1
El sustento de la niña estaba asegurado, pero la nueva situación le resultó irremediablemente desconcertante a la mente de una cría intensamente consciente de que algo había acontecido que debía de ser muy trascendental y expectante observadora de las consecuencias de una causa tan grande. Iba a ser el destino de esta paciente niña ver mucho más de lo que al principio entendió, pero asimismo incluso desde el principio entender mucho más de lo que acaso cualquier otra niña, por paciente que fuese, jamás hubiera entendido anteriormente. Sólo el chico del tambor en una balada o un cuento habría podido hallarse hasta el mismo grado en medio del fragor del combate. Fue tomada como confidente de pasiones en las que fijó exactamente la misma mirada curiosa que les habría consagrado a figuras que brincaran de un extremo a otro de la pantalla de una linterna mágica. Su pequeño mundo fue fantasmagórico: extrañas sombras que danzaban sobre una sábana. Fue como si todo el espectáculo se ofreciese sólo para ella: para una niñita medio aterrorizada en el interior de un gran teatro oscuro. En resumidas cuentas, se la inició en la vida con una generosidad que fue consecuencia del egoísmo ajeno, y no hubo nada que lograra impedir el sacrificio excepto el candor de su corta edad.
La primera temporada la pasó con el padre, quien lo único que le ahorró fue la lectura de las descarnadas misivas que a ella le enviaba la madre: él se limitaba a enseñárselas y a agitarlas ante ella, mientras dejaba ver su dentadura, y luego a divertirla con la forma como las lanzaba con infalible puntería, desde la otra punta de la habitación, al fuego de la chimenea. Incluso en aquellos momentos, no obstante, experimentaba ella una angustiada premonición de fatiga, un culpable sentimiento de no estar a la altura de las circunstancias, porque se dejaba fascinar por la violencia con que los rígidos sobres no abiertos, cuyos enormes monogramas —Ida estaba erizada de monogramas— le habría gustado examinar, silbaban, cual peligrosos proyectiles, cortando el aire. La consecuencia mayor de la gran causa fue un aumento de la importancia que a ella se le atribuía, y que a ella se le hizo patente primordialmente en el mayor desparpajo con que era tratada, llevada de un lado para otro y besada, y en la simpatía proporcionalmente mayor que se veía obligada a mostrar. Sus rasgos se habían vuelto extrañamente populares: los pellizcaban sin parar los caballeros que acudían a visitar a su padre, que siempre estaban fumando cigarrillos cuyo humo le daba de lleno a ella en la cara. Algunos de dichos caballeros la hacían prender cerillas y encenderles los cigarrillos;4 otros, sentándola sobre unas rodillas que subían y bajaban inesperadamente, le apretujaban las pantorrillas hasta que ella gritase —su forma de gritar era muy admirada— y se las criticaban comparándolas con palillos de dientes. Esta comparación se le quedó grabada y contribuyó a que desde este momento le pareciese que ella andaba escasa de algo que satisfaría las expectativas generales. Al final descubrió de qué se trataba: se trataba de la ingénita tendencia a la segregación de una sustancia a la que Moddle, su niñera, asignaba un nombre breve y antipático, un nombre penosamente asociado, a la hora de la comida, con esa parte de los filetes que a ella le desagradaba. Maisie ya había dejado atrás la etapa en que no tenía que satisfacer expectativas ajenas, al menos ninguna excepto las de Moddle, quien, en los Jardines de Kensington, siempre estaba sentada allí en el banco cuando ella regresaba para preguntar si se había ido a jugar demasiado lejos. Las expectativas de Moddle habían consistido sencillamente en que ella no hiciera tal cosa, y para ella había resultado tan fácil satisfacerlas que las únicas sombras de aquella gran felicidad habían sido los momentos en que se había puesto a pensar qué habría sido de ella si alguna vez, cuando regresaba corriendo, no se hubiera encontrado a Moddle sentada en el banco. Todavía continuaban yendo a los jardines, pero incluso allí se había operado ahora un cambio: se sentía impelida a observar constantemente las piernas de los otros niños y niñas y a preguntarle a su niñera si las de ellos eran como palillos de dientes. Moddle era enormemente sincera; siempre contestaba: «¡Ah querida, nunca encontrarás otro par como las tuyas!» Parecía estar relacionado con alguna otra cosa el hecho de que a menudo Moddle agregase: «Estás empezando a sentir la desazón, eso es lo que pasa; y en el futuro aún la sentirás más, ¿sabes?»
Conque desde el principio Maisie no sólo la sintió, sino que además supo que la sentía. Parte de la desazón era consecuencia de que su padre le dijese a ella misma que él la sentía también, y de que le dijese a Moddle, en su presencia, que una de sus obligaciones era hacer que la niña tomara conciencia de que así era. Ella estaba ya familiarizada, a sus seis años, con la idea de que todo había cambiado a causa de ella, de que todo había sido dispuesto para permitirle a su padre consagrarse enteramente a ella. Iba a recordar siempre las palabras con que Moddle le inculcó que su padre se consagraba a ella hasta ese punto: «Tu papá quiere que no olvides nunca, ya lo sabes, que por tu causa ha tenido que renunciar a muchas, muchísimas cosas.» Aunque la piel de la cara de Moddle tenía a ojos de Maisie el aspecto de estar indebidamente, casi dolorosamente estirada, nunca presentaba tantísimo dicha apariencia como cuando Moddle pronunciaba, como a menudo tenía ocasión de hacerlo, aquellas palabras. La niña se preguntaba si aquellas palabras no harían que a Moddle le doliera la cara más de lo habitual; pero fue únicamente con el transcurso del tiempo cuando fue capaz de añadir al cuadro de los sufrimientos de su padre, y más especialmente al aspecto que ofrecía su niñera al referirse a éstos, la explicación que aquellas cosas demandaban. Para cuando Maisie se volvió más aguda, como solían expresarlo los caballeros que habían criticado sus pantorrillas, encontró en su mente una colección de imágenes y ecos a los que ahora pudo atribuir explicaciones: imágenes y ecos archivados en la oscuridad de la infancia, en el armario tenebroso, en las gavetas superiores, como juegos para los cuales no hubiese estado suficientemente preparada en su momento. Por el momento la gran desazón se la producía el tratar de encontrarles pies y cabeza a las cosas que su padre decía sobre su madre: cosas, por lo demás, que Moddle, tras una simple ojeada, y cual si se tratara de juguetes complejos o libros difíciles, en su mayoría le quitaba inmediatamente de las manos y guardaba en el armario. Un extraordinario surtido de objetos de esta índole terminaría ella encontrándose allí en el futuro, todos revueltos asimismo con las cosas, amontonadas en el mismo receptáculo, que su madre había dicho sobre su padre.
Maisie recibió la información de que un día determinado, que cada vez se aproximaba más, su madre se presentaría en la puerta a recogerla, y esto habría ensombrecido todos aquellos días si la ingeniosa Moddle no le hubiese apuntado en un papel y con letras muy grandes y fáciles los muchísimos placeres de que ella iba a disfrutar en la otra casa. Tales promesas iban desde «el profundo cariño de una madre» hasta «un rico huevo escalfado a la hora del té», pasando por la perspectiva de poder quedarse levantada hasta muy tarde para ver a la dama en cuestión, con sedas y terciopelos y diamantes y perlas, ataviada para salir; de modo que para Maisie fue una auténtica ayuda, al llegar el gran momento, sentir cómo, merced a los buenos oficios de Moddle, le era introducido en el bolsillo aquel papel y allí su propia mano lo asía fuertemente. El gran momento iba a dejarle a ella un vívido recuerdo, el de un extraño arrebato en el salón por parte de Moddle, quien, como réplica a algo que acababa de decir su padre, exclamó a gritos:
—¡Debería usted avergonzarse de sí mismo por completo; debería ruborizarse, señor, de su proceder!
El carruaje, con su madre dentro, esperaba a la puerta; un caballero que se hallaba en el salón, que siempre se hallaba en el salón, se carcajeó con risotadas; su padre, que a ella la había tomado en brazos, le dijo a Moddle:
—¡Mi querida mujer, voy a meterla a usted en cintura dentro de un momentito! —Tras lo cual repitió, dejando ver la dentadura ante Maisie mas que nunca mientras abrazaba a ésta afectuosamente, las palabras por las cuales lo había recusado la niñera. En aquel momento Maisie no fue tan enteramente consciente de las mismas cuanto del portento que constituía la súbita falta de respeto y el acalorado semblante de Moddle; mas fue capaz de recordarlas al cabo de cinco minutos cuando, ya en el carruaje, su madre —toda besos, cintas, ojos, brazos, sonidos extraños y perfumes deliciosos le dijo:
—Y ¿no le envía tu infrahumano papá, precioso ángel mío, algún mensaje a tu amorosa mamá?
Fue entonces cuando Maisie se percató de que las palabras dichas por su infrahumano papá habían sido recogidas, pese a todo, por sus infantiles y desconcertados oídos, de los cuales, ante la solicitud de su madre, pasaron directamente, con su clara voz aguda, a sus infantiles y candorosos labios:
—¡Me mandó decirte de su parte —informó con fidelidad— que eres una puerca repugnante y asquerosa!