20
Aquel dinero era excesivo incluso para una tarifa de fábula, y en ausencia de la señora de Beale, quien, pese a que la hora era ya avanzada, aún no había regresado a Regent's Park, Susan Ash, en el vestíbulo, con una voz tan alta como baja fue la de Maisie y mostrándose tan audaz como sumisa se mostró la otra, extrajo, de entre el espectáculo ofrecido bajo la tenue vigilia de una lámpara que resultó un vivo contraste con el anterior escenario pleno de luces, la media corona que el poco ceremonioso cochero había decretado lo mínimo con que se conformaría. Al parecer la señora de Beale tardaría aún en presentarse, y entre tanto Maisie fue persuadida por la rauda Susan no sólo de irse a la cama como una niña buena, sino también de, a guisa de una aún más pletórica manifestación de tal carácter, destinar al pago de servicios tanto generales como particulares uno de los soberanos del ordenado surtido que, sobre el tocador del piso de arriba, naturalmente no le había resultado menos deslumbrante a una pobre sirvienta huérfana que a la inspiradora de las maniobras de un cuarteto de padres. Dicha inspiradora acabó por dormirse con su capital envuelto en un pañuelo anudado, el mayor que se pudo encontrar y cobijar bajo su almohada; pero las explicaciones que a la mañana siguiente fueron inevitablemente más completas ante la señora de —Beale de lo que lo habían sido ante la amiga humilde, encontraron su culminación en una renuncia asimismo más adecuadamente completa. Por cierto que había explicaciones que la señora de Beale tuvo que dar no menos que pedir, y la más notable de ellas versó sobre que por parte de una niña estaba feísimo aceptar dinero de una mujer que sencillamente constituía la abominación de su sexo. Los soberanos fueron examinados con cierto detenimiento, el resultado de lo cual, empero, fue hacer que la autora de aquella afirmación deseara saber qué podía considerárselos, si realmente se ahondaba en la cuestión, sino la expiación del pecado. Su compañerita ahondó en la cuestión meramente hasta el problema de lo que en tal caso debía hacerse con ellos; ante lo cual la señora de Beale, que a estas alturas ya se los había guardado en el bolsillo, contestó con dignidad y con la mano sobre dicho receptáculo:
—¡Debemos devolverlos sin pérdida de tiempo!
Susan, según supo la niña poco después, fue invitada a participar en este acto de restitución con el soberano del cual se había apropiado; pero se traslució un elevado apego a su tesoro cuando afirmó privadamente ante Maisie que había un límite para la forma en que los demás podían «manejar» a servidora. Ante la señora de Beale Maisie había detallado pormenorizadamente todo lo ocurrido la noche anterior; mas ahora se halló convertida por parte de la indignada sirvienta en receptora de observaciones que constituyeron otros tantos testimonios de las propias omisiones de aquella dama. Una hizo referencia a la extraordinaria hora —las tres de la mañana, si es que tenía interés en saberlo— a que había regresado a casa la señora de Beale; otra, espetada en un tono respecto del cual el espíritu crítico de Maisie siguió expresándose de un modo intensamente tácito, describió su petición como un «chanchullo», una «jeta», tal como jamás había visto servidora en toda su vida; una tercera abordó algo vigorosamente la cuestión de las sumas enormes debidas a todos los miembros de la servidumbre, cualesquiera fuesen sus estipuladas funciones, en concepto de trabajos extra y atenciones no tenidas en cuenta. De hecho, durante varios días la conciencia de nuestra pequeña se vio anegada por la aprensión engendrada por lo mucho que tardaba en extinguirse la indignación de la sirvienta. Dichos días se habrían tornado tan horríficos como los de la Revolución aprendida de memoria en los libros de Historia si finalmente hubiesen desembocado en una insurrección en la cocina; y para intensificar esa perspectiva ella tuvo, escrutando la mirada de Susan, más de una vislumbre del modo como se fraguan las Revoluciones. Escuchar a Susan equivalía a inferir que la chispa aplicada a la materia inflamable y que ya estaba haciéndola chisporrotear había resultado consistir en que a servidora la habían llamado vil ratera sólo por negarse a desprenderse de lo que legítimamente le pertenecía.
El hecho que confirió carta de nobleza a esta tensión fue, al quinto día, que la tal tensión pareció en realidad haber tenido que ver con una asombrada percepción por parte de nuestra protagonista de que apenas debido más a las energías de Sir Claude que a las de Susan poco después del desayuno ya la habían trasladado desde Londres hasta Folkestone y alojado en un precioso hotel. Estos actuantes, ante su estupefacta mirada, se habían conchabado para llevar a cabo la aventura y para prestarle el aire de deber su buen éxito a que la señora de Beale, como dijo Susan, había salido hacía sólo un instante. Cuando Sir Claude, reloj en mano, hubo acogido este hecho con la exclamación: «¡Entonces haz tu equipaje, señorita Farange, y vente con nosotros!», a continuación se había producido por las escaleras una serie de ejercicios gimnásticos de una índole capaz de lograr que el corazón de la señorita Farange acabara en la boca de la señorita Farange. Se acomodó con Sir Claude en un carruaje de cuatro ruedas mientras él seguía consultando el reloj; lo consultó más tiempo que cualquier médico que hasta la fecha le hubiese tomado a ella el pulso; el suficiente tiempo para ofrecerle una visión de algo semejante al éxtasis de desaprovechar tamaña oportunidad de mostrar impaciencia. El éxtasis se había iniciado en el cuarto de dar clases mientras ella estaba enfrascada en la Berceuse, casi exactamente igual que la pregustación experimentada aquel día, no mucho tiempo atrás, en que Susan había subido jadeante y ella misma, apenas se sintió comparada a una duquesa, se había apresurado a bajar; pues ¿qué perjuicio, en tal caso, había habido en abatimientos y decepciones si ella aún podía disfrutar, siquiera excepcionalmente, de la sensación de que le «anunciaran» tan querido nombre? No se le había olvidado que su padre le había vaticinado que un día iba a encontrarse de patitas en la calle, pero con toda seguridad ello no iba a ocurrir este mismo día, y se sintió justificada en su preferencia manifestada ante aquel progenitor en cuanto su visitante hubo puesto en movimiento a Susan y posado su mano, mientras ella aguardaba junto a él, gentilmente sobre la de ella. Era lo mismo que, en los Jardines de Kensington, había hecho el Capitán: la situación en que ahora ella se encontraba le recordó ligeramente la de entonces y renovó su vago estupor ante el modo como, desde el principio, semejantes amabilidades y atenciones le habían dado la sensación de ser consecuencias y signos de cosas que concernían a otras personas e incluso hasta cierto punto de la disminución o agudización de las dificultades de éstas. Las cosas que la habían decepcionado y las que la habían amedrentado durante la noche de la Exposición se disolvieron ahora por igual en la impresión de que cualquier «sorpresita» con que en este momento estuviera a punto de obsequiarla Sir Claude, sería demasiado grande para manifestarse toda de una vez. Cualquier temor que pudiera nacer del hecho de que él parecía estar excluyendo a su madrastra, se vio mitigado gracias al imperativo de una regla general: la extraña verdad consistente en que si actualmente la señora de Beale nunca salía o entraba sin hacerla pensar en él, en modo alguno ocurría, en compensación, que el rasgo primordial de la renovada presencia de él fuera hacerla pensar en la señora de Beale. Estar con Sir Claude significaba pensar sólo en Sir Claude, y esa ley gobernó los pensamientos de Maisie hasta que, con un súbito bandazo del carruaje, que por fin había acogido a Susan y a un buen montón de maletas y casi había llegado a la estación de Charing Cross, extrañamente volvió a asomar en su confusa mente la desde hacía tanto tiempo perdida imagen de la señora Wix.
Ello fue singular, pero a partir de tal momento ella comprendió y siguió: siguió con la sensación de que se estuvieran llenando todas las lagunas creadas por aquellos síntomas de evasión y de fuga. Su éxtasis era algo que tenía en aún mayor grado una cara que una espalda que volver: una mirada fija en la señora Wix incluso después de la ligera sorpresa de no encontrársela, conforme progresó el viaje, ni en la estación de Londres ni en el hotel de Folkestone. Hicieron falta pocos instantes para que la niña fuera consciente de que aunque la señora Wix no estuviera en ninguno de aquellos lugares, por lo menos sí estaba en algún otro. Todo el tiempo Maisie había sabido demasiado, pero nunca tanto como lo que iba a saber a partir de ahora y lo que en especial supo durante el par de días que debió permanecer suspendida en el aire, por así decirlo, sobre aquel mar que representaba, con su brisa y su color azul y el encanto del verano, una travesía mucho más amplia que la del Canal. En este periodo le fue dado llegar a adivinaciones tan complejas que yo no dispondría de espacio para mi propósito si tratase de seguirla paso a paso; respecto de lo cual, por consiguiente, debo contentarme con precisar que aun la más completa pintura que pudiera hacerse del proceder de Sir Claude sólo ofrecería una pálida y borrosa copia de la imagen que del mismo se formó su amiguita. Abruptamente, aquella mañana, él se había entregado a poner en práctica la idea que durante semanas le había estado insuflando la señora Wix siguiendo una línea de ataque que con excepcional habilidad esta mujer había evitado que quedara enredada en la fina telaraña constituida por las relaciones de él con la señora de Beale. El aliento de la sinceridad de la señora Wix, soplando sin tregua, lo había inducido a aquella huida en la que, hasta el grado que ya he descrito, también había sido trepidantemente involucrada Maisie. Se trataba ni más ni menos que de la intrépida maniobra de abandonar tanto a la señora de Beale como a su propia esposa: de marcharse enseguida con la niña a tierras extranjeras lo bastante lejanas como para ayudar a hacer realidad el sueño de la señora Wix de verlo arrepentirse de sus descarríos y redimir sus fechorías. Constituiría un sacrificio —bajo una mirada a la cual no se le escaparía ni el más tenue matiz— en pro de lo que incluso los extraños huéspedes que milady recibía en los antiguos tiempos habían denominado el verdadero bien de la pequeña infortunada. En la mente de Maisie se albergó una sospecha de muchas cosas que, durante la última larga temporada, habrían pasado de un modo confuso, pero harto sincero, por la mente de él: una vislumbre, casi sobrecogida en virtud de su agradecimiento, del milagro obrado por la vieja institutriz. A este respecto aquella modesta criada no habría podido resultar más impresionante —aunque fuera contemplando sus acciones indirectamente— si hubiese sido una profetisa con un manuscrito desenrollado o alguna ferviente abadesa hablando por boca de la Iglesia. Día tras día se había mantenido pegada a su maleable amigo, influyendo en él con profunda, concentrada pasión, haciendo absolutamente todo lo posible por convertirlo al bien, y moldeándolo de guisa que finalmente él había aprovechado su hermosa oportunidad. Que dicha oportunidad no era un espejismo quedaba suficientemente garantizado por el modo claro en que él había terminado viendo que, en caso de que pasara a la acción, no armarían ninguna clase de bronca ni Ida ni Beale, a quienes, cada uno por motivos distintos, todo aquello convendría en grado sumo.
Ello suena, no cabe duda, demasiado penetrante, pero el caso es que no se debió en absoluto a confesiones de Sir Claude el hecho de que Maisie fuera capaz de reconstruir la singularidad del especial influjo gracias al cual, durante aquellos intervalos, él había ido regenerándose a base de mantener aislados de todos sus demás intereses, en la medida de lo posible, sus intereses amorosos. Por supuesto ella siempre tenía en la mente más bien sensaciones que palabras, pero fue precisamente gracias a esta desventaja como consiguió ahora entender que las ausencias de su compañero habían tenido por motivo que era el amante de su madrastra y que en buena lógica el amante de su madrastra apenas podía aspirar a tener un gran derecho a ocuparse de ella misma. A estas alturas Maisie había aceptado la presuposición de que existía una especie de natural incompatibilidad entre amantes y niñas. De hecho fue precisamente esto lo que arrojó luz acerca del probable contenido de la nota a lápiz depositada sobre la mesa del vestíbulo de Regent's Park y que le daría la bienvenida a la señora de Beale al regresar. Caprichosamente Maisie se lo figuró precautoriamente humorístico de tono, aun cuando a su propio modo de ver el rostro de Sir Claude había exhibido al escribirla una seriedad nunca vista anteriormente si exceptuamos la vez que él la había montado en el carruaje cuando ella se había portado mal con él después de estar con el Capitán. En realidad podía sentirse turbado, pero seguramente, según el punto de vista de la niña, él habría amortiguado con alguna salida chistosa el trastorno provocado en el hogar de su padre al sustraer a una apreciada integrante de la servidumbre. No es que no hubiera una buena cantidad de cosas más que habían podido ser omitidas en la nota: una buena cantidad de cosas para las cuales era un alojamiento mejor el ingenioso cerebrito de Maisie, donde estuvieron pululando sin parar y ocasionaron que la primera visión de Folkestone se difuminara en una vaguedad de colores y sonidos. En medio de esta mezcolanza se tornó claro que ahora su padrastro no tenía nada que tomar en cuenta salvo su embrollado vínculo con la señora de Beale. ¿Acaso no se había desembrollado finalmente de cualquier otra persona o cosa? El obstáculo a esa ruptura a que lo había urgido la señora Wix en aras de su propio bien espiritual, estribaba sencillamente en que él estaba enamorado, o más bien, para expresarlo con mayor exactitud, en que la señora de Beale no le había dejado ninguna duda sobre el grado hasta el cual lo estaba ella. Lo estaba hasta el grado de haber logrado durante un tiempo hacerlo someterse a su dominio sentimental e incluso hasta cierto límite a la idea de que con un poco de diplomacia y un mucho de paciencia aún podrían hacer muchas cosas juntos. Ni siquiera estoy en condiciones de asegurar que Maisie no se hubiera apercibido de hasta qué punto, a este respecto, la señora de Beale estaba muy lejos de compartir la casi insuperable renuencia que él sentía a dejar respirar a su pequeña hijastra el aire de la crasa irregularidad de ambos: la opinión de él, en suma, de que debían o bien cesar de ser irregulares o bien cesar de ser paternales. Su pequeña hijastra, por su parte, había adoptado desde hacía tiempo el parecer que en una ocasión la mismísima señora Wix no había considerado imperdonablemente pecaminoso: el parecer de que a fin de cuentas ella se sentía, en cuanto pequeña hijastra, espiritualmente a sus anchas en atmósferas aterradoras de analizar. Si la señora Wix, empero, aterrada hasta el límite, ahora se había decantado por las medidas drásticas, Maisie, como ya he sugerido, estaba asimismo en condiciones de entender perfectamente tanto las razones de las mismas como las muy distintas razones de que dicha mujer no hubiera hecho, al menos de momento, su aparición personal en escena.
¡Oh, decididamente nunca lograré que den ustedes crédito a la cantidad de cosas que ella comprendió y la cantidad de secretos que descifró! Por qué diantres, sin ir más lejos, no supo ocultarle Sir Claude —excepto siguiendo la hipótesis de que no le interesara— que, si bien se miraba y en la medida en que era cuestión de intereses transferidos, él tenía sobre ella tantísimos derechos como su madrastra, por no hablar de un derecho que la señora de Beale no estaba en condiciones de disputarle. De todos modos él no exhibió ningún competente enigmatismo que lograra impedir que ella, una vez que ambos principiaron a mirar hacia Francia, hiciera hipótesis incluso sobre todas aquellas cosas cuya explicación había resultado tan dificultosa en tanto que características de los felices días del ayer: sus paseos y expediciones juntos en los hermosos tiempos mejores que siguieron al instante de su primer encuentro. Nunca anteriormente ella había tenido semejante sensación de haberle dado a él la clave para conducir del modo más feliz sus mutuas relaciones, o de que él le estaba agradecido a ella por su capacidad de abordar las coyunturas desde el ángulo más cómodo. En verdad ella le salió al encuentro hasta en el preciso problema que más incómodamente involucraba a la señora de Beale: el de los feroces celos de esta dama y la necesidad de mantenerle en secreto durante el mayor tiempo posible el hecho de que la pobre señora Wix seguía ejerciendo su influencia. Sí, ella también le salió al encuentro respecto de lo incontestable de la circunstancia de que, puesto que su madrastra no se había topado con nadie más de quien sentir celos, había compensado tan crasa privación encauzando tal sentimiento hacia cierta influencia espiritual. Con un guiño del ojo Sir Claude pareció absolutamente dar a entender que una influencia espiritual capaz de hacer tomar una decisión era a fin de cuentas una influencia espiritual expuesta a que alguien le arrancara los ojos; y que, siendo así el caso, había una persona a quien ellos dos no podían permitirse dejar desprotegida sin antes haber averiguado con mayor claridad las intenciones de la señora de Beale. Maisie, cierto es, no necesitó comentar verbalmente, en el comedor, a la hora del almuerzo: «¿Qué puede hacer la señora de Beale sino venir a reunirse contigo en caso de que papá dé un paso que legalmente equivaldrá a un abandono de hogar?» Tampoco necesitó él, en respuesta, expresar en tales momentos otra cosa que su alegría por haber encontrado una mesa junto a una ventana desde la cual, mientras degustaban carne fría y Apollinaris21 —pues él había insinuado que debían ahorrar lo más posible—, ambos podían dejar que su mirada se demorase con ternura sobre los distantes acantilados blancos que para los atribulados ingleses han implicado tan a menudo una promesa de seguridad. Maisie se dedicó a mirarlos fijamente como si tras unos instantes lograra de veras discernir apoyada en ellos una querida figura grotesca: una figura respecto de la cual ya tenía la perspicaz sensación de que, dondequiera que se apoyase, sería indiscutiblemente la más insólita jamás vista en Francia. Pero era por lo menos tan apasionante sentir dónde no estaba la señora Wix como lo habría sido saber dónde sí estaba, y si ni siquiera estaba en Boulogne ello no hizo sino espesar la emoción.
Aunque aquel día no se iba a ver a la señora Wix, empero, el atardecer quedó marcado por una aparición ante la cual, pese a todo, el extremado suspense replegó sus alas en el acto. Tranquilizando su respiración y concentrando, con la mirada baja, toda su atención en la elegancia de su propio vestido y de sus encajes, debido a la cual reflexionó que no había apelado en vano a una lealtad que en Susan Ash había triunfado sobre todas las hermosas pertenencias que en su alocada carrera habían dejado detrás de ellas, Maisie pasó sentada en un banco del jardín del hotel la media hora anterior a la cena, esa misteriosa ceremonia de la table d’hôte para la cual se había arreglado con jadeante puntualidad. Sir Claude, a su vera, estaba consagrado a un cigarrillo y a los periódicos de la tarde; y aun cuando el hotel estaba al completo, el jardín mostraba ese especial vacío que suele anteceder al sonido del gong. Ella ya casi había tenido tiempo de aburrirse del escenario humano; en todo caso su propia humanidad, en la forma de un tizne en su faldita, la absorbió tanto rato que en cuanto alzó los ojos su mirada se posó sobre un largo ropaje de gran calidad que volvía bochornoso cualquier tizne y que había avanzado resplandecientemente hacia ella sobre el césped sin que ella advirtiera su rumor. Ella recorrió de abajo a arriba aquel enhiesto esplendor —subiendo y subiendo desde el punto del suelo donde se había detenido— hasta que al final de un recorrido considerablemente largo su atención fue conmocionada por la cara inmóvil que, en la cúspide de aquel ropaje, semejaba representar la apoteosis de la acción de llevar un atuendo.
—¡Dios santo, mamá! —exclamó pasado un instante: lo exclamó en un tono que, mientras se ponía en pie como un resorte, hizo también ponerse en pie junto a ella a Sir Claude y le proporcionó a milady, a unos metros de ellos, la ventaja de una momentánea confusión. La de la pobre Maisie fue inmensa: la imprevista aparición de su madre tuvo el mismo efecto de una de esas persianas metálicas que, en sus paseos vespertinos con Susan Ash, había visto caer repentinamente, tras el accionamiento de un resorte, ante resplandecientes escaparates. La luz del viaje al extranjero se extinguió de golpe; tuvo la horrenda sensación de que habían sido pillados; y por primera vez en su vida delante de Ida se atrevió a traducir un impulso en un acto perverso aferrando descaradamente la mano de su compañero de delito. En nada la ayudó el hecho de que al principio él semejara idénticamente trastornado por el terror: fueron unos instantes durante los cuales, en el vacío jardín con sus luengas sombras sobre el césped, el azul mar más allá de los setos y el ambiente de sobresaltada paz, los dos adultos permanecieron inmóviles cual altos vasos llenos hasta los bordes y mantenidos verticales por temor a derramamientos. Por último, con una entonación que por su inesperada suavidad intensificó el efecto de sorpresa, su madre le dijo a Sir Claude:
—¿Te importaría que yo hablara con ella un momentito?
—Por supuesto que no, ¿verdad? —Tanto tardaba en hacer acto de presencia la respuesta de él, que fue Maisie la primera en dar con la reacción adecuada.
Él se rió mientras parecía adherirse al parecer de la niña, y ésta creyó ver una suficiente rendición en el modo como él le dijo a la visitante:
—¿Cómo diantres sabías que estábamos aquí?
Ante esto, su mujer salvó el resto de la distancia hasta ellos y se sentó en el banco posando una mano sobre su hija, a quien atrajo donosamente hacia sí y en quien, ante aquella cercanía, inició un nuevo movimiento el miedo recién experimentado, aunque ahora en una muy distinta dirección. Sir Claude, a su otro lado, retomó su asiento y sus periódicos, de suerte que los tres se agruparon componiendo un idílico cuadro familiar: con el vínculo de él, de la más extraña de las maneras, admitido casi cínicamente en un abrir y cerrar de ojos, y con la madre empujando acariciantemente a la hija a indecibles conformidades. Ahora Maisie sintió cuán poco eran Sir Claude y ella los pillados en flagrante delito. Tuvo la resuelta sensación de que eran ellos quienes habían pillado a su parienta, de que la habían pillado en el acto de deshacerse de su carga de una manera tan definitiva que le infundía una serenidad nunca anteriormente demostrada. Oh sí, el miedo se había esfumado, y ella nunca se había sentido tan irrevocablemente separada como en la presión de la posesión que ahora ejercitaba supremamente aquel brazo de Ida enfundado en un largo guante y rebosante de pulseras.
—Me llegué hasta Regent's Park —fue enseguida la contestación de milady a Sir Claude.
—¿Quieres decir hoy?
—Esta mañana, justo después de tu propia visita. Así fue como os localicé; eso es lo que me ha traído hasta aquí.
Sir Claude reflexionó y Maisie guardó silencio.
—¿A quién, entonces, encontraste allí?
Ida emitió un sonido de indulgente mofa:
—Me hace gracia tu susto. Sé a qué te refieres. No encontré a la persona a quien me arriesgaba a encontrar, pero estaba preparada para la eventualidad de que hubiera tenido que verla. —Se dirigió a Maisie; la había abrazado más estrechamente—: Pregunté por ti, querida, pero no vi a nadie más que a una sucia criada. Tenía el semblante enrojecido por los grandes hechos que, según me contó, acababan de tener lugar en ausencia de la señora de la casa; y por fortuna creía saber el lugar adonde se te había llevado Sir Claude. Si él no había dejado una pista falsa era aquí donde debía encontrarte: ésa fue la conjetura que me guió al ponerme en marcha. —Ida jamás había sido tan explícita sobre conjeturas y marchas, y Maisie, mientras asimilaba esto, asimismo observó que Sir Claude participaba de esa inhabitual impresión—. Quería verte —prosiguió su esposa—, y ahora puedes hacerte una idea de las molestias que me he tomado. Hoy tenía una barbaridad de cosas que hacer en la capital, pero me las ingenié para zafarme.
Durante un instante, Maisie y su compañero hicieron justicia a este logro; pero Maisie fue la primera en exteriorizarlo:
—Me hace mucha ilusión que quisieras verme, mamá. —Luego prosiguió tras una más profunda recapacitación y con un más audaz impulso—: Has llegado a tiempo por los pelos. —Se le atascaba en la garganta, pero logró echarlo fuera—: Nos vamos a Francia.
Ida fue magnífica; Ida la besó en la frente:
—Era justamente lo que me figuraba: por eso me decidí a venir a todo correr. Supuse que a pesar de vuestras prisas haríais un alto antes de cruzar el Canal, y fue una razón adicional para querer verte.
Intensamente Maisie se preguntó cuál podría ser la razón primera, mas sabía que era preferible no hacer preguntas. De hecho se quedó ligeramente sorprendida al ver que Sir Claude no lo sabía y al oírlo inquirir de inmediato:
—En nombre del cielo, ¿qué puedes tener que decirle?
Su tono no fue exactamente rudo, pero sí lo bastante impaciente como para volver la respuesta de su esposa un renovado epítome de su novedosa dulzura:
—Eso, muy señor mío, es de mi exclusiva incumbencia.
—¿Acaso quieres decir —preguntó Sir Claude— que deseas que te deje a solas con ella?
—Sí, si tienes la bondad: tal es la excepcional petición que me tomo la libertad de hacerte. —Milady había descendido a una suavidad irónica merced a la cual, por un momento, la pobre Maisie se sintió desconcertada y fascinada, perpleja ante una vislumbre de algo que durante todos aquellos años había asomado muy esporádicamente. Ida le sonreía a Sir Claude con el extraño aire que asumía en las ocasiones en que desafiaba a su interlocutor a mostrarse igual de risueño; sus enormes ojos, sus rojos labios, las intensas líneas de su rostro constituían un éclairage tan nítido y público como una lámpara colocada junto a una ventana. La niña pareció casi ver en éste el mismísimo fanal que le había iluminado el camino a su madre; súbitamente se halló reflexionando que no era de extrañar que los hombres la aceptaran como guía. Así debía de haber mirado mamá a Sir Claude la primera vez; aquello recobró el esplendor del periodo que los dos adultos ya habían dejado atrás. Así debía de haber mirado también al señor Perriam y a Lord Eric; por encima de todo la imaginación de Maisie se hizo así una idea más completa del estado de felicidad del Capitán. Nuestra pequeña se aferró a dicha visión con un súbito palpitar del corazón; se produjo un silencio durante el cual su madre la inundó con una inmensa confirmación del notable homenaje rendido por el Capitán. Tal silencio tardó tantísimo en ser interrumpido como para implicar que también Sir Claude podía no estar sino nuevamente sobrecogido ante aquel hechizo que antaño lo había seducido tan intensamente; tanto es así que Maisie casi esperó que por lo menos él dijera algo que mostrara un reconocimiento del encanto que mamá sabía desplegar.
Lo que a continuación él dijo fue:
—¿Vas a pasar aquí la noche?
Su madre miró en su derredor con aires de grandeza:
—Aquí no: he acudido desde Dover.
Por encima de la cabeza de Maisie, ante esto, los dos se miraron fijamente.
—¿Pasarás la noche allí?
—Sí. Me he traído algunas cosas. Fui al hotel y cumplimenté todas las formalidades con premura; luego tomé el tren que me ha traído rapidito a Folkestone. Ya ves qué día he tenido.
La afirmación puede sorprender, pero verdaderamente estas palabras fueron las más halagadoras si no las más tajantes, al menos a oídos de su hija, que jamás habían brotado de los labios de Ida; y en la hija nació un súbito deseo de que al menos por aquella vez sirvieran felizmente como pauta de conversación. Desde luego mamá poseía un encanto que, cuando afloraba, servía para explicar muchas cosas; y el único riesgo que ahora podría haber en aplaudirlo estribaba en que ello pondría de manifiesto lo infrecuentes que eran tales instantes. No obstante, Maisie arrostró ese peligro asintiendo cordialmente a que desde luego Ida se había pegado un carrerón; e invitó a Sir Claude a delatarse conviniendo con ella en que el carrerón había sido aún más tremendo que el de ellos mismos. El pareció acoger esta sugerencia preguntando con bastante impasibilidad:
—¿Vas a volver allí esta noche?
—Oh sí: hay trenes de sobra.
De nuevo Sir Claude vaciló; habría sido difícil precisar si la niña, entre ellos, servía más para unirlos o para separarlos. Entonces él espetó calmosamente:
—Será demasiado tarde para que andes por ahí sola. Yo te acompañaré.
—No hace falta que te molestes, muchas gracias. Creo que no me negarás que sé valerme por mí misma y que no es la primera vez en mi desdichada vida que me las he ingeniado sola. —Exceptuando esta alusión a su desdichada vida ellos estaban conversando, advirtió Maisie, como si no fueran más que simples conocidos: una peculiar impresión que ya anteriormente la había hecho maravillarse a menudo mientras la rodeaban personas que ella suponía íntimamente ligadas. Tal impresión se acrecentó con la manera casi desinteresada en que milady dijo a renglón seguido—: Seguramente me iré al extranjero.
—¿Directamente desde Dover, quieres decir?
—No puedo asegurar cuán directamente. Estoy demasiado enferma.
Por un instante, a Maisie aquellas palabras le parecieron nada más que parte de la charla; al final del cual se dio cuenta de que debían parecerle —aunque por lo visto no se lo parecieron a Sir Claude— parte de algo más serio. Aquello la ayudó a ir más al grano:
—¿Estás enferma, mamá?... ¿enferma de veras?
Lamentó ese «de veras» nada más haberlo pronunciado; pero no pudo haber mejor prueba de los presentes buenos modales de su madre que el hecho de que Ida no manifestara ninguna señal de enojo al oírselo. En otras ocasiones se había enojado ante detalles mucho más nimios. Se limitó a estrechar la cabeza de Maisie contra su seno y decir:
—Asombrosamente enferma, querida. Debo ir a ese lugar nuevo.
—¿Cuál lugar nuevo? —inquirió Sir Claude.
Ida se puso a pensar, pero no logró acordarse:
—Oh, como—demonios—se—llame, ¿no te suena?, adonde ahora va todo el mundo. Necesito algún tratamiento adecuado. Es todo cuanto le he pedido siempre a la vida. Pero no es de eso de lo que he venido a hablar.
En silencio, Sir Claude dobló uno por uno sus periódicos; luego se incorporó y permaneció de pie golpeándose la palma de la mano con el fajo:
—¿Te quedas a cenar con nosotros?
—Cielos, no: no soporto cenar a esta hora. Ya dejé encargada la cena en Dover.
El tono de milady acerca de esta precisa cuestión denotó una cierta superioridad sobre aquellas características que a su hija la habían hecho pensar ingenuamente que Folkestone era un paraíso. Sin embargo no fue lo bastante destructiva como para aplastar en brote el anhelo con que ésta última espetó:
—¿No querrás al menos tomar una taza de té?
Otra vez Ida la besó en el entrecejo:
—Gracias, amor, pero ya tomé el té antes de salir hacia aquí. —Alzó la mirada hacia Sir Claude—. ¡Mi hija es un encanto! —Él no comentó nada, cual si no hubiese estado de acuerdo; pero Maisie no sentía preocupación a ese respecto y aún se sentía embriagada por el placer del afortunado tono que había asumido la conversación, el cual ratificaba una y otra vez la versión que el Capitán le había brindado sobre milady y literalmente volvía lícita la suposición de que tamaño admirador podría estar, en el otro lugar, aguardándola para cenar. ¿Estaba la misma suposición atravesando los pensamientos de Sir Claude? El la desconcertó parcialmente, si es que participaba de tal suposición, mediante la ligera perversidad con que volvió a abordar un asunto que obviamente su mujer consideraba ya zanjado.
Volvió a golpearse la mano con sus periódicos:
—Realmente será preferible que yo te acompañe.
—¿Dejando aquí a Maisie sola?
Tan patente era que mamá no deseaba tal cosa que Maisie pasó raudamente a especular que tal vez había sido el Capitán quien la había acompañado desde Dover y que, mientras aguardaba el momento de acompañarla de vuelta, ahora estaría vagando a la misma distancia de su compañera que aquel día en los jardines de Kensington. Como es natural, empero, en vez de exteriorizar tal imagen, dejó que Sir Claude respondiera; tanto más cuanto que la respuesta de éste iba a contribuir notablemente al presente prestigio de ella:
—No se quedará sola: tiene a su disposición una doncella.
Anteriormente Maisie jamás había dispuesto de tal séquito, y volvió a guardar silencio para ver qué efecto le producía aquello a milady.
—¿Te refieres a la mujer que os habéis traído de Londres? —consideró Ida—. La persona que encontré en la casa me dio ciertas referencias sobre ella que difícilmente la convierten en compañía apropiada para mi hija. —Su tono implicaba que su hija, cuando había estado a su cargo, nunca había carecido de compañías archiapropiadas. Mas con idéntica nitidez volvió a rechazar la propia compañía de Sir Claude—: No seas bobo —dijo encantadoramente—. Déjanos a solas.
Frente a ellas y sobre el césped él ofreció un aspecto mucho más grave de lo que Maisie pensó que la ocasión justificaba.
—No entiendo por qué no puedes decírselo delante de mí.
Su esposa estiró uno de los rizos de la niña y dijo:
—Decirle ¿el qué, querido?
—Caramba, pues lo que has venido a decirle.
Ante esto finalmente Maisie intervino; apeló a Sir Claude:
—Déjala decírmelo.
Por unos instantes él miró intensamente a su amiguita:
—¿Cómo sabes lo que puede decirte?
—Debe arriesgarse —comentó Ida.
—Yo sólo deseo protegerte —continuó él para la niña.
—Tú sólo deseas protegerte a ti mismo, querrás decir —replicó su esposa—. No tengas miedo. No voy a atacar tu reputación.
—¡No va a atacar tu reputación, no va a atacarla! —declaró Maisie. A estas alturas sentía que verdaderamente podía garantizarlo, y en ella volvía a aflorar algo de la emoción con que había escuchado al Capitán. Eso la hacía sentirse tan feliz y tan segura que resueltamente estaba en condiciones de tomar a mamá bajo su protección. Lo hizo utilizando el mismo lenguaje del Capitán—: ¡Ella es buena, es buena! —proclamó.
—¡Santo Dios! —se le escapó a Sir Claude ante aquello. Pareció emitir algunos sonidos sarcásticos que resultaron ahogados, para los oídos de Maisie, por un nuevo abrazo con que la obsequió su esposa. Por último Ida la dejó libre y la apartó ligeramente, mirándola con un semblante muy extraño. Entonces la niña se dio cuenta de que su compañero las había dejado a solas y de que un comentario de aquiescencia estaba brotando del semblante de marras.
—Soy buena, amor —dijo milady.