19

Cuando hubo encendido un cigarrillo y empezado a fumar ante las narices de ella, fue como si al raspar la cerilla hubiera hecho sonar la nota de alguna insólita mezcolanza grotesca de antiguas promesas, antiguos escándalos, antiguos deberes, una tenue percepción de lo que él poseía dentro del interior de ella y que, sólo con que todo —¡mecachis!— hubiera sido totalmente diferente, ella habría estado todavía en condiciones de darle. Lo que ella estaba en condiciones de darle ahora, empero, tal como a través del humo parecieron discernir los pestañeantes ojos masculinos, sería simplemente lo que él fuera capaz de extraer de ella. Dar algo, darlo allí mismo inmediatamente, era por entero el propio deseo de ella. Entre las antiguas cosas que retornaron estuvo su infantil instinto de mantener la paz; éste la hizo preguntarse con mayor rigor qué precisa cosa debía hacer o dejar de hacer, qué precisa palabra debía decir o dejar de decir, qué precisa actitud debía adoptar o dejar de adoptar, que pudiera imprimir desde el punto de vista de todos, incluyendo a la Condesa, un giro más afortunado a la situación. Se preparó, con este fin, para una inmensa renuncia, una renuncia a todo excepto a Sir Claude, a todo excepto a la señora de Beale. Dicha inmensidad no los incluía a ellos; pero si él tenía en el fondo de la mente un pensamiento escondido ella tenía otro parejamente recóndito, y durante un rato, mientras permanecían sentados juntos, hubo un extraordinario intercambio mudo entre la visión que ella tenía de esta visión de él, la visión que él tenía de la visión de ella, y la visión que ella tenía de la visión que él tenía de la visión de ella. De lo que en verdad no hubo ninguna percepción eficiente fue de aquel pequeño y extraño pathos en la niña generado por una inocencia tan rica en conocimientos y tan volcada al juego diplomático. Aquello en que, ítem más, finalmente tomó pie Beale para comenzar mientras volvía a tapar con su elegante figura la mitad de las florituras de la chimenea fue:

—¿Sabes, querida, que pronto partiré hacia Estados Unidos? —A su hija se le antojó que aquello representaba a la vez un atajo y un modo de hablar que él jamás habría empleado ante su esposa. Pero su esposa hizo un brillante acto de presencia superficial en la pregunta de ella:

—¿Quieres decir junto con la señora de Beale?

Su padre la miró intensamente:

—¡No seas borrica!

El silencio de ella pareció significar un concentrado esfuerzo por no serlo.

—¿Con la Condesa, en ese caso?

—Con ella o sin ella, querida; es algo que sólo atañe a tu pobre papaíto. Ella tiene grandes negocios en aquel país, y desea que yo les eche un vistazo.

Maisie se zambulló en tal proyecto:

—¿Exigirá eso mucho tiempo?

—Sí: están tan embrollados... podría exigir meses. Lo que en este momento me gustaría saber, escucha, es si tú estarías dispuesta a venirte conmigo.

Plantada una vez más ante él en el centro de la habitación, ella se sintió palidecer:

—¿Yo? —balbució, dándose empero inmediata cuenta de que semejante tono de desconcierto no resultaba enteramente decoroso. Se dio cuenta de ello con aún mayor vividez cuando su padre respondió, abriendo las piernas, sacudiendo la ceniza del cigarrillo y mirándose escrutadoramente —como sempiternamente estaba haciéndolo— toda la longitud de su chaleco y pantalones, que no era necesario que ella se mostrara tan apesadumbrada. Al cabo de unos pocos segundos lo que la ayudó a adoptar en mayor grado el aspecto que él deseaba fue identificar, a la preciosa luz de los esplendores de la Condesa, cuál era exactamente, con independencia de su propio aspecto, la respuesta más indicada—: Papá querido, iré contigo adonde sea.

Él le dio la espalda y se quedó de pie con la nariz orientada hacia el espejo que había sobre la repisa de la chimenea mientras se sacudía de la barba motas de ceniza. Entonces dijo abruptamente:

—¿Sabes algo sobre la bruta de tu madre?

A la bruta de su madre fue precisamente a quien le recordó en notable medida el cariz de la pregunta: éste poseía el libre vuelo de los aristocráticos modos como Ida cambiaba de tercio. Junto a esta impresión Maisie tuvo una inspiración.

—¡Oh sí, lo sé todo! —dijo, y se volvió tan radiante que su padre, al contemplarla en el espejo, se dio la vuelta y enseguida, en el sofá, volvía a tenerla sobre sus rodillas y volvía a mostrarse especialmente cariñoso. La inspiración de Maisie le dictaba, de manera poderosa, que cuanto más hablara sobre mamá menos tendría que hablar sobre sus padrastros. No cesó de desear que la Condesa llegara antes de que se agotara su capacidad de protegerlos; y fue en ese instante, en íntima proximidad a su compañero, cuando el pensamiento escondido en el fondo de la mente de ella se desplazó hasta sus labios. Le contó que en Hyde Park se había encontrado a su madre con un caballero que, mientras Sir Claude se había retirado con milady, había sido muy considerado y se había sentado a conversar con ella; le narró la escena en tanto que el recuerdo de la promesa hecha al Capitán en el sentido de guardar secreto era barrido por la alegría de observar que Beale escuchaba sin irreverentes interrupciones. Fue casi un pasmo, pero fue de veras toda una alegría, poder así inferir que finalmente papá se había cansado de su ira... al menos de su ira hacia mamá. Ahora tan sólo estaba aburrido de mamá. Aquello no hizo sino volver, sin embargo, aún más imperativo el deseo de que su extinguido placer no volviera a llamear. A la niña la encantó ver cuánto podía ella interesarlo en su conversación; y este encanto persistió incluso cuando él, después de formularle una docena de preguntas, observó distraídamente y con algo de inescrutabilidad: «¡Oh, que me aspen si ella no es capaz de lograr eso!» Pues también en estas palabras hubo cierto desapego, una sabia fatiga que la hizo sentirse segura. No había tenido más remedio que mencionar a Sir Claude, aunque lo mencionó lo mínimo indispensable y Beale tan sólo pareció mirar a las musarañas. A ella se le apareció claro que aquélla era la calma que nace de una indiferencia global, una tan grande fuente de ventajas, para ella personalmente, que si la Condesa había sido la autora ella estaba literalmente dispuesta a abrazar a la Condesa. Delató dicho deseo con una anhelante pregunta sobre ella, a la cual contestó su padre:

—Oh, ella tiene muy buen seso. ¡Yo la ayudaré a salir de cualquier embrollo! —Miró a Maisie casi como si hubiera descubierto el nexo entre su pregunta y la impaciencia de su gratitud—. ¿En serio dices que realmente estás dispuesta a venirte conmigo?

A ella le pareció como si ahora él la mirara de veras muy intensamente, y también como si se hubiera vuelto muchísimo más adulta.

—Haré cualquier cosa que me pidas, papá.

Una vez más él dirigió, con una carcajada y separando las piernas, su característica mirada de orgullo a su chaleco y pantalones.

—Eso es un modo, querida, de decir: «¡No, gracias!» Bien sabes que no tienes la menor gana de venirte conmigo. ¡No lograrás embaucarme a mi! —dejó sentado Beale Farange—. No deseo imponerte nada, nunca en mi vida te he impuesto nada; pero te hago el ofrecimiento, tú verás si lo tomas o lo dejas. Tu madre no volverá a querer tener que ver contigo más que con una criada a la que hubiese despedido por incompetencia. Por lo tanto obviamente yo soy tu natural protector y tú tienes derecho a sacar de mí todo lo que puedas. Ahora es tu ocasión, ya sabes; si no te das cuenta es que no tienes ni pizca de cerebro. No digas que no hablo con claridad; no digas que no soy considerado contigo o que no juego limpio. Cuídate de no decir nunca eso, ¿eh?: eso sí me haría ensañarme contigo. Sé cuál es mi deber. Te volvería a albergar conmigo, tal como te he albergado una y otra vez. Y te estoy muy agradecido por fingir tan admirablemente.

Ella fue lo suficientemente consciente de que, antes bien, su fingimiento no podría complacerlo en caso de que trasluciera alguna traza —lo cual esperaba que no sucediese— de su aguda conciencia de lo que realmente él se proponía en este momento. ¿Acaso él no estaba intentando volver las tornas contra ella, incomodarla de uno u otro modo hasta que ella proclamase que lo que a ella realmente le apetecía era, pese a todos aquellos educados modales, que la dejaran en completa libertad de disponer de su propia existencia como mejor le viniera en gana? Volvió a ponerse nerviosa: la rozaba constantemente la idea de que ésta era su mutua separación, una separación para siempre, y de que él la había llevado con tantos mimos hasta aquella casa tan sólo porque era importante que en semejante ocasión él se presentara a sí mismo bajo una luz lo más favorable posible. Si ella se la arruinaba con una nota discordante le daría ciertamente motivos de desagrado; y la niña quedó momentáneamente indecisa ante la alternativa de convenir con él en cuanto a que ella deseaba librarse de él o disgustarlo fingiendo querer permanecer con él. Conque de momento no halló más solución que lamentarse harto vulnerablemente:

—¡Ah papá, ah papá!

—Sé muy bien lo que tramas; ¡no hace falta que me lo expliques a mil —Tras lo cual se encaminó derechamente hacia ella y, con una inconsecuencia que superó todo límite, la estrechó en sus brazos unos instantes y arrimó su barba contra la mejilla de ella. Entonces ella entendió cual si él lo hubiera expresado con palabras que lo que él deseaba, diablos, era que ella lo dejara partir en condiciones totalmente honorables: con toda la apariencia de virtud y sacrificio por parte de él. Fue exactamente como si le hubiese espetado: «Córcholis, burrita, ayúdame a aparecer irreprochable, a aparecer noble, sin verme obligado a soportar todas las intolerables cargas que ello implica. La incorrección no alcanza sino para uno de los dos; así que debes tomarla toda. Repudia a tu querido papaíto... en presencia, fíjate, de todas sus tiernas súplicas. Él no puede ser rudo contigo: eso no entra en su forma de ser; por consiguiente habrás triunfado en tu propósito de abandonarlo porque él fue demasiado generoso para portarse contigo con la firmeza, pobrecillo, que era, a fin de cuentas, su deber mostrar.» Esto fue lo que él comunicó mediante una serie de tremendas palmadas en la espalda: dicha porción de su persona nunca había sido tan sacudida desde los tiempos en que Moddle la ayudaba cuando se le atragantaba algo. Tras un instante él le dio la ulterior impresión de sentirse lo bastante seguro de ella como para ser capaz de declarar graciosamente—: Bien sabes que tu madre te aborrece, sencillamente te aborrece. Asimismo he reflexionado sobre ese hombre magnífico, el individuo de quien me acabas de hablar.

—Vaya —repuso Maisie con certidumbre—, yo estoy segura de él.

Por unos instantes su padre expresó cierto despiste:

—¿Quieres decir segura de que te quiere?

—¡Oh no: de que la quiere a ella!

Beale retornó a su regocijo:

—¡Sobre gustos no hay nada escrito! Además, eso es lo mismo que dicen todos, ya sabes.

—No me importa: ¡yo estoy segura de él! —reiteró Maisie.

—¿Segura, quieres decir, de que ella se fugará?

Maisie lo sabía todo sobre «fugarse», mas, decididamente, ahora era más adulta, y dentro de ella había algo que fue capaz de estremecerse ante la forma como su padre había hecho que aquella fea palabra —bastante fea aun en el mejor de los casos— sonara grosera y vil. Ello la movió a enmendar la insinuación paterna, propósito que llevó a cabo diciendo:

—No sé lo que ella hará. Pero será feliz.

—Esperémoslo —dijo Beale, casi como con propósito moralizante—. De todos modos cuanto más feliz sea menos querrá tenerte cerca. Por eso es por lo que te insisto —continuó afablemente— para que tomes en consideración este magnífico ofrecimiento (hablo en serio, ya lo sabes) del único progenitor que te queda. —Ante esto, los ojos de ambos se encontraron de nuevo en una prolongada y extraordinaria comunión que concluyó con esta exclamación—: ¡Ah, briboncita! —Ella acogió esto del modo que le pareció que a él le agradaría más y con tal éxito que lo animó a insistir—: ¡Eres un completo diablillo! —El silencio de ella, tictaqueando como un reloj, encajó incluso esto, en confirmación de lo cual finalmente él espetó—: ¡Ya lo tenías decidido con esa otra pareja!

—Y ¿qué si es así? —Sus propias palabras le sonaron extremadamente audaces.

Su padre, casi como en los viejos tiempos, estalló en una carcajada:

—Caramba, ¿es que no sabes que esos dos son infames?

Ella se mostró todavía más audaz:

—Me da igual, ¡absolutamente igual!

—Pero si son probablemente la peor gente del mundo y los mayores criminales —acució Beale plácidamente—. Yo no soy hombre, querida, capaz de ocultártelo.

—Pues eso no les impide quererme. Ellos me quieren enormemente.

—Al oírse a sí misma Maisie se puso colorada.

Su interlocutor carraspeó: casi cualquier persona —máxime una hija habría podido percibir cuán escrupuloso anhelaba ser.

—Seguramente. Pero ¿sabes por qué te quieren? —Ella le sostuvo la mirada y él agregó—: Porque les resultas un pretexto óptimo.

—¿Para qué? —preguntó Maisie.

—Caramba, pues para poder seguir su juego. No necesito especificarte cuál es.

La niña caviló:

—Pues bien, ésa es una razón adicional.

—Una razón adicional ¿para qué, si me haces el favor?

—Para que se porten bien conmigo.

—¿Y para que tú te sientas tan a gusto con ellos? —tornó a carcajearse Beale; parecía que su jocosidad se acrecentara por momentos—. ¿No te das cuenta, por favor, de que al decir eso eres un monstruo?

Ella lo consideró:

—¿Un monstruo?

—Ellos te han convertido en uno. Palabra de honor que es verdaderamente espeluznante. Eso demuestra la clase de gente que son. ¿No comprendes —continuó Beale— que una vez que te hayan vuelto tan horrible como puedan (tan horrible como ellos mismos) sencillamente te dejarán tirada?

Ante esto ella tuvo una llamarada de pasión:

—¡No me dejarán tirada!

—Discúlpame —insistió su padre con deferencia—: es mi deber aclararte las cosas. Yo nunca me perdonaría si no te hiciese notar que en un momento dado cesarán de necesitarte. —Él habló como con una apelación a su inteligencia que por parte de ella sería bochornoso no atender debidamente, y esto le infundió una auténtica distinción a la suprema sensibilidad de ella.

Aquello aclaró las cosas tal como él había deseado.

—¿Cesarán de necesitarme porque entonces ya nada les importará? —Ella hizo una pausa tras aquel esbozo de su idea.

—Por descontado a Sir Claude ya nada le importará en cuanto su mujer se fugue. En eso consiste su estratagema. Ello le vendrá de perlas.

Era una hipótesis que Maisie podía subscribir perfectamente, pero aun así le dejaba una escapatoria para alzarse con el triunfo. Lo consideró detenidamente:

—¿Quieres decir si mamá no regresa nunca más? —La sangre fría con que el semblante de ella se enfrentó a aquella perspectiva le habría mostrado a un espectador el largo camino que ella había recorrido—. Muy bien, pero eso no pondrá a la señora de Beale...

—¿... en la misma cómoda posición? —Beale acogió sus palabras con fruición; había vuelto a ponerse en pie, estirando las piernas y mirando hacia sus propios zapatos—. ¡Tienes toda la razón, cielo! A la señora de Beale le hará falta algo más. —Ahí hizo una pausa; después agregó—: Pero puede ser que no tenga que esperar mucho.

También Maisie miró hacia los zapatos de él durante un instante, aunque no eran el par que ella más admiraba: los «aristocráticos» amarillos con lazos y con retazos de charol. Finalmente, con una pregunta, alzó la mirada:

—¿No vas a regresar?

Otra vez él guardó silencio; tras lo cual soltó una nimia risa que, de la manera más extraña del mundo, a ella le recordó los singulares sonidos que había oído emitir a la señora Wix:

—Tal vez te parecerá chocante que yo haga ante ti semejante admisión; y a decir verdad no debes entender que estoy haciéndola. Pero considerémoslo así para ayudarte a tomar una decisión. El hecho es que así es como sin duda va a considerarlo muy pronto mi actual esposa. La oirás gritar que ha sido abandonada, a fin de estar en condiciones de sumar una más al cúmulo de sus aflicciones. Será tan libre como desea... tan libre, ya ves, como ese tontaina que tu madre tiene por marido. Ya no tendrán nada que pueda preocuparlos y te pondrán de patitas en la calle. ¿Debo entender —inquirió Beale— que, después de todo lo que te he expuesto, sigues prefiriendo correr ese riesgo? —Era el más portentoso requerimiento que jamás le hubiera dirigido un caballero a su hija, y había emplazado a Maisie otra vez en el centro de la habitación mientras su padre daba vueltas lentamente alrededor de ella con las manos en los bolsillos y con algo en la forma de andar que semejaba, más que ninguna otra cosa que él hubiera hecho, demostrar su familiaridad con aquella casa. Ella dirigió su enfebrecida mirada hacia los lujosos objetos de la propietaria, como si ella, por su lado, intentase extraer de éstos alguna ayuda que la dejara zafarse de un dilema sin precedentes. Y, como si tal intento de extracción también se hubiese aplicado a él, tras un instante él se detuvo bruscamente, colmando el prodigio de su comportamiento y el orgullo de su sinceridad con una suprema síntesis del estímulo básico—: ¡Tienes muy buen ojo, amor! En efecto, aquí hay dinero. Cataratas de dinero.

Al principio ella se quedó tan desconcertadamente aturdida como cuando había asistido a las revistas musicales a las que la había llevado Sir Claude; no vio nada en aquellas afirmaciones salvo lo que derechamente implicaban:

—Y ¿ya nunca, nunca volveré a verte...?

—¿... si por fin marcho a Estados Unidos? —Beale lo encaró con varonil franqueza—: ¡Nunca, nunca, nunca!

Ante esto, con total incongruencia, ella se desmoronó: todo desapareció, todo excepto el horror a oírse a sí misma pronunciar nítidamente tamaña indecencia como sería la aceptación de aquello. Conque logró rehacerse y dijo:

—Entonces no me separaré de ti.

Durante unos segundos ella lo vio quedarse mirándola, esbozando ante ella una sonrisa impostada, una perfecta exhibición de todos sus dientes, en la que a ella le pareció leer el disgusto —que él no quería expresar— ante este alejamiento de la negativa que prácticamente ella ya había prometido. Pero antes de que ella pudiera atenuar de algún modo la crudeza de su desmoronamiento él realizó un impaciente movimiento que lo guió hasta la ventana. Ella oyó detenerse un vehículo; Beale miró hacia el exterior; después volvió a encararse con ella. Él no dijo nada, pero ella supo que había llegado la Condesa. Entre ellos se produjo de nuevo un silencio, pero con un matiz de turbación distinto del de su llegada conjunta; y siguiendo sin hablar fue como, repitiendo abruptamente uno de los abrazos en los que ya se había mostrado tan pródigo, él la llevó a toda prisa hasta el sofá color limón justamente antes de que se abriera de par en par la puerta de la habitación. De esta guisa, fue en renovada e íntima unión con su padre como ella se le apareció a una persona que inmediatamente ella reconoció como la morena dama.

La morena dama semejó casi tan atónita, aunque desde luego no tan alarmada, como cuando, en la Exposición, se había quedado boquiabierta ante el rostro de la señora de Beale. A decir verdad también Maisie casi se quedó ahora boquiabierta ante el de ella; y ello fue al darse cabal cuenta de que la dama era de veras morena. Literalmente la niña tuvo la sensación de hallarse más bien ante un animal que ante una «auténtica» dama: muy bien habría podido tratarse de un inteligente caniche rizoso con una chorrera o de un terrible mono humano con faldas de lentejuelas. Tenía una nariz desaforadamente enorme y unos ojos desaforadamente diminutos y un bigote, vaya, no tan agraciado como el de Sir Claude. Beale se adelantó a su encuentro; al mismo tiempo, para asombro de la niña, si bien como si fuese consecuencia de una rápida intensidad de determinación, la Condesa avanzó con la misma jovialidad que si, durante mucho tiempo, nada embarazoso le hubiera acontecido a ninguno de ellos. Maisie, aunque ampliamente familiarizada con tales fenómenos, jamás había visto tanta soltura para dar por sentado que no se iba a aludir a nada embarazoso. Al instante siguiente la Condesa ya la había besado y exclamado para Beale con espléndida recriminación afectuosa:

—¡Caramba, no me habías contado ni la mitad! ¡Mi querida niña —exclamó—, eres extraordinariamente amable viniendo!

—¡Pero si no ha venido... no viene! —repuso Beale—. Ya le he explicado lo mucho que a ti te gustaría eso, pero se niega a tener nada que ver con nosotros.

La Condesa permaneció sonriente; y tras un instante preponderantemente consagrado a reponerse de la impresión causada por su monstruoso aspecto Maisie se sintió evocar otra distinta sonrisa, que no había sido fea, aunque también había mostrado interés: la amable luz despedida, aquel día en Hyde Park, por el hermoso rostro blanco del Capitán. La Condesa sí era el Capitán de papá; pero en modo alguno era tan simpática como el otro; todo aquello retrotraía, sin duda, al menor aprecio que Maisie sentía hacia las mujeres.

—¿No te haría ilusión dijo esta mujer afectuosamente— que yo te llevara a Spa?20

—¿A Spa? —La niña repitió el nombre para ganar tiempo, para no exteriorizar hasta qué punto la Condesa le había ocasionado la resurrección del tenue recuerdo de una extraña mujer con una cara feísima que una vez, hacía años, en el ómnibus, inclinándose hacia ella desde el asiento de enfrente, de pronto había sacado una naranja y murmurado: «¿Te apetece, preciosidad?» En aquel entonces ella había sentido, por alguna razón, un injustificado terror infantil, si bien posteriormente cobró conciencia de que su interlocutora, desgraciadamente horrible, había deseado precisamente ser agradable. Tal era asimismo el deseo de la Condesa; y sin embargo las pocas palabras que había pronunciado y la sonrisa con que las había pronunciado lo habían dejado todo resuelto inmediatamente. Oh no, no le haría ilusión ir a ninguna parte con ella, pues su presencia había disipado ya, en unos pocos segundos, la feliz impresión causada por el salón y puesto fin al placer originado por el dominio de Beale sobre dicha elegancia. No había ningún dominio de ninguna elegancia en el hecho de que él la hubiera expuesto a ella a la proximidad de aquella rechoncha y bigotuda mujer mimosa en la que ahora ella no podía menos que identificar a la única persona absolutamente desprovista de atractivos involucrada en alguna de las relaciones íntimas de cuyo crecimiento hubiera sido testigo el círculo inmediato de su vida. Por otra parte ella estaba avergonzada, empero, de haber semejado pesar en la balanza el lugar al que acababa de ser invitada; así que agregó con la mayor celeridad posible—: Pero ¿no era a Estados Unidos? —Ante esto, la Condesa le dedicó una penetrante mirada a Beale, y Beale, bastante donosamente, preguntó qué diantres importaba el lugar toda vez que ella ya lo había hecho entender que no deseaba tener nada que ver con ellos. A esto siguió entre los dos adultos un pasaje cuyo sentido quedó sepultado para la niña por el creciente rumor interior de su propio deseo de marcharse de allí... si bien posteriormente fue capaz de intuir que su padre debía de haberle declarado a su amiga que era inútil argumentar, que ella era una puerquita testaruda y que, aparte, ya era lo bastante mayor para elegir por sí sola. De hecho vislumbró la posibilidad de haber fracasado miserablemente en su intento por ser irreprochablemente no descortés, ya que antes de poder darse cuenta ya había brindado la perceptible impresión de que si no la dejaban irse a casa comenzaría a llorar. Oh, si alguna vez había habido algo por lo que llorar era por fracasar tan consciente y bobaliconamente a la hora de estar a la altura de los más hermosos ofrecimientos que jamás habían podido serle hechos a nadie. Lo más doloroso era que ella advertía que la Condesa la apreciaba lo bastante para desear ser apreciada en correspondencia, y era de la posibilidad de volver a esta casa de lo que ella anhelaba escabullirse absolutamente. Fue la posibilidad de volver a esta casa lo que cuando estalló entre la pareja una algarabía de palabras subidas de tono le puso en los labios con el temblor que precede a una catástrofe—: ¿Puedo, por favor, irme a casa en un carruaje? —Sí, la Condesa la quería y la Condesa se sentía herida y lastimada, y ella no podía remediarlo, y todo era tanto más horrible cuanto que ello no hacía sino que la Condesa se volviera más zalamera y más imposible. Lo único que acaso los sostuvo hasta que se presentó el carruaje —enseguida Maisie se convenció de que sí se presentaría— fue que de algún modo flotaba en el ambiente la sensación de que Beale había conseguido lo que se había propuesto. Él salió a buscar un vehículo: los criados, dijo, ya se habían acostado, mas ella iba a llegar a casa a la hora debida. La Condesa se fue del salón con él, y, sola en posesión de la habitación, Maisie esperó que aquélla no volviera. La culpa de todo la tenía su cara: la niña sencillamente no podía mirarla y contemplar tamaña expresión. Asimismo bastó un instante para que dicha expresión contaminara todos aquellos preciosos objetos; bastó un instante para que ella no tuviera más remedio que aceptar que a su padre le gustaba una mujer respecto de la cual ella estaba cierta de que no le habría gustado a su madre, ni a la señora de Beale, ni a la señora Wix, ni a Sir Claude, ni al Capitán, ni siquiera al señor Perriam y a Lord Eric. Tres minutos más tarde, en el piso de abajo, con el carruaje a la puerta, quizá como una terminante confesión de no tener mucho de lo que preciarse, él se las arregló, al despedirse de ella, para abrazarla sin dejarla verle el rostro. En cuanto a ella, era tal su ansiedad por marcharse que la separación no le evocó ningún recuerdo, ni siquiera el de uno solo de todos los «nonas» que hacía un momento, como penalización por no aferrarse a él, él le había contestado ante su pregunta referente a la factibilidad de volver a verlo. En la Condesa había algo que lo volvía todo falso, incluso sus grandes negocios en Estados Unidos y más aún aquella primera sensación de superioridad sobre la señora de Beale y sobre mamá emblematizada en las porcelanas de Sèvres y las cajitas de plata. Éstas existían, pero quizá no existiesen los grandes negocios en Estados Unidos. Mamá había conocido a una norteamericana que no se parecía en nada a ésta. Aquélla no era, sin embargo, de noble rango: su nombre era simplemente señora Tucker. Empero el retraimiento de Maisie habría sido más completo de no haber tenido que exclamar súbitamente—: ¡Cielos, no tengo dinero!

Ante esto, los dientes de su padre constituyeron tal retrato del apetito insatisfecho como para equivaler al más detallado alegato de menesterosidad:

—Haz que pague tu madrastra.

—¡Las madrastras no pagan! —exclamó la Condesa—. ¡Ninguna madrastra ha pagado jamás en su vida! —Al siguiente instante estaban todos juntos en la calle, y al otro la niña estaba en el carruaje... con la Condesa, en la acera, pero cerca de ella, extrayendo rápidamente dinero de un monedero enseguida sacado de un bolsillo. Su padre se había esfumado y sin embargo ni siquiera tal hecho reavivó el dolor de la pérdida—. Aquí tienes dinero —dijo la morena dama—. ¡Vete! —Su voz fue perentoria: el carruaje partió. Maisie estaba sentada con la mano llena de monedas. ¿Todo esto para un carruaje? Cuando pasaron junto a una farola se inclinó para ver cuánto había. Lo que vio fue un montón de soberanos. Debían, pues, existir los grandes negocios en Estados Unidos. En todo caso continuaba inmersa en las Mil y Una Noches.

Lo que Maisie sabía
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