21

Buena parte del resto de la visita de Ida se consagró a aclarar, por así decirlo, aquella insólita afirmación. La aclaración fue más copiosa que ninguna otra en que anteriormente se hubiera complacido esta dama y, mientras caía el crepúsculo estival y ella retenía a la niña en el jardín, se mostró conciliadora hasta un extremo que dejó traslucir perceptiblemente su necesidad de dejar un poco en orden las cosas. No fue tan sólo que brindara aclaraciones, sino que casi conversó; el único fallo estuvo en que desde luego habría debido parlotear un poco menos. Era sin duda la vez en la vida de Maisie que su madre iba a tener mayor número de cosas que decirle. Ya sólo en esto había una implicación de generosidad y de virtud, y no fue preciso un gran intervalo para hacer que nuestra pequeña intuyera que la mejor respuesta y el modo de terminar cuanto antes consistiría sencillamente en mostrarse impresionada ante lo legítimo de sus alegaciones. Permanecieron sentadas juntas mientras la enguantada mano de la progenitora a veces se posaba amigablemente sobre la de la niña y a veces le daba un tirón correctivo a una cinta demasiado recogida o a una trenza demasiado desatada; y Maisie fue consciente del esfuerzo necesario para no manifestar con sus ojos la sorpresa que de vez en cuando incitaba a éstos a pestañear. Oh, habría habido sobradas cosas ante las cuales pestañear sólo con que una se hubiera dejado llevar de sus emociones; conque era una suerte que se encontraran solas, sin que Sir Claude o la señora Wix o aun la señora de Beale estuviesen presentes para recoger imprudentes miradas de sobreentendimiento. Aunque profusa y prolija, milady no se mostraba concienzudamente clara, y su relato de su propia situación, en la medida en que podía calificárselo de descriptivo, fue una confusa amalgama de cosas incoherentes: el fruto precipitado de una ocasión que en verdad había aprovechado demasiado a la ligera. Ninguna de tales cosas fue producto de un verdadero raciocinio e inclusive algunas no fueron del todo insinceras. Fue como si abiertamente hubiese preguntado qué mejor prueba se habría podido pedir de su bondad y de su grandeza de alma que precisamente aquel maravilloso consentimiento en sacar a la luz lo que tanto se había esforzado en no dejar ver. Fue como si hubiese dicho así de verbosamente: «Entre nosotros (entre Sir Claude y yo) han sucedido cosas sobre las cuales no es necesario que me extienda, pelmacita mía, porque nunca las entenderías.» Le convenía dar por supuesto que Maisie había sido mantenida, en lo que a ella respectaba o podía imaginar, en una santa ignorancia, y que debía presuponer una extrema simplicidad. Se debatía dentro del atolladero que ella misma se había buscado y respecto del cual no veía la forma ni de retirarse con elegancia ni de resolver con honor: se arropaba con los andrajos de su descaro, afectaba poses hasta el máximo ante la última esquirla de vidrio a que después de tantos golpes había quedado reducida la pulida lámina de la reverencia filial. Si ni Sir Claude ni la señora Wix estaban presentes, acaso ello era en realidad una lástima: la escena se desarrolló con un estilo propio que la habría hecho digna de ser mostrada, especialmente en un momento tal como lo fue aquél en que la madre reveló que sinceramente consideraba que su infeliz descendiente iba a estar mejor con Sir Claude que en sus propias manos manchadas. En todo caso no hubo ninguna tacañería ni en sus sinceridades ni en sus tergiversaciones: la mezcla de su temor a lo que Maisie pudiera impenetrablemente pensar y de la audacia que al propio tiempo ella misma extraía de una necesidad de ser egoísta y de una costumbre de ser brutal. Tal costumbre refulgió a través del mérito que ahora se atribuyó a sí misma, en términos explícitos, por no haber venido a Folkestone a armar una vulgar bronca. No había venido para pegar ningún sopapo ni para dar ningún portazo ni tan siquiera para pronunciar ninguna palabra no refinada: en el peor de los casos había venido para perder el hilo de su disertación en un ocasional mudo tironeo de los trapos con que la vulgar sirvienta de la señora de Beale había tenido la desvergüenza de ataviar a la señorita Farange. Reprimió todo comentario crítico, sin referirse siquiera a aquella falta de comodidades del cuarto de estudio de la que había abusado la señora Wix.

—Soy buena: estupenda, demencialmente buena. Pero eso no volverá a servirte de nada a ti, y si he renunciado a pelearme con él, y también contigo que eres la responsable de la mayor parte de las dificultades entre nosotros, es por razones que uno de estos días llegarás a entender con todo lujo de detalles: uno de estos días en que espero que te darás cuenta de lo que significa haber perdido a tu madre. Estoy tremendamente enferma pero no debes preguntarme nada sobre ello. Si no me marcho a otro entorno mi médico no responde de las consecuencias. Se maravilla ante todo lo que he debido soportar: sostiene que todo eso me ha caído encima porque nací para sufrir. Estoy pensando en irme a Sudáfrica, pero esto es un asunto que no te incumbe. Debes hacer tu elección: no tienes derecho a hacerme preguntas si estás tan dispuesta a repudiarme. No te contestaré, no: habrás de enterarte tú solita. Sudáfrica es maravillosa, dicen, y si por fin marcho allí será con todas las consecuencias. No pueden darse las dos cosas a la vez: si él se queda contigo, ya sabes, se queda contigo. Me he empleado por ti hasta el fondo; no puedo seguir yendo en tu pos eternamente. Ya no me queda más remedio que vivir mi propia vida, mientras mi cuerpo aguante. Estoy muy, muy enferma; estoy muy, muy cansada; estoy muy, muy resuelta. Ahí lo tienes. Saca el mejor partido de tu posición. Tu vestido está demasiado cochambroso; pero a lo que yo he venido aquí es a sacrificarme. —Maisie contempló las partes maculadas de su vestido: había instantes en que para ella era un alivio poder bajar la mirada, aunque fuera sobre cosas tan cutres. Todas sus entrevistas, todos sus calvarios con su madre, conforme se había ido haciendo mayor, habían parecido tener, más que ninguna otra, la dura característica de ser largos; pero más largos que cualesquiera otros, extrañamente, le resultaron estos instantes que se le presentaban como el pacífico y agradable epílogo a sus relaciones. Fue su propia ansiedad lo que los hizo largos: el temor que sentía ante la interposición de algún obstáculo, alguna detención de la corriente, uno de aquellos famosos cambios de humor de milady. Contenía la respiración: tan sólo deseaba, cediéndole la ventaja a la visitante, que aquel rato concluyera. Pero precisamente su ansiedad hacía que por momentos toda la situación le diera vueltas: había cosas que Ida estaba diciendo y que tal vez ella no oía, y había cosas que ella oía que tal vez Ida no estaba diciendo—. Tú eres todo lo que tengo, y sin embargo soy capaz de hacer lo que estoy haciendo. Tu padre desearía que estuvieses muerta: sí, querida, eso es lo que desearía tu padre. Deberás acostumbrarte a ello igual que lo he hecho yo: quiero decir, a su deseo de que yo estuviese muerta. En todo caso ya has visto por ti misma lo bien que acabo de tratar a Sir Claude. Él también desearía que yo estuviese muerta; ¡y estoy segura de que si el hacerme escenas a propósito de ti hubiera podido asesinarme...! —Era propio de la elocuencia de Ida perseguir más liebres de las que podía atrapar, y no le dedicó más que un breve vistazo a ésta; prosiguió con el comentario de que la mejor prueba de que con su marido ella se había comportado como un ángel era que él acababa de marcharse a hurtadillas para no tener que sentirse insuperablemente avergonzado. Habló como si él se hubiera retirado de puntillas, tal como habría podido marcharse de un lugar de culto donde su propia presencia fuera indigna—. Nunca llegarás a saber lo que he pasado por ti... nunca, nunca, nunca. Te lo ahorraré todo, como siempre lo he hecho; si bien seguramente sabes cosas que, si por mí fuera (quiero decir, si yo las supiera), me empujarían a... bien, ¿qué más da? En todo caso ya eres lo bastante adulta para saber que hay un buen montón de cosas que nunca he dicho y que fácilmente podría decir; y eso aunque me haría bien, te lo aseguro, desahogarme al menos por una vez en la vida. No voy a hablar de la infame esposa de tu padre; eso puede darte una idea de cómo os dejo escapar indemnes. Cuando digo «os», incluyo a tus adorados amigos y protectores. Si no haces justicia al hecho de que me abstengo, por delicadeza, de mencionar, como último detalle, en lo referente a tu padrastro, uno o dos pequeños hechos de ésos que bastaría mencionar para que en comparación yo reluciera, pese a todas las calumnias, como los chorros del oro... ¡si no me haces esa justicia, está visto que nunca me harás ninguna!

A estas alturas el deseo que Maisie tenía de demostrar cuánta justicia le hacía se había vuelto lo bastante intenso como para engendrar una inspiración. El gran efecto de aquel encuentro había sido confirmar su sensación de que ahora navegaba en el mismo barco que Sir Claude, hacer rica y plena dicha sensación más allá de cuanto hubiese soñado, y ahora todo se confabulaba para sugerir que un único ligero toque de su manita completaría la buena labor realizada y haría zarpar a milady tan rauda y mayestáticamente como para dejar la ruta marina expedita para el día siguiente. Tal era el caso tanto más cuanto que durante unos instantes su manita había quedado libre gracias a una llamativa maniobra de las dos manos de su madre. Una de estas caprichosas extremidades había hurgado con visible impaciencia en algún profundo revés del ropaje y enseguida había reaparecido asiendo un pequeño objeto. Este acto tenía trascendencia para una personita entrenada, a ese respecto, desde muy corta edad, en no perder de vista los movimientos manuales, y sus posibles consecuencias no quedaron eclipsadas por el recuerdo del puñado de oro que Susan Ash no creía que nunca, nunca hubiera devuelto la señora de Beale —«¡no ella: es demasiado falsa y avarienta!»— a la munificente Condesa. Haber adivinado, pese a ello, que el monedero de milady podía ser el objeto concreto extraído de entre los rumorosos pliegues... en el acto tal sospecha imprimió a la mirada de la niña una dirección cuidadosamente alejada. Y contribuyó, aparte, al optimismo que por un momento fue capaz de agitar la superficie de su hábil diplomacia, agitarla hasta el extremo de hacerla olvidar que su seguridad siempre había dependido de su hacerse pasar por estúpida. En resumidas cuentas ella olvidó su habitual precaución al obedecer el impulso de interesarse por los problemas de milady y de demostrarle a milady cuán perfectamente los entendía. Sin necesidad de mirar vio que su madre abría un diminuto cierre; sin desearlo, oyó el seco chasquido del portamonedas del cual había sido extraído algo. De qué se trataba, no logró verlo; pero no se trató de nada tan abultado que no pudiera mantenerse fácilmente oculto entre los dedos de milady. A Maisie nada le era menos ajeno que el arte de pensar en varias cosas a la vez, conque ahora fue simultáneamente capaz de decir lo que deseaba decir y de sopesar, en lo referente al objeto en la palma de la mano de su madre, la posibilidad de que fuese un soberano frente a la posibilidad de que fuese un chelín. No bien hubo empezado a hablar cuando se dio cuenta de que dentro de unos pocos segundos habría quedado aniquilado este dilema: torpemente había abortado en germen las inminentes palabras del pequeño discurso de presentación de un obsequio, discurso al cual, dadas las circunstancias, debía prestarse aun un orgullo tan exacerbado como el de Ida. Lo había abortado para siempre; esto fue lo siguiente de que se percató; la nota que hizo sonar había conferido a la mirada de su compañera una expresión que bastante rápidamente se apareció como reñida con cualquier obsequio:

—Eso fue lo que aquel día me dijo el Capitán, mamá. Creo que te habría proporcionado agrado oír cómo se expresó acerca de ti.

El agrado, reflexionó ahora con consternación Maisie, habría tardado mucho en llegar si hubiese debido llegar con la misma velocidad que la respuesta motivada por su alusión al mismo. Su madre ofreció una de esas miradas semejantes a una puerta cerrada en plena cara: nunca en su largo historial de intentos fallidos había tenido que acoger Maisie una mirada como aquélla. Le recordó el modo como una vez, en una de las conferencias de Glower Street, algo que en un gran recipiente, entre un surtido de extraños vasos y malos olores, había sido prometido como un hermoso amarillo resultó en un hermoso negro. En aquella ocasión había sentido lástima del conferenciante, pero en este momento sintió aún más lástima de sí misma. Oh, nada le había infligido jamás tanto dolor como el modo en que mamá repuso:

—¿El Capitán? ¿Qué Capitán?

—Caramba, el de cuando te encontramos en los jardines: el que se me llevó aparte un rato. Eso fue exactamente lo que dijo él.

Ida rumió aquello de tal manera que por un instante pareció estar recuperando un hilo perdido:

—¿Qué diablos fue lo que dijo?

Maisie titubeó supremamente, pero supremamente lo echó fuera:

—Lo mismo que tú dices, mamá: que eres muy buena.

—¿Lo mismo que «yo» digo? —Lentamente Ida se incorporó, clavando en la niña la mirada; y a su costado y entre los pliegues del ropaje la mano que había rebuscado en el monedero se sometió a una cierta rigidez de todo el brazo—. ¡Lo que yo digo es que eres una perfecta imbécil, y no toleraré que me atribuyas palabras que jamás he pronunciado! —Esto fue mucho más terminante que un simple mentís. En el acto Maisie no pudo menos que sentir que todo se había terminado y que cualquier entendimiento había cesado abruptamente. Al instante ello se vio ratificado—: ¿Quién te ha dado licencia para que me hables de él?

Su hija se puso colorada:

—Me parecía que él te gustaba.

—¡Él!, ¡el ser más tosco de todo Londres! —Milady volvió a sulfurarse, y en la creciente oscuridad pareció enorme el blanco de sus ojos.

A estas alturas el de los ojos de Maisie, empero, podía muy bien ser comparado con el de los de su madre; y al menos ahora aquélla tuvo, con la primera llamarada de rabia que jamás había iluminando su cara ante un antagonista, la sensación de mirar hacia arriba con la misma intensidad con que la otra podía mirar hacia abajo:

—Pues fue amable contigo entonces: lo fue, y por eso me gustó a mí. Dijo cosas... que fueron muy hermosas, ¡lo fueron, lo fueron! —Fue casi capaz de decir esto con violencia, pues aun en medio de su estallido de pasión —de la cual formaba parte en realidad aquella violencia— surgió en ella un temor, un dolor, una visión ominosa, precoz, de lo que para el destino de su madre podía significar haberse quedado sin una lealtad como la de aquel hombre. Literalmente hubo un instante en que Maisie lo vio: vio locura y desolación, vio ruina y tinieblas y muerte—. ¡Desde entonces he pensado en él con frecuencia, y esperaba que sería él... que sería él...! —Aquí, presa de la emoción, le faltó aliento para expresar su filial esperanza.

Pero Ida consiguió hacerla surgir a la luz:

—¿Qué era lo que esperabas, pequeño horror?

—Que sería él quien estaría en Dover, que sería él quien te acompañaría. Quiero decir a Sudáfrica—dijo Maisie en otro espasmo.

Ante esto, el estupor de Ida hizo que esta dama permaneciera en silencio un rato anormalmente prolongado, tan prolongado que su hija no sólo tuvo tiempo de preguntarse qué vendría a continuación, sino también de advertir perfectamente la extinción de todos los síntomas de dadivosidad materna. Su madre se destacaba allí en toda su grandeza, siguiendo oscura y muda; su cólera continuaba siendo claramente, tal como siempre lo había sido, multiforme y llena de recursos. Siguiendo este criterio lo que ahora ocurrió fue lo que menos esperaba Maisie de ella. Aquella cólera se disolvió, en el crepúsculo estival, paulatinamente en piedad, y poco después tal piedad se expresó en un tono acentuado por el renovado sonido del cierre del monedero. Su madre había vuelto a guardar lo que había extraído.

—Eres una horrenda, espeluznante y lamentable criatura —se lamentó. Y tras esto se dio media vuelta y se alejó con un suave rumor sobre el césped.

Después de que hubo desaparecido, de nuevo Maisie se dejó caer sobre el banco y durante algún rato, en el vacío jardín y en la acrecida oscuridad, se quedó sentada contemplando la imagen que ante ella había dejado la fuga de su madre. Dicha imagen había cesado de ser sólo su madre, del modo más extraño del mundo, para poder también representar a su padre, aquel padre cuyo deseo de que ella estuviese muerta continuaba flotando en el aire. Era una presencia de contornos difusos: seguía frente a ella, abrumándola. Mas ¿qué realidad palpable digna de tener en cuenta representaba tal figura si, por su parte, el señor Farange se marchaba también, se marchaba a Estados Unidos con la Condesa o tal vez simplemente a Spa? Esta pregunta recibió, desde el hotel, una súbita respuesta alegre en la forma de un potente sonido de gong, y en el mismo instante vio a Sir Claude buscándola con la mirada desde el amplio umbral iluminado. Ante esto ella fue a su encuentro y él se encaminó para reunirse con ella sobre el césped. Durante unos instantes ella permaneció en silencio con él tal como, hacía un momento, al final, lo había hecho con su madre.

—¿Se ha ido?

—Se ha ido.

Entre ellos, de momento, nada más pasó excepto que se dirigieron untos hacia el hotel, donde, en el vestíbulo, él se entregó a una de esas súbitas chistosidades de las cuales, para deleite de su hijastra, rebosaba su ingénito buen humor:

—¿La señorita Farange me haría el honor de aceptar mi brazo?

En toda su vida nunca había habido nada que la señorita Farange aceptara con tanta dicha, un brillante ingrediente sustancioso que los llevó flotando hasta su banquete; antes de llegar al cual, empero, ella pronunció, en el espíritu de una alegre muchacha que fuera acompañada a su primera cena oficial, una frase confraternizadora que lo hizo pararse en seco:

—Se marcha a Sudáfrica.

—¿A Sudáfrica? —Por un momento, su rostro asumió el aire de quien se prepara para un salto; al momento siguiente el brinco fue hacia una explosión de hilaridad—: ¿Fue eso lo que dijo?

—¡Oh sí, no me he confundido! —Maisie se arrogaba ese mérito—. Dijo que por el clima.

Ahora Sir Claude estaba mirando a una joven con oscuro cabello, vestido rojo y un diminuto terrier bajo el brazo. Esta pasó al lado de ellos de camino hacia el comedor, dejando una estela de penetrante perfume que se mezcló, entre el alboroto de la sala, con el cálido aroma de la cena. Él se había puesto un poco más serio; siguió sin reaccionar:

—Entiendo, entiendo. —Otras personas pasaron rozándolos; no se había puesto tan serio que no pudiera verlas—. ¿Dijo alguna otra cosa más?

—Oh sí: muchísimas más.

Ante esto él tomó a mirarla a los ojos con cierta vividez, pero se limitó a repetir:

—Entiendo, entiendo.

De todas formas Maisie tenía ante sus ojos aquella escena, que decidió revelar:

—Tuve la sensación de que iba a darme algo.

—¿El qué?

—Un poco de dinero que sacó del monedero y que luego volvió a guardar dentro de él.

Reapareció el jolgorio de Sir Claude:

—Se lo pensó mejor. ¡Mi ahorrativa mujercita! ¿Cuánto consiguió economizar con esa maniobra?

Maisie caviló:

—No logré verlo. Era algo pequeño.

Sir Claude echó la cabeza hacia atrás y dijo:

—¿Quieres decir que era muy poco? ¿Una moneda de seis peniques?

Maisie se ofendió por estas palabras como si, en su cena oficial, ya hubiera pasado a intercambiar chanzas con un comensal simpático:

—Tal vez fuera un soberano.

—O incluso —sugirió Sir Claude— un billete de diez libras. —Ella se sonrojó ante este súbito cuadro de lo que a lo mejor había perdido, y él lo hizo más vívido agregando—: Totalmente apretujado en una bolita, ya sabes: ¡es su manera de tratar los billetes como si fueran rizadores! —El sonrojo de Maisie se intensificó por la inmensa plausibilidad de aquella hipótesis así como por una novedosa oleada de esa conciencia que siempre estaba ahí para recordarle cuánta inteligencia poseía Sir Claude: la conciencia de cuantísimo mejor que ella conocía él a mamá a fin de cuentas. Maisie había convivido muchísimas veces con ella sin jamás descubrir de qué material estaban hechos sus rizadores y sin jamás asistir a ningún otro de los momentos en que había manejado billetes. De cualquier manera la apretujada bolita había rodado delante de sus ojos para nunca más volver... exactamente cual si hubiera sido una de aquellas bolas de billar que hacía correr el formidable taco de Ida. Sir Claude volvió a ofrecerle el brazo, y para cuando se halló sentada a la mesa ella ya había decidido definitivamente el montante de la suma sin la cual se había quedado. Empero, todo lo que la rodeaba —la atestada sala, el vistoso banquete, el sabor de los distintos platos, el espectáculo de los comensales— invitaba a la alegría de vivir. Después de la cena fumó con su amigo —pues eso fue exactamente lo que ella tuvo la sensación de hacer— en el pórtico, una especie de terraza, donde los encendidos extremos de los cigarros y los ligeros vestidos de las damas formaron, bajo las venturosas estrellas, una poesía casi embriagadora. Hablaron muy poco, y se sintió ligeramente sorprendida de que él no preguntara nada más acerca de lo que había dicho su madre; pero ella no sentía ninguna necesidad de hablar: en todas las cosas a su alrededor había un son y un significado propios a los cuales nada podían añadir las palabras. Fumaron y fumaron, y hubo cierta dulzura en la taciturnidad de su padrastro. Al final él dijo—: Demos otro garbeo... pero tú regresarás enseguida a acostarte. ¡Ah, ya lo sabes: a partir de ahora vamos a seguir una disciplina! —Su garbeo los condujo otra vez al jardín, siguiendo los sombríos senderos desde los cuales se veían los negros mástiles y las rojas luces de las embarcaciones y se oían las exhortaciones e imprecaciones que evidentemente tenían relación con felices viajes al extranjero; y una vez más su disciplina consistió en entenderse maravillosamente durante este nuevo vagabundeo sin necesidad de explícitas palabras. Y sin embargo él terminó por hablar; mientras arrojaba al suelo una cerilla con que había prendido más tabaco espetó—: Necesito caminar un poco. Me siento agitado: necesito sosegarme con una caminata. —Maisie convino en esto al igual que convenía en todo; ante lo cual él prosiguió—: Ve a reunirte con la señorita Ash. —Así habían principiado a llamarla—. Comprueba que no ha hecho ninguna tontería. ¿Sabrás ir sola?

—Oh sí: he subido y bajado por las escaleras siete veces. —Resueltamente disfrutaba con la perspectiva de una octava vez.

Aun así, todavía no se separaron: continuaron fumando bajo las estrellas. Entonces Sir Claude lo soltó finalmente:

—Soy libre, soy libre.

Ella alzó la mirada hacia él; se hallaban en el mismísimo sitio donde un par de horas atrás ella había alzado la mirada hacia su madre. —Eres libre, eres libre.

—Mañana pasaremos a Francia. —Él habló como si no la hubiese oído; pero eso no impidió que ella volviera a concordar:

—Mañana pasaremos a Francia.

Nuevamente él pareció no oírla; y tras un momento —patentemente fue consecuencia de la profundidad de sus reflexiones y la agitación de su espíritu— asimismo habló cual si no hubiese hablado antes:

—¡Soy libre, soy libre!

Ella reiteró su adhesión:

—Eres libre, eres libre.

Esta vez él sí la oyó; a través de la oscuridad se quedó mirándola con semblante serio. Pero no dijo ninguna cosa más: simplemente se inclinó y la abrazó, simplemente la mantuvo así un ratito y luego con un beso le deseó buenas noches; tras lo cual, habiéndole dado un silencioso empujoncito hacia las escaleras y la señorita Ash, otra vez echó a andar en dirección a los negros mástiles y las rojas luces. Maisie subió las escaleras como si Francia estuviera en la cima.

Lo que Maisie sabía
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