26

Claro está que no podía ser definitivo ni tan siquiera prolongarse durante muchos segundos nada tan terrible: de nuevo se precipitaron una en brazos de otra demasiado pronto como para que ninguna de ellas pensara que la otra abrigaba cualquier resentimiento, y aunque retornaron en silencio a su alojamiento, por parte de Maisie fue con la vívida sensación de que la mano de su compañera la aferraba estrechamente. Aquella mano había demostrado en conjunto, durante estas últimas veinticuatro horas, una inédita capacidad para aferrar, y una de las verdades a las cuales menos pudo sustraerse la niña fue que ahora la señora Wix se había revestido de una cierta grandiosidad. De hecho lo cierto era que el valor de los motivos que la impulsaban superaba la rudeza de determinadas aristas; tanto la combinación como la singularidad de ambos elementos, cuando por la tarde cogieron el carruaje, pudo apreciarlas Maisie en toda su amplitud aprovechando un silencio dedicado a la contemplación del grandor de los susodichos elementos. En ella eran todavía visibles las magulladuras del tono con que su amiga había lanzado aquella amenaza de nunca perderla de vista. En resumidas cuentas dicha amiga había pasado de la debilidad a la fuerza; y era la luz de su novedosa autoridad lo que denotaba cuánto camino había recorrido. La amenaza de marras, bruscamente exultante, habría podido ocasionar una reacción de insolencia; mas antes de que pudiese acontecer algo tan desagradable, otra distinta reacción había obliterado insidiosamente la reacción precitada. El instante en que aquella distinta reacción comenzó a entrar en sazón fue cuando la señora Wix expuso sus impresiones con un poderío ahora perceptiblemente adquirido y con una dignidad en consonancia con sus aposentos. Después del almuerzo habían ordenado el café, ateniéndose al espíritu de las disposiciones de Sir Claude, y les fue servido en el saloncito blanco y dorado mientras aguardaban el vehículo. El café llegó flanqueado, además, por un par de copas de licor, y Maisie sintió que difícilmente habrían podido tomarle más la palabra a Sir Claude si esto hubiese sido seguido por un rato de cigarrillos y anécdotas. En todo caso la influencia de estos lujos se sintió en el ambiente. Mientras se colocaba de puntillas ante el espejo de la chimenea, enfundándose los guantes y haciendo un movimiento de cabeza para emplazar una pluma en el sitio debido, se le antojó que esa influencia tuvo algo que ver con el hecho de que repentinamente la señora Wix dijera:

—¿De verdad, de verdad que no tienes ningún sentido moral?

Maisie fue consciente de que su respuesta, aun cuando la hizo volver a apoyarse con toda la planta de los pies, fue de una imprecisión rayana en la imbecilidad, y de que era la primera vez que parecía poner en práctica ante la señora Wix la deficiencia intelectual para la comprensión, aquella cortedad que ante papá y mamá le reportara tanto provecho. Tal apariencia no se correspondió con la realidad, pues no fue en menor medida debido a su propia sinceridad que a las insistencias de su compañera de juegos por lo que tras esto la idea de lo que es un sentido moral tiñó preponderantemente sus relaciones. Al principio, apenas si la pobre niña supo en qué consistía el dichoso sentido moral; pero resultó ser algo con lo cual, sin apenas signos exteriores excepto el abandonarse al movimiento del carruaje, ella logró entablar, antes de que retornaran de aquel paseo, una especie de amistad. La belleza del día no hizo sino acrecentarse, así como el esplendor del mar en la tarde, y la neblina de los distantes promontorios, y la sensación de la acogedora atmósfera. En realidad el cochero fue quien, sonriendo y chasqueando el látigo, volviéndose hacia ellas, señalando hacia objetos invisibles mientras emitía sonidos ininteligibles (todo ello, según identificaron nuestras turistas, rasgos característicos de un orden social principalmente consagrado al cultivo del lenguaje); este cordial individuo fue, digo, quien hizo que la excursión fuese tan breve que al regreso les quedó todavía un dilatado lapso de tiempo antes de que anocheciera y un rato que, por amable sugerencia del propio cochero, ellas transcurrieron paseando a pie por la brillante arena. Maisie ya había visto la plage con Sir Claude días atrás, pero ése era un motivo adicional para enseñarle sobre el terreno a la señora Wix que se trataba, como dijo ella misma, de otro de los lugares de su particular lista y otra de las cosas cuyo nombre francés sabía. Los bañistas, a esas horas, se habían marchado y la marea estaba baja; los charcos sobre la arena relumbraban en el crepúsculo y asimismo había espacios secos, donde ellas pudieron sentarse de nuevo y admirar y explayarse: circunstancia que, mientras estaban escuchando el trajín de las olas, brindó a la señora Wix nueva ocasión para su requisitoria:

—¿De verdad, de verdad que no tienes ninguno en absoluto?

Ahora ya no le hacía falta, al menos en lo relativo a la pregunta en sí, ser más explícita: por lo demás ello era resultado secundario de su conjunta aprehensión silenciosa de aquello de lo cual —sí, vaya, ya que no había más remedio que afrontarlo— Maisie carecía tan definitiva y abrumadoramente. Esto marcó con mayor nitidez el momento en que la niña se percató de que su amiga se había elevado hasta un nivel que casi podía —por lo menos hasta que no fuera anulado por otros acontecimientos— pasar por sublime. Desde el comienzo de su propia huida no había tenido lugar nada más notable, ningún acto de percepción menos apto para ser bosquejado con nuestros rudimentarios medios, que la visión que ella tuvo, durante el resto de aquel día en Boulogne, del modo como la juzgaba la señora Wix. Hasta tal punto yo desespero de poder seguir aquí sus insonoros pasos mentales que me veo en la obligación de darles a ustedes toscamente mi palabra de honor de que de ahí en adelante el juicio traslucido por la señora Wix se fijó en la mente de la niña como un cuadro literalmente colgado ante sus ojos. La señora Wix la consideraba una personita que sabía tantísimo que, a la hora de resumirlo, lo que aún no sabía habría resultado irrisorio si no hubiera resultado incomodante. En verdad la señora Wix estaba más pertrechada que nunca para enfrentarse a cualquier tesitura incomodante; no estoy seguro de que Maisie no tuviese incluso una tenue idea de aquella insólita ley de su propia vida que la llevaba a originar tales grados de madurez en las personas adultas que ella trataba. Ella favorecía, por así decirlo, el desarrollo de éstas; nada habría podido ser más patente, verbigracia, que su éxito a la hora de favorecer el de la señora de Beale. Infirió que si toda la historia de su propia vida, al modo de ver de la señora Wix, había consistido en las sucesivas fases de su sapiencia, el verdadero clímax de semejante concatenación consistiría, siguiendo tal modo de ver, en la fase en que esa sapiencia rebosaría. Estando condenada a saber cada vez más, ¿cómo podría aquello detenerse, en buena lógica, antes de que supiera Casi Todo? A decir verdad mientras permanecían allí sentadas en la arena se le antojó que ya estaba claramente en camino de saber Todo. No en balde había tenido institutrices; ¿qué diantres había hecho constantemente sino aprender y aprender y aprender?23 Contempló el rosado cielo con un plácido presagio de que muy pronto sabría Absolutamente Todo. Allí permanecieron en el encendido ambiente hasta que finalmente se tornó ceniciento, y decididamente ella parecía recibir nueva instrucción de cada soplo de brisa. En el momento en que se pusieron en marcha hacia su alojamiento era como si para la señora Wix aquella inevitabilidad se hubiera convertido en un largo hilo tenso, tirado por nerviosa mano, donde las valiosas perlas de la experiencia hubieran de ser pulcramente ensartadas.

Por la noche en sus habitaciones tuvieron otra extraña experiencia, en referencia a la cual Maisie no habría sabido decir posteriormente si fue al principio o a la mitad cuando su compañera hizo sonar con renovado ímpetu la nota de lo que es un sentido moral. Lo que importó fue sencillamente que esta mujer exclamó, y otra vez —a primera vista— de manera harto digresiva: «Bendito sea Dios, parece que por fin comienza a surgir!» ¡Ah, cuán extrañas las confusiones que por fin habían inducido a aquel sentido moral a comenzar a surgir! Ninguna tan extraña, empero, como las palabras de dolor, y hasta podría decirse que de rabia, con las que la pobre señora lamentó el trágico final de su propia rica ignorancia. Hubo un momento en que tomó a la niña en brazos y la estrechó tan intensamente como en los viejos días de las despedidas y retornos; tras lo cual se mostró visiblemente indecisa en cuanto a cómo indemnizar de semejantes viciaciones a aquella pequeña víctima: por todo lo que había hecho y todo lo que estaba haciendo, turbada, justificadora, suplicante, imploró comprensión, perdón e inclusive compasión:

—No sé qué es lo que te he revelado, preciosidad; no sé lo que te estoy revelando ni lo que el vuelco que has causado en mi existencia me ha hecho, el cielo me perdone, capaz de revelar. ¿Por ventura he perdido toda discreción, toda decencia, todo sentido de la medida y de la adecuación? Tengo la impresión de haber llegado casi a ese extremo, aunque yo fuera la última persona de quien podías figurarte semejante cosa. Lo he hecho ni más ni menos que por ti, guapísima: para no perderte, lo cual habría sido peor que ninguna otra cosa; conque he tenido que pagar con mi propia inocencia, ¡aunque te parezca un chiste!, para seguir junto a ti y permanecer a tu lado. No permitas que yo haya pagado en vano; no permitas que yo me haya adentrado en vano en semejantes horrores y semejantes infamias. ¡Nunca anteriormente supe nada ni deseé saber nada sobre tales cosas! ¡Ahora sé demasiado, demasiado! —se lamentó y gimió la pobre mujer—. Sé tantísimo que al atender a ciertas conversaciones me pregunto adónde he ido a parar; ¡y al participar en ellas, lo cual es peor, me digo que he ido a parar lejos, demasiado lejos, del sitio de donde partí! Me pregunto qué habría pensado yo en compañía de mi querida niña difunta si me hubiese visto a mí misma transgredir ciertos límites. ¡Hay límites que he transgredido contigo donde inmediatamente habría pensado que me había metido en un bonito berenjenal!... —Sólo pensar en ello la hizo sentir repeluzno—. Poco a poco he ido deslizándome por la pendiente, y todo por auténtico amor a ti; y ahora ¿qué diría cualquiera (quiero decir cualquiera excepto ellos) al enterarse del rumbo que he tomado? He tenido que mantenerme a tu vera, ¿no es verdad?... y por lo tanto ¿cómo podría menos que procurar que tú te mantengas a mi vera? Pero ellos no son los peores... con lo cual me refiero a que no lo es él: lo son tu horriblemente infame papá y la única persona en el mundo que tu papá habría podido encontrar, en mi opinión (y no es la Condesa, vida mía), que fuera aún más malvada que él mismo. En cualquier caso, mientras se dedicaban a lo suyo, ya que estaban estropeándote a ti, habrían podido hacerlo sin tener que estropear también a una mujer decente. En ese caso yo no me habría visto abocada a recurrir a las peores mañas: ¡a depositar a tus pies todo el mal que aún no habías conocido, o sea a sacar partido de la vileza que ya hay en ti! Lo que esta mañana me hizo perder los estribos fue observar el modo como sin parecer condenar (¡porque no lo hiciste, acuérdate!), sin embargo parecías saber. ¡Le doy gracias a Dios, en su misericordia, finalmente, suponiendo que ahora lo hagas!

La noche, en esta ocasión, era cálida y una de las ventanas estaba abierta al balconcito en cuya barandilla, nada más regresar de la cena, se había apoyado Maisie largo rato a fin de disfrutar del murmullo, las luces, la animación del muelle que brillaba debido a la época y la hora. Las solicitaciones de la señora Wix la habían hecho abandonar ese emplazamiento y el abrazo de la señora Wix la había inmovilizado incluso aunque a mitad del arrebato recién consignado su desconcierto y su ternura la habían ayudado, o más bien la habían socorrido decididamente, en su empeño por zafarse. Mas la apertura a la calle aún se mantenía, el espectáculo, los placeres aún estaban allí, y desde su propio sitio en la habitación que, gracias a su pulido suelo y a sus reflectantes zócalos, recibía más luz procedente del exterior que del interior, la niña pudo aún gozar de todo aquello. Pareció que mirara y escuchase; tras lo cual le contestó a la señora Wix con una pregunta:

—¿Quiere decir que le da gracias a Dios suponiendo que ahora yo sepa?

—No: suponiendo que ahora condenes. —La corrección fue hecha con cierta austeridad.

Aquello tuvo el efecto de hacer que Maisie exhalara un vago suspiro de opresión y que tras un instante y como bajo la protección de dicha vaguedad volviera a salir al balcón. De nuevo se apoyó en la barandilla; sintió la noche estival; se embebió en el espíritu de Francia. Debajo del hotel había un café, ante el cual, en pequeñas mesas y sillas, había personas sentadas en un espacio cercado por plantas en macetas; y la impresión fue enriquecida por la blancura de los delantales de los camareros y la música de un hombre y una mujer que, desde fuera del recinto, ofrecían el rasgueo de una guitarra y la cadencia de una canción sobre el amour. Maisie también sabía lo que significaba la palabra amour, y se preguntó si lo sabría la señora Wix: la señora Wix permanecía en el interior, tan silenciosa como un ratón y quizá ajena al recital. Un rato después, mas no hasta que los músicos hubieron concluido su número y empezado a pasar la gorra, su educanda volvió junto a ella.

—¿Es una fechoría? —preguntó Maisie entonces.

La señora Wix fue tan pronta como si hubiera estado agazapada en una guarida:

—Una fechoría anatematizada por la Biblia.

—Caramba, él no sería capaz de cometer una fechoría.

La señora Wix la miró sombríamente:

—Está cometiendo una ahora mismo.

—¿Ahora mismo?

—Al estar con ella.

Maisie estuvo a un palmo de responder nuevamente: «Pero si ahora él es libre.» Se acordó a tiempo, no obstante, de que una de las cosas que había aprendido a lo largo de toda la hora anterior era que ser libre no representaba ninguna diferencia. Tras esto, y como para enderezar hacia el camino acertado, a punto estuvo de dar un paso en falso, de volver a insinuar tímidamente que ser libre sí podía representar alguna diferencia, podía mitigar la fechoría de la señora de Beale... hasta que a su vez tal propósito se desvaneció también frente al semblante de la señora Wix que exhibía evidentes señales del desmoronamiento causado por haber inferido, a tenor de la apariencia de su educanda, que pese a todos los esfuerzos su educanda seguía sin entender adecuadamente. Nunca había sentido Maisie tantas ganas de entender como cuando se enfrentó a aquel semblante, y durante unos momentos todos sus pensamientos se concentraron en un esfuerzo por dar con algo que sirviera para desmentir su simpleza.

—¡Simplemente confíe en mí, querida; eso es todo! —Finalmente dio con esto; y quizá fue buen indicio del efecto de su gesto el hecho de que con un prolongado quejido imparcial la señora Wix la llevara en volandas a la cama.

A la mañana siguiente no había ninguna misiva de Sir Claude, cosa que la señora Wix declaró considerar el peor de los presagios; y no obstante fue precisamente debido a la mayor comunicación espiritual que así lograron con él por lo que cuando, tras el café con croissants que las hizo sentirse más extranjeras que nunca, correspondió sacar otros provechos de la carta blanca que él les había concedido, volvieron a deambular subiendo la pendiente hacia las murallas en vez de sumergirse en la distracción de la multitud en la arena o del mar con los semidesnudos bañistas. Tornaron a contemplar la Virgen áurea; tornaron a sentarse en su erosionado banco; tomaron a sentir la distancia que las separaba de Regent's Park. Por último la señora Wix expresó con precisión lo que pensaba sobre el silencio de su mutuo amigo:

—¡Tiene miedo de ella! Ella le ha prohibido escribirnos. —Maisie ya sabía que él tenía miedo; pero en este momento la mención de ello realizada por su compañera produjo dos inesperados efectos. El primero fue que ella se preguntara con tácito reproche cómo era capaz la señora Wix, cuya devoción por Sir Claude no era a fin de cuentas inferior a la que sentía ella misma, de introducir en semejante alusión semejante sarcasmo siniestro; el segundo fue que inopinadamente se vio inmersa en una visión más lúcida de la referida alusión. También ella había tenido miedo, como ya hemos visto, de las personas de quienes tenía miedo Sir Claude, y consiguientemente había sentido su debida cuota de aprensión latente hacia la señora de Beale. Lo que en el momento presente ocurrió, empero, fue que, mientras que aquella comprensiva afinidad había resultado inoperante en relación a él, la base de la misma se perfiló tenuemente como una razón de egoístas alarmas. Esta meditación aún no la había llevado demasiado lejos cuando la señora Wix tornó a hablar, y con una brusquedad tan grande como para casi semejar improcedente—: ¿Nunca te ha sucedido sentir celos de ella?

Nunca le había sucedido en lo más mínimo; sin embargo apenas acababan de brotar aquellas palabras cuando Maisie se abalanzó sobre ellas. Las agarró bien, las miró intensamente; finalmente espetó con una seguridad que nadie excepto ella misma, ay, tuvo oportunidad de admirar:

—Sí, vaya, ya que me lo pregunta... —Se detuvo, luego prosiguió—: ¡La mar de veces!

Durante un instante la señora Wix miró con recelo: la aprobación que su mirada expresó no estuvo totalmente desprovista de reticencias. De todos modos su mirada expresó algo que presumiblemente influyó para que reiterara:

—Sí. Tiene miedo de ella.

Maisie escuchó aquellas palabras, y le produjeron un nuevo efecto pese a que en aquel momento su atención estaba acaparada por un examen de la plausibilidad de la hipótesis de los celos, hipótesis generada exclusivamente por su sensación de que aquí había una vía para desmentir su simpleza. De la actitud de la señora Wix se desprendía que esta mujer continuaba creyendo que su sentido moral era mercenario y simulado; conque ¿qué podía resultar mejor prenda de su sinceridad que un asomo de la más turbulenta de las pasiones? Tal confesión desarmaría cualquier desaliento, y en efecto el desaliento quedó tan desarmado que —en cierta medida con la ayuda de la mera intensidad de su conjunta necesidad de tener esperanza, necesidad que por lo demás, de acuerdo con su propia naturaleza, había brotado del aciago augurio de la ausente misiva— el verdadero clímax de esta mañana estuvo caracterizado por la nota, no de una recíproca sospecha, sino de una franqueza sin precedentes. Cierto es que hubo momentos de reflexión y de silencio, y Maisie se sumergió aún más hondo en la visión de que para su amiga ella era, en el mejor de los casos, una frívola, y de que asimismo, decididamente, resultaba más frívola cuanto mayores esfuerzos hacía por resultar seria. ¿Acaso el compendio de toda sabiduría estribaba sencillamente en saber que estando Sir Claude de por medio era prácticamente imposible la seriedad? Por fortuna la respuesta a esta pregunta se perdió en el esplendor que inundó toda la escena tan pronto como Maisie aventuró en referencia a la señora de Beale un comentario que nunca en su vida había soñado que terminaría haciendo:

—Si yo pensara que ella se porta mal con él... ¡no sé qué haría.

La señora Wix lanzó una de sus miradas de soslayo; inclusive la reforzó con un salvaje gruñido:

—¡Yo sí sé qué haría!

Ante esto Maisie se percató de estar perdiendo terreno.

—Vaya, una cosa sí se me ocurre —dijo.

La señora Wix la requirió más abiertamente:

—¿Cuál, si me haces el favor?

Maisie se enfrentó a su mirada como si se tratase de un juego en que pierde quien parpadea:

—¡La mataría! —Al menos eso, esperó mientras apartaba la mirada, avalaría la existencia de su sentido moral. Apartó la mirada, pero su compañera guardó silencio durante tanto rato que finalmente volvió la cabeza hacia ella. Entonces vio que los enderezadores estaban totalmente empañados por lágrimas que pocos instantes después parecieron haber manado de sus propios ojos. Verdaderamente hubo lágrimas a ambos lados de las gafas, e incluso fueron tan densas que lo único que enseguida Maisie pudo hacer fue discernir a través de ellas que lenta, finalmente le tendía la mano la señora Wix. Fue la presión material de dicha mano lo que confirmó esta circunstancia y también después de algunos momentos algunas cosas más. A su peculiar manera confirmó una cosa en particular, que, aunque a menudo, entre ellas, bien lo sabía Dios, había rondado y se había cernido, aún faltaba por quedar establecida sin siquiera la sombra de una atenuante sonrisa. Oh, no hubo destello alguno de frivolidad, tan poco humor como tristeza, en el modo como ahora permanecieron sentadas largo rato o en el modo como en algún indeterminado instante la señora Wix se expresó de una manera lo bastante clara para su dignidad pero no lo bastante sonora para despertar a las ancianas que dormitaban cerca de ellas:

—Yo lo adoro. Yo lo adoro.

Maisie asimiló aquello muy bien; tan bien que al cabo de un momento habría sido capaz de responder penetrantemente: «Yo también.» Pero antes de que transcurriese aquel momento algo sucedió que llevó a sus labios otras palabras; no se trató, muy posiblemente, sino de una más clara conciencia del significado último de las palabras de la señora Wix, causada por la presión de su mano. Las manos de ambas permanecieron enlazadas en una inexpresable señal de unión, y lo que finalmente dijo Maisie fue sencilla y serenamente:

—¡Sí, lo sé!

Estaban tan estrechamente enlazadas las manos de ambas y tan ratificada su unión que fue preciso el distante sonido profundo de una campana, llevado por el aire de aquel día estival, para restituir en ellas el sentido del tiempo y de las conveniencias. Habían llegado al fondo y se habían fundido, mas por último reaccionaron: la campana era la voz del hospedaje y el hospedaje era la imagen del almuerzo. Iban a llegar tarde; se incorporaron, y el acelerado paso de su regreso tuvo algo del ímpetu de la confianza. Cuando arribaron al hotel ya había comenzado la table d'hôte: eso quedó claro en el mismo umbral, claro por la ausencia en el vestíbulo y en las escaleras del personnel como decía la señora Wix —con esa palabra sí se había quedado—, ya que todos habían acudido al comedor. Ellas subieron a sus habitaciones a fin de adecentarse ante el espejo, y fue Maisie quien, de pasada y obedeciendo un indefinible impulso, abrió bruscamente la puerta del saloncito blanco y dorado. De esta guisa ella fue quien profirió aquel grito que hizo saltar a su lado a la señora Wix, igual que en el caso inverso ella habría sido quien habría saltado al lado de la señora Wix. En cualquier caso aquello tuvo la consecuencia de dejarlas apelotonadas con la mirada intensamente fija en la nueva coyuntura que se les presentó. Dicha coyuntura había cobrado inesperadamente la espléndida forma de la señora de Beale: allí estaba de pie esta dama con el sombrero y la chaqueta aún puestos, rodeada de bolsas de viaje y chales, sonriente y con los brazos abiertos. Teniendo en cuenta que era una pasajera, presentaba un aspecto mucho mejor que el de las otras dos, a quienes, macilentas y amedrentadas y medio muertas, poco tiempo atrás habían depositado en estas tierras las olas del Canal. Estaba tan hermosa como este día en que había llegado, tan fresca como la suerte y la salud que la acompañaban; a Maisie inmediatamente se le antojó que estaba más guapa que nunca. Todo era demasiado repentino para reflexionar sobre ello, pero aun así en este lapso la niña intuyó qué era lo que le había infundido a su madrastra aquel esplendor. Resultó evidente por sus abiertos brazos, sus abiertos ojos, sus abiertos labios; resultó evidente por la sonora exclamación que a ella le dedicó la señora de Beale:

—¡Soy libre, soy libre!

Lo que Maisie sabía
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