25
Todas y cada una de las cosas que él había vaticinado se verificaron tan exactamente que al fin y al cabo no resultó sino lícito presumir que fuera a darse el mismo caso con las que había virtualmente prometido. Ellas pudieron comprobar cómo él había cumplido al pie de la letra sus compromisos, inclusive su mismísima garantía de que se hallaría algún modo de persuadir a la señorita Ash. Despertada con la aurora estival y vehementemente envuelta en la fascinación del exilio, Maisie volvió a tenderse en su lecho con una renovada admiración hacia la política de Sir Claude, un recordatorio de la cual, cuando más tarde se levantó para vestirse, centelleó desde la alfombra en la forma de una moneda de seis peniques que había rebosado del orgullo posesivo de Susan. En verdad, durante las cuarenta y ocho horas que siguieron, las monedas de seis peniques parecieron abundar en su vida: fantasiosamente computó el número de ellas representado por aquel periodo de «francachelas». Tal número no se vio reducido, advirtió bien pronto, por ningún plan de venganza ante la fuga de Sir Claude que por parte de la señora Wix habría podido tomar la forma de una negativa a participar de las comodidades que tan desprendidamente él había puesto a disposición de ambas. De hecho era imposible zafarse de dichas comodidades: en palabras de la propia buena señora era ridículo pasear a pie cuando se tenía un carruaje esperando a la puerta. En torno a ellas todo parecía esperar a la puerta: inclusive los mismísimos camareros cuando les traían los platos de los cuales, debido a una idéntica conciencia de la absurdidad de una obcecación en el rechazo, la señora Wix se servía con una abundancia que a Maisie le demostró que el rigorismo de su institutriz sólo era equiparable con su apetito. Para su compañerita dicho apetito daba fe de un buen número de cosas y en conjunto no constituía un menor testimonio del estado habitual de la señora Wix que del de aquel preciso instante. Estaba procurando resarcirse de muchas comidas no hechas, y resultaba conmovedor que en una etapa de escasez de comidas su pasión moral hubiera ardido con tamaña claridad. Se atiborraba de viandas como refugio contra el desánimo, y sin embargo esa misma posibilidad de atiborrarse se contaba entre los siniestros síntomas que la desanimaban. En resumidas cuentas se trataba de una batalla, donde triunfaban los bajos instintos, librada entre el rechazo a dejarse comprar y la anuencia a dejarse vestir y alimentar. De cualquier modo no se podía negar que la consolaba el cariz de la coyuntura en Francia: la consolaba hasta tal punto que dejaba a Maisie en libertad de dar por segura la tranquilidad y de dar por descartado cualquier peligro. Ése era el método de cumplir estrictamente la intimación de Sir Claude a ser «maja» con ella; ése era el método, asimismo, de soslayar, con ella, en un goce de los placeres de una estancia en el extranjero, cualquier vestigio de aprensión.
Finalmente se disipó toda aprensión conforme mejoró el tiempo: fue inmenso el efecto que en ellas tuvo aquello y el clima se volvió tan delicioso como garantizara Sir Claude. Ello produjo tal impresión de que él poseyese el secreto de las cosas, y la alegría de vivir permeó a sus amigas hasta tal punto, que paulatinamente el espíritu de la esperanza invadió la atmósfera y finalmente tomó posesión de la escena. Era formidable pasear en carruaje a lo largo de las magníficas escolleras, pero acaso era aún mejor caminar a la sombra —pues el sol caía a plomo— por el multicolor y multiolor port y a través de aquellas calles en las cuales, a ojos ingleses, todo lo que era igual resultaba misterioso y todo lo que era distinto resultaba chistoso. Lo mejor de todo era proseguir la caminata subiendo por la larga Grand’ Rue hasta las puertas de la haute ville y, pasando bajo éstas, continuar ascendiendo hasta llegar a la zona de las pintorescas y ruinosas murallas, con sus hileras de árboles, sus tranquilos rincones y acogedores bancos donde se sentaban a hacer calceta o a dar cabezadas ancianas morenas con notorias cofias de blancos pliegues y notorios largos pendientes de oro, sus casitas de fachada amarilla que parecían los hogares de usureros o de sacerdotes y su oscuro château donde ganduleaban soldaditos repantigados sobre el puente que cruzaba un foso vacío y donde la colada militar colgaba puesta a secar en las ventanas de las torres. Fue ésta una zona que llevó a Maisie a inquirir si todo aquello no se ajustaba a la perfección a la imagen que se tenía del medievo; y como hubo más satisfacción que desconcierto en advertir, y no por vez primera, los límites intelectuales de la imaginación histórica de la señora Wix, ello no hizo sino añadir una más a la variedad de clases de comentarios propios del papel de guía que ella sentía que era su deber desempeñar. Se sentaban juntas en el antiguo bastión gris; contemplaban desde su atalaya el panorama de la diminuta ciudad nueva que a ellas les parecía no menos antigua y la gran cúpula rematada por una Virgen áurea de la iglesia que, según se les antojó, era famosa y que las complacía por su desemejanza con cualquier otro lugar donde ellas hubieran rendido culto. Más tarde recorrían este templo y la señora Wix solía confesar que por su parte probablemente había cometido un error fatal al no hacerse católica cuando joven. A su vez tal confesión ocasionaba que Maisie se preguntara con considerable interés qué grado de vejez era el que ahora le cerraba las puertas a la posibilidad de enmendar ese error. La segunda mañana volvieron a las murallas: era el lugar donde les parecía haber llegado más lejos en su viaje en aras de una separación de todo aquello que en el pasado había sido objetable; allí volvieron a sentir la impresión que había contribuido más que ninguna a hacer nacer una confianza que por parte de Maisie era voluntaria y que esta niña veía que por parte de su compañera era desesperada. Durante muchas horas había tenido tanta sensación de mostrarle cosas a la señora Wix que ella fue relativamente tarda en percatarse de ser simultáneamente objeto de una aspiración similar. El proceso se aceleró, empero, a partir del momento en que tuvo una vislumbre de ello: entonces ello halló su acomodo dentro de la general, la habitual concepción que Maisie tenía del especial fenómeno que, de haber sentido la necesidad de denominarlo de alguna manera, ella misma habría definido como su propia dedicación a las cosas que sabía. Esta dedicación nunca fue tan intensa como en este periodo que pasó junto a su vieja institutriz en espera de la reaparición de Sir Claude, y lo que le dio intensidad fue precisamente percibir que la señora Wix tuvo una renovada sospecha de la existencia de la susodicha dedicación. Hasta ahora la señora Wix jamás había tenido una sospecha —esto era indudable— tan intencionalmente deliberada para poner a su educanda, pese a la estrecha unión de ambas durante semejantes ratos venturosos, profundamente a la defensiva. Verdad es que ahora su educanda hizo tantos descubrimientos portentosos como durante el carrerón hacia Folkestone; y si en aquella ocasión en compañía de Sir Claude la señora Wix había sido el constante punto de referencia, parejamente ocurrió que en estas horas en compañía de la señora Wix Sir Claude constituyó —y sobre todo durante largos lapsos de silencio— el perpetuo, el insoslayable tema. Todo aquello las retrotrajo a las primigenias impresiones sobre el matrimonio de él y al puesto que él había ocupado en el cuarto de estudio durante aquella crítica etapa de amor y dolor; sólo que ahora él mismo había hinchado, hasta convertirlo en un globo muchísimo mayor, el gran sentimiento entonces concebido en el interior de ellas.
Tornaron a repasar todo aquello, y en realidad, conforme el rato se estiró merced a la propia fuerza de su hechizo, tornaron, a despecho de reticencias y suspicacias, a repasarlo absolutamente todo. La intensificada atención de ambas hacia el futuro palpitaba como un reloj que tictaqueara los segundos; pero era éste un cronómetro que inevitablemente, asimismo, aun en el mejor de los casos, de vez en cuando marcaba una hora funesta. Oh, hubo varias de éstas, y dos o tres de las peores en las antiguas murallas donde todo lo demás estaba hecho para el sosiego. No había nada en el mundo que más anhelara Maisie que ser tan maja con la señora Wix como le había pedido Sir Claude; pero precisamente porque tal anhelo concordaba con su inveterado instinto de mantener la paz fue por lo que se reavivó este último instinto. Desde el momento en que se reavivó, empero, dicho instinto encontró otro objetivo, y así fue como, sin ir más lejos, Maisie terminó creando los mismísimos conflictos que más había estado tratando de eludir. Lo que había hecho esencialmente, estos días, había sido leer en lo dicho lo no dicho; de tal suerte que, poco a poco, se le había aparecido cada vez más claro que lo no dicho se resumía, indeciblemente, en sacrificar sin misericordia a la señora de Beale. Había veces que cada minuto de la ausencia de Sir Claude equivalía a un nuevo clavo en el ataúd de la señora de Beale. A Maisie eso la hizo evocar—ele un modo rocambolescamente indirecto— la singularidad y la antigüedad de su propia relación con la flor de los Overmore así como el donaire y el encanto de aquella dama, su peculiar hermosura e inteligencia e incluso sus peculiares tribulaciones. En la cabeza le bulló un centenar de pensamientos, pero un par de ellos fueron bastante simples. Ocurría que la señora de Beale era, al fin y al cabo, ni más ni menos que su madrastra, un familiar. También era ni más ni menos —y parcialmente por aquella misma razón— el mejor confidente de Sir Claude («confidente femenino» era el término que empleaba Maisie), de modo que la persona a quien según las prescripciones de la señora Wix ambos debían renunciar y con quien debían romper tajantemente toda relación era para uno de ellos su amiga bienamada y para el otro la esposa de su padre. Extrañamente, indescriptiblemente su percatación de los motivos se mantuvo a la par con su presentimiento de complicaciones; pues dentro de ella había algo que, sin necesidad de un supremo esfuerzo por no ser mezquina, no podía aceptar ciegamente tales motivos. A lo que para nosotros acaso todo va a parar es a que, tan abandonada e indefensa como la hemos visto, en su vida seguía presente un eco de la influencia de sus progenitores: aún recordaba una de las lecciones sagradas de su hogar. Era la única que ella preservaba, pero por fortuna la preservaba devotamente. En resumidas cuentas disfrutaba de una indeleble visión de que su padre y su madre solían motejarse mutuamente de persona abyecta por hacer o dejar de hacer ciertas cosas. Ahora aquel precioso recuerdo le brindaba la expresión que la aterraba imaginar pronunciada por los labios de la señora de Beale: se estremecería infinitamente de oírsela. El propio deleite de la estancia en el extranjero en la que ella estaba a cubierto incrementaba la posibilidad de tales punzadas a medida que se prolongaba la ausencia de Sir Claude. Sentada al lado de la señora Wix estaba contemplando la gran Virgen dorada, y una de las ancianas de largos pendientes se levantó del otro extremo del banco dispuesta a marcharse.
—Adieu, mesdames! —dijo la anciana con una cortés vocecita cascada, detalle de buena educación que conmovió tanto a nuestras amigas que al punto se levantaron y casi le hicieron una reverencia. Volvieron a sentarse, y fue muy poco después, entre un estival zumbido de insectos franceses y en un trance de casi soñoliento ensimismamiento, cuando con mayor fuerza tuvo Maisie la visión de lo que significaba excluir de semejante panorama a una participante tan atractiva. Nunca como hasta este momento había parecido tan grandiosa esta perspectiva de estatuas brillando contra el cielo y de románticas muestras de cortesía.
—Pensándolo bien, ¿por qué tenemos que elegir entre ustedes dos? ¿Por qué no podemos ser cuatro? —demandó finalmente.
La señora Wix se estremeció como si la hubiesen despertado sorpresivamente e incluso se sobresaltó como quien, portador de una bandera blanca, oye silbar una bala a su lado. Su estupor ante semejante quebrantamiento del armisticio demoró unos instantes su respuesta:
—¿Cuatro indecencias, quieres decir? ¡Porque sucede que dos de nosotros somos personas decentes! ¿Debo inferir que quieres que yo permanezca contigo incluso si esa mujer es capaz de...?
Antes de que pudiera acabar de nombrar las capacidades de la señora de Beale, Maisie la atajó:
—Sí: permanezca como acompañante mía. Permanezca desempeñando las mismas funciones que en casa de mamá. ¡La señora de Beale se lo permitiría a usted! —dijo la niña.
A esas alturas la señora Wix francamente había cogido las armas:
—Y ¿quién, me gustaría a mí saber, se lo permitiría a la señora de Beale? ¿Pretendes decirme, pequeña infortunada, que eres tú quien lo haría?
—¿Por qué no, si ahora ella es libre?
—¿Libre? ¿Estás copiándolo a él? Bien, pues si Sir Claude es lo bastante adulto para saber lo que hace, palabra que me parece adecuado tratarte como si también tú lo fueras. En todo caso será mejor que lo hagas (quiero decir que será mejor que sepas lo que haces) si es la actitud que te propones adoptar. —La señora Wix no había hablado nunca con tamaña aspereza; pero por otro lado Maisie sabía que tampoco ella se había conducido nunca con tamaña ligereza. La atemorizó más bien que enfurecerla, empero, lo que había quedado sobreentendido; le pareció que aún podía insistir, no por afán de contradecir sino para restablecer la calma. Mientras tanto su ligereza siguió produciendo efectos sobre su amiga, quien reasumió, por despecho, un tono de la más honda provocación—: ¿Libre, libre, libre? ¡Si es tan libre como tú, querida, entonces desde luego que lo es, a ciencia cierta!
—¿Como yo? —Tras meditada reflexión y pese a lo que de inaudito semejaba encerrarse en esta réplica, Maisie se aventuró a hacer de eco crítico.
—Caramba —dijo la señora Wix—, nadie, bien lo sabes, es libre de cometer una fechoría.
—¡Una fechoría! —La palabra había hecho acto de presencia de un modo que movió a la niña a repetirla.
—Tú cometerías una tan grande como la de ellos (y lo mismo haría yo) si con nuestra presencia condonásemos su inmoralidad.
Maisie hizo una pequeña pausa; aquello semejaba tan ferozmente concluyente.
—¿Por qué es inmoralidad? —inquirió a continuación pese a todo. Ahora su compañera se volvió hacia ella con un reproche más suave en razón de que en cierta forma fue más profundo:
—¡Lo tuyo es indecible! ¿Tienes idea de lo que estamos hablando?
En pro del restablecimiento de la calma Maisie intuyó que por encima de todo debía ser clara:
—Claro que sí: de la posibilidad que ellos tienen de aprovechar su libertad.
—Ajá, y ¿para qué?
—Vaya, para vivir con nosotras.
Ante esto, la carcajada de la señora Wix fue literalmente salvaje:
—¿Con «nosotras»? ¡Muchas gracias!
—Entonces para vivir conmigo.
Estas palabras hicieron saltar a su amiga:
—¿Me repudias? ¿Rompes conmigo para siempre? ¿Me echas a la calle? Aunque un tanto boquiabierta, Maisie logró rehacerse bajo aquella lluvia de imputaciones:
—Ésas, me parece, son las cosas que usted me hace a mí.
La señora Wix se inmutó poco ante su valentía:
—¡Puedo prometerte que, haga yo lo que haga, nunca te perderé de vista! ¿Me preguntas por qué es inmoralidad después de haber visto con tus propios ojos que el mismo Sir Claude lo ha considerado así hasta el doloroso extremo de, antes que hacerte testigo de tanta iniquidad, mantenerse completamente apartado de ti durante meses? ¿Acaso encierra mayor dificultad ver que la primera vez que trata de cumplir su deber se desentiende enteramente de ella: te lleva bien lejos de ella?
Maisie le dio vueltas a esto, pero más por mostrarse formulariamente respetuosa que por impulso alguno de claudicar demasiado fácilmente:
—Sí, entiendo lo que quiere usted decir. Pero es que en aquel momento ellos no eran libres. —Percibió que la señora Wix volvía a ponerse de uñas ante esa ofensiva palabra, pero ella logró impresionarla interponiendo una reconvención—: Me parece que no se da usted cuenta de todo lo libres que han pasado a ser.
—¡Me doy cuenta, creo, por lo menos tanto como tú!
Maisie experimentó ciertos escrúpulos mas los superó:
—¿Sabe usted algo acerca de la Condesa?
—¿La... corruptora de tu padre? —La señora Wix le dedicó una estrábica mirada de reojo—. Lo sé todo. ¡Ella le paga!
—¿Ah, sí? —Ante esto la niña quedó perpleja: el hecho parecía aportar un motivo al proceder de su padre y colocarlo bajo una luz más favorable. Deseó ser justa—: No digo que ella no sea generosa. Conmigo lo fue.
—¿Dices que lo fue contigo?
—Me dio un buen montón de dinero.
La señora Wix se quedó mirando pasmada:
—Y, si me haces el favor, ¿qué hiciste con el buen montón de dinero?
—Se lo entregué a la señora de Beale.
—Y ¿qué hizo con él la señora de Beale?
—Lo devolvió.
—¿A la Condesa? ¡Patrañas! —dijo la señora Wix. Aniquiló aquella pretensión tan terminantemente como Susan Ash.
—¡Bueno, me da igual! —repuso Maisie—. A lo que me refería era a que usted no sabe nada acerca del resto.
—¿El resto? ¿Qué resto?
Maisie se preguntó cuál sería el mejor modo de explicárselo.
—Papá me retuvo allí una hora—dijo.
—Lo sé: Sir Claude me lo contó. A él se lo había contado la señora de Beale.
Maisie asumió una expresión de incredulidad:
—¿Cómo pudo ella... si no le hablé de ello?
La señora Wix se sintió desconcertada:
—No le hablaste ¿de qué?
—Caramba, de que era tan horrible.
—¿La Condesa? ¡Por supuesto que es horrible! —replicó la señora Wix. Tras un instante agregó—: Por eso tiene que pagarle.
Maisie meditó, y dijo:
—Entonces es la mejor cualidad de ella... si le da a él tanto como me dio a mí.
—¡Pero no es la mejor cualidad de él ¡O, mejor dicho, acaso sí lo es también! —completó la señora Wix.
—Pero ella es espantosa: un monstruo absoluto y total —insistió Maisie.
La señora Wix la detuvo:
—¡No hace falta que entres en detalles! —Estuvo abiertamente reñido con esta intimación el hecho de que aun así inquiriera—: ¿En qué mejora eso la coyuntura?
—¿La coyuntura de que ellos vivan conmigo? Caramba, por la Condesa (¡y por sus bigotes!) él me ha abandonado en manos de ellos. Y yo lo comprendo a él —dijo Maisie con penetración.
—Espero, en ese caso, que él te comprenda a ti. ¡Porque lo que es yo, no lo logro ni por asomo! —reconoció la señora Wix.
A efectos prácticos esto era una solicitud para que ella fuera más clara, e inmediatamente nuestra pequeña lo fue:
—Quiero decir que no es una fechoría.
—¿Por qué, entonces, te secuestró Sir Claude?
—No me secuestró: sólo me tomó prestada. Yo ya sabía que no sería por mucho tiempo —aseveró audazmente Maisie.
—¡A eso debes permitirme que te responda —exclamó la señora Wix que no lo sabías en absoluto, y que te abstuviste bastante cobardemente de respaldarme anoche cuando fingiste tan descaradamente que sí lo sabías! En realidad tú esperabas, exactamente igual que yo lo esperaba y que en mi insensata pasión sigo esperándolo todavía, que esto fuera el comienzo de una vida mejor.
Oh sí, desde luego la señora Wix estaba siendo, por primera vez, brusca; de modo que dentro de nuestra protagonista finalmente bulló la sensación no tanto de haber sido hallada insincera cuanto de haber sido nítidamente acusada de una torpeza que lo había hecho recaer todo sobre ella debido a su mismísimo deseo de no verse involucrada en nada. Súbitamente se sintió rehacerse gracias a un apasionado deseo de protestar:
—¡Yo nunca, nunca esperé no volver a ver a la señora de Beale! ¡Nunca lo esperé, nunca! —reiteró. La señora Wix se encrespó con un poderoso impulso a atajarla, a cuya explosión ella también sintió que debía anticiparse y que (aunque evidentemente la buena mujer estaba colmada hasta los topes) hizo una tregua suficientemente prolongada para dar tiempo a un agravamiento—: ¡Ella es hermosa y yo la quiero! ¡La quiero y es hermosa!
—¿Y yo soy horrorosa y a mí me odias? —Por un instante la señora Wix le clavó la mirada, luego recobró su autodominio—: No voy a amargarte acusándote inapelablemente de pensar eso; ¡si bien, por lo que respecta a mi horrorosidad, no es la primera vez que oigo hablar de ella! ¡Lo sé tan bien que aunque yo no tenga bigotes (¿o sí los tengo?), seguro que hay otros aspectos en que la Condesa es una Venus en comparación conmigo! Por consiguiente mis pretensiones deben de parecerte monstruosas; lo cual viene a ser lo mismo que no apreciarme. Pero ¿eres capaz de llegar hasta el extremo de decirme que deseas vivir con ellos compartiendo su pecado?
—¡Usted ya sabe lo que deseo, lo sabe muy bien! —Maisie habló con el temblor de voz que presagia lágrimas.
—Ya lo creo que lo sé: ¡deseas que yo sea tan malvada como tú misma! Pues no lo seré. ¿Te enteras? ¡La señora de Beale es tan siniestra como tu padre! —insistió la señora Wix.
—¡No lo es, no lo es! —replicó su educanda casi a gritos.
—¿Quieres decir que no lo es porque por lo menos Sir Claude es apuesto, inteligente y bien educado? ¡Pero Sir Claude paga exactamente igual que la Condesa! —La señora Wix, que ahora se incorporó mientras hablaba, claramente sacó a la luz un cinismo latente.
Aquello también puso en pie a Maisie; su compañera se había alejado unos cuantos pasos y se había detenido. Se miraron como nunca anteriormente, y la señora Wix pareció pavonearse de su impecabilidad.
—¡Si a eso vamos, ¿Sir Claude no le paga también a usted! —exigió su desventurada alumna.
Ante esto la señora Wix dio un brinco sin moverse de su sitio:
—¡Eres un caso perdido! —Lo espetó con un gemido de violencia; tras lo cual, con otra convulsión, echó a andar sin mirar atrás.
Maisie volvió a dejarse caer sobre el banco y se echó a llorar.