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A su debido tiempo fue consciente de que aquella fase no habría podido ser elogiada por su intensa actividad docente, ya que ahora el cuidado de su instrucción era tan sólo una entre las muchas tareas que habían recaído sobre los hombros de la señorita Overmore; recaída ésta a propósito de la cual ella presenció varios episodios entre aquella dama y su padre: episodios que fueron expresión, por una u otra de las partes, de disconformidad y aun disgusto. En estas ocasiones la niña infirió que en la situación había algún elemento a cuenta del cual su madre podría «ensañarse» con todos ellos, aunque por lo demás este comentario, siempre expresado por su padre, era saludado por parte de la compañera de éste con una inmediata contradicción. Normalmente tales escenas llegaban a su clímax cuando la señorita Overmore preguntaba, con mayor aspereza que la que mostraba ante cualquier otro tema, quién demonios se creía que era una persona como la señora Farange para tener derecho alguno a ensañarse. Conforme pasaron los meses, las deducciones de la niña adquirieron consistencia, en especial dado que aquél estaba siendo el más largo periodo ininterrumpido que hasta entonces hubiera pasado con cualquiera de sus progenitores. Se acostumbró a la idea de que su madre, por algún motivo, no sentía prisas por albergarla de nuevo: tal idea era formulada con vigor por su padre cada vez que la señorita Overmore, discrepante y resuelta, lo recusaba en la cuestión, que él estaba defendiendo eternamente, de la urgencia de enviarla al colegio. Para ser una institutriz, la señorita Overmore discrepaba de un modo insólito: de un modo mucho mas terminante, por ejemplo, de lo que nunca se le habría pasado a la señora Wix por su inclinada cabeza. Muchas veces le comentó a Maisie que era perfectamente consciente de no estar ocupándose de ella todo lo debido, y que el señor Farange igualmente advertía e igualmente deploraba esta deficiencia. La razón de la misma estribaba en que ella tenía misteriosas responsabilidades que interferían: responsabilidades, insinuó la señorita Overmore, hacia el propio señor Farange y hacia la hospitalaria y bulliciosa casa y hacia las amistades que allí acudían. El remedio del señor Farange contra todos los inconvenientes era enviar a la niña a la escuela: había muchísimos excelentes internados, como era del dominio público, en Brighton y en todas partes. Era eso exactamente, empero, tal como se le comunicó a Maisie, lo que movería a la señora Farange a ensañarse: desde el momento en que él delegara en otras personas el cobijo de su pequeña custodia, él carecería de cualquier excusa ante la ley. ¿Acaso él no se dedicaba a resguardarla de su madre precisamente porque la señora Farange formaba parte del grupo englobado bajo la denominación «otras personas»?
Estaba también la solución de coger una segunda institutriz, una joven que viniera de día y que realmente realizara esa tarea; pero de esto no quería ni tan siquiera oír hablar la señorita Overmore, disputando en contra para gran deleite de las visitas y preguntándoles a todos los presentes —se lo planteó incluso a la misma Maisie— si no se daban cuenta de cuán espantosamente ello equivaldría a su propia deshonra pública. «¿A qué se rumoreará que estoy dedicándome (¿no se dan cuenta?) si no estoy viviendo aquí para cuidarla?» Se hallaba en una posición falsa y llamaba la atención sobre ello tan pródiga y sonoramente que ello casi parecía convertirse en un timbre de gloria. Desde luego la salida era que sencillamente ella cumpliera con su teórico deber; mas era desgraciadamente lo que él, con sus excesivas, sus exorbitantes exigencias sobre ella —las cuales por cierto todo el mundo pareció identificar perfectamente—, le impedía en la práctica egoístamente. Para la señorita Overmore, ahora Beale Farange se había convertido tan sólo en «él», y la casa estaba tan repleta como siempre de animados caballeros con quienes, utilizando tal designación, bromeaba a costa de «él». Entretanto Maisie, en calidad de objeto de audaz chismorreo acerca de lo que se iba a hacer con ella, era abandonada tantísimo a su propio arbitrio que durante largas horas pensaba con nostalgia en la gran entrega de que hiciera gala la señora Wix; y no obstante opinaba que bajo el techo de su padre se gozaba de la suprema ventaja de que ninguna de las visitas fuera femenina. Contribuía a este curioso sentimiento de seguridad la circunstancia de que una vez hubiese oído a un caballero decirle a su padre como si fuera un chiste estupendo y evidentemente en referencia a la señorita Overmore:
—Que me cuelguen si ella permitiría que se te acercase otra mujer; que me cuelguen si lo permite alguna vez. ¡La molería a palos como a un gato callejero!
Maisie prefería nítidamente que las visitas fueran masculinas, pese a que ellos tenían también su propio modo —más estruendoso pero más breve de reírse abiertamente de ella. Empujaban y pellizcaban, se pitorreaban y hacían cosquillas; algunos incluso le lanzaban cosas, como lo denominaban ellos, y a todos sin distinción les parecía gracioso ponerle nombres que no se parecían en nada al que en realidad ella tenía. Las mujeres, por otra parte, la llamaban «pobre animalito» y apenas la tocaban siquiera fuese para darle un beso. Pero las mujeres eran quienes más reserva le inspiraban.
Ya era lo bastante mayor para caer en la cuenta de lo desproporcionada que estaba resultando su estancia en casa de su padre; y lo bastante mayor también para penetrar un poco en la incertidumbre que iba aparejada con dicha desproporción, que se le antojaba especialmente opresiva siempre que se abordaba la cuestión en conversación con su institutriz. «¡Oh, no te preocupes: a ella le da completamente igual! —le había dicho a menudo la señorita Overmore, aludiendo a cualquier temor de que su madre fuera a resentirse de la prolongada retención—; tiene otras personas de quienes preocuparse que no de la pobrecita de ti, y se ha marchado al extranjero con ellas; conque esta vez no tienes por qué temer de ninguna manera que se presente para pretender hacer valer sus derechos.» Maisie ya sabía que la señora Farange se había marchado al extranjero, pues muchas, muchísimas semanas atrás había recibido una carta suya que se iniciaba con un «Mi precioso animalito» y mediante la cual su progenitora se había despedido de ella por un periodo indeterminado de tiempo; sin embargo a ella no le había parecido que aquello equivaliera a una renuncia al odio o a la política que la remitente practicaba de hacer valer sus derechos, pues la más firme de las impresiones de Maisie era que nunca habría nada que sedujera tanto a su madre como incordiar al señor Farange. Lo que a este respecto había, empero, que en último término resultaba preocupante y un poco terrorífico era el alborear de la sospecha de que había sido descubierto un modo de incordiar al señor Farange más eficaz que privarlo de su periódica carga. Fue éste un punto que turbó a nuestra pequeña y que las intimaciones de la señorita Overmore y las frecuentes observaciones del patrón de ésta no hicieron sino volver más inquietante. Había una contradicción en la circunstancia de que, si ahora Ida había encontrado placer en ceder los derechos que con tanto ardor defendiera antaño, su exmarido no se sintiera entusiasmado ante un monopolio por el cual él también había luchado tan denodadamente en un primer momento; mas cuando Maisie sondeó en esta nueva parcela, con una sutileza por encima de sus años, su principal resultado fue el de oír cómo insultaban con renovados bríos a su madre. Hasta ahora la señorita Overmore rara vez se había desviado de la práctica de una honrosa discreción; sin embargo amaneció el día en que se expresó con una vividez nada inferior a la de Beale acerca de la cuestión de la dama que se había escabullido hacia el Continente para zafarse solapadamente de sus estipuladas obligaciones. Le estaría bien merecido a dicha dama, inteligió Maisie, si su convenio, bajo la forma de una hija crecidita y sin apenas con qué vestirse, le fuera reexpedido sin contemplaciones y depositado a sus pies en medio de aquellos escandalosos excesos.
En una pintura de propósitos semejantes fue en lo que se refugió la señorita Overmore cuando la niña pretendió tímidamente saber si su padre sentía propensión a considerar que ya la había tenido consigo a ella, a Maisie, más que suficiente tiempo. Rehuyó la pregunta y se limitó a escudarse en la nube levantada por su patalear por todo el polvo de las locuras y falta de corazón de Ida, la mayor evidencia de las cuales, al parecer, se desprendía de que en su viaje iba acompañada por un individuo que, por decirlo con penosa franqueza, ella había... vaya, «recogido en cualquier parte». Las únicas condiciones en que, a menos que estuvieran casados, podían ir por ahí juntos damas y caballeros, como lo expresó la señorita Overmore, eran las condiciones en que ella y el señor Farange se habían expuesto a posibles malentendidos. Como ya se ha hecho constar, en realidad ella ya había explicado esto anteriormente a menudo, le había dicho a Maisie a menudo: «No sé, cielo, qué demonios haríamos tu padre y yo sin ti, pues eres tú precisamente quien representa la diferencia, como ya te he contado, a la hora de volver perfectamente decente nuestro comportamiento.» La niña entendió, a partir de esta explicación que tan encantadoramente se le ofrecía, que ella desempeñaba una conveniente función, cosa que la ayudó a desarrollar un sentimiento de seguridad aun ante un posible abandono materno. Dado lo familiarizada que había acabado por volverse con el concepto del gran antónimo de lo decente, sintió que su institutriz y su padre tenían una razón poderosa para no emular aquel desapego materno. Al propio tiempo, en alguna ocasión había oído hablar de niñas —de rango bastante elevado, todo hay que decirlo— cuya instrucción estaba al cargo de preceptores del sexo contrario, y sabía que si ella misma estuviera en un colegio de Brighton se consideraría provechoso para ella el estar más o menos en manos de maestros varones. Les dio vueltas en su cabeza a todas estas cosas y le comentó a la señorita Overmore que si finalmente llegaba el momento de volver con su madre para otro semestre, quizá el caballero se convertiría en su tutor.
—¿El caballero? —La exposición había sido lo bastante intrincada como para que la señorita Overmore se quedara mirando confundida.
—El que está ahora con mamá. ¿No lo arreglaría eso todo... así como el hecho de que tú seas mi institutriz arregla lo de que vivas con papá?
La señorita Overmore meditó; se ruborizó un poco; luego abrazó a su ingeniosa amiguita:
—¡Eres una delicia! Yo soy una institutriz auténtica.
—Y él, ¿no podría ser un tutor auténtico?
—Naturalmente que no. Es ignorante y malvado.
—¿Malvado?... —hizo de eco Maisie con asombro.
Ante su tono, su compañera soltó una extraña risita:
—Él es muchísimo más joven... —Pero ahí se detuvo.
—¿...muchísimo más joven que tú?
La señorita Overmore se rió de nuevo; era la primera vez que Maisie la veía acercarse tantísimo a lo que es una risa tonta:
—Más joven que... no importa que quién. No sé nada ni quiero saber nada sobre él —añadió la señorita Overmore un tanto inconsecuentemente—. No es persona de mi agrado, y estoy segura, cielito mío, de que tampoco lo sería del tuyo. —Y reprodujo unos cuantos de los pródigos mimos con que casi siempre concluían sus conversaciones con Maisie y que hacían que la niña sintiera que por lo menos el cariño de ella sí era un elemento de seguridad. Los progenitores habían acabado por volverse ambiguos, pero evidentemente en las institutrices podía confiarse. La fe de Maisie en la señora Wix, sin ir más lejos, no había sufrido merma alguna por el hecho de que toda comunicación con ella hubiera quedado temporalmente interrumpida. Durante las primeras semanas de su separación la mamá de Clara Matilde le había escrito repetida y lastimeramente, y Maisie le había contestado con un entusiasmo únicamente restringido por sus dudas ortográficas; pero la correspondencia había sido debidamente pasada por el escrutinio de la señorita Overmore, con la consecuencia final de su desaprobación. El parecer de esta dama fue que al señor Farange no le agradaría nada aquella correspondencia, y acabó por reconocer —ya que la instigó su educanda— que a ella misma no le agradaba tampoco. Se sentía furiosamente celosa, dijo; y tal defecto no era sino una nueva prueba de lo desinteresado de su cariño. Tachó las efusiones de la señora Wix, además, de iletradas y perniciosas; no tuvo escrúpulo en motejar de monstruoso el hecho de que una mujer en sus cabales hubiese puesto en aquellas ridículas manos la formación intelectual de su hija. Maisie ya sabía muy bien que la propietaria del viejo vestido marrón y el anticuado peinado grotesco estaba por debajo del nivel de la señorita Overmore en cuanto a «prestancia»; pero sólo en este momento supo con dolor que también formativamente era inaceptable. La señora Wix quedó sepultada de momento bajo un concluyente comentario de su criticadora—: ¡Ni siquiera como broma sería ello tolerable! —Tal comentario fue formulado mientras esta encantadora mujer sostenía en la mano la última carta que Maisie iba a recibir de la señora Wix; y se vio reforzado por un decreto que proscribió aquel disparatado vínculo.
—En ese caso, ¿debo escribirle para decírselo? —preguntó desconcertada la niña; palideció ante el presentimiento de las cosas horribles que le pareció inevitable tener que comunicar.
—¡Ni lo sueñes, querida mía; ya le escribiré yo, descuida! —exclamó la señorita Overmore... que de hecho le escribió con tamaña resolución que sobre la señora Wix descendió un silencio en el que habría podido oírse hasta el ruido de una aguja al caer. Durante semanas y más semanas no volvió a dar señales de vida: fue como si la misiva de la señorita Overmore la hubiese eliminado tan sumariamente como su hijita, en Harrow Road, había sido eliminada por el terrible cabriolé. Pero su mismísimo silencio se convirtió tras ello en una de las mayores presencias dentro de la conciencia de Maisie: resultó ser una atmósfera cálida y habitable, en la que penetró la niña más lejos de lo que siquiera osó insinuar a quienes tenía alrededor. En algún lugar de las profundidades de la misma los frágiles enderezadores estaban pendientes de ella; en algún lugar de la pequeña y turbulenta corriente la señora Wix esperaba con intensidad.