12

De momento la señora Wix no se dignó explicar su ominosa frase, mas pronto la luz de notables acontecimientos habría de habilitar a su compañerita para entenderla. De hecho puede decirse que estos días trajeron consigo un elevado avivamiento de las percepciones directas de Maisie, de su sensación de capacidad de llegar por sí sola a conclusiones. La ayudó a este efecto un sentimiento esencialmente despojado de dulzura: el aumento de aquella preocupación que más la había invadido en sus meditaciones. No le hacía falta que le dijeran, como se lo dijo la señora Wix a la mañana siguiente de la revelación del peligro que amenazaba a Sir Claude, que su madre se preguntaba cada vez más por qué diablos no la reclamaba su padre: desde hacía tiempo había estado esperando un estallido a ese respecto por parte de su madre. Maisie estaba preparada para encarar aquella presión si encararla significaba estar en situación de contestar, con palabras directamente inspiradas en la fuente original, que papá preferiría la horca antes que cargar de nuevo con ella. Por consiguiente sintió que por fin había llegado la hora que en sus angustiadas vislumbres había previsto: la hora en que —por decirlo con palabras que ella recordaba pronunciadas por la señora de Beale— con dos padres, dos madres y dos hogares, seis protecciones en total, no tendría «adónde ir». Tal aprensión no se vio exactamente aminorada por la circunstancia de que inesperadamente la propia señora Wix palideciera de terror: circunstancia de la cual extrajo Maisie la subsiguiente convicción de que esta mujer estaba aún más atemorizada por ella misma que por su educanda. No era probable que una institutriz que únicamente tenía un vestido tuviera ni dos padres ni dos madres; consiguientemente, si, aun contando con dichos recursos, Maisie iba a ir a parar a la calle, ¿adónde, en nombre de todo lo más sagrado, iría a parar la pobre señora Wix? Ésta había tenido, por lo visto, un tremendo altercado con Ida, iniciado y concluido con la exigencia de que hiciera el favor de «levantar el campo» inmediatamente. De manera repentina pero tajante había llegado aquella señal largo tiempo temida. Las dos amigas se confesaron mutuamente los temores que en su mayor y peor parte cada una había ocultado, pero la señora Wix se encontraba en una situación mucho más sólida que Maisie en cuanto a contar con un plan de defensa. Por lo demás, rehusó comunicárselo hasta que no estuviera plenamente maduro; pero mientras tanto, según se apresuró a declarar, permanecería inamovible en el cuarto de estudio. Sólo la harían desalojarlo por medio de la fuerza: tal vez terminaría «ahuecando el ala» por orden judicial, pero no pensaba ahuecarla por un simple insulto. Eso sería seguirle el juego a milady, así que sería precisa otra vuelta de tuerca para hacerla abandonar a su pequeña. Milady se había ensañado con una virulencia inaudita: éste era uno de los muchos síntomas de que la situación se había vuelto tensa —«entre todos ellos», como dijo la señora Wix, «pero especialmente entre ellos dos»— hasta un extremo que sólo Dios sabía.

Su descripción de la crisis hizo recapacitar a la niña:

—¿Entre quiénes dos? ¿Papá y mamá?

—No, cielos. Me refiero a entre tu madre y él.

Aquí Maisie vio una oportunidad para mostrarse de veras profunda:

—¿«Él»? ¿El señor Perriam?

Logró que francamente se sonrojara aquel atemorizado semblante:

—Vaya, querida, he de decir que apenas parece existir algo que tú no sepas. Si el asunto con el señor Perriam va o no a seguir eternamente (ya que debo contestarte), ¿quién se aventuraría a afirmarlo? Pero yo estaba refiriéndome al querido Sir Claude.

Maisie aceptó la enmienda sin considerar que debiera avergonzarse:

—Comprendo. Pero ¿es debido al señor Perriam por lo que él está furioso?

La señora Wix hizo una pausa, y luego contestó:

—Él dice que no.

—¿Que no está furioso? ¿Eso le ha dicho a usted?

La señora Wix la miró intensamente.

—Que no está furioso debido a él—dijo.

—¿Debido entonces a algún otro?

La señora Wix la miró aún más intensamente.

—Debido a algún otro —dijo.

—¿Debido a Lord Eric? —espetó a renglón seguido la niña.

Ante esto, de improviso, su institutriz se puso más agitada:

—Pero ¿por qué, pequeña infortunada, tenemos que sacar a colación esos aborrecibles nombres? —Y por enésima vez se arrojó al cuello de Maisie. A su educanda no le hizo falta sino un instante para reparar en que la señora Wix estaba temblando de desesperanza, y, merced al contagio de este pánico, al instante siguiente las dos estaban sollozando la una en brazos de la otra. Luego sucedió que, totalmente abatida, más desalentada de lo que nunca jamás se había sentido, la señora Wix dejó sangrar su herida y fluir su resentimiento. Su gran amargura era que Ida la hubiera acusado de falsedad, hubiera denunciado su hipocresía y su duplicidad, hubiera vilipendiado su indiscreción y su espionaje, su servilismo y su bajeza en relación con Sir Claude—. ¡A mí, a mí —gimió la pobre mujer—, que he visto lo que he visto y que he tenido que soportarlo todo sólo para encubrirla y suavizar asperezas! Si se puede decir que he sido una hipócrita es justo por lo contrario: ¡he fingido, ante él y ante ella, ante mí misma y ante ti y ante todo el mundo, que no he visto nada! ¡Me está bien empleado por refrenar la lengua ante semejantes horrores! —Su compañerita se abstuvo de inquirir exactamente de qué horrores se trataba, llegando a exhibir no pocos indicios de una gran capacidad de darlos por supuestos. Aquello puso más que nunca a las dos navegando en el mismo barco por el mismo turbulento mar; y, con la idea de que su compañera de travesía tenía un plan que llevar a la práctica, Maisie se dedicó a aguardar a verla actuar. Al día siguiente se presentó Sir Claude a la hora del té, y entonces la señora Wix expuso sus maquinaciones. Fue singular cómo la presencia de la niña reforzó dicha exposición. La principal propuesta era sorprendente, pero Maisie se quedó admirada del coraje con que supo plantearla su institutriz. Sencillamente consistía en el proyecto de que cuandoquiera y dondequiera que ellas debieran buscar otro cobijo Sir Claude aceptara refugiarse con ellas. Como él protestara con suma vehemencia contra aquel matiz de separatismo, ella le preguntó qué otra cosa podían ellas hacer si milady les interrumpía el suministro de víveres.

—¡Al diablo con los víveres, mi querida amiga! —dijo su encantador amigo—. Deje de mi cuenta los víveres: yo me encargaré de los víveres.

La señora Wix se entusiasmó:

—Vaya, precisamente porque sabía que usted lo resolvería gustosamente es por lo que he osado plantearle este problema. Pero hay un modo mejor que ningún otro en que usted podría velar por nosotras. Ese modo es ni más ni menos que viniéndose a vivir a nuestro lado.

Ante Maisie se cernió como un cuadro resplandeciente el modo propuesto por la señora Wix, y juntó sus manos extáticamente:

—¡Vente a vivir a nuestro lado, sí, vente, vente!

Sir Claude miró alternativamente a la hijastra y a la institutriz, y preguntó:

—¿Me están proponiendo abandonar esta casa e ir a instalarme por ahí con ustedes?

—Sería lo correcto... si opina usted como me contó que opinaba. —Ahora la señora Wix, pletórica y concluyente, fue tan nítida como el sonido de una campana.

Sir Claude mostró el aspecto de estar intentando recordar qué le habría contado a la señora Wix; finalmente relumbró aquella luz que sempiternamente estaba relumbrando para tornar su semblante más plácido:

—Su feliz idea, ¿implica que yo alquile una casa para ustedes?

—Para esta desdichada niña sin hogar. Para nosotras sería suficiente contar con un techo cualquiera sobre nuestras cabezas; pero naturalmente para usted habrá de ser algún sitio realmente agradable.

La mirada de Sir Claude retornó a Maisie, y con cierta intensidad, como pensó ella; y en la mismísima sonrisa masculina había un matiz que semejó querer darle a entender —aunque asimismo ella pensó que no se lo daba a entender a la señora Wix— que le parecía demasiado ambicioso aquel proyecto de instalación. Al siguiente instante, empero, él rompió a reír con bastante alegría:

—Mi querida señora, usted exagera enormemente mis humildes necesidades. —En una ocasión la señora Wix le había mencionado a su amiguita que todas las veces que Sir Claude la llamaba su querida señora podía hacer con ella lo que se le antojara; y Maisie experimentó cierto suspense preguntándose qué iría a hacer Sir Claude esta vez. Pero, vaya, Sir Claude no le hizo a la señora Wix sino un comentario cuya fuerza fue percibida por la propia niña—: Me atrae inmensamente su proyecto; pero naturalmente (¿no se da usted cuenta?) he de meditar sobre la situación en que me pondré si abandono a mi esposa.

—Asimismo ha de recordar —repuso la señora Wix— que si no anda usted con cuidado, será su esposa quien no le dará el tiempo suficiente para meditar. Milady lo abandonará a usted.

—¡Oh, mi buena mujer, yo ando con cuidado! —contestó el joven mientras Maisie se servía otra ración de pan con mantequilla—. Desde luego que si tal cosa acaece, tendré que tomar medidas de algún género; pero con todo mi corazón espero que no acaecerá. Te suplico que me disculpes —prosiguió para su hijastra— por parecer debatir una posibilidad semejante ante tus respingadas naricitas. Pero lo cierto es que casi siempre olvido que Ida es tu santa madre.

—¡Lo mismo me pasa a mí! —dijo Maisie, con la boca llena de pan con mantequilla y para tranquilizarlo.

Ante esto, su protectora volvió a abrazarla:

—¡Precioso animalito desolado! —Durante el resto de la conversación ella permaneció entre los brazos de la señora Wix, y mientras ambas estaban así entrelazadas Sir Claude, de pie ante ellas con una taza de té en la mano, las miraba sumido en profundas cavilaciones. Por mucho que ellas pudieran achantarse, no podían evitar, pensó Maisie, erigirse en una imagen muy contundente y abrumadora de lo que la señora Wix esperaba de las escasas energías de Sir Claude. Ella se dio cuenta, además, de que esta mujer no mejoró la coyuntura al agregar pasado un momento—: Naturalmente nosotras no soñamos con tener toda una mansión. Nos parecerá mas que suficiente un pequeño alojamiento cualquiera, por humilde que sea.

—Pero tendría que ser uno que pudiera cobijarnos a todos —dijo Sir Claude.

—Oh, sí —asintió la señora Wix—: el quid está en permanecer juntos. Pero mientras usted aguarda, antes de actuar, a que milady dé el primer paso, se volverá insostenible nuestra situación aquí. Usted ignora lo que ayer tuve que pasar por usted... y por nuestra pobre pequeña: fue algo que no puedo prometer ser capaz de volver a soportarlo demasiadas veces. Ella me echó utilizando un vocabulario espantoso; a los sirvientes les ha dado órdenes de que no me sirvan.

—¡Oh, los pobres sirvientes son bellísimas personas! —exclamó vehementemente Sir Claude.

—Desde luego son mejores que el ama que tienen. Es pavoroso, Sir Claude, verme obligada a decir que quien es su esposa, y quien es la mismísima madre de Maisie, es peor que una sirvienta; pero la necesidad de tener que incurrir en semejantes comentarios es precisamente otra razón más para que nos vayamos de esta casa. Estoy dispuesta a permanecer aquí hasta que me saquen a rastras, pero eso puede acontecer cualquier día de éstos. Y lo que asimismo puede perfectamente acontecer, si me permite usted repetirlo, es que ella se marche para no volver a vernos.

—¡Ah, ojalá ella hiciera eso! dijo riendo Sir Claude—. ¡Sería lo mejor que podría ocurrirnos!

—¡No diga eso, no diga eso! —imploró la señora Wix—. No hable de nada tan horrendo. Ya sabe usted lo que quiero decir. Todos debemos reverenciar el bien. No debe usted ser malvado.

Sir Claude depositó sobre la mesa su taza de té; había adoptado una expresión más seria y pensativamente se atusó el bigote:

—La gente no opinaría precisamente que soy un malvado si abandono esta casa antes de que... antes de que ella se haya fugado? Dirían que había sido yo quien la había empujado a fugarse.

Maisie percibió el alcance de aquel razonamiento, pero a la señora Wix no le impidió decir:

—Y ¿qué más le daría eso a usted... ya que usted lo habría hecho por un motivo elevado? Piense en la belleza de tal motivo —insistió la buena mujer.

—¿El de fugarme con ustedes? —exclamó Sir Claude.

Ella sonrió desmayadamente; incluso se ruborizó desmayadamente:

—En lugar de daño, eso le hará a usted un inmenso bien. Sir Claude, hágame caso: eso lo salvará.

—Me salvará ¿de qué?

Ante esta pregunta, Maisie aguardó con renovado suspense una respuesta que dejara este punto un poco más cristalino de lo que anteriormente lo dejara su compañera. Mas por el contrario no halló sino aún más desconcierto en la respuesta de la señora Wix:

—¡Ah, ya sabe usted muy bien de qué!

—¡¿De otra mujer, quiere usted decir?!

—Sí: de una mujer verdaderamente perversa.

Al menos Sir Claude, según apreció la niña, sabía muy bien de qué se estaba hablando: lo sabía tan bien que en la mirada masculina reapareció una sonrisa de inteligencia. Con ligera incomodidad él se volvió hacia Maisie, y entonces algo en la forma en que ella se encaró con él lo hizo darle un amistoso meneo en el mentón. Sólo después de esto le contestó a la señora Wix con muy buenas maneras:

—Usted me tiene por mucho más malvado de lo que en realidad soy.

—Si eso fuera cierto —repuso ella— yo no estaría ahora apelando a usted. Apelo a usted, Sir Claude, en nombre de todo lo que de bueno hay en usted... ¡oh, y cuán sinceramente! Podemos ayudarnos mutuamente. No hace falta que yo especifique lo que usted puede hacer por nuestra amiguita aquí presente. Eso no es ni siquiera de lo que deseo hablar ahora. De lo que deseo hablar ahora es de lo que usted recibirá (¿no me comprende?) si aprovecha una oportunidad así. Hágase cargo de nosotras... hágase cargo de ella. Convierta a esta niña en su obligación, conviértala en la misión de su existencia: ¡ella se lo pagará mil veces!

Fue hacia la señora Wix, durante esta apelación, hacia quien se desplazó la atención de Maisie: en parte porque, aunque sentía el corazón en la garganta debido a la palpitación, un sentimiento de delicadeza le impidió prestarse a dar la impresión de desear ejercer presión alguna; en parte por la fascinación de ver a la señora Wix expresarse de una manera que nunca antes le había visto, ni tan siquiera el día de su visita a la casa de la señora de Beale con la noticia del casamiento de mamá. Aquel día la señora de Beale la había superado en firmeza, pero nadie habría podido superarla hoy. En este momento, de hecho, su alumna encontró un atractivo especial en esa especie de tácita promesa de sorpresas de esta índole reservadas todavía para el futuro. De este modo las principales orientaciones de la conducta de la niña provenían de su agudizada sensación de ser una espectadora, esa larga costumbre, desde los inicios, de verse en medio de enfrentamientos y de encontrar en la violencia de éstos —había tenido un atisbo del juego del fútbol— cierta especie de compensación al hecho de estar fatalmente condenada a una peculiar pasividad. A menudo dicha sensación le procuraba la extraña impresión de asistir a su propia vida tan desde fuera como si la contemplara aplastando su nariz contra una ventana. Tal sintió que era ahora el emplazamiento de su nariz mientras aguardaba los resultados de la elocuencia de la señora Wix. Empero, Sir Claude no la mantuvo demasiado tiempo en esa incómoda situación: se sentó y le tendió los brazos como aquel día en que había ido a buscarla a casa de su padre, y mientras así la retenía, mirándola afectuosamente, pero como si la compañera de ambos hubiera hecho que a él le hubiese afluido abundantemente la sangre al rostro, él dijo:

—La querida señora Wix es espléndida, pero quizá excesivamente grandiosa. Quiero decir que al fin y al cabo la situación no es ni tan desesperada ni tan sencilla. Pero te doy mi palabra delante de ella, y se la doy a ella delante de ti, de que jamás, jamás te abandonaré. ¿Oyes esto, muchacho, y comprendes lo que significa? Estaré a tu lado pase lo que pase.

Maisie sí comprendió lo que significaba: lo comprendió con un prolongado temblor de todo su pequeño ser; y entonces, como quiera que él, para enfatizar su declaración, la abrazara aún más fuertemente, ella hundió la cabeza en uno de sus hombros y empezó a llorar sin ruido y sin tristeza. Mientras estaba así ocupada se percató de que el pecho de él también se agitaba, y de ello infirió con éxtasis que las lágrimas masculinas estaban manando igual de sigilosamente. Acto seguido oyó un fuerte sollozo procedente de la señora Wix: la señora Wix fue la única que hizo ruido.

No hizo, durante algún tiempo, otro ruido sino aquél, si bien al cabo de unos días, en conversación con su educanda, definió sus propias relaciones con Ida como una situación sólo levemente mejor que ser apaleada. A despecho de ello todavía no se había producido ningún intento de sacarla de la casa por medio de la fuerza, y ella reconoció que Sir Claude, comprometiéndose como nunca hasta ese momento, había intervenido con pasión y con éxito. Como Maisie se acordaba —y se acordaba sin ningún desprecio— de que él había confesado tener miedo de milady, la niña interpretó este reciente acto de valentía como una muestra de lo que él, ateniéndose al espíritu del compromiso sellado por las lágrimas de todos, estaba realmente dispuesto a hacer. La señora Wix le habló a su educanda del sacrificio pecuniario con que ella misma compraba la escasa seguridad de que disfrutaba y que, aunque constituía una protección contra la mano de la violencia, de todos modos la dejaba expuesta a inmencionables canalladas. ¿Acaso milady no encontraba a todas horas algún medio insidioso para humillarla y ofenderla? Le debía el sueldo de un trimestre (pomposa denominación, según podía sospechar incluso Maisie, para una cantidad escasa); ella no iba a ver ese sueldo en todos los días de su vida; pero el mantenerse callada al respecto ponía a milady, gracias a Dios, un poco en sus manos. Ahora que Sir Claude ya estaba tomándose tantas otras molestias, ella no podía acudir a molestarlo por una nadería de ese jaez. Él había enviado para el exclusivo consumo de las moradoras del cuarto de estudio una enorme tarta escarchada, una maravillosa montaña exquisita con estratos geológicos de mermelada, tarta que, usada con economía, podría durar muchos de los días de su coyuntura de sitiadas; pero pese a todo la señora Wix tenía noticia de que los asuntos de él estaban cada vez más embrollados, y su compañera de degustación rememoró tiernamente, a la luz de dichos embrollamientos, la expresión facial con que él había acogido la propuesta de alquilar una casa distinta. Maisie sintió que aunque los medios de subsistencia de ellas pendieran de un hilo, aun así ellas debían conducirse con la más elevada delicadeza. Lo que él estaba haciendo era ni más ni menos que actuar sin demora, hasta donde se lo permitían sus tribulaciones, bajo la inspiración de la más vieja de sus amigas. Durante esta temporada llegó un maravilloso mes de mayo —tan plácido como una cesación del viento durante una noche de vendaval que hubiera producido un obligado insomnio— en que él se dedicó a sacar a pasear a su hijastra con renovada alacridad y así ambos recorrían sin rumbo fijo la gran ciudad a la búsqueda, como lo denominó la señora Wix, de una atinada mezcla de deleite e instrucción.

Viajaban en el piso superior de los autobuses; visitaban los parques de los alrededores; asistían a partidos de críquet en los cuales Maisie se dormía; entraban en cien locales hasta encontrar el más idóneo para tomar el té. Era el modo directo de estar a la altura de la sublime lección de la señora Wix: convertir a su hijita adoptiva en su obligación y en la misión de su existencia. Se metían, llevados por impulsos irrefrenables, en tiendas que de común acuerdo consideraban demasiado grandes a fin de mirar objetos que de común acuerdo consideraban demasiado pequeños; y era durante estas horas cuando la señora Wix, sola en casa, pero tema de nostálgicas alusiones mientras ellos se quitaban los guantes para tomar su piscolabis, estaba —según posterior confesión propia— menos resguardada de los ataques que milady había aprendido a tramar con tanto ingenio. Una y otra vez reiteraba que no le habría importado tantísimo ver escarnecidas sus «cualificaciones» y negada su competencia en toda asignatura si no se hubiera visto descrita como «rastrera» de carácter y personalidad. A estas alturas nadie fingía no considerar una gran suerte el que habitualmente milady saliera de Londres todos los sábados y se mostrara cada vez más propensa a no regresar hasta mediados de semana. Era casi igualmente público que ella consideraba una «afectación» absurda, y de hecho un insulto derechamente dirigido hacia su propia persona, la actitud de su marido de no moverse del lado de una niña en favor de cuya subsistencia ya se habían tomado las más cuidadosas medidas. Si había una tipología que Ida despreciaba, según le comunicó Sir Claude a Maisie, era la de los hombres que dedicaban los domingos a pasear abúlicamente por la capital; y Sir Claude también relató cuán a menudo Ida había declarado que si él tuviera una pizca de dignidad estaría abochornado de asumir una postura servil en lo concerniente a la hija del señor Farange. Milady sostenía que él vivía en un vil miedo de su predecesor, pues de lo contrario habría considerado una obligación, por simple cuestión de decencia, proteger a su propia esposa del ultraje de los descarados intentos de estafa de aquel personaje. La estafa del señor Farange consistía en echar sobre los hombros de la madre toda la intolerable carga del cuidado de la niña. «E incluso cuando pago tus gastos yo mismo —le aseveraba Sir Claude a su amiguita—, no por eso ella deja de seguir acusándome de indignidad y de bajeza.» La convicción de la señora Wix, extraída de otros considerandos diferentes, era, lo sabían ambos, que los semanales viajes de Ida no eran sino los preparativos para una ausencia más considerable. Si cada semana regresaba más tarde, eso quería decir que llegaría la semana en que nunca más habría de regresar. Desde luego esa perspectiva influía mucho en la entereza que últimamente demostraba la señora Wix. Sólo era cuestión de resistir el suficiente tiempo, y por fin quedaría informalmente vigente la confortable existencia en una casita junto con Sir Claude.

Lo que Maisie sabía
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml