15
Fue Susan Ash quien le dio la noticia:
—Él está abajo, señorita, y viene hecho un primor.
En el cuarto de dar clases de la casa de su padre, que tenía bonitas cortinas azules, había estado ensayando en el piano una cosita encantadora, como la llamaba la señora de Beale: una «Moonlight Berceuse»12 que le había mandado por correo Sir Claude, quien consideraba que su educación musical había estado siendo deplorablemente desatendida y, durante los últimos meses en casa de su madre, había estado a punto de hacer gestiones para que ella recibiera clases particulares. Él había terminado confesándole campechanamente que los profesores genuinos, como decía él, eran terroríficamente caros y que un sustituto cualquiera sería un desperdicio de dinero, y por consiguiente ella pensaba con aún mayor ternura en el sacrificio representado por esta composición, cuyo precio, cinco chelines, estaba inscrito en la carátula y que evidentemente sí era un artículo genuino. Inmediatamente se incorporó:
—¿Ha sido la señora de Beale quien me ha mandado llamar?
—Oh no: no se trata de eso —dijo Susan Ash—. En este momento la señora de Beale está fuera.
—Entonces ¿ha sido papá?
—No, cielos: papá no. Estás muy presentable así, señorita, salvo por esos pelos de loca —siguió Susan—. Tu papá todavía no ha regresado a casa desde ayer por la noche —agregó.
—¿De dónde no ha regresado? —repuso Maisie un poco despistada y muy nerviosa. Se arregló bruscamente el cabello con la mano.
—¡Oh: eso, señorita, me pesaría mucho revelártelo! Prefiero arreglarte esta cinta blanca que llevas aquí atrás... aunque que me aspen si es tarea mía.
—Hazlo, te lo ruego. Sé perfectamente dónde ha estado papá —prosiguió Maisie impacientada.
—Pues yo en tu lugar me lo callaría.
—Ha estado en el club: el Crisantemo. ¡Eso es!
—¿La noche entera? ¡Caramba, por la noche las flores se cierran, ya lo sabes! —exclamó Susan Ash.
—Bueno, me da igual. —La niña estaba ya en el umbral de la habitación—. ¿Sir Claude ha preguntado por mí sola?
—Igualito que si fueras una duquesa.
Mientras descendía las escaleras, Maisie fue consciente de sentirse tan feliz como si de veras fuera una duquesa, y asimismo fue consciente, un instante más tarde, cuando se lanzó al cuello de él, de que ni siquiera tamaño personaje habría logrado comportarse con mayor prodigalidad. Hubo, también, cierto aire de duquesa en el punzante tono con que, según juzgó, lo reconvino:
—¿O sea que a esto es a lo que llamas venir con mucha frecuencia?
Sir Claude acogió aquello deliciosamente y con idéntico espíritu aristocrático:
—Mi querido muchacho, no me haga usted una escena; le aseguro que es lo mismo que hace toda mujer en quien fijo la mirada. Vayamos a divertirnos un rato, pues hace una mañana radiante: ponte encima algo bonito y vente a dar un paseo conmigo y entonces discutiremos el asunto con calma. —Cinco minutos después iban rumbo a Hyde Park; y ningún asunto que siquiera en los mejores días en casa de su madre hubieran discutido hasta entonces, había tenido la dulce tranquilidad de las inmediatas explicaciones de Sir Claude. Él nunca estaba tan brillante como cuando las daba y, a excepción de la señora Wix, era la única persona en el mundo, de las que ella conocía, que diera explicaciones. Con él, sin embargo, este acto tenía una potestad que estaba más allá de los alcances de la sabiduría femenina. Volvió a aflorar todo: todos los planes que siempre quedaban frustrados, todas las recompensas y obsequios que sempiternamente ella pagaba por adelantado y sempiternamente nunca llegaba a recibir; todos los enormes obstáculos que había que encarar la obligaban incesantemente a tener que volver sobre la cuestión pecuniaria. Incluso ella misma casi era consciente de que la mayor prueba del ascendiente que Sir Claude tenía sobre ella, era que para apartar de su propio espíritu la sensación de estar siendo estafada sólo hacía falta que él, con un simple gesto de sus labios sombreados por el elegante bigote, la disipara con un soplido. De alguna manera, en la misma naturaleza de los planes estaba el ser gravosos y en la misma naturaleza de lo gravoso estaba el ser imposible. El ser «embrollados» era parte de la esencia de los asuntos de todo el mundo, así como también que en cada ocasión concreta estuvieran más embrollados que de costumbre. Tal había sido el caso de los asuntos de Sir Claude, de los de papá, de los de mamá, de los de la señora de Beale y de los de la propia Maisie en la ocasión concreta—ocasión de varias semanas de duración— que había transcurrido desde que nuestra pequeña se reinstalara en casa de su padre. No había «ni un par de chelines» para nadie ni para nada, y ése era el motivo de que nada hubiera salido del proyecto de las clases de Literatura Francesa con todas las otras niñas tan listas. Era endiabladamente complicado, ¿no se daba ella cuenta?, intentar, sin tan siquiera el reducido capital antedicho, ponerla en contacto con una lejana grey que a partir de este momento ella deslumbrantemente describiría en su fuero interno como las hijas de los ricos. Desde ahora se iba a sentir como si estuviera aplastando su nariz contra las resistentes vitrinas de la confitería del saber. Sin embargo, aunque las clases que eran selectas, y consiguientemente las únicas aceptables, fueran imposiblemente caras, las conferencias de las Instituciones —por lo menos las de algunas de ellas— estaban especialmente pensadas para los menesterosos inteligentes, y en consecuencia debía de ser aún más insalvable el motivo que había impedido que la llevaran a alguna que otra. Este motivo, dijo Sir Claude, no era otro sino que muy pronto iban a llevarla, si bien nada tenía que ver con ese propósito el hecho de que ahora ellos orientaran su rumbo hacia las orillas de la Serpentina.13 El parque de Maisie, situado al norte,14 les habría quedado mucho más a mano, pero se dirigían en un cabriolé hacia el oeste porque en los deliciosos días de finales de junio era aquélla la dirección que tomaban todos aquéllos que gozaban de algún rango de notoriedad. Durante una hora, en la Avenida y el Gran Paseo de Hyde Park, participaron de esta oportunidad de que todo observador se entretuviera y de que uno de ellos en particular, con no poco ánimo bromista, desconcertara a su compañerita; y antes de que hubiera transcurrido aquella hora Maisie suscitó, en respuesta a la mas acuciante de sus requisitorias, una más detallada declaración en lo concerniente a la larga ausencia de su amigo—: ¿Que por qué he faltado tan deplorablemente a la palabra que yo te había dado, haciendo una promesa tan solemne y luego no dejándome ver? Vaya, querida, ésa es una pregunta que, al no verme aparecer un día tras otro, debes de haberle formulado a la señora de Beale con mucha frecuencia.
—Vaya que sí —respondió la niña—; una y otra vez.
—Y ¿qué te contestaba ella?
—Que eres tan malvado como guapo.
—¿Eso dice?
—Son sus mismísimas palabras.
—¡Ah, mi querida y vieja amiga! —Sir Claude semejó muy divertido, y a una sonora carcajada cristalina fue a lo que se redujo toda su explicación. Precisamente aquéllas eran más o menos las palabras que Maisie lo había oído pronunciar la última vez en referencia a la señora Wix. Ella le tomó una mano, que estaba enfundada en un guante color gris perla adornado con las gruesas líneas negras que, en casa de su madre, ella siempre había relacionado con el modo como los puños cubiertos de costuras de las altas damas llevaban apuntando hacia el suelo, con los codos bien separados del cuerpo, las sombrillas de paseo. El simple contacto de aquella mano eclipsaba toda sensación de ganancia o pérdida. La presencia de él era como un objetó que ella tuviera tan cerca del rostro que no la dejara ver sus contornos. El mismo, empero, siguió siendo el maestro de ceremonias del espectáculo que ante sí tenían incluso cuando hubieron salido de la zona central de Hyde Park y comenzaron, bajo el hechizo del lugar y de la estación, a caminar calmosamente por los jardines de Kensington. Lo que habían dejado atrás era, según dijo él, nada más que un circo de muy mala calidad, y, trasponiendo una cautivadora verja y cruzando un puente, al cabo de un cuarto de hora llegaron a hallarse, también según las palabras de él, a un centenar de millas de Londres. Ante ellos se extendía un amplio prado verde y grandes árboles viejos y, bajo la sombra de éstos, entre el frescor del césped, el serpenteante curso de un sendero campestre.
—Esto es el bosque de Arden —acababa de comentar deliciosamente Sir Claude—, y yo soy el desterrado duque, y tú eres... ¿cómo se describía a la muchacha?... la ingenua zagala. Y allí —prosiguió— está la otra muchacha (¿cuál era su nombre?, ¿no era Rosalinda?) y (¿lo ves también?) el personaje que la cortejaba.15 ¡Palabra de honor que está cortejándola!
Aludía a una pareja que, muy pegaditos uno a otro, cerca del extremo del prado, caminaba por delante de ellos. Aquellas distantes figuras, en su lento ambular (el cual las mantenía tan juntas que sus cabezas, ligeramente inclinadas hacia el suelo, casi se tocaban), consistían en la espalda de una mujer que parecía alta, quien evidentemente era una dama muy distinguida, y en la de un caballero cuya mano izquierda iba bien asida al brazo femenino mientras la derecha, detrás de él, movía enérgicamente un bastón de paseo. Por un instante la imaginación de Maisie se acomodó a la idea de su amigo de que era idílica aquella visión; de repente, deteniéndose bruscamente, espetó con toda la claridad que pudo:
—¡Dios santo! ¡Pero si es mamá!
Sir Claude se detuvo pasmado:
—¿Mamá? Pero si mamá está en Bruselas.
Con los ojos clavados en la dama, Maisie se quedó maravillada:
—¿En Bruselas?
—Ha ido a participar en un campeonato.
—¿De billar? No me lo habías dicho.
—¡Naturalmente que no! —exclamó Sir Claude—. Hay un buen montón de cosas que no te digo. Se marchó de Inglaterra el miércoles.
La pareja había seguido andando, incrementando la distancia; pero la mirada de Maisie la había seguido sobradamente acompasada a su ritmo:
—Entonces es que ha regresado.
Sir Claude atalayó a la dama:
—¡Mucho más probable es que nunca se marchara!
—¡Es mamá! —dijo la niña con determinación.
Se habían detenido, pero Sir Claude ya le había sacado todo el partido posible a su punto de observación, y sucedió que justo en ese instante, en el límite extremo del panorama, también los otros dos hicieron un alto y, todavía mostrándoles únicamente sus espaldas, parecieron quedarse parados para poder charlar.
—¡Tienes razón, monada! —exclamó él por último—. ¡Es ni más ni menos que mi dulce mujercita!
Se había reído mientras hablaba, mas había mudado de color, de modo que rápidamente Maisie desvió de él la mirada.
—Entonces ¿quién es ése con quien está?
—¡Que me aspen si lo sé! —dijo Sir Claude.
—¿No es el señor Perriam?
—Oh cielos, no: Perriam ha quebrado.
—¿Quebrado?
—Ha sido procesado... en la City. ¡Pero hay muchísimos otros! —sonrió Sir Claude.
Maisie pareció contarlos; escrutó atentamente las espaldas del caballero y preguntó:
—Entonces ¿es Lord Eric?
Por un instante su compañero no respondió nada, y cuando ella volvió a dirigir su mirada hacia él halló que él la miraba a ella de una manera, pensó, un poco rara.
—¿Qué sabes tú sobre Lord Eric? —inquirió él.
Con toda inocencia ella intentó también asumir una expresión rara:
—¡Oh, sé mucho más de lo que crees! ¿Es Lord Eric? —repitió.
—Tal vez. ¡Que me aspen si me importa!
Sus amigos se habían separado ligeramente y ahora, mientras Sir Claude hablaba, de improviso dieron media vuelta, dejando así en evidencia todo el esplendor de milady y todo el misterio de su camarada. Maisie contuvo la respiración.
—¡Vienen hacia aquí! —dijo.
—Pues que vengan. —Y Sir Claude, sacando sus cigarrillos, se ocupó en encender uno.
—¡Nos vamos a encontrar frente a ellos!
—No. Ellos se van a encontrar frente a nosotros. Maisie insistió:
—Nos han visto. Mira. Sir Claude tiró su cerilla:
—¡Avancemos! —Los otros, en su camino de regreso, obviamente atónitos, casi habían vuelto a hacer una pausa, apartándose el uno del otro convenientemente—. Está horrorosamente confusa y le gustaría poner pies en polvorosa —continuó—. Pero ya es demasiado tarde.
Maisie avanzaba a su vera, discerniendo incluso a aquella distancia que milady se sentía perceptiblemente desasosegada:
—¿Qué irá a hacer ahora?
Sir Claude le dio una chupada a su cigarrillo:
—Está estudiando velozmente la situación. —Parecía disfrutar del desasosiego de su esposa.
Ida no había titubeado sino por un instante: claramente su compañero le prestó apoyo moral. A Maisie le pareció que extrañamente el rostro de éste era el de un valiente y no guardaba semejanza ninguna con el señor Perriam. Tal rostro, delgado y de rasgos un tanto afilados, era muy terso, y no fue hasta que se hubieron aproximado más cuando ella percibió que tenía un pequeño bigote asombrosamente rubio. Asimismo percibió que sus ojos eran de un azul muy claro. Era mucho, pero que muchísimo más guapo que el señor Perriam. Mamá tenía un aspecto terrible desde la distancia, pero aun bajo el fuego de las armas relampagueó la curiosidad de la niña y de nuevo apeló a Sir Claude:
—¿Es... es Lord Eric?
Sir Claude continuó fumando con bastante sangre fría:
—Me parece que es el Conde.
Como solución era perfecta: el caballero respondía a la idea que ella tenía de un conde. Pero ¿a qué idea, mientras se acercaba revestida de un aire tan grandioso, respondía mamá?... a no ser que fuese a la de una actriz, en una escena tremebunda, deslizándose hacia las candilejas como si quisiese saltar del escenario. Verdaderamente Maisie se sintió tan aterrorizada que antes de poder darse cuenta ya había aferrado su mano al brazo de Sir Claude. Su presión lo hizo detenerse, y ante la visión de este detalle la otra pareja se detuvo igualmente y, al lado opuesto del acortado intervalo de terreno, permanecieron intercambiando algunas palabras unos instantes más. Empero, esto fue cosa de un momento y su resultado fue que el Conde semejara proseguir avanzando más esquinadamente —un acercamiento por el flanco, si Maisie hubiese dominado la terminología estratégica— mientras que milady volvió a ponerse en marcha en línea recta.
—¿Qué irá a hacer ahora? —preguntó su hija.
A estas alturas Sir Claude ya estaba en condiciones de decir:
—Va a pretender que es cosa mía.
—¿Cosa tuya?
—Canastos, que yo he tramado esto con algún propósito.
En pocos instantes la pobre Ida justificó esta predicción, irguiéndose allí ante ellos como una efigie de la justicia cargada con todos sus atributos. Hubo ciertas zonas de su semblante que palidecieron aún más mientras Maisie observaba, y otras zonas en que esta transformación pareció hacer que otros colores distintos refulgieran con exacerbada intensidad.
—¿Qué haces aquí con mi hija? —le exigió a su marido; a despecho de este tono de indignación Maisie experimentó con mayor vividez que nunca la sensación de no ser tenida en cuenta personalmente. Le pareció que Sir Claude palideció también como consecuencia de la estruendosa insolencia con que Ida reiteró dos veces la pregunta. En vez de contestarle, él le hizo una pregunta de su propia cosecha:
—¿Con quién diablos te has liado ahora?
Ante esto milady volvió su terrible rostro hacia la niña, fulminándola con la mirada como si fuera cómplice en un alevoso complot. Maisie recibió petrificada toda la energía de los enormes ojos pintados de su madre: parecían farolillos chinos que oscilasen colgados de festivos arcos. Pero la movilidad le fue devuelta merced a una entonación repentina y extrañamente dulcificada:
—Ve a sentarte con aquel caballero, cielo: le he pedido que se haga cargo de ti durante unos minutos. Es encantador, ve con él. Yo tengo algo que decirle a esta criatura.
Maisie sintió que sin pérdida de tiempo Sir Claude la aferraba:
—Ah no, muchas gracias —dijo él—, pero eso no vale. Ella es mía.
—¿Tuya? —A Maisie le resultó sorprendente oír hablar a su madre casi como si nunca antes hubiera conocido a Sir Claude.
—Mía. Tú la cediste. Ahora no tienes ni voz ni voto en este respecto. Me ha sido confiada por su padre —dijo Sir Claude; declaración ésta que dejó atónita a su compañerita, quien asimismo pudo apreciar su intenso efecto sobre su madre.
Perceptiblemente había, empero, un elemento que hizo que Ida se tomara las cosas con calma: ésta le echó un rápido vistazo al caballero a quien había dejado a un lado, quien, tras haber estado dando unos pocos pasos hasta situarse a cierta distancia con las manos en los bolsillos, ahora estaba allí parado con un aire de desenvuelta indiferencia. Volvió hacia él un rostro que fue como un iluminado jardín, con torniquete de entrada y todo, para cuya frecuentación él poseyera un pase de favor; luego volvió a mirar a Sir Claude:
—Se la cedí a su padre para que se la quedara, no para que se deshiciera de ella mandándola a vagabundear por la ciudad contigo o con cualquier otra persona. Si ella tiene que olvidarse de mí, que venga éla decírmelo. Me niego a aceptar informes procedentes de terceras personas, y me hace gracia tu pretensión de que tu cacareado «cariño» te da derecho a intervenir. Ya me sé tu estratagema y ahora tengo algo que decirte al respecto.
Sir Claude le dio a la niña un pequeño meneo en el brazo:
—¿No te dije que ella iba a decirme algo por el estilo, señorita Farange?
—Tienes un miedo descomunal de que yo te lo diga —prosiguió Ida—; pero si crees que ella va a poder servirte de escudo te equivocas de medio a medio. —Lo dejó asimilar aquello un momento—. Le concedo de muy buena gana el privilegio de que se quede viéndonos. ¿Te gustaría que ella supiera, querido? —Maisie tuvo la sensación de que su madre planteaba esta posibilidad tan sólo para lograr sus propósitos; y sin embargo nuestra pequeña también cobró conciencia de estar deseando que Sir Claude se decantara por esa solución. Ya hemos visto que a ella había llegado a gustarle que a la gente le gustara que ella «supiera». Pese a todo, antes de que él pronunciara su contestación, su madre extendió un par de brazos de una elegancia extraordinaria, y entonces ella se sintió librarse del asimiento de su padrastro—. ¡Hija querida! —musitó Ida con una voz (una voz de una inopinada y desconcertante ternura) que a ella le parecía oír por vez primera. Ella no vaciló sino un instante, conmovida por aquella primera llamada personal que, bien distinta de un mero instinto maternal, le dirigían unos labios que, aun en los locuaces viejos tiempos, siempre se habían mostrado bruscos. Al siguiente instante ya se había arrojado a los brazos de su madre, donde, entre un bosque de pedrería, se sintió como si hubiera sido repentinamente lanzada, con un estruendo de vidrios rotos, contra el escaparate de un joyero, mas sólo para sentirse igual de repentinamente rechazada con energía y con un vigoroso mandato—: ¡Ahora vete con el Capitán!
Sumisamente Maisie miró en dirección al caballero, mas sintió la necesidad de contar con un poco más de información:
—¿El Capitán?
Sir Claude rompió a reír:
—Yo le había dicho que era el Conde.
Ida se quedó mirando fijamente; se erguía tan altiva que resultaba colosal.
—Eres absolutamente aborrecible —declaró entonces—. ¡Largo de aquí! —le repitió a su hija.
Maisie se movió, comenzó a retroceder y, mirando ofuscada a Sir Claude, le hizo una seña que significaba: «Será sólo un momentito.»
Pero él estaba demasiado furioso para prestarle atención... demasiado furioso con su mujer; la niña oyó, mientras se largaba de allí, el estallido de la rabia masculina:
—¡Maldita vieja p...! —Maisie no lo oyó todo. Ya aquello era bastante, era demasiado; ante ello echó a correr, precipitándose aunque fuera hacia un extraño, espoleada por la conmoción de tamaño cambio de tono.