Cómo llegué a escribir relatos de ficción[137]

Septiembre de 1856 marcó una nueva era en mi vida, pues fue entonces cuando empecé a escribir piezas de ficción. Siempre había tenido la vaga fantasía de que algún día escribiría una novela, y mi idea imprecisa de lo que contaría en ella, fue variando, como es natural, de una época a otra. Pero lo máximo que llegué a escribir de esa novela en realidad fue un capítulo preliminar en el que describía un pueblo de Staffordshire y la vida de las granjas vecinas; y, con el paso de los años, acabé perdiendo toda esperanza de ser capaz de escribir una novela, de igual modo que se apoderó de mí el desánimo ante todos los aspectos de mi vida futura. Siempre creí que me faltaba fuerza dramática, tanto en la construcción como en el diálogo, pero pensaba que me encontraría a gusto en las partes descriptivas. Mi «capítulo preliminar» era una descripción pura, aunque hubiera un buen material en él para la presentación dramática. Dio la casualidad de que estaba entre los papeles que llevé a Alemania, y una noche en Berlín, algo me indujo a leérselo a George[138]. Le pareció un sólido fragmento descriptivo, e intuyó en mí cierta capacidad de escribir una novela, aunque dudaba —mejor dicho, no creía en absoluto— que tuviera fuerza dramática. Sin embargo, empezó a pensar que tendría que intentar de todos modos, en algún momento, hacer algo con la narración; y, con el tiempo, cuando volvimos a Inglaterra y yo tuve más éxito del que él había esperado con otra clase de escritos, su idea de que merecía la pena ver hasta dónde llegaba mi intelecto en la redacción de una novela se fortaleció. Empezó a decirme categóricamente: «Tienes que intentar escribir una historia», y cuando llegamos a Tenby insistió en que comenzara enseguida. Lo fui retrasando, sin embargo, como hago siempre con cualquier trabajo que no tenga que hacer por obligación. Pero una mañana, mientras estaba en la cama pensando cuál podría ser el tema de mi primera historia, me sumí en una especie de ensueño en el que me imaginé escribiendo un libro con el título El triste destino del reverendo Amos Barton. No tardé en estar bien despierta, y se lo conté a G. Él dijo: «¡Qué título tan bueno!», y desde ese momento decidí que sería mi primer relato. George me decía: «Puede que sea un fracaso… quizá no sirvas para escribir relatos». O tal vez: «Quizá sea lo bastante bueno para que vuelvas a intentarlo de nuevo». O incluso: «Puede que te salga una obra maestra a la primera… Nunca se sabe». Pero su impresión dominante era que, aunque sería difícil que escribiera una novela mala, a mi trabajo le faltaría la cualidad principal de la ficción: la presentación dramática. Solía decir: «Tienes ingenio, descripción y filosofía: una gran ventaja para redactar una novela. Vale la pena que hagas el experimento».

Decidimos que, si mi historia era lo bastante buena, la enviaríamos a Blackwood[139], pero G. pensaba que probablemente tendría que dejar las hojas a un lado y empezar de nuevo.

Pero, cuando volvimos de Richmond, yo tenía que escribir mi artículo sobre las novelas tontas y mi crítica de literatura contemporánea para el Westminster, así que no empecé mi relato hasta el 22 de septiembre. Después de iniciarlo, mientras paseábamos por el parque, le dije a G. que había tenido la idea de escribir una serie de narraciones que recogieran algunas escenas extraídas de mi propia observación del clero, y que se titularían Escenas de la vida parroquial; la primera de ellas sería Amos Barton. Enseguida le pareció una buena idea, nueva y original; y una semana después, cuando le leí la primera parte de Amos, se disiparon todas sus dudas sobre mi capacidad de llevar adelante el plan. La escena que transcurre en Cross Farm, me aseguró, le había convencido de que tenía un elemento que él había temido precisamente que me faltara: la capacidad de escribir un buen diálogo. Quedaba aún sin resolver la cuestión de si sería o no capaz de transmitir algún pathos, y eso se decidiría a la hora de tratar la muerte de Milly. Una noche G. se fue a la ciudad para que yo pasara una velada muy tranquila escribiéndola. Escribí el capítulo, desde que el pastor da la noticia a la señora Hackit hasta el momento en que Amos es arrancado de la cabecera de la cama, y se lo leí a G. cuando volvió a casa. Los dos lloramos, y luego él se acercó a darme un beso y me dijo: «Creo que tu pathos es mejor que tu comicidad».

Así pues, cuando terminé la historia, se la mandamos a Blackwood, que respondió diciendo que «los recuerdos parroquiales nos valen», y felicitaba al autor por «merecer todos los honores de la imprenta y el pago», pero que le gustaría ver algún otro relato antes de comprometerse a publicarlo. No obstante, cuando G. escribió para decirle que el autor estaba muy desanimado ante tanta cautela editorial, Blackwood negó su desconfianza y acordó publicar el relato enseguida. La primera entrega salió a la luz en el número de enero de 1857. Antes de que saliera la revista, cuando me enviaron las pruebas, Blackwood me expresó su admiración con mucho más entusiasmo; y, nada más publicarse la primera entrega, me envió una carta encantadora con un cheque de cincuenta guineas, y una propuesta para volver a publicar la serie. Cuando el final del relato salió a la luz, escribió para decirme que Albert Smith le había escrito una carta diciendo que nunca había leído nada que le impresionara más que la muerte de Milly, y, añadía Blackwood, «en el club los hombres parecen haber mezclado sus vasos con las lágrimas. ¡Tendría gracia que fuera usted uno de sus miembros y escuchara los elogios!». Era evidente que no sospechaba que era una mujer. Es interesante, y una muestra del valor que tienen por lo general semejantes críticas basadas en conjeturas, recordar que, cuando G. leyó la primera parte de Amos a un grupo en casa de Help, todos llegaron a la conclusión de que su autor era clérigo, y un hombre de Cambridge. Agnes[140] pensó que yo era un padre de familia, y con toda seguridad un hombre con experiencia del mundo, etc. Blackwood parecía sentir curiosidad por el autor, y cuando firmé mi carta como «George Eliot», buscó algunas viejas cartas del hermano de Eliot Warburton para comparar las letras, aunque, según dijo, «Amos no me parece en absoluto lo que ese buen artillero podría escribir».

Recibí varias muestras de admiración muy agradables en aquellos días: una carta del reverendo Swaine, en la que decía que Amos, con su encantadora ternura, le recordaba al Vicario de Wakefield, es la única que recuerdo ahora. Las malas críticas a las que Blackwood aludió eran del coronel Hamley y del profesor Aytoun. El profesor Aytoun más tarde cambió de parecer, y dijo que se había equivocado en su juicio sobre el autor de Amos Barton, y expresó una gran admiración por La historia de amor del señor Gilfil, sobre todo por su final. El coronel Hamley dijo que yo era «un hombre de ciencia, pero no un escritor consumado». Blackwood estaba impaciente por recibir la siguiente historia, y se quedó encantado con las dos primeras entregas de La historia de amor del señor Gilfil, que le mandé al mismo tiempo. Escribí la cuarta entrega en Scilly; el epílogo, sentada en Fortification Hill, una mañana muy soleada. El propio Blackwood escribió para manifestar su admiración, y en la misma carta nos dijo que Thackeray «tenía muy buena opinión de mis relatos». Cuando llegamos a Jersey, él estaba en Londres, y nos escribió para contarnos que solo había oído buenas críticas de La historia de amor del señor Gilfil. Lord Stanley, entre otras personas, le había hablado de las Escenas de la vida parroquial en casa de Bulwer, y se había quedado muy sorprendido de que Blackwood no supiera nada de su autor.

Empecé El arrepentimiento de Janet en Scilly y envié la primera parte desde Jersey. A G. le pareció admirable, casi mejor que las otras dos. Pero, para mi desilusión, a Blackwood le gustó menos; pareció no entender a los personajes, y tener dudas sobre el tratamiento de las cuestiones clericales. Le escribí enseguida para decirle que no la publicara si le resultaba embarazosa; y él se apresuró a mandar una carta muy cordial y preocupada diciendo que la idea de detener la publicación de mis relatos le horrorizaba, pues «no se encontraba con Georges Eliot todos los días», etc.

Uno de los pequeños episodios más simpáticos que viví en Jersey fue una carta de Archer Gurney al autor desconocido de La historia de amor del señor Gilfil, en la que expresaba su humilde pero calurosa admiración por la verdad y la originalidad que había encontrado en Escenas de la vida parroquial. Mi querido G. subió conmigo la escalera con la carta en la mano, diciendo con el rostro radiante de felicidad: «¡Ya empiezas a ser famosa!».

Yo quería escribir más relatos después de El arrepentimiento de Janet, y sobre todo deseaba contar la historia del tutor clerical, pero mi irritación por la falta de comprensión de Blackwood en las dos primeras entregas de El arrepentimiento de Janet (aunque luego se mostrara entusiasmado con la tercera) me decidieron a cerrar la serie y volver a publicar las obras en dos volúmenes.

El primer volumen ha salido a la luz, y nuestros ojos tropiezan todas las semanas con el anuncio, pero nos seguimos preguntando cómo recibirá el público mi primer libro.