22

Al día siguiente le pareció que Francia estuviera literalmente en el fondo: demasiado hundida, en escalofriantes abismos marinos, incluso para dejarle un recuerdo de la altura a la que, en el barco que atravesaba el Canal, se mantuvo Sir Claude y que de ningún modo había sido jamás tan grandiosa como cuando, bastante calado pese al toldo que los cubría, tuvo la gentileza de acoger en su regazo la cabeza de su hijastra y sobre su pecho la de la doncella de la señora de Beale. Cuando entraban en el puerto Maisie se sorprendió de enterarse de que habían disfrutado de un excelente viaje; pero tal sentimiento, ya en Boulogne, fue raudamente sofocado por otros, sobre todo por el gran éxtasis de una más plena visión del mundo. Estaba «en el extranjero», y se entregó a ello, vibró por ello, en la brillante atmósfera, ante las casas color rosa, entre las pescaderas de piernas desnudas y los soldados de rojos pantalones, con la instantánea certidumbre de tener una vocación. Su vocación era ver el mundo y encandilarse ante el espectáculo; al cabo de cinco minutos se había vuelto más adulta y para cuando llegaron al hotel había identificado en las instituciones y costumbres de Francia una multitud de afinidades y solicitaciones. Literalmente en el transcurso de una hora ella había pasado su iniciación: sensación ésta notablemente avivada por el papel superior que, tan pronto como hubieron engullido un desayuno francés —que de hecho representó una nota alta en aquel concierto—, se observó a sí misma asumir ante Susan Ash. Sir Claude, que había tenido tiempo de toparse con algunos conocidos y que, según dijo, tenía asuntos y cartas que despachar, las mandó a dar un paseo juntas, un paseo durante el cual la niña se cobró venganza, hasta donde lo exigía la justicia poética, no sólo de las estruendosas risas tontas en que había solido prorrumpir su compañera durante sus caminatas londinenses, sino también de todos aquellos años de su propia propensión a suscitar en sociedad la impresión de encerrar dentro de sí un exceso de ese algo extraño que tan errabundamente había parecido oscilar entre la inocencia y la perversión. De buenas a primeras, en Boulogne, aunque tal vez siguiera habiendo exceso, por lo menos ya no había oscilación; ella identificaba, entendía, rendía homenaje y tomaba posesión; notándose en sintonía con el entorno y posando la mano, a diestro y siniestro, sobre lo que había estado ni más ni menos que aguardándola a ella. Fue ella quien instruyó a Susan, quien se rió de Susan, quien sobrepasó a Susan; y en cierto modo fue la bobaliconería de Susan, que nunca anteriormente había visto tan clara, y el desconcierto y la ignorancia y el antagonismo de Susan, lo que les dio el más vívido realce a sus percepciones y asimilaciones inmediatas. El lugar y la gente formaban en conjunto todo un cuadro, un cuadro que, cuando bajaron a la amplia arena, resplandeció, en un millar de tonalidades, con la hermosa disposición de la plage, con la alegría de espectadores y bañistas, con la del idioma y el clima, y sobre todo con la de la situación sin precedentes en que se hallaba nuestra pequeña. Pues a ella se le antojó que desde el principio de los tiempos nadie había podido vivir tamaña aventura o, en una sola hora, tantísimas experiencias; como epílogo a lo cual únicamente le hizo falta, para sentir con consciente maravilla hasta qué punto había cambiado el pasado, oír a Susan expresar, enigmáticamente exasperada, su preferencia por Edgware Road.22 Tanto había cambiado el pasado y tanto había sido rebasado el círculo que antaño éste formara, que aquella misma tarde, en el decurso de otro distinto paseo, ella se encontró inquiriéndole a Sir Claude —y sin el menor escrúpulo— si ya estaba en condiciones de decirle con precisión el momento en que partirían a París. La respuesta, debe reconocerse, le produjo un levísimo escalofrío:

—Oh, París, mi querida niña... ¡no tenía nada planeado respecto a París!

Era preciso dar con una réplica adecuada, mas ahora fue en mucho menor grado por mor del rico placer de debatir por primera vez en su vida los pormenores de un viaje por lo que, después de mirarlo unos instantes, ella repuso:

—Pero ¿no es un viaje a París precisamente el artículo genuino, lo que cuando se sale al extranjero...?

Él había vuelto a ponerse serio, y ella se limitó a insinuar aquello; era un modo de hacer justicia a la seriedad de sus existencias. No era compatible, por otro lado, que ella hubiera madurado tanto desde el día anterior y que no reflexionara que si a estas alturas sondeaba un poquito, él admitiría que ella ya había dado muestras bastantes de paciencia. De hecho, en la mirada masculina hubo algo que repentinamente, a ojos de ella, volvió mezquina la discreción infantil. Antes de que ella pudiera poner remedio a esto, él ya había respondido a su última pregunta, la había respondido de un modo que fue, entre todos los modos posibles, el que menos se había esperado ella:

—¿... se debe hacer inexcusablemente? Desde luego París es encantadora. Pero, mi querido muchacho, París se lo come crudo a uno. Quiero decir que es una ciudad brutalmente cara.

Aquella nota la hizo sentir una punzada, súbitamente arrojó una luz más implacable. Entonces ¿es que ellos eran pobres?: vale decir, ¿es que él era pobre, sinceramente pobre dejando aparte las chistosidades sobre la Apollinaris y la carne fría? Habían llegado al final del largo malecón que circundaba la bahía y estaban mirando hacia los peligros de los que se habían librado: el nublado horizonte que ocultaba a Inglaterra, la encrespada superficie del mar y los marrones queches que se balanceaban sobre ella. ¿Por qué habría escogido él un periodo de estrecheces para lanzarse a esta escapada al extranjero?... a no ser que precisamente se tratara de una de esas escapadas economizadoras, de las que a menudo ella había oído hablar y a las que, después de otra mirada al nublado horizonte y a las balanceantes embarcaciones, se sintió dispuesta a lanzarse con alegría. Ella le contestó casi adoptando el estilo de él:

—Entiendo, entiendo. —Le dirigió una sonrisa a Sir Claude—. Nuestros asuntos están embrollados.

—En efecto. —Él le devolvió la sonrisa—. Los míos no están tan mal como los tuyos; pues es que los tuyos están realmente, mi querido amigo, en tal situación que no les veo salida. Los míos pueden pasar... dentro de que son un fiasco.

Ella le dio vueltas a esto, y preguntó:

—Pero ¿acaso Francia no es más barata que Inglaterra?

Inglaterra, allá a lo lejos entre la creciente tiniebla, en este momento pareció notablemente esplendente:

—Más o menos; en algunas zonas.

—Entonces, ¿no podríamos vivir en una de esas zonas?

Hubo algo que por un instante, a guisa de respuesta a esto, él ofreció el aspecto de estar a punto de decir y de sin embargo no resolverse a decir. Lo que a renglón seguido sí dijo fue:

—Precisamente esta localidad está en una de ellas.

—Entonces, ¿vamos a vivir aquí?

Él no lo afrontó tan nítidamente como ella deseaba:

—¡Ya que hemos venido a ahorrar dinero! Esto la movió a acuciarlo más:

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos en esta localidad?

—Oh, tres o cuatro días.

Eso la dejó sin respiración:

—¿Es posible ahorrar dinero en ese tiempo?

Él rompió a reír, echando a andar de nuevo y pasándole por encima el brazo. Por el camino le confesó que también ella había puesto el dedo sobre la más oculta de sus llagas: el hecho, del cual él era bien consciente, de que probablemente él habría podido vivir con sus propios medios si nunca se le hubiese ocurrido hacer nada en pro del ahorro.

—Son los buenos propósitos lo que lo arruina todo —dijo—; nada hay tan ruinoso como hacer de vez en cuando una semana de economías. —Entre los agradables ruidos de la declinante jornada Maisie volvió a oír aquel cierre metálico del cambio de opinión de Ida. Pensó en el billete de diez libras que en esta coyuntura habría sido delicioso poder sacar para alivio de su compañero. Pero tal idea se evaporó cuando él dijo digresivamente, en presencia de la siguiente cosa que se detuvieron a admirar—: Vamos a quedarnos en esta localidad hasta que llegue ella.

Maisie volvió su mirada hacia él:

—¿La señora de Beale?

—La señora Wix. He recibido un telegrama —continuó—. Ha visto a tu madre.

—¿Ha visto a mamá? —Maisie se quedó mirando alelada—. ¿Dónde diantres?

—Al parecer, en Londres. Han estado juntas.

Por un instante esto pareció ominoso; en los ojos infantiles asomó el miedo:

—Pero entonces ¿es que no se ha marchado?

—¿Tu madre? ¿A Sudáfrica? Renuncio, querido muchacho —dijo Sir Claude; y literalmente ella tuvo la impresión de verlo renunciar mientras permanecía parado y mientras con una especie de mirada ausente (ausente, es decir, de los asuntos de ella) él seguía los garbosos andares y las espléndidas piernas de una joven pescadera que acababa de salir del agua con su cesto lleno de camarones. Volvió a Maisie con el pensamiento antes que con la mirada—: Pero seguramente todo está en orden. De no ser así, nuestra pobre amiga no abandonaría Londres; sabe muy bien lo que se trae entre manos.

Esto era tan tranquilizador que Maisie, después de darle vueltas, logró hacerlo encajar con sus anteriores suposiciones; y preguntó:

—Y bien, ¿qué se trae entre manos?

Finalmente él dejó de mirar a la pescadera; afrontó la interrogante de su compañerita:

—¡Oh, ya sabes! —En la manera en que dijo esto hubo algo que hizo que se estableciera, entre ellos, una igualdad mayor de lo que ella había imaginado; pero asimismo tuvo más bien el efecto de elevarla a ella que de disminuirlo a él, y este efecto sobre ella quedó patente en el tono del asentimiento femenino:

—¡Sí, ya sé! —Lo que ella sabía, lo que podía saber, no es ningún secreto para nosotros a estas alturas; de todos modos ello creció cada vez más, durante el resto de aquel día, en el ámbito de lo que él daba por supuesto. Por parte de él era mejor dejarlo así que someter a examen la sapiencia infantil; pero aun en el peor de los casos ahí se hallaba el busilis del asunto: entre ambos por fin se reconocía abiertamente que de una u otra forma el gran cambio, tal como —hablando cual si durara ya desde hacía varias semanas— lo llamaba Maisie, se había estructurado en torno a la señora Wix. Antes de acostarse aquella noche se enteró, ítem más, de que Sir Claude, desde que, tal como lo llamaba él se habían pegado el carrerón, había recibido más de un telegrama. Pero se despidieron una vez más sin hablar de la señora de Beale.

¡Oh, vaya travesía para los enderezadores y el viejo vestido marrón (pertenencia ésta que la niña imaginaba que habría sido precavidamente desempolvada por razón de los posibles imprevistos de todo viaje)! Por la noche arreció el viento y desde su pequeña habitación del hospedaje Maisie escuchó el bramido del mar. Al día siguiente llovía y todo estaba distinto: éste era el caso incluso de Susan Ash, quien decididamente se entusiasmó con aquel mal tiempo, en parte, por lo visto, porque la alegraba el peliagudo viaje que a través del Canal debería realizar la visitante que aguardaban, y en parte porque le permitía recalcar la locura que constituía el viajar hasta semejantes lugares de mala muerte. Bajo la lluvia, junto con Sir Claude, Maisie se encaminó a esperar el paquebote de Folkestone y cuando éste llegó, con muchas señales de su lucha con el mar, él la hizo quedarse aguardando bajo un paraguas en el muelle; desde allí y casi antes de que la embarcación atracara, él pudo ser avistado, buscando a su mutua amiga, escurriéndose —ése fue el término que empleó él— entre los mareados pasajeros apelotonados en cubierta. Transcurrió bastante rato antes de que él reapareciera (de hecho esto no ocurrió hasta que hubieron desembarcado todos los demás pasajeros); y cuando lo hizo presentó a la recibiente de su caballerosidad bajo una luz que Maisie apenas supo si considerar un abismo de abatimiento o una ebriedad de euforia. La mujer que él llevaba del brazo, todavía aturrullada por el reciente calvario atravesado, iba envuelta en tal cantidad de ropajes como nunca anteriormente habían ofrecido tantísima protección a tantísima indisposición. En el hotel, una hora más tarde, desapareció aquella duda: ayudando en privado a la señora Wix a reponerse y adecentarse, Maisie la oyó detallar lo poco que ella habría logrado si Sir Claude no lo hubiera puesto en sus manos. Fue una expresión que en su propia habitación reiteró a propósito de las más dispares cosas: lo que él había puesto en sus manos había sido la potestad de hacer sobrevenir «cambios», como dijo ella, de la más íntima índole, adaptados a climas y ocasiones lo bastante disímiles como para prefigurar por sí solos las etapas de un vasto itinerario. Naturalmente se presentarían semanas frugales después de tanto dinero invertido en una institutriz: inversión no lamentada, empero, por la educanda de esta mujer, ni siquiera cuando se dio cuenta de que su propia apariencia externa suscitaba, al otro lado de los enderezadores, una atención manifiestamente perpleja. Cierto es que Sir Claude le había consagrado menos tiempo a dicha apariencia que a la señora Wix; y, aparte, ella prefería estar en sus propios zapatos antes que en los nuevos y crujientes de su amiga ante la eventualidad de un encuentro con la señora de Beale. Maisie se sintió demasiado absorta en considerar el juicio que se formaría la señora de Beale sobre tantísima novedad como para poder formarse un juicio por su cuenta. Además, después de un abundante almuerzo y muchas expresiones afectuosas, la cuestión asumió otro cariz, por no hablar de la satisfacción que experimentó la niña al caer raudamente en la cuenta de que podría mostrarles aquellos nuevos lares a unos ojos distintos de los de Susan Ash. Pero no había demasiado que se pudiera mostrar, ay, hasta que cesara de llover, cosa que se negó a suceder aquel día; mas esto no tuvo otra consecuencia que dejar más tiempo para lo que a su vez tenía que mostrar la propia señora Wix. Lo mostró mientras estaban sentados en el saloncito blanco y dorado que Maisie consideraba el sitio más bonito que jamás había visto con la posible excepción de los aposentos de la Condesa; lo mostró mientras la sañuda tormenta estival azotaba las ventanas y hacía correr un aire tan frío que Sir Claude con sus manos en los bolsillos y su cigarrillo entre los dientes, agitado, cejijunto, yendo y viniendo de su asiento a la ventana, terminó por hacer arder un humeante fueguecito en la elegante chimeneíta. Lo mostró a despecho de algo que sólo cabría describir como la pinta masculina de desear posponer aquello: una pinta que a él le había servido —¡oh, de cuánto le servían siempre sus pintas!— hasta el extremo de preservar en un terreno de inocuas bromas y perogrulladas la conversación durante un par de horas, mantenerla al nivel de las vacías tacitas de café y petits verres (¡la señora Wix participó dos veces de ambos refrigerios!) que a Maisie le parecieron más que cualquier otra cosa, entre las emanaciones del fuego francés y del tabaco inglés, una señal de que verdaderamente estaban lanzados en una aventura. Ahora Maisie percibió, gracias a la cercanía y con tanta claridad como si se lo hubiera dicho explícitamente la señora Wix, que para lo que había acudido esta mujer no era para limitarse a escuchar chanzas hechas a su costa y a la de su educanda; ni tan siquiera para oír a Sir Claude, que sabía francés a la perfección, remedar los extraños sonidos emitidos por los ingleses alojados en el hotel. Acaso fuera parcialmente consecuencia de sus presentes renovaciones, como si su vestuario hubiera sido el de otra persona: en cualquier caso la señora Wix nunca había producido tal impresión de color intenso, de una rojez que en esa intensidad la mente de Maisie asoció tanto con el sarampión como con «trajes de montar». Su atención no estaba en absoluto pendiente de aquella charla inconsistente a propósito de Boulogne; y aunque su tez era parcialmente resultado del almuerzo francés y de los petits verres, asimismo era el valiente anticipo de lo que ella había acudido a decir. Cuando por fin esto último salió a la luz Maisie fue consciente de todo el anhelo con que había estado aguardándolo el más joven de los miembros del grupo:

—Milady me ha enviado: ¡casi fue ella quien me montó en el carruaje! —Esto fue lo que por último espetó la señora Wix.

Lo que Maisie sabía
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml