13
Habría podido inferirse, por lo demás, que aquél era el sentido de una observación dejada caer por su padrastro —un día lluvioso en que las calles eran todo charcos y ambos paraguas se mostraban enemistosos y nuestros paseantes habían buscado refugio en la National Gallery— mientras Maisie estaba sentada a su lado contemplando un tanto invidentemente un salón repleto de cuadros que con un suspiro de fastidio su padrastro había calificado, dejándola muy desconcertada, como testimonios de una «superstición imbécil». Representaban —a base de retazos de dorado y cataratas de púrpura, de santos rígidos y ángeles angulosos, de feas vírgenes y niños aún más feos— extrañas plegarias y genuflexiones; conque al principio ella había interpretado aquellas palabras como una queja contra las idolatrías devocionales, tanto más cuanto que en los últimos tiempos él había estado asistiendo frecuentemente con ella y la señora Wix a las misas matutinas oficiadas en un lugar de culto seleccionado por la propia señora Wix, donde no había nada parecido a lo que ahora veían: ninguna aureola sobre las cabezas, sino tan sólo, durante los prolijos sermones, seductoras espaldas rematadas por sombreros, a las cuales, como siempre comentaba posteriormente la institutriz, él prestaba la más intensa atención. De inmediato había parecido aclarado, no obstante, que él se había referido meramente a los pretendidos sentimientos de admiración suscitados por aquellas ridículas obras pictóricas: una admonición que ella acogió con la misma sumisión con que siempre acogía todas las palabras de él. No es preciso reproducir aquí el giro que aquello había introducido luego en la charla de ambos: indudablemente su pasar a hacer referencias al gris cuarto de estudio y a la solitaria señora Wix fue efecto del exiguo interés despertado por los cuadros que ante sí tenían. A su peculiar manera Maisie expresó la verdad consistente en que actualmente ella ya nunca retornaba a casa sin el temor de encontrar desierto el templo de sus estudios y expulsada a la pobre sacerdotisa. Lo cual demostró que en ella había una plena conciencia del peligro, y a modo de réplica a esto fue como pronunció Sir Claude, reconociendo el origen de aquel peligro, las confortadoras palabras a que al comienzo he hecho alusión:
—No temas, querida: he llegado a un pacto con ella. —Esto demostró requerir una explicación complementaria en cuanto él se percató de que había dejado momentáneamente perpleja a la niña—. Me refiero a que en la actualidad tu madre me permite hacer lo que a mí me dé la gana siempre que yo le permita hacer lo que a ella le dé la gana.
—¿Así que en la actualidad haces lo que te da la gana? —preguntó Maisie.
—¡Ya lo creo, señorita Farange!
La señorita Farange le dio vueltas a aquello:
—Y ella, ¿hace lo mismo?
—¡A conciencia!
De nuevo ella reflexionó:
—Y dime, ¿qué es lo que a ella le da la gana de hacer?
—No te lo diría por nada del mundo.
Ella contempló a una enjuta Virgen; tras lo cual esbozó lentamente una sonrisa:
—Bueno, no me importa, siempre que tú se lo hayas permitido.
—¡Menuda monstruita estás hecha! —Y con esta risueña vehemencia Sir Claude se incorporó.
Otro día, en otro lugar —un establecimiento de Baker Street donde en un momento de hambre ella se había sentado con él a tomar té con bollos—, él formuló una pregunta sin relación con lo que hasta hacía un momento habían estado hablando:
—Por cierto, dime una cosa: ¿qué crees que haría tu padre?
Maisie no necesitó preguntarse demasiado el sentido de aquello ni interrogar los hermosos ojos masculinos:
—¿Si al final te vinieras a vivir a nuestro lado? Protestaría con todas sus fuerzas.
Él pareció divertido ante el término empleado:
—¡Oh, me traería sin cuidado que «protestara»!
—Y además se lo contaría a todo quisque —dijo Maisie.
—Bueno, eso también me traería sin cuidado.
—Claro —se apresuró a comentar la niña—. Ya me contaste que no le tienes miedo.
—La pregunta es: ¿tienes miedo tú? —dijo Sir Claude.
Maisie reflexionó seriamente; después habló con resolución:
—No, de papá no.
—¿Y sí de alguna otra persona?
—Desde luego: de muchas.
—Por supuesto la primera y principal debe de ser tu madre.
—Vaya que sí: de mamá más que de... más que de...
—Más que ¿de qué? —preguntó Sir Claude viendo que la niña no daba con un término de comparación.
En su fuero interno ella repasó todas las posibles fuentes de pavor. —¡Más que de un elefante salvaje! —declaró por último—. Y tú también —le refrescó la memoria cuando lo vio reírse.
—Oh sí, yo también.
Nuevamente ella meditó:
—Si es así, ¿por qué te casaste con ella?
—Precisamente porque yo tenía miedo.
—¿Incluso aunque ella te amaba?
—Eso la hacía aún más temible.
A Maisie, aunque su compañero parecía haberla dicho sólo con ánimo de comicidad, aquella contestación la puso seria y honda:
—¿Más temible de lo que lo es en la actualidad?
—Bueno, en un sentido diferente. Por desgracia, el miedo es una cosa inmensa, y se manifiesta de mil maneras.
Ella asimiló aquello con plena inteligencia:
—Yo creo conocerlas todas.
—¿Tú? —exclamó su amigo—. ¡Bobadas! Tú eres muy «lanzada».
—Tengo un miedo horrible de la señora de Beale —objetó Maisie.
Él elevó sus finas cejas:
—¿De esa encantadora mujer?
—Vaya —contestó ella—, tú no puedes entenderlo porque no te encuentras en las mismas condiciones.
Ya iba a proseguir con un esclarecedor «Pero...» cuando, por encima de la mesa, él le puso una mano sobre su brazo:
—Puedo entenderlo —confesó—; sí me encuentro en las mismas condiciones.
—¡Oh, pero tú le gustas mucho! —arguyó prontamente Maisie.
Literalmente Sir Claude se ruborizó:
—Ése es uno de los motivos.
Maisie caviló una vez más:
—¿Es uno de los motivos de que tengas miedo el hecho de que le gustes?
—Sí, cuando eso pasa a convertirse en adoración.
—En ese caso, ¿por qué no tienes miedo de mi?
—¡¿También en tu caso se trata de adoración?! —Él seguía con la mano puesta sobre su brazo—. Bueno, lo que hace que no tenga miedo de ti es sencillamente que tú eres el alma más bondadosa del mundo. Además... —siguió; pero ahí hizo una pausa.
—Además, ¿qué?
—Que yo tendría miedo de ti si fueses un poco mayor... ¡ahí lo tienes! Ya lo ves: aun así como eres, ya me haces decir tonterías —agregó el joven—. Estábamos hablando acerca de tu padre. ¿Tiene él idéntico miedo de la señora de Beale?
—No creo. Y sin embargo la ama —musitó Maisie.
—¡Ah no, qué va; en absoluto! —Tras lo cual, como su compañera se quedara mirando pasmada, por lo visto Sir Claude decidió que estaba obligado a hacer casar dicho pasmo con los recuerdos que ella guardaba—: Ahora ya no hay nada de eso.
Pero lo único que hizo Maisie fue mirar con mayor pasmo:
—¿Han cambiado?
—Igual que tu madre y yo.
Ella se preguntó cómo podría él saberlo, e inquirió:
—Entonces ¿es que has vuelto a ver a la señora de Beale?
Él lo negó:
—Oh, no. Es ella quien me ha escrito —aclaró a renglón seguido—. Tampoco ella tiene miedo de tu padre. Absolutamente nadie se lo tiene... no hay duda. —Él siguió hablando mientras el cerebrito de Maisie, que desde hacía tiempo tenía el resorte filial demasiado relajado como para sufrir ante esta carencia de majestad paterna, especulaba sobre la imprecisa relación existente entre la valentía de la señora de Beale y el asunto, en lo referido a la señora Wix y ella misma, de un grato nuevo alojamiento con su común amigo—. Ahora le importaría un bledo que el señor Farange armase un follón.
—¿Con motivo de los proyectos de la señora Wix y míos de instalarnos contigo? ¿Por qué habría de importarle eso a la señora de Beale? En nada la afectaría a ella.
Con las piernas giradas y la mano rebuscando en el bolsillo del pantalón, Sir Claude echó hacia atrás la cabeza por causa de una carcajada atemperada, según creyó advertir ella, por un suspiro apenas perceptible:
—¡Mi querida hijastra, eres deliciosa! A ver, tenemos que pagar la consumición. ¿Te has tomado cinco bollos?
—¿Cómo puedes preguntar eso? exigió Maisie, colorada bajo la mirada de la joven camarera que se había acercado a su mesa—. Me he tomado tres.
Pocos días después de esto la señora Wix mostraba una expresión tan desolada que era de temer que milady la hubiese sometido a un episodio sin precedentes. Maisie le preguntó si había ocurrido algo peor de lo habitual; ante lo cual la pobre mujer contestó con tristeza infinita:
—Ha estado viendo a la señora de Beale.
—¿Sir Claude? —La niña se acordó de lo que él había dicho—. Oh no, no la ha visto.
—Disculpa. Estoy absolutamente enterada. —La señora Wix se mostraba tan taxativa como descorazonada.
Pese a todo Maisie se aventuró a ponerlo en duda:
—Y cuénteme: ¿cómo ha logrado usted saberlo?
La institutriz titubeó un momento.
—Mediante ella misma —dijo—. Yo he ido a visitarla. —Ante la visible sorpresa de Maisie, explicó—: Fui ayer mientras habías salido de paseo con él. Él ha ido a verla varias veces.
A Maisie no se le aparecía enteramente claro por qué la señora Wix tenía que sentirse tan afligida ante aquel descubrimiento; mas sus conocimientos globales sobre el modo como la gente podía perpetrar actos o resentirse por ellos siempre le atenuaban la desazón de cualquier enigma:
—Aquí tiene que haber alguna equivocación. Él dice que no ha ido.
La señora Wix palideció aún más, como si aquello fuera un mayor motivo de alarma:
—¿Conque eso dice? ¿Niega haber ido a verla?
—Me lo dijo hace tres días. Tal vez sea ella quien se equivoca —insinuó Maisie.
—¿Quieres decir que tal vez sea ella quien miente? Ella miente siempre que le apetece, de eso no me cabe duda. Pero yo sé cuándo miente la gente... y por eso a ti te he cogido tanto cariño: porque tú nunca mientes. En todo caso ayer la señora de Beale no mintió. Él ha ido a verla.
Por unos instantes Maisie permaneció callada.
—Él dice que no ha ido —reiteró de improviso—. Tal vez... tal vez... —Y volvió a quedarse silenciosa.
—¿Quieres decir que tal vez quien miente sea él?
—¡Dios santo, no! —gritó Maisie.
Empero, volvió a desbordarse la amargura de la señora Wix:
—¡Miente, miente —exclamó—, y es precisamente lo más grave de todo! Se te llevarán con ellos, se te llevarán con ellos, y ¿qué será de mí entonces? —Una vez más se arrojó sobre su discípula y lloró causando la inevitable consecuencia de que las lágrimas inundaran los propios ojos de la niña. Pero Maisie no habría sabido decir si lloraba ante la idea de su separación de su institutriz o ante la de la mendacidad de Sir Claude. En lo concerniente a esta inescrupulosidad ambas convinieron en que no podían permitirse el lujo de reprochársela a su autor. La señora Wix sentía espanto de hacer cualquier cosa que pudiera volverlo, como decía ella, «más malvado»; y Maisie era lo bastante comprensiva para caer en la cuenta de que si él le dijo lo que le dijo había sido únicamente por un deseo de ser discreto en beneficio de la señora de Beale. Todas sus inclinaciones la movieron a aferrarse a la idea de considerarlo una persona discreta, y se prohibió a sí misma hacerlo saber que ambas mujeres lo habían, cosa que ella jamás habría hecho, delatado.
No hubo de guardar su secreto durante mucho tiempo, pues al día siguiente cuando salió a pasear con él, de pronto él dijo refiriéndose al recorrido que inicialmente había propuesto:
—No, no vamos a hacerlo; vamos a hacer algo distinto. —Y, diciendo esto, a pocos pasos de la puerta detuvo un cabriolé y la ayudó a montarse; luego él también se montó y le facilitó al cochero una dirección que ella no oyó. Una vez que se pusieron en marcha ella le preguntó adónde se dirigían; a lo cual contestó él—: Mi querida niña, es una sorpresita. —Mientras ella se asomaba por la ventanilla y cavilaba descubrió que iban en dirección a Regent's Park; pero no se le alcanzaba por qué él debía hacer un misterio de esta salida, y no fue sino hasta que hubieron pasado bajo un hermoso arco y enfilado hacia una blanca casa sobre una elevación desde la cual, pensó ella, debía de contemplarse una vista preciosa, cuando, desconcertada, lo tomó de la mano y espetó:
—¿Voy a ver a papá?
Él la escudriñó con una amable sonrisa:
—No, probablemente no. No te he traído aquí con ese propósito.
—Entonces, ¿de quién es esta casa?
—De tu padre. Se han mudado aquí.
Ella miró en su derredor: había vivido con el señor Farange en cuatro o cinco casas diferentes, y no había en esto nada extraordinario salvo que esta casa era más bonita que las otras.
—Pero a la señora de Beale, ¿sí la veré?
—Para eso es para lo que te he traído aquí.
Ella lo miró fijamente, muy pálida, y, poniéndole la mano sobre su brazo, lo retuvo dentro del carruaje pese a que ya se habían detenido:
—¿Para dejarme aquí, quieres decir?
Él apenas supo cómo expresarse:
—No me corresponde a mí decir si puedes quedarte. Eso es algo que debemos averiguar.
—Pero si me quedo, ¿terminaré viendo a papá?
—Oh, un día u otro, no cabe duda. —Después Sir Claude prosiguió—: ¿Te produce tantísimo espanto verlo?
Maisie echó un vistazo a través de la ventanilla del carruaje: contempló un instante toda la verde extensión de Regent's Park y, ahora ruborizándose hasta la raíz del cabello, sintió ascender el cálido flujo incontenible de una sensación más punzante que cualquier otra experimentada hasta la fecha. Consistió en una extraña e inopinada vergüenza por haber situado en un nivel inferior, ante un tan perfecto caballero y una tan encantadora persona como era Sir Claude, a un tan cercano pariente como era el señor Farange. Recordó, no obstante, que su amigo había dicho que verdaderamente nadie tenía miedo de su padre, y se volvió hacia él con un ligero movimiento de cabeza:
—Oh, seguramente sabré cómo manejarlo.
Sir Claude sonrió, mas Maisie percibió que la violencia con que ella acababa de mudar de color había producido en el propio rostro masculino un leve sonrojo de remordimiento y turbación. Era como si por vez primera él hubiese entrevisto el sentido de la responsabilidad que poseía su hijastra. Ninguno de ambos inició un movimiento para bajar, y tras un instante él dijo:
—Escucha: si no quieres, no es preciso que entremos.
—¡Ah, pero es que me agradaría ver a la señora de Beale! —gimió suavemente la niña.
—Y ¿qué ocurrirá si decide retenerte? En tal caso, ¿sabes?, tendrías que quedarte aquí.
Maisie le dio vueltas a aquello:
—¿Sobre la marcha?... ¿Y renunciar a ti?
—Caramba... no sé qué decirte sobre eso de renunciar a mí.
—Me refiero a si sería igual que como he tenido que renunciar a la señora de Beale desde el día en que empezó este último turno con mamá. Yo no podría soportar quedarme aquí sin verte durante tanto tiempo. —Le parecía como si hubiera transcurrido un siglo desde que por última vez ella viera a la señora de Beale, quien ahora estaba al otro lado de la puerta de la casa que tan cerca tenían y en cuyos brazos sin embargo no se resolvía a arrojarse aún.
—Oh, seguramente a mí me verás más a menudo de lo que has visto a la señora de Beale. No entra en mi forma de ser portarme de un modo tan espléndidamente discreto —dijo Sir Claude—. Pero así y todo —prosiguió— dejo la decisión, ahora que estamos aquí, absolutamente en tus manos. A ti te cumple decidir. Entraremos en esta casa sólo si lo deseas. Si no, media vuelta y nos largamos.
—Y ¿entonces la señora de Beale no me retendrá?
—No... al menos no por resolución nuestra.
—Y ¿podré seguir viviendo en casa de mamá? —preguntó Maisie.
—¡Oh, yo no puedo asegurar eso!
Ella reflexionó:
—Me parecía que me habías dicho que habías llegado a un pacto con ella.
Sir Claude dio con su bastón unos golpecitos en el alero del carruaje.
—Mi querida niña, no hasta el grado que ahora se haría necesario.
—Pero ¿y si ella me echa y no vengo a vivir a esta casa?
Prontamente Sir Claude recogió sus palabras:
—Naturalmente quieres saber qué podría ofrecerte yo en tal caso. Mi pobre chavalita, es precisamente lo que yo mismo me pregunto. Yo no veo las cosas, he de confesarlo, con la misma claridad con que las ve la señora Wix.
Su compañerita contempló un instante las cosas que veía la señora Wix:
—¿Quieres decir que nosotros no podemos formar nuestro pequeño hogar?
—Se trata de una ruindad por mi parte, no cabe duda, pero el caso es que no puedo abandonar completamente a tu madre.
Ante esto, Maisie emitió un leve pero prolongado suspiro, un ligero sonido de renuente conformidad que indudablemente le habría resultado gracioso a cualquiera que hubiese podido oírlo.
—Entonces, ¿no hay otra cosa que se pueda hacer? —preguntó.
—Juro que no veo qué otra cosa se podría hacer.
Maisie hizo una pausa; su silencio pareció significar que tampoco ella tenía alternativas que sugerir. Aun así, hizo otro requerimiento:
—Si me quedo aquí, ¿vendrás a verme?
—No te perderé de vista.
—Pero ¿con cuánta frecuencia vendrás? —Como él no respondiera, ella lo acució—: ¿Con mucha, muchísima frecuencia?
Él siguió titubeando.
—Mi querida señora... —comenzó. Entonces hizo otra pausa, continuando al siguiente instante con un cambio de tono—: ¡Qué graciosa eres! Muy bien, de acuerdo —dijo—: con mucha, muchísima frecuencia.
—¡Estupendo! —De un salto Maisie se bajó del carruaje. La señora de Beale se hallaba en casa, mas no en el salón, y cuando el mayordomo se hubo retirado para ir a buscarla, de improviso la niña espetó:
—Pero ¿qué será de la señora Wix mientras yo permanezca aquí?
—¡Ah, eso habrías debido pensarlo antes! —dijo su compañero con el primer matiz de aspereza que ella le había oído jamás.