11

No ha de suponerse que las ausencias de milady no se vieran atenuadas por procederes de otra índole: entradas triunfales y detenciones trepidantes durante las cuales parecía echarle un vistazo rico en propósitos a todo lo que había en la habitación, desde el estado del techo hasta el de los botines de su hija. A veces tomaba asiento y a veces merodeaba agitadamente por todo el cuarto de estudio, pero en ambos casos su actitud tenía igualmente el aire apabullante de las medidas prácticas. Las cosas que allí hallaba deplorables eran tantas que hacía sentir que todavía podía esperarse mucho de ella, y se erizaba de proyectos hasta tal punto que por los cuatro costados parecía derramar remedios y promesas. Sus visitas eran tan vistosas como un mobiliario; sus propósitos, como dijo una vez la señora Wix, tan bonitos como un par de cortinas; pero era persona dada a los extremismos: a veces no le dirigía apenas la palabra a su hija y a veces abrazaba a aquel tierno capullo estrechándola contra un escote, tal como había dictaminado asimismo la señora Wix, notablemente pronunciado. Siempre iba con unas prisas tremendas, y cuanto más pronunciado era el escote más se podía inferir que la aguardaban en otra parte. Habitualmente entraba sola, pero en ocasiones la acompañaba Sir Claude, y en los primeros tiempos nada había sido tan delicioso de observar en estas apariciones como la forma en que milady, como lo formuló la señora Wix, vivía hechizada por él. «¿Verdad que está hechizada?», solía exclamar Maisie aludiendo reflexiva pero campechanamente a aquello después de que Sir Claude se hubiera llevado a mamá entre explosiones de sanas carcajadas. Ni siquiera en los viejos tiempos de las tronchadas mujeres había oído ella a mamá reírse tantísimo como en estos momentos de capitulación conyugal, a la alegría de los cuales hasta una niña advertía que al fin tenía derecho... una niña cuyas reflexiones de entonces consistieron todas en felices meditaciones egoístas sobre buenos augurios y pronósticos de dicha.

En épocas posteriores, entrando sin ninguna compañía y con el aire de haber cambiado a consecuencia de algún otro cambio, Ida adoptó un tono brusco y superficialmente incongruente: el tono de haberlo dejado todo, con grandísimo pesar, en manos de Sir Claude y de pretender que los demás se enteraran de que si todo dejaba bastante que desear se debía a que Sir Claude era tan atrozmente descuidado.

—Desde un principio ha armado tanto jaleo a tu respecto —le dijo ella a Maisie en una ocasión— que le he dicho que se ocupe de ti él mismo y compruebe si tal ocupación resulta de su agrado, ¿me entiendes? He decidido lavarme las manos en lo que a ti concierne: te he cedido a él, y si estás descontenta en algo, te ruego que sea a él a quien vayas a quejarte. De modo que no me des la lata a mí: te aseguro que yo ya tengo encima bastantes preocupaciones. —Una de ellas, ostensiblemente, era que ahora aquel hechizo disfrutado junto a la chimenea del cuarto de estudio estaba a un pelo de romperse; otra era que se había visto finalmente obligada a dejar constancia pública de la ineptitud de su marido en lo tocante a las verdaderas responsabilidades. De hecho, llegó un día en que sus estupefactas oyentes se quedaron de piedra al oírla decir que lo que lo descalificaba era que sencillamente, ay, él no era una persona seria. Maisie lloró sobre el regazo de la señora Wix tras oír que Sir Claude era un frívolo... tomando en cuenta, además, que su institutriz sólo logró paliar a medias aquello al exteriorizar en varias ocasiones durante los siguientes días su opinión de que el mostrarse despreocupado e inconsciente era propio del «periodo de la vida» que él estaba atravesando. Aquello había sido propio del periodo de la vida que estuviera atravesando cualquier otra persona que ella hubiese conocido hasta ese momento exceptuando a la pobre señora Wix, y en apariencia el mérito peculiar de Sir Claude había sido precisamente que era distinto de cualquier otra persona. Maisie habló con él, empero, transcurrido algún tiempo, muy libremente sobre la cuestión de su madre; con él no sentía en modo alguno, a ese respecto, aquel temor que la había hecho guardar silencio tantas veces en presencia de su padre: el temor de cometer indiscreciones y empeorar situaciones que ya estaban mal de por sí. Él pareció aceptar la idea de haberse hecho cargo de ella y de haberla convertido, como él dijo, en su fuente de diversión particular; asimismo, prácticamente estuvo de acuerdo con las imputaciones de ser una lastimosa decepción y un zoquete ocioso y un bruto irremediable. Y no le dijo ni una sola palabra en contra de su madre: se limitó a permanecer silencioso y descorazonado ante la desaforada taxatividad de milady. Hubo momentos en que él mismo llegó incluso a hablar como si a aquella criatura que él había cogido a su cargo la hubiera robado de los brazos de una progenitora que había luchado con uñas y dientes para quedársela.

Precisamente esa conclusión se desprendió de una escena que con vívido relieve tuvo lugar un día en que los cuatro se encontraban casualmente en el salón, solos, y Maisie se vio de pronto arrastrada contra el seno de su madre y convertida en tema de apasionados sollozos e imprecaciones, conducta que era evidente culminación de algún reciente encontronazo áspero. Esta referencia a otro episodio exigió que mientras casi acunaba a la niña en sus brazos, Ida hablara de ella describiéndola como fatal e insidiosamente vampirizada, y que despotricara contra Sir Claude como si fuera el cruel autor de tamaña felonía:

—¡Él te ha arrancado de mí —exclamó—; te ha puesto contra mí; y tú te has dejado seducir y tu pequeña mente horrible ha sido emponzoñada! Te has entregado a él, te has puesto en contra de mí y me odias. Conmigo nunca abres la boca, lo sabes muy bien; y en cambio con él parloteas como una docena de urracas. No mientas, se te oye desde varios kilómetros a la redonda. Te has sometido a él de un modo absolutamente indecente: ahora puede hacer contigo lo que se le antoje. Muy bien, pues que haga lo que se le antoje, y de buen provecho le sirva: te ha tomado con tan poca reflexión que ya veremos cuánto tarda en cansarse de ti. ¡Soy muy bondadosa al apesadumbrarme por ello mientras tus sentimientos hacia mí son tan fríos como un pez húmedo y viscoso!

De pronto se desprendió enérgicamente de la niña y, a modo de disgustada constatación de su fracaso, la mandó hacia la otra punta de la habitación a los brazos de la señora Wix, a quien en este momento y aun sumida en el vértigo de su tránsito Maisie vio intercambiar, profundamente acalorada, una extraña mirada rápida con Sir Claude.

Fue descomunal la impresión que a la niña le hizo dicha mirada, y que la movió a cavilar sobre que se estaba adoptando una postura crítica hacia el estallido de su madre, postura que a ella la hizo sentirse aún menos avergonzada por haber incurrido en el reproche por el que se la había recusado. Una vez su padre la había llamado animalito sin corazón, y ahora, aunque estaba seriamente atemorizada, se mostró tan impasible y serena como si aquella descripción hubiese sido justa. Ni siquiera se sintió lo bastante asustada para llorar, lo cual habría sido como un tributo a las aflicciones de su madre; únicamente experimentó, más que otra cosa, curiosidad hacia la opinión que sus compañeros acababan de expresar silenciosamente. Cuando aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para interrogar a la señora Wix sobre aquel asunto, suscitó esta notable respuesta:

—Vaya, querida, se trata de la estratagema de milady, y nosotros hemos de mostrarnos tan inflexibles como la fría muerte.

Maisie quedó en libertad de interpretar estas ominosas palabras según su real saber y entender. Ciertamente, en este momento sus reflexiones se espesaron con rapidez, y una de ellas la hizo sentirse segura de que su institutriz sostenía conversaciones en privado, serias y no poco frecuentes, con su denostado padrastro. A la luz de un segundo episodio, ella percibió que algo ajeno a su conocimiento había acontecido en casa. Las cosas ajenas a su conocimiento —en verdad bastante numerosas— nunca habían entrado hasta la fecha, creía ella, en la categoría de las que la tocaban más de cerca; incluso había llegado a abrigar, en el pasado, la pequeña convicción presuntuosa de tener constantemente en sus manos la clave del laberinto de su entorno. También en esta ocasión, no obstante, logró descubrir lo que se cocía... lo logró con la modesta ayuda, debe reconocerse, de la señora Wix. Inopinadamente le había sido escamoteada la ayuda del propio Sir Claude, pues el respectivo comentario de éste sobre la estratagema de milady consistió en iniciar de inmediato, completamente solo, una estancia en París, evidentemente porque deseaba hacer una demostración de carácter tras una acusación de mal comportamiento. Que él sintiera cariño por su hijastra, consideró Maisie, no quitaba que pensándolo bien él no deseara que se la endosasen de aquella forma; por consiguiente su ausencia, estaba claro, era una protesta contra tal endosamiento. Fue durante dicha ausencia cuando nuestra pequeña terminó por descubrir que lo que había acontecido en casa había sido que su madre había cesado de estar enamorada.

Sin duda la pasión de esta dama por Sir Claude ya había tocado a su fin, juzgó ella, para el día en que milady irrumpió súbitamente en el cuarto de estudio para presentarles a ellas al señor Perriam, quien, como le anunció milady a Maisie desde la puerta, no podía dar crédito a sus oídos cuando servidora le decía que tenía una hija de aquella edad. El señor Perriam era bajito y rechoncho (la señora Wix comentaría posteriormente que era «demasiado gordo para aquel ritmo»); y habría sido difícil precisar si es que a su cabeza le faltaba pelo o es que se lo sobraba a sus oscuros bigotes. Parecía tener bigotes también por encima de los ojos, lo cual, sin embargo, no impidió para nada que estos pequeños globos brillantes rodaran por toda la habitación como si hubiesen sido bolas de billar impulsadas por el famoso golpe de brazo de Ida. El señor Perriam llevaba en la mano con que se estiraba el mostacho un diamante de cegadora brillantez, a consecuencia del cual y del peso global de su portador y del misterio que envolvía a éste nuestra pequeña comentó tras su marcha que sólo con que hubiese llevado también un turbante habría respondido perfectamente a la idea que ella se había formado de la pinta de un infiel turco.

—Responde perfectamente a la idea que yo me he formado —repuso la señora Wix— de la pinta de un infiel judío.

—Vaya, yo estaba hablando—dijo Maisie— de una persona venida de Oriente.

—No hay duda de que debe venir de allí —opinó su institutriz—: viene de la City.9 —Al cabo de unos instantes agregó como si lo supiera todo acerca de él—: Es una de esas típicas personas que han comenzado a sobresalir recientemente. Será inmensamente rico.

—¿A la muerte de su papá? —inquirió muy interesada la niña.

—No, cielos: no se trata de una herencia. A lo que me refería es a que ha amasado una fortuna.

—¿Como cuánto de grande? —preguntó Maisie.

La señora Wix reflexionó y le dio una idea aproximada:

—Oh, muchos millones.

—¿Cien?

La señora Wix no se mostró segura de la cifra exacta, pero fueron no obstante los suficientes para parecer amenizar momentáneamente la penuria de aquel cuarto de estudio: para flotar allí en el aire como una reverberación de la cálida y potente luz que perceptiblemente había emanado del señor Perriam. Esto se produjo asimismo, sin duda alguna, por lo que a él respectaba, a consecuencia de aquella apariencia de vida holgada que desde sus primeros años Maisie había percibido a menudo entre los adultos: el signo de un futuro resuelto, la vieja nota familiar de un desbordante jolgorio.

—¿Qué tal está, señora? ¿Qué tal estás, señoritinga? —había dicho él riendo tras ser presentado, dirigiéndose con una inclinación de cabeza a aquellas dos figuras boquiabiertas—. Me han traído aquí para que me convenza con mis propios ojos; es la pura verdad eso de que yo no creía en sus existencias. Ella siempre está hablando de ustedes, pero nunca las muestra; así que hoy le exigí sin más dilaciones que lo hiciera. Y bien, me retracto de mi anterior opinión: no es usted un mito, mi querida señora; ¡y tú tampoco lo eres, señorita —añadió el visitante para Maisie—, aunque a fe mía que deberías serlo!

—Le he hablado de ti hasta aburrirlo, querida; me dedico a aburrirlos a todos —dijo Ida—. Y para demostrar que eres una preciosidad, así como muy mayor, le dije que viniera a juzgar por sí mismo. ¡Ahora ya ha comprobado que eres una jovencita robusta y vigorosa y que tu pobre Mamá tiene por lo menos sesenta años! —Y milady le sonrió al señor Perriam con ese encanto que a menudo su hija había oído atribuirle en casa de papá por los alegres caballeros cuando querían lo que llamaban «encabritar» a éste último. Las maneras de ella en aquel instante le ofrecieron a la niña una vislumbre mucho más vívida que cualquiera de las experimentadas hasta entonces sobre aquel atractivo que papá, con muy expresivas palabras, siempre había negado que mamá pudiese irradiar.

El señor Perriam, haciendo gala de diferente actitud, se rindió claramente ante aquel atractivo mediante el tono en que la atajó:

—Jamás he dicho que no sea usted maravillosa, ¿o acaso miento? —Y con plácida confianza apeló al testimonio del cuarto de estudio, cuarto sobre el cual fue evidente que sintió que también estaba obligado a decir algo—: Conque éste es el nidito de las dos, ¿eh? ¡Encantador, encantador, encantador! —repitió mientras miraba vagamente en derredor. Las interrumpidas estudiosas permanecieron unidas la una junto a la otra como si fueran objeto de un escrutinio personal; mas Ida las sacó de su embarazo con un gesto de sus elevados hombros. Esta vez la sonrisa que le dedicó al señor Perriam tuvo la belleza de una tristeza súbita:

—¿Qué demonios puede hacer una mujer pobre?

El gesto del visitante se volvió cada vez más marcado mientras proseguía observando, y el pequeño cuarto de estudio tuvo aún mayor conciencia de estar siendo contemplado como si se tratara de una jaula del zoo.

—¡Encantador, encantador, encantador! —insistió el señor Perriam; pero aquel paréntesis se cerró de pronto como con un chasquido:

—¡Bien, pues ya lo ha visto usted! —dijo milady—. ¡Adiós, hasta luego! —añadió con brusquedad. Al instante siguiente ellos ya estaban en las escaleras, y a la señora Wix y a su compañerita, ante la puerta abierta y mientras se miraban entre sí en silencio, les llegó el ruido de la gran corriente social que los reincorporó a su existencia habitual.

Fue tal vez singular que tras este incidente Maisie no hiciera ninguna pregunta más sobre el señor Perriam, y fue aún más singular que al cabo de una semana ya se hubiese enterado de todo lo que no había querido preguntar. De lo que se enteró más en especial —y la información le llegó, sin haberla solicitado, directamente de la señora Wix— fue de que a Sir Claude le iban a gustar muy poco las visitas de un millonario que hacía constantes incursiones en las habitaciones privadas de la señora de la casa. Lo poquísimo que le iban a gustar lo certificó el hecho de que bajo la influencia de dichas visitas la discreción de la señora Wix se derrumbase por completo: ésta fue capaz de mudar de lealtad, capaz, ante el altar de la decencia, de una desesperada inmolación de milady. En el enfrentamiento contra la señora de Beale, como dio a entender la señora Wix más de una vez, había estado dispuesta a secundar a milady, pero contra Sir Claude no iba a hacerlo en absoluto. Fue extraordinario el número de cosas de las que, siguiendo sin hacer pregunta alguna, se había enterado Maisie para cuando su padrastro regresó de París; éste regresó trayéndole a ella un magnífico equipo para pintar con acuarelas y a la señora Wix, debido a un lapsus que habría sido cómico si no hubiese sido una pizca desconcertante, un segundo paraguas aún más elegante. Se había olvidado por completo del primero, aquél que la señora Wix, después de envolverlo tantísimo como si se hubiese tratado de una momia faraónica, por nada del mundo se habría atrevido a profanar usándolo. Maisie se enteró sobre todo de que aunque ahora la institutriz, merced a lo que ella llamaba un entendimiento tácito, se había enrolado en el «bando» de Sir Claude, aún no le había dicho a éste una sola palabra acerca del señor Perriam. Este último caballero se convirtió, por consiguiente, en una especie de próspero secreto a voces, desde las profundidades del cual institutriz y educanda se dedicaron a mirarse significadoramente a partir del momento en que les fue restituido su amigo. Su amigo les fue restituido con generosa abundancia, y fue notorio que, aunque él había parecido sentir la necesidad de guarecerse contra el riesgo de que le endosaran demasiado perentoriamente retoños ajenos, ahora se exponía más que nunca a la suposición de haber hecho concebir esperanzas.

Si todo se había convertido ahora, a aquel respecto, en una cuestión de bandos, al menos se contaba con una serie de indicaciones para poder saber en cuál militaba cada uno. Maisie, como es natural, dado lo delicado de su posición, no militaba en el de nadie; pero Sir Claude tenía toda la pinta de hacerlo en el de ella. Si, consiguientemente, la señora Wix estaba de parte de Sir Claude, milady de la del señor Perriam, y el señor Perriam presumiblemente de la de milady, no restaban por clasificar sino la señora de Beale y el señor Farange. La señora de Beale estaba claramente, como Sir Claude, de la de Maisie, y papá, era de suponerse, de la de la señora de Beale. Cierto es que en este punto había una ligera ambigüedad, ya que eso de que papá estuviera en el bando de la señora de Beale no parecía emplazarlo del todo en el de su hija. Todo aquello terminó por asemejarse enormemente, conforme la pequeña siguió meditando, al juego de las cuatro esquinas, y ella sólo supo preguntarse si el reparto de los papeles no acabaría por moverlos a todos a correr de un lado a otro intercambiando lugares. Se sintió espectadora de cambios mareantes: ¿no era ya lo bastante mareante que su madre y su padrastro militaran en bandos opuestos? Aquél era el gran hecho acontecido en casa. Aparte, la señora Wix había adoptado un nuevo semblante: nunca había sido precisamente alegre, pero ahora su adustez se volvió una actitud tan manifiesta como un cartel. Ataviada con su vestido nuevo parecía sentarse a meditar melancólicamente sobre su propia delicadeza perdida, cuyo recuerdo se le había vuelto casi tan doloroso como el de la pobre Clara Matilde. «Es duro para él», le decía a menudo a su compañerita; y era sorprendente lo cualificada que en esta materia se sentía Maisie para convenir con ella. Por duro que para él fuera, no obstante, Sir Claude nunca había mostrado mejor figura que con el estilo valiente, generoso y desenvuelto con que soportaba la situación: un estilo que suscitó en la señora Wix un centenar de expresiones de alivio al ver que él no se había dejado amargar por el sufrimiento. Todo aquello acabó encaminándolo cada vez con mayor frecuencia hacia el cuarto de estudio, donde él ya había comenzado a reconocer abiertamente que si iba a cargar con los inconvenientes de haber pervertido a una inocente, bien podía por lo menos disfrutar también de las ventajas. Jamás penetraba en la habitación sin decirles a sus ocupantes que ellas eran las mejores personas de la casa, comentario que siempre las hacía decirse mutuamente «¡El señor Perriam!» lo más fuerte que les era posible hacerlo con la boca cerrada y los ojos muy abiertos. Los hábitos de Sir Claude movieron a Maisie a acordarse de lo que una vez él le había dicho a la señora de Beale en el sentido de que su temperamento era el de todo un niñero, y a exteriorizarlo en una ocasión —un poco más de lo debido teniendo en cuenta que estaba presente la señora Wix— haciéndolo saber que jamás ninguna de las competentes niñeras que ella había tenido había fumado tantísimo en el cuarto de la niña. Ello no influyó excesivamente sobre el consumo de cigarrillos por parte de Sir Claude: siempre estaba fumando, mas siempre declarando que para él la carencia de una vida en familia equivalía a la muerte.

Al fin y al cabo en el cuarto de estudio él hallaba una vida de esa clase, y había ratos a altas horas de la noche, cuando Maisie ya se había acostado, en que esta niña sabía que él se sentaba allí a charlar con la señora Wix sobre el modo de resolver sus dificultades. Los miramientos de él hacia esta infortunada mujer, aun en medio de sus tribulaciones, continuaban acreditando que era un perfecto caballero y elevaron a la recibiente de su caballerosidad a una esfera superior de dicha en la que el mismísimo orgullo enmudecía los arrebatos de exaltación. «¡Él se apoya en mí, se apoya en mí!», se limitaba la recibiente a proclamar de un modo esporádico; y se sintió más bien preocupada que divertida cuando, algún tiempo después, por azar descubrió que le había transmitido a su educanda la impresión de que él se apoyaba en ella en un sentido físico. Este atisbo de un error de interpretación la condujo a ser más precisa: a hacer saber a la niña, con un decidido aire de contrariedad motivado por tener que rebajarse de semejante forma al prosaísmo, que el problema debatido por ellos en las madrugadas hasta las tantas, como ellos decían, era el de las posibles formas de que él encarara el porvenir. El porvenir que ella quena que él encarara era el de una consagración profesional a los asuntos públicos; «ella» alude, me apresuro a añadir, en la frase anterior, no a la dueña del destino de Sir Claude, sino tan sólo a la propia señora Wix. Ésta habló de él con expresiones rebosantes de amable comprensión, y sin embargo también de sentido moral:

—Su naturaleza es maravillosa, pero no debería vivir como los lirios del campo. Es un hombre correcto, bien lo sabes, pero le hace falta dedicarse a algún interés superior.

Más de una vez había comentado la señora Wix que los asuntos de él eran harto embrollados, pero que el deber de ellas píe Maisie y ella en colaboración, por lo visto— era encaminarlo hacia el Parlamento. De esto la niña indujo, con un temblor de orgullo, que el Parlamento era el lógico ambiente de él, y estaba tanto menos dispuesta a ver obstáculo ninguno cuanto que nunca había oído hablar de asuntos que no fuesen embrollados. Ya hacía tiempo se había enterado por boca de la señora de Beale de que sus propios asuntos lo eran, y con el regocijo de saber que ella tenía asuntos aquella información no la había inquietado en lo más mínimo. Claro que también resultaba cierto y quizá un poco alarmante que desde entonces ya nunca había vuelto a oír hablar de tal cuestión. De todos modos se apareció llena de atractivo la perspectiva de algún día hacer ingresar a Sir Claude en el Parlamento; especialmente después de que la señora Wix, como fruto de ulteriores coloquios nocturnos, en una ocasión llegara lo bastante lejos como para afirmar que estaba realmente convencida de que aquello era lo único que se precisaba para salvarlo. Esta analista, con estas palabras, le dio a su discípula la sensación de estar pasando imprevisiblemente, como hacía mamá cuando mamá conversaba, de un tema a otro muy distinto. La niña se quedó mirando pasmada como ante el brinco de un canguro: —Para salvarlo ¿de qué?

La señora Wix meditó; entonces decidió recorrer una distancia aún mayor:

—Caramba, nada menos que de una horrible degradación.

Lo que Maisie sabía
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