14

A ella se le arrojó literalmente encima la señora de Beale, y el efecto de todo aquel instante fue demostrarle a la niña lo mucho, lo realmente muchísimo que, a pesar de los pesares, era amada. Tanto más cuanto que su madrastra, que había cambiado —exactamente igual que como lo había hecho su madre— hasta el punto de que casi le parecía desconocida, extrañamente exhibía una familiaridad mayor de lo que Maisie había podido esperarse. En definitiva, sobre ella se abalanzó un rico y poderoso efluvio de afecto bajo la forma de una señora de Beale más bella, más imponente, más madura. Fue como entablar una hermosa nueva amistad, y todavía no acababan de pasar un instante juntas cuando ella se sintió muy contenta de la decisión que había tomado en el carruaje. Había todo un porvenir en la combinación de la belleza de la señora de Beale y el abrazo de la señora de Beale. A Maisie le pareció una visión encantadora, y también que no había relación alguna entre aquella dama y la joven que antaño había remendado lencería y tomado sus comidas en la habitación de la niña. La niña ya sabía que una de las esposas de su padre era una mujer con estilo, pero tenuemente siempre había establecido una diferencia, nunca aplicándole sin reticencias aquella expresión a la otra esposa. Desde el día en que se había separado de la señora de Beale, ésta se había ganado limpiamente el derecho a aquel título, y la instintiva reacción ruborizada de Maisie ante todo este presente deleite tiñó todo su radiante aspecto de implicaciones que esta vez eran dulces. Ella le había contado a Sir Claude que tenía miedo de la dama de Regent's Park; pero ahora sentía la suficiente confianza en sí misma para manifestar, de sopetón, un agrado sumamente sincero:

—¡Caramba, qué guapa estás! ¿A que está guapa, Sir Claude, a que está guapísima?

—La mujer más hermosa de todo Londres, ni más ni menos —contestó galantemente Sir Claude—. ¡Al igual que tú eres la mejor de las niñas!

Pues bien, la mujer más hermosa de todo Londres se entregó, con un aspecto resplandeciente de ternura y mil manifestaciones de cariño, a una felicidad por fin recobrada. En su madurez había un esplendor casi tan vívido como el de mamá, y no precisó sino un instante para darle a su amiguita una impresión de verdadero poderío, una impresión que semejó despuntar como un largo día luminoso. Por parte de Maisie fue ésta una sensación que ni mamá, ni Sir Claude, ni la señora Wix, con todos sus inmensos aunque tan diversos atractivos, habían logrado inflamar hasta tal punto, y aquello representó una inmediata diferencia cuando la conversación se encaminó, como sucedió prontamente, hacia la cuestión de su padre. Oh, sí, el señor Farange era una complicación, pero ahora ella se dio cuenta de que no iba a serlo para su hija. Para la señora de Beale ciertamente él era una complicación inmensa (ella misma lo proclamó sin ambages); pero a Maisie desde este momento la señora de Beale se le apareció como una persona a quien se le hubiese conferido un gran don. El gran don era precisamente el de saber deshacerse de las complicaciones. Maisie percibió cuán poco alteraban ahora las complicaciones a su madrastra cuando, después de que ésta última le hiciera a Sir Claude una alusión a un previo encuentro entre ellos dos, él respondió, con un tono de consternación y empero con un aire de alivio, que ante su compañerita él había negado que hubiesen vuelto a verse desde el día de su primer encuentro.

La señora de Beale no pudo sino compadecerlo vagamente:

—¿Por qué has hecho semejante tontería?

—Para proteger tu reputación.

—¿Ante Maisie? —La señora de Beale se sintió muy divertida—. Mi reputación ante Maisie es demasiado buena como para resentirse en lo más mínimo.

—Pero tú confiaste en mí, ¿verdad, pillina? —le preguntó Sir Claude a la niña.

Ella lo miró; y dijo sonriendo:

—Su reputación sí se resintió un poco. Descubrí que tú sí habías venido a verla.

Él no se sintió tan mortificado como para no romper a reír:

—¡Hay que ver, preciosa, de qué modo hablas sobre cosas así!

—¿Cómo quieres que hable la chiquilla —quiso saber la señora de Beale— después de haber pasado todo este desdichado tiempo con su madre?

—No fue mamá quien me lo contó —aclaró Maisie—. Fue únicamente la señora Wix. —Dudó si detallar delante de Sir Claude la fuente de información de la señora Wix; mas la señora de Beale, dirigiéndose al joven, puso en evidencia lo superfluo de esos escrúpulos:

—¿Sabías que hace uno o dos días vino a visitarme ese estrambótico ser? Le dije que te había visto varias veces.

Excepcionalmente, Sir Claude fue presa del desconcierto:

—¡Vieja metomentodo! No me lo contó para nada. ¿De forma que pensaste que yo había mentido? —requirió de Maisie.

Ella se había puesto intranquila ante la expresión con que él acababa de describir a su considerada amiga, pero aceptó la coyuntura como una de esas situaciones en que uno debe prestarse a hacer todo tipo de concesiones:

—¡De verdad que a mí no me importó! Pero a la señora Wix sí —agregó con intención exculpatoria hacia su institutriz.

Dicha intención no surtió el efecto deseado sobre la señora de Beale:

—¡La señora Wix es una auténtica majadera! —declaró aquella dama.

—Pero, precisamente a ti —preguntó Sir Claude—, ¿qué era lo que ella podía tener que decirte?

—Pues que, al igual que la señora Micawber10 (a quien debe, creo, parecerse no poco), ella nunca, nunca, nunca abandonará a la señorita Farange.

—¡Oh, voy a tener que tomar medidas! —repuso jocosamente Sir Claude.

—Así lo espero de corazón, amigo mío —dijo la señora de Beale, mientras Maisie se preguntaba a qué medidas estaría refiriéndose él concretamente. Antes de que ella tuviera tiempo de preguntarlo, la señora de Beale continuó—: Pero no vino sólo a eso, válgame el cielo. Seguro que nunca serías capaz de adivinar el resto.

—¿Debo adivinarlo yo? —terció Maisie con voz trémula.

De nuevo la señora de Beale se sintió divertida:

—¡Desde luego, tú eres la persona más indicada! Debe de ser precisamente el tipo de cosas que has presenciado en casa de tu horrible madre. ¿Nunca has visto presentarse allí a mujeres que con lágrimas en los ojos le pidieran que «respetara» a los hombres que ellas amaban?

Asombrada, Maisie trató de hacer memoria; pero Sir Claude experimentó un renovado regocijo:

—¡Oh, si ellas dan la lata no es por Ida! ¿Conque la señora Wix te pidió con lágrimas en los ojos que me respetaras a mí?

—Literalmente se puso de rodillas delante de mí.

—¡Pobre querida vieja! —exclamó el joven.

Para Maisie fueron una alegría estas palabras: compensaron la anterior descripción de la señora Wix realizada por Sir Claude.

—Y ¿vas a respetarlo? —le preguntó ella a la señora de Beale.

Otra vez asiéndola y besándola, su madrastra pareció encantada ante el tono de su pregunta:

—¡Ni una pizca! ¡Me lo comeré crudo hasta los huesos!

—¿Quieres decir que de verdad él vendrá con mucha frecuencia? —ahondó Maisie.

La señora de Beale volvió unos seductores ojos hacia Sir Claude:

—No me toca a mí contestar esa pregunta... sino a él.

De momento él no contestó nada, sin embargo: con las manos en los bolsillos y tarareando distraídamente una melodía —hasta Maisie se dio cuenta de que se había puesto un poco nervioso—, se limitó a caminar hasta la ventana y se quedó mirando hacia Regent's Park.

—Vaya, él me lo ha prometido —retomó la palabra Maisie—. Pero ¿qué tal le sentará eso a papá?

—¿Que él se presente por aquí como Pedro por su casa? Oh, esa cuestión, si he de serte sincera, cielo mío, es de nula importancia. Por lo demás, sin embargo, Beale disfruta enormemente pensando en que también Sir Claude, el pobre, se ha visto obligado a pelearse con tu madre.

Sir Claude se dio la vuelta y dijo con tono resuelto y gentil:

—No tengas miedo, Maisie: no me perderás de vista.

—¡Ay, qué majo! —Maisie estaba radiante—. Pero lo que yo quería saber (¿no os dais cuenta?) es lo que papá me diría a mí.

—Oh, ya he resuelto eso con él —dijo la señora de Beale—. Se portará muy razonablemente. Mira, el quid está en que, aunque cada dos por tres él está cambiando de opinión acerca de todo, lo único que permanece inmutable son sus sentimientos hacia tu madre. Es verdaderamente singular el modo en que él la odia.

Sir Claude soltó una breve carcajada:

—¡Seguro que no supera el modo en que ella sigue odiándolo a él.

—La verdad —siguió la señora de Beale aquiescentemente— es que no hay nada que logre desalojar ese sentimiento de ninguno de los dos, y el mejor modo que se les ha ocurrido de darle rienda suelta es dejarte al cargo del adversario el mayor tiempo posible. Como ya has podido comprobar tú misma, nada hay en el mundo que los enfurezca más. No es cuestión, ya que es muy poco lo que exiges, de que tú representes un gran gasto o una gran tabarra: sencillamente se trata de que el hecho en sí consigue excelentemente que cada uno de ellos se dé cuenta de lo desagradable que quiere serle el otro. En consecuencia Beale se dedica a aborrecer a tu madre excesivamente como para que le quede furia alguna que consagrarle a cualquier otro. Además, ¿sabes?, he llegado a un pacto con él.

—¡El Señor nos ampare! —exclamó Sir Claude con una carcajada más sonora que la precedente y otra vez encaminándose hacia la ventana.

—¡Yo sé de qué tipo! —proclamó Maisie sin pérdida de tiempo—. Tú le permites hacer lo que a él le dé la gana siempre que él te permita hacer lo que a ti te dé la gana.

—¡Eres una absoluta delicia, animalito mío! —Maisie se vio involucrada en otro abrazo—. No sé cómo he podido vivir sin ti tanto tiempo. No me lo he pasado nada bien, mi amor —dijo la señora de Beale apretando su mejilla contra la de la niña.

—¡Ahora te lo pasarás muy bien! —Maisie palpitaba de delicada ternura.

—Estoy segura de ello. Tú me salvarás.

—¿Al igual que estoy salvando a Sir Claude? —preguntó vehementemente la niña.

Una pizca desconcertada, la señora de Beale apeló a su visitante masculino:

—¿Realmente está salvándote?

Ante la pregunta de Maisie él exteriorizó un gran regocijo:

—Es una de las ideas de la querida señora Wix. Acaso haya algo de verdad en ello.

—Él me ha convertido en su obligación, en la misión de su existencia —le dejó claro Maisie a su madrastra.

—¡Caramba, es lo mismo que quería hacer yo! —Al ver que se le habían adelantado, la señora de Beale asumió un atónito color sonrosado.

—Pues podéis hacerlo juntos. ¡Así él tendrá que venir!

A estas alturas la señora de Beale tenía a su amiguita francamente aprisionada contra su seno y le dijo sonriente a Sir Claude:

—¿Qué, lo hacemos juntos?

La risa masculina había cesado, y por un momento él dirigió su hermoso semblante serio no hacia su anfitriona, sino hacia su hijastra:

—Bueno, eso sería un poco más decente que ciertas otras cosas. ¡Palabra de honor que, tal como va el asunto, me parece lo único decente! —Parecía que intentara convencer a Maisie, que intentara pintarle, llevado de un prurito de conciencia, una coyuntura en la cual honestamente podrían verla participar a ella; si bien su alegato en pro de una mera «decencia» no pareció en consonancia con las halagüeñas visiones infantiles—. ¡Si nuestra compañía no te parece digna a ti —exclamó—, que me ahorquen si sé a quién podría parecérselo entonces!

La señora de Beale le proporcionó a la niña una luz más intensa:

—Seguro que vas a salvarnos... de una cosa y de la otra.

—¡Oh, yo sé muy bien de qué va a salvarme a mal —afirmó rotundamente Sir Claude—. Naturalmente habrá broncas —siguió.

Rápidamente la señora de Beale le salió al paso:

—Sí, pero no serán nada (al menos para ti) en comparación con las que ha montado tu mujer hasta ahora. Puedo soportar lo que yo sufro; lo que no puedo soportar es lo que tienes que pasar tú.

—Estamos haciendo muchísimo por ti, ¿sabes, mujercita? —prosiguió Sir Claude para Maisie con idéntica seriedad.

Ella se ruborizó por una sensación de gratitud y por la vehemencia de su deseo de que quedara manifiesto que ella no dejaba de caer en la cuenta:

—¡Sí, lo sé!

—¡Así que debes ayudarnos a continuar por el buen camino! —Esta vez él se rió.

—¡Qué manera de hablarle a la niña! —exclamó la señora de Beale.

—¡No es peor que la tuya! —replicó él alegremente.

—¡Bueno es quien bueno hace!11 —repuso ella en el mismo espíritu—. Puedes ir aligerándote de ropa —siguió para Maisie, dejándola libre. La niña, de pie, era toda emoción:

—Entonces ¿voy a quedarme?... ¿tal como estoy?

—¿Por qué no? Mañana Sir Claude mandará tus cosas.

—Las traeré yo en persona. ¡Palabra de que estaré presente cuando las entreguen! —prometió Sir Claude—. Acércate, te ayudaré a desabrocharte los botones.

Él había requerido a su compañerita desde el lugar donde permanecía sentado, y la ayudó a despojarse de sus prendas de abrigo mientras la señora de Beale, a cierta distancia, sonreía al comprobar la habilidad de él:

—¡Qué gran padrastro tienes! Me siento obligada a hacer constar, ¿sabes?, que él compensa la ausencia de otras personas.

—¡Compensa la ausencia de una niñera! —dijo riendo Sir Claude—. ¿No te acuerdas de que ya te lo dije en cuanto nos conocimos?

—¿Que si me acuerdo? ¡Fue precisamente eso lo que me hizo pensar tan bien de ti!

—Nada me movería —le dijo el joven a Maisie— a contarte lo que a mí me hizo pensar tan bien de ella. —Después de ayudar a la niña a aligerarse de ropa, le dio un dulce beso y una palmadita como para hacerla retirarse. La palmadita fue acompañada de un vago suspiro en el cual reapareció la seriedad de un momento antes—: ¡Así y todo, si no hubieras poseído el fatal don de la belleza...!

—¿Qué habría pasado entonces? —preguntó Maisie, extrañada de que él hiciera una pausa. Era la primera vez que oía hablar de su propia belleza.

—¡Caramba, pues que ahora no estaríamos aquí todos pensando tan sumamente bien unos de otros!

—Él no se refiere al encanto físico: no posees nada de esa mundanal belleza, querida —aclaró la señora de Beale—. Sencillamente se refiere a la simple y aburrida belleza interior.

—La belleza interior de esta niña es la cosa más extraordinaria que existe en el mundo —declaró tajantemente Sir Claude para la señora de Beale.

—¡Oh, lo sé todo sobre ese particular! —se jactó ella abiertamente de su sapiencia.

A Maisie extrañamente todo aquello le infundió una súbita sensación de responsabilidad de la cual intentó zafarse:

—Pero también vosotros poseéis «ese particular»: poseéis el fatal don; ¡ambos lo poseéis de sobra! —espetó.

—¿Belleza interior? ¡Mi querido muchacho, de eso no poseemos ni pizca! —protestó Sir Claude.

—¡Hable sólo por usted, señor mío! —dijo jocosamente la señora de Beale—. Yo sí soy buena e inteligente. ¿Qué más se puede pedir? En cuanto a usted, le ahorraré sonrojos y no entraré en detalles personales: únicamente diré que es usted tan apuesto como el que más.

—Los dos sois guapísimos; ¡no podéis remediarlo! —se sintió obligada a insistir Maisie—. Y es encantador veros uno junto al otro.

Sir Claude ya había cogido el sombrero y el bastón; se quedó mirándola un momento:

—¡Eres un consuelo en medio de las tribulaciones! Pero debo marcharme a casa a hacer tu equipaje.

—Y ¿cuándo regresarás por aquí? ¿Mañana? ¿Mañana?

—¡Ya ves lo que nos hemos buscado! —le dijo él a la señora de Beale.

—¡Bueno, yo puedo soportarlo si tú puedes!

La compañerita de ambos miró de uno de ellos al otro, pensando que aunque ella había sido muy feliz junto con Sir Claude y la señora Wix, evidentemente ahora iba a ser aún más feliz junto con Sir Claude y la señora de Beale. Pero aquello se parecía a montar sobre un caballo desbocado, y ella hizo un movimiento para aferrarse a algo:

—Entonces ¿definitivamente no puedo ir a despedirme de la señora Wix?

—Oh, yo me encargaré de hacerlo —dijo Sir Claude.

Maisie reflexionó:

—¿Y de mamá?

—¡Oh, mamá! —dijo él riendo con tristeza.

Incluso para la niña aquello no resultaba apenas ambiguo; mas la señora de Beale se propuso reforzar la diafanidad:

—Tu madre va a cantar de alegría, y cantará como...

—¡...como el gallo mañanero! —apostilló Sir Claude, viendo que buscaba un término de comparación.

—No le hará falta que la consuelen —prosiguió la señora de Bealede haber hecho que tu padre vaya a blasfemar como un poseso.

Maisie se quedó mirando pasmada:

—¿Va a blasfemar como un poseso? —Aquella expresión era impresionante, llena de resonancias bíblicas, y su pregunta desencadenó una renovada serie de efusiones cariñosas, en las cuales participó también Sir Claude. Entretanto ella se preguntaba quién, ahora que no iba a estar con ella la señora Wix, representaría en su vida el elemento de geografía e historia; y enseguida logró superar el embarazo que le causaba plantear la cuestión—: ¿No habrá nadie que me dé clases?

La señora de Beale estaba preparada para contestar de una manera que a Maisie se le antojó absolutamente espléndida:

—Recibirás clases como nunca las has recibido en tu vida. Vas a asistir a cursillos.

—¿Cursillos? —Maisie jamás había oído hablar de tales entes.

—En diversas Instituciones y acerca de diversas materias.

Maisie siguió mirando con extrañeza:

—¿Materias?

La señora de Beale era verdaderamente magnífica:

—Sí, las más importantes materias. Literatura Francesa... e Historia Sagrada. Recibirás estas clases junto con otras niñas listísimas.

—Y yo cuidaré celosamente de que así sea, ¿sabes? —Y Sir Claude, con su característica gentileza, cabeceó afirmativamente al tiempo que le guiñaba amistosamente un ojo.

Pero la señora de Beale llegó mucho más lejos:

—Mi querida niña, vas a asistir a conferencias.

El horizonte se volvió súbitamente anchuroso, y Maisie se sintió muy pequeña en medio de él:

—¿Completamente sola?

—Oh, no; yo asistiré contigo —dijo Sir Claude—. Así aprenderé la mar de cosas que ignoro.

—Igual que yo —confesó en tono serio la señora de Beale—. Los dos iremos con ella; será encantador. Hace siglos —reconoció ante Maisieque no he tenido tiempo para estudiar. Esta será otra de las maravillosas formas en que constituirás un incitante para nosotros. ¡Oh, va a ser inmenso el bien que nos va a venir de ella! —le espetó a Sir Claude perdiendo todo autodominio.

Él sopesó aquello; luego repuso:

—Sin ningún género de dudas, ésa es también mi convicción. —Naturalmente a Maisie no se le alcanzaba enteramente el contenido de dicha convicción, pero de todas formas se sintió rebosante de entusiasmo. Si en aquel hermoso porvenir no se iba a echar nada en falta, de aquí se seguía que ella no iba a echar en falta a la señora Wix; pero la conciencia de haber consentido en renunciar a esta persona tan querida hizo que le resonaran en los oídos dos palabras que a menudo había escuchado anteriormente. En definitiva, aquello la hizo entender a qué se referían siempre su padre y su madre cada vez que se motejaban mutuamente de «persona abyecta». Se preguntó si acaso ella misma no sería una persona abyecta por haber aprendido a ser tan feliz sin la señora Wix. ¿Qué iría a hacer la señora Wix? ¿Adónde iría a parar la señora Wix? En el momento en que Sir Claude se disponía a salir, estas inquietudes cobraron vida por sí solas en los labios de Maisie, y durante unos instantes Sir Claude se detuvo en el umbral para contestar—: ¡Oh, ya llegaré a un pacto con ella! —exclamó; y, dicho esto, se fue.

Al quedarse a solas con la señora de Beale, Maisie dejó escapar un suspiro de tranquilidad y miró en su derredor como si contemplase el alborear de un día mejor.

—¡En ese caso todos vamos a estar regulados por pactos! —dijo con alivio. Ante lo cual su madrastra volvió a inclinarse afectuosamente hacia ella.

Lo que Maisie sabía
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