al menos por dos personas. Que en la actualidad ella no albergara muchos recuerdos de la existencia de una tercera persona denota, me temo, un transitorio olvido de la señora Wix: accidente éste que sólo puede resultar explicado por un estado de anormal excitación. Pues ¿cuál fue la forma que adoptó el entusiasmo de la señora de Beale, y que adquirió relieve en las condiciones domésticas que ésta aún seguía sufriendo, sino la deliciosa forma de «lecturas» en compañía de su pequeña educanda, y siguiendo directrices personalmente dictadas por Sir Claude, de obras profusamente facilitadas por éste último? Él había confeccionado una lista de estupenda calidad... «sobre todo de ensayos, ¿sabes?», como había dicho la señora de Beale. A Maisie «ensayos» siempre le había parecido un término augusto, pero a partir de ahora iba a resultar suavizado por difusas, en realidad por bastante lánguidas delimitaciones. En todo caso hubo una semana en que les llegaron nada menos que nueve volúmenes, y de la actitud de la señora de Beale pudo inducirse que la misteriosa relación que ésta mantenía con Sir Claude no sólo incluía informes críticos de aquellos estudios, sino que estaba centrada casi por completo en el afán de preparar y consultar. En definitiva, era en pro de la instrucción de Maisie, como a menudo repetía ella, por lo que ella mantenía cerradas las puertas... cerradas a aquellos caballeros que antaño se presentaban tan copiosamente y a quienes habría resultado una enorme indecencia recibir después de que prácticamente su marido la había abandonado. Desde antiguo Maisie estaba familiarizada cuando menos con la regla de la atención que debía prestarle a su «personalidad» una mujer atractiva y bien expuesta, como decía la señora de Beale, conque se sintió debidamente impresionada ante el rigor de los escrúpulos de su madrastra. Literalmente no había nadie del sexo opuesto a quien ésta pareciera sentirse en libertad de recibir en casa, y cuando la niña aventuraba alguna pregunta acerca de las mujeres que, una por una, durante su propia temporada previa, fueran tan atronadoramente bienvenidas, la señora de Beale se apresuraba a informarla de que, una por una, habían sido, las muy bribonas, desenmascaradas, a la postre, como infames. Si ella deseaba saber algo más sobre ellas, le recomendaba que interrogara a su padre.
Empero, para cuando le fue hecha tal recomendación Maisie era presa de curiosidades más punzantes, pues por fin se había hecho realidad el sueño de conferencias en una Institución, merced a la ahora ilimitada energía de Sir Claude a la hora de descubrir cómo hacer lo que debía hacerse. A este respecto resultó obvio que quien verdaderamente se propone algo en serio puede hacer una infinidad de cosas por muy poco más del precio de un billete de metro. La Institución —había una espléndida en un barrio de la ciudad sólo exiguamente conocido por la niña— se convirtió, vista bajo la luz de dicha seriedad, en un lugar apasionante; y el paseo hasta ella desde la estación del metro atravesando Glower Street (pronunciación debido a la cual la señora de Beale se rió de su amiguita una vez 17), en un recorrido literalmente sembrado de «materias». Maisie imaginaba que iba cosechándolas mientras caminaba, si bien se convertían en una inextricable maleza cuando estaba en las grandes aulas grises donde la fuente de la sabiduría, por lo general personificada por una grave voz que al principio le pareció de cólera, se derramaba sobre el silencio de filas de rostros adelantados cual vacíos cántaros. «Todas estas cosas tienen que hacernos bien: son tan difíciles de comprender», había declarado prontamente la señora de Beale, manifestando una pureza de resolución que convirtió aquellas ocasiones en las más armoniosas de todas las muchas que había compartido la pareja. Ciertamente Maisie nunca se había visto, a este respecto, tan estimulada, y sobre todo nunca se había visto tan llevada en volandas, como en los instantes en que la señora de Beale regresaba jadeante a casa y subía las escaleras en estado de franco histerismo para ver si aún estaban a tiempo de asistir a una conferencia. La hijastra, que siempre estaba lista desde hacía ya rato, casi saltaba desde la barandilla en respuesta, y se precipitaban juntas en pos del saber con el mismo ímpetu con que a menudo se precipitaban de vuelta a casa para permitir que la señora de Beale se entregara a otras distintas preocupaciones. En suma nunca había habido un frenesí comparable al de estos espasmódicos instantes, una vez que se iniciaron imparablemente, desde aquella agitada temporadita reciente en que la señora Wix, desenfrenada como si estuviese acicalándola para una boda, la había hecho «recuperar» todo lo perdido durante el turno pasado en casa de su padre.
También estas semanas fueron insuficientes para tantísimos objetivos, mas se vieron inundadas por una nueva emoción, parcialmente desencadenada por la posibilidad con que contaban de, a través del largo telescopio de Glower Street, o acaso entre los pilares de la Institución —impresionantes entes 18 que a ojos de Maisie eran lo que le daba mayor carácter institucional—, avistar a Sir Claude algún día. Eso era lo que la señora de Beale, atosigada por las preguntas, le había dicho (indudablemente con cierta impaciencia): «¡Oh sí, oh sí, algún día!» Que él las acompañase era claramente mucho menos probable de lo que habría podido deducirse de la originaria afirmación que él había hecho en el sentido de desear mejorar su propio intelecto en compañía de ellas; y esto agudizó la intuición de nuestra pequeña de que desde aquel entonces o bien había acaecido algo destructivo o bien no había acaecido algo apetecible. La señora de Beale había arrojado una luz sólo parcial cuando le había explicado que a f n de cuentas no se había llegado a un pacto con nadie. En todo caso Maisie deseó que se llegara a un pacto con alguien. No obstante, aunque cada vez que se acercaba al templo de la sabiduría buscaba vanamente con la mirada a Sir Claude, no había duda acerca de la influencia de su amada imagen como incentivo y recompensa. Cuando más pesadamente se alzaba la Institución sobre sus pilares —o, como decía la señora de Beale, sobre sus zancos—, cuando más profunda era la materia y más larga la conferencia y más feos los oyentes, era cuando ambas sentían que su mecenas en la sombra se habría sentido más orgulloso de ellas.
Un día, abruptamente, con la vista puesta en dicha sombra, la señora de Beale le dijo a su compañerita:
—Esta noche iremos a los cacharritos de Earl’s Court.
Fue una noticia que exhibió todo su brillo cuando ella se hubo enterado de que se refería a la gran Exposición recién inaugurada en ese barrio: una feria de cosas extranjeras extraordinarias entre impresionantes jardines, con iluminación magnífica, bandas de música, elefantes, trenecitos y funciones, así como multitudes de personas entre las cuales posiblemente encontraran conocidos. Sin pérdida de tiempo Maisie saltó al cuello de su amiga al creer oír el nombre de Sir Claude, ante lo cual la señora de Beale confesó que... bueno, sí, existía la posibilidad de que se lo encontraran allí. Naturalmente él nunca sabía, en la terrible situación en que se hallaba, qué cosa podía sobrevenirle en el último minuto; pero esperaba poder estar libre para acudir y le había dado a la señora de Beale un chivatazo: «Llévala sin decirle nada a nadie, que yo intentaré pasarme por allí.» Estas palabras resultaron bastante esclarecedoras sobre el efecto de tantísimas semanas de privación sobre sus ganas de ver a la niña; incluso parecía que implicaran en él una ansiedad tan imperiosa como la de ella misma. A su vez esto resultó lo bastante intrigante para hacer que Maisie expresara cierta desorientación. Ella no acababa de comprender por qué, si los tres deseaban tan intensamente lo mismo, en la práctica había quedado hecho trizas aquel proyecto en aras del cual había vuelto a vivir con la señora de Beale: aquella reunión general, la constitución de aquel delicioso trío. Y la señora de Beale no hizo sino darle nuevos motivos de desconcierto al decirle que la decepción de ellos tres era consecuencia de que a él se le hubiera metido en la cabeza cierta clase de idea.
—¿Qué clase de idea?
—¡Oh, sabe Dios! —Habló con cierta aproximación a la aspereza—. Él muestra tan enorme delicadeza.
—¿Delicadeza? —Aquello era ambiguo.
—En lo relativo a lo que hace, ¿no entiendes? —dijo la señora de Beale. Hizo un gesto desmañado—: Bueno, en lo relativo a lo que hacemos. Maisie caviló:
—¿Tú y yo?
—¡Yo y él, boba! —exclamó la señora de Beale, esta vez con una auténtica risa tonta.
—Pero vosotros no le hacéis mal a nadie... vosotros no —dijo Maisie, nuevamente cavilosa e intentando con su énfasis hacer una decorosa alusión a sus progenitores.
—Naturalmente que nosotros no, ángel mío... ¡precisamente ésa es mi opinión! —respondió con exultación su compañera—. Él dice que no quiere mezclarte en esto.
—Mezclarme ¿en qué?
—Es exactamente lo que yo deseo saber: en qué íbamos a mezclarte y cómo podrías estar más mezclada de lo que... —La señora de Beale se calló antes de concluir la frase. Tras un instante concluyó de diferente manera—: Lo único que se puede decir es que eso es lo que se le ha antojado.
El tono con que pronunció esto, pese a que expresaba una resignación fruto del cansancio, que despachaba definitivamente la cuestión, transmitió tan vívidamente hasta qué punto dicho antojo no era compartido por la señora de Beale, que nuestra pequeña llegó por pura intuición a una borrosa percepción de lo inexpresado e incognoscible. O sea que la relación entre sus dos padrastros tenía un fondo misterioso; fue la primera vez que reflexionó a fondo sobre el hecho de que salvo en lo tocante a ella misma no había entre aquellos dos ningún parentesco. Para aquellos dos dicha relación sería exclusivamente aquello en que deseara transformarla cada uno, y ella dedujo que ésta, a la hora de la verdad, era la causa de que Sir Claude se mantuviera alejado de ella. ¿Temía él que ella quedara comprometida? La percatación de tales escrúpulos la hizo quererlo aún más, y se le ocurrió que ella podría simplificarlo todo mostrándole cuán poco le importaba tal riesgo. ¿Acaso no había vivido ella con ese riesgo frente a los ojos desde que tenía tres años? La posibilidad de quedar comprometido había sido el tema sobre el que más se había debatido en el hogar de los Farange, donde esa expresión siempre estaba en el ambiente y donde a los cinco años, entre estallidos de aplausos, ella la repetía como un loro. En definitiva ella era tan consciente de que una persona podía quedar comprometida como de que una persona podía ser golpeada con un cepillo o abandonada en una habitación oscura, e igualmente estaba familiarizada con el hecho de que comúnmente se afirmaba que semejantes penalizaciones resultaban muy poco efectivas. Pero lo primero era cerciorarse absolutamente de las aspiraciones de la señora de Beale. Eso hizo ella cuando le dijo solícitamente:
—Pues bien, si a ti no te importa..., porque en realidad no te importa, ¿verdad?
Con el alborear de un regocijo, la señora de Beale meditó:
—¿Mezclarte en esto? Ni pizca. ¿Qué más da, en el fondo?
—No tengo ni idea de qué más da, pero a mí no me importa en absoluto ser mezclada. Por consiguiente si a ti no te importa y a mí tampoco —concluyó Maisie—, ¿no te parece que lo mejor será que esta noche cuando yo lo vea le diga que a nosotras no nos importa y le pregunte por qué diantres ha de importarle a él?