Capítulo IV

Tres meses después de la adopción de Caterina, concretamente a finales del otoño de 1773, las chimeneas de Cheverel Manor humeaban de un modo desacostumbrado, y los criados esperaban nerviosos el regreso de sus señores después de una ausencia de dos años. El asombro de la señora Bellamy, el ama de llaves, no pudo ser mayor cuando el señor Warren sacó en brazos del carruaje a una pequeña de ojos negros; y tampoco pudo ser mayor el sentimiento de superioridad, en cuanto a información y experiencia, de la señora Sharp mientras detallaba aquella noche la historia de Caterina, salpicada de abundantes comentarios, a los demás sirvientes de categoría, mientras tomaban juntos un delicioso vaso de ponche en el cuarto del ama de llaves.

Nadie habría podido desear, para reunirse una fría noche de noviembre, una estancia más acogedora. La chimenea por sí misma era un espectáculo: un hueco ancho y profundo con una meseta baja de ladrillo en el medio, donde unos leños enormes de madera seca lanzaban una miríada de chispas que ascendían por el oscuro tiro; y, sobre la parte delantera de este hueco, había un gran friso de madera con este lema delicadamente tallado en antiguas letras inglesas: «Temed a Dios y honrad al rey[54]». Y más allá del grupo que formaba una media luna con las sillas y una mesa llena de vituallas, ¡qué espacio de claroscuro para deleite de la imaginación! En el otro extremo del cuarto se extendía una mesa de roble, lo bastante alta para los dioses de Homero, que sostenían cuatro patas macizas con protuberancias dignas de una urna esculpida. Y, bordeando la pared más lejana, alacenas enormes que sugerían mermelada de albaricoque sin fin y unos beneficios exagerados del carnicero. Un par de cuadros desechados habían encontrado su lugar allí, y formaban dos agradables manchas de color marrón oscuro en las paredes pintadas de beige. Muy por encima de la ruidosa puerta doble colgaba uno de ellos que, según ciertos detalles del rostro que surgía de la oscuridad, podía considerarse, haciendo un gran esfuerzo de síntesis, un retrato de María Magdalena. Bastante más abajo colgaba lo que parecía un sombrero de plumas, con partes de una gorguera, que, según la señora Bellamy representaba a sir Francis Bacon, que había inventado la pólvora y, en su opinión, «podría haberse dedicado a algo mejor[55]».

Pero esa noche apenas despierta interés el gran Verulam[56], y el ambiente invita a considerar menos interesante a un filósofo muerto que a un jardinero vivo, que se sienta visiblemente en el semicírculo al amor de la lumbre. El señor Bates es un huésped habitual del ama de llaves por las noches, ya que prefiere los placeres sociales —el banquete de los chismes y la abundancia del ponche[57]— a la silla de soltero en su encantadora cabaña con el tejado de brezo en una pequeña isla, donde todos los ruidos son lejanos, excepto los graznidos de los grajos y los gritos de los gansos salvajes, ruidos cargados de poesía sin duda, pero, desde el punto de vista humano, muy poco cordiales.

El señor Bates no era en absoluto una persona corriente que pudiera pasar desapercibida. Era un fornido hombre de Yorkshire, de casi cuarenta años, cuyo semblante parecía haber coloreado la naturaleza en un momento en que tenía prisa y no podía andarse con sutilezas, pues cada milímetro visible por encima de su corbatín era completamente rojo; y así, cuando se encontraba a cierta distancia, la imaginación de uno era libre de colocar sus labios en cualquier lugar entre la nariz y la barbilla. Desde más cerca, se veía que sus labios eran inconfundibles, y supongo que eso tenía mucho que ver con la peculiaridad de su dialecto, que, como veremos, era individual más que regional. El señor Bates se distinguía también de la gran masa por el parpadeo continuo de sus ojos; y este detalle, unido a la rubicundez de su piel, y al modo en que inclinaba la cabeza hacia delante, sin dejar de balancearla mientras andaba, le hacía parecer un Baco con delantal azul, que, dada la precariedad del Olimpo en esos días, se ocupara personalmente de sus vinos. Pero, al igual que los glotones son a menudo delgados, los hombres sobrios en la bebida son a menudo rubicundos; y el señor Bates lo era, con esa sobriedad tan varonil, británica y clerical que permite beber unos cuantos vasos de ponche sin que se clarifiquen perceptiblemente las ideas.

—¡Que me aspen si entiendo algo! —exclamó el señor Bates, que, al terminar la narración de la señora Sharp, sintió la necesidad de soltar un juramento—. Nunca imaginé que sir Christopher y lady Cheverel volvieran con una niña extranjera; y bueno, no sé si viviremos para verlo, pero seguro que esto acaba mal. La primera vez que vi algo parecido fue en una antigua abadía, con el huerto más grande de manzanas y peras que hayáis visto en la vida. Había un ayuda de cámara francés, y robaba medias de seda, camisas, anillos, y todo aquello a lo que podía poner la mano encima; y al final huyó con el joyero de la señora. Estos extranjeros son todos iguales. Lo llevan en la sangre.

—Vaya —dijo la señora Sharp, con el aire de una persona que, pese a tener ideas liberales, supiera dónde estaba el límite—, no seré yo quien defienda a los extranjeros, pues tengo motivos de sobra para saber cómo son, y siempre diré que se parecen muchísimo a los paganos, y que el aceite con que cocinan solo puede revolverle el estómago a un cristiano. Pero, a pesar de esto, y de que me ha tocado lavar y cuidar a la pequeña durante todo el viaje, creo que milady y sir Christopher han hecho una buena obra al traer a esta niña, tan inocente que no sabe ni cuál es su mano derecha, a un lugar donde dejará de hablar ese galimatías y será educada en la religión verdadera. En cuanto a esas iglesias extranjeras que, no entiendo por qué, hacen perder la cabeza a sir Christopher, con imágenes de hombres y mujeres que se muestran tal como Dios los trajo al mundo, tengo para mí que es casi pecado entrar en ellas.

—Pues me temo que vais a tener más extranjeros —dijo el señor Warren, que disfrutaba buscando las cosquillas al jardinero—: sir Christopher ha contratado a varios italianos para ayudar en las reformas de la casa.

—¿Reformas? —exclamó la señora Bellamy, espantada—. ¿Qué reformas?

—Bueno —respondió el señor Warren—, sir Christopher, por lo que sé, va a hacer grandes cambios en la vieja casa solariega, tanto por dentro como por fuera. Y van a llegarle unos portafolios llenos de planos y dibujos. Piensa revestir la fachada de piedra, siguiendo el estilo gótico… muy parecido a las iglesias, según tengo entendido; y los techos superarán a todo cuanto se haya visto en el país. Sir Christopher ha estudiado a fondo el asunto.

—¡Santo cielo! —exclamó la señora Bellamy—. Habrá yeso y cal por todas partes, y tendremos la casa llena de obreros enredándose con las criadas y creando toda clase de problemas.

—Apuesto a que tiene razón, señora Bellamy —dijo el señor Bates—. Pero reconozco que el estilo gótico es muy bonito, y es maravilloso ver piñas, tréboles y rosas tallados de ese modo en la piedra. Supongo que sir Christopher hará algo precioso en la casa; y no habrá muchas mansiones en la región que se le parezcan, con un jardín, unas praderas de césped y unos frutales de los que el rey Jorge[58] se sentiría orgulloso.

—Bueno, no creo que la casa pueda estar mejor que ahora, gótica o no gótica —dijo la señora Bellamy—; y tres semanas antes de Michaelmas[59] hizo catorce años que empecé a hacer encurtidos y conservas en ella. Pero ¿qué opina la señora?

—La señora tiene demasiado buen juicio para llevar la contraria a sir Christopher —señaló el señor Bellamy, molesto por el tono crítico de la conversación—. Sir Christopher se saldrá con la suya, de eso podéis estar seguros. Y es justo que sea así. Es un caballero desde la cuna, y tiene dinero. Pero vamos, señor Bates, llene su vaso y beberemos a la salud de él y de lady Cheverel, y luego nos cantará usted una canción. Sir Christopher no regresa de Italia todas las noches.

Una situación tan innegable fue considerada sin vacilaciones un buen motivo para brindar; pero el señor Bates, convencido, al parecer, de que su canción no era una secuencia tan lógica, hizo caso omiso de la segunda parte de la propuesta del señor Bellamy. Así que la señora Sharp, a quien habían oído decir que no pensaba casarse con el señor Bates, aunque fuera el hombre más sensato y con la tez más sonrosada que muchas mujeres pudieran pescar, repitió la petición del señor Bellamy.

—Vamos, señor Bates, cántenos La mujer de Roy de Aldivalloch[60]. Prefiero escuchar una buena canción tradicional a todas esas elegantes tonadas italianas.

El señor Bates, apremiado de forma tan halagüeña, metió los pulgares en la sisa del chaleco, se echó para atrás en la silla con la cabeza en una posición que le permitiera mirar directamente hacia el cenit, y empezó a cantar La mujer de Roy de Aldivalloch con una técnica de staccato memorable. El defecto de esta melodía es ser demasiado repetitiva, pero eso precisamente la hacía más recomendable para aquel auditorio, que así encontraba más fácil unirse al estribillo. Tampoco disminuía para nada su placer que el único detalle sobre la mujer de Roy que la dicción del señor Bates les permitía entender era que «lo había engañado»; mientras que todo lo relacionado con las hortalizas u otros productos del jardín, o por qué aquel nombre se repetía con júbilo, seguía siendo un bonito misterio.

La canción del señor Bates fue el punto culminante de una velada llena de camaradería, y el grupo no tardó en dispersarse; es posible que la señora Bellamy soñara con cal viva volando entre sus cacerolas de confitura, o criadas con mal de amores que olvidaban barrer rincones; y que la señora Sharp se recrease en la visión de un gobierno doméstico independiente en la cabaña del señor Bates, sin campanillas a las que responder, y con frutas y verduras ad libitum.

Caterina no tardó en acabar con todos los prejuicios en contra de su sangre extranjera; pues ¿qué prejuicios se pueden tener contra unos balbuceos entrecortados y desvalidos? Se convirtió en la mascota más querida de la casa, y relegó al sabueso favorito de sir Christopher en aquel tiempo, a los dos canarios de la señora Bellamy y a la gallina Dorking[61]] más grande del señor Bates a una posición meramente secundaria. De ahí que, en el transcurso de un día de verano, pasara por un gran ciclo de experiencias, que empezaba en su cuarto con la benevolencia un tanto agria de la disciplina de la señora Sharp. Luego venían el lujo y la gravedad de la sala de estar de lady Cheverel, y, tal vez, la dignidad de cabalgar en las rodillas de sir Christopher, seguida a veces de una visita en su compañía a los establos, donde Caterina aprendió en rápidamente a no llorar por los ladridos de los sabuesos encadenados, y a decir, con ostentosa valentía, sin soltar la pierna de sir Christopher:

—No hasen nada a Tina.

Después la señora Bellamy salía quizá a coger pétalos de rosa y lavanda, y Tina se sentía feliz y orgullosa porque le dejaba llevar un puñado en el delantal; y más feliz todavía cuando los esparcían sobre unas sábanas para que se secaran, pues así podía sentarse en medio como una rana y dejar que cayera sobre ella aquella lluvia aromática. Otro de sus placeres más frecuentes era hacer una excursión con el señor Bates por el huerto y los invernaderos, donde abundantes racimos de uvas verdes y moradas colgaban del techo, muy lejos del alcance de la diminuta mano amarilla que trataba de alcanzarlos; aunque estuviera segura de acabar consiguiendo una fruta deliciosa o una flor perfumada. Lo cierto es que, en la interminable y monótona ociosidad de aquella mansión campestre, siempre había alguien que no tenía nada mejor que hacer que jugar con Tina. De modo que el pajarillo del sur encontró su nido del norte revestido de ternura, mimos y cosas bonitas. Una naturaleza sensible y cariñosa, con una educación así, tenía muchas posibilidades de volverse demasiado frágil para enfrentarse con éxito a cualquier experiencia más dura; y más en este caso en que existían unos destellos de resistencia feroz a cualquier disciplina que tuviera un lado severo o poco afectuoso. Pues en lo único que Caterina se mostró precoz fue en un cierto ingenio para la venganza. A los cinco años se vengó de una prohibición molesta llenando de tinta el costurero de la señora Sharp; y en una ocasión, cuando lady Cheverel le quitó una muñeca porque, con sus cariñosos lametones, le estaba quitando la pintura de la cara, la muy pícara se subió al instante en una silla y tiró un jarrón con su soporte. Ésta fue casi la única vez que su ira fue mayor que su temor reverencial a lady Cheverel, que ejercía un ascendiente sobre ella más ligado a una ternura que nunca se deshace en caricias y es severa aunque uniformemente benéfica.

Con el tiempo, la feliz monotonía de Cheverel Manor se vio interrumpida justo como el señor Warren había anunciado. Los caminos que recorrían las tierras se vieron cortados por los carros que traían la piedra de una cantera vecina, el patio cubierto de hierba se llenó de polvo con la cal, y la apacible casa vibró con el ruido de las herramientas. Los diez años siguientes sir Christopher se dedicó a la metamorfosis arquitectónica de la vieja mansión familiar; adelantándose así, impulsado por su gusto personal, a esa reacción general que llevó de la anodina imitación del estilo palladiano a la restauración del gótico, y que caracterizó el final del siglo XVIII. Ése era el objetivo en el que había puesto todo su empeño, con una determinación que contemplaban, no sin cierto desdén, sus vecinos cazadores de zorros, a los que sorprendía sobremanera que un hombre con una de las mejores sangres de Inglaterra en las venas fuera tan tacaño como para ahorrar en su bodega, y reducir su caballeriza a dos viejos caballos de tiro y un jamelgo, en aras de cabalgar sobre una afición y jugar a ser arquitecto. Sus mujeres no encontraban nada muy reprochable en el asunto de la bodega y los establos, pero mostraban con elocuencia su pesar por la pobre lady Cheverel, que tenía que vivir solo en tres habitaciones a la vez, entre ruidos molestos y dolores malsanos que minaban su constitución. Era igual de horrible que tener un marido con asma. ¿Por qué no alquilaba sir Christopher una casa en Bath para ella, o, al menos, si él tenía que supervisar el trabajo de los obreros, algún lugar cerca de Cheverel Manor? Pero su compasión era gratuita, como lo es siempre la compasión más desbordante; pues, aunque lady Cheverel no compartía el entusiasmo arquitectónico de su marido, tenía una visión demasiado rigurosa de los deberes de una mujer casada, y un respeto demasiado profundo por sir Christopher, para considerar la sumisión un motivo de queja. En cuanto a sir Christopher, era completamente indiferente a las críticas. «¡Qué hombre tan testarudo y malhumorado!», decían sus vecinos. Pero yo, que he visto Cheverel Manor, tal como se la dejó a sus herederos, prefiero atribuir su inquebrantable determinación arquitectónica a cierto fervor de genio, así como a una voluntad inflexible; y, al recorrer esas estancias, con sus techos majestuosos y sus escasos muebles, que reflejaban cómo el dinero de más lo absorbían cosas que no tenían nada que ver con la comodidad, he tenido la sensación de que en aquel viejo baronet inglés había un poco de ese espíritu sublime que diferencia el arte del lujo, y es capaz de sacrificarse por la belleza.

Mientras Cheverel Manor pasaba de la fealdad a la hermosura, Caterina dejó de ser una niñita amarillenta para convertirse en una muchacha más pálida y sin una gran belleza, pero a la que su gracilidad, sus grandes y expresivos ojos negros, y una voz que, en su ternura grave, recordaba a las notas de amor de una paloma zurita, volvían especialmente encantadora. A diferencia del edificio, sin embargo, la evolución de Caterina no era el resultado de ningún plan metódico y estudiado. Crecía como las prímulas, que al jardinero le da igual ver dentro de su recinto, pero no se molesta en cultivar. Lady Cheverel le enseñó a leer y a escribir, y también el catecismo; el señor Warren, que era un buen contable, le dio clases de aritmética, siguiendo los deseos de lady Cheverel; y la señora Sharp la inició en todos los misterios de la aguja. Pero, durante mucho tiempo, nadie pensó en darle una educación más sólida. Es muy probable que, hasta el día de su muerte, Caterina pensara que la tierra no se movía, y que el sol y las estrellas daban vueltas a su alrededor; pero lo mismo les ocurrió a Helena, y a Dido, y a Desdémona, y a Julieta; así que espero que mi Caterina no te parezca menos digna de ser una heroína. Lo cierto es que, con una excepción, su única cualidad era ser cariñosa; y es posible que las mujeres más astronómicas no pudieran superarla en eso. Aunque fuera una huérfana y una protegida, esta cualidad pudo cultivarla con creces en Cheverel Manor; y Caterina tenía más gente a la que querer que muchas damas y caballeros sin importancia llenos de tazas de plata y parientes. Creo que el primer rincón de su corazón infantil se lo entregó a sir Christopher, pues las niñas pequeñas son propensas a encariñarse con los caballeros más guapos que tienen a mano, sobre todo cuando éstos no saben nada de disciplina. Después del baronet estaba Dorcas, la joven alegre y de mejillas sonrosadas que hacía de lugarteniente de la señora Sharp en el cuarto de jugar, cumpliendo así el papel de uva pasa en una dosis de purgante. Fue un día aciago para Caterina cuando Dorcas se casó con el cochero y se marchó, con una gran sensación de haber ascendido en la vida, a llevar una taberna en la ruidosa ciudad de Slopetter. Una cajita de porcelana, con el lema: «Aunque ya no estés, mi memoria no te olvida», que Dorcas le envió de recuerdo, seguía entre los tesoros de Caterina diez años después.

El único otro talento excepcional que atesoraba, como ya habrás adivinado, era la música. Cuando el hecho de que Caterina tenía un oído prodigioso para la música llamó la atención de lady Cheverel, tanto ella como sir Christopher se entusiasmaron con el descubrimiento. Su educación musical se convirtió enseguida en un objeto de interés. Lady Cheverel le dedicó mucho tiempo; y, al ver que los progresos de Tina eran mucho más rápidos de lo esperado, contrataron a un maestro de canto italiano que, durante años, pasó varios meses con ella en Cheverel Manor. Este don inesperado supuso un gran cambio en la posición de Caterina. Después de esos primeros años en que las niñas son mimadas como si fueran cachorritos o gatitos, llega un período en el que no resulta tan obvio para qué pueden valer, sobre todo cuando, como en el caso de Caterina, su inteligencia y su belleza no son especialmente prometedoras; y no es raro que en esa etapa tan anodina nadie se preocupara de organizar su futuro. Siempre podría ayudar a la señora Sharp, suponiendo que no sirviera para otra cosa, mientras crecía; pero ahora, ese singular talento para el canto le granjeó el cariño de lady Cheverel, que amaba la música por encima de todas las cosas, y la vinculó inmediatamente a los placeres del salón. Imperceptiblemente, llegó a ser una más de la familia, y los criados empezaron a comprender que la señorita Sarti sería una dama después de todo.

—Y una dama como Dios manda —dijo el señor Bates—, porque no me la imagino yo ganándose el pan con las manos; y es que es tan suave y delicada como una flor de melocotón… casi como un jilguero, con un cuerpo en el que solo le cabe la voz.

Pero, mucho antes de que Tina llegara a esta fase de su vida, comenzó para ella una nueva era con la llegada del amigo más joven que había conocido hasta entonces. Cuando no tenía más de siete años, un pupilo de sir Christopher —un chico de quince años llamado Maynard Gilfil— empezó a pasar las vacaciones en Cheverel Manor, donde no encontró ningún compañero de juegos que le gustara tanto como Caterina. Maynard era un muchacho afectuoso, aficionado a los conejos blancos, a las ardillas domésticas y a las cobayas, quizá un poco mayor para entretenerse así, pues a esa edad los jóvenes caballeros suelen encontrar pueril esa clase de diversiones. También le gustaba mucho pescar, y la ebanistería, como una de las bellas artes, desligada por completo de cualquier utilidad. Y en todos estos placeres le encantaba tener la compañía de Caterina, llamarla con toda clase de apodos cariñosos, contestar a sus preguntas llenas de asombro, y verla trotar detrás de él, al igual que un spaniel Blenheim tras un enorme setter. Siempre que Maynard regresaba al colegio, se repetía la misma escena de despedida:

—No te olvidarás de mí antes de que vuelva, ¿verdad, Tina? Te dejaré toda la cuerda trenzada que hemos hecho; y no dejes que se muera el conejillo de Indias. Vamos, dame un beso, y prométeme que te acordarás de mí.

Con el paso de los años, Maynard dejó el colegio para ir a la universidad, y el muchachito delgado se convirtió en un joven fornido; y la camaradería de ambos en las vacaciones inevitablemente se transformó, aunque conservara la familiaridad de unos hermanos. En el caso de Maynard, el cariño infantil había llegado a ser, de un modo inconsciente, un amor apasionado. Entre todas las clases de primer amor, el que comienza entre juegos infantiles es el más fuerte y duradero: cuando la pasión une su poder con un largo afecto, el amor alcanza su cenit. Y el amor de Maynard Gilfil era de esos que le hacía preferir vivir atormentado por Caterina a cualquier placer, aparte de ella, que el mago más benévolo ideara para él. Así son los hombres de brazos y piernas largos y fuertes, desde Sansón hasta ahora. En cuanto a Tina, la muy pícara era perfectamente consciente de que Maynard era su esclavo; él era la única persona en el mundo con la que hacía lo que quería; y no es necesario decir que esto era un síntoma de que no estaba enamorada de él: pues el amor de una mujer apasionada está siempre ensombrecido por el miedo.

Maynard Gilfil no se engañaba al interpretar los sentimientos de Caterina, pero abrigaba la esperanza de que algún día le quisiera lo suficiente para aceptar su amor. Así pues, esperaba pacientemente el momento en que pudiera atreverse a decir: «¡Caterina, te amo!». Él se habría contentado con muy poco, ¿sabes?, pues era uno de esos hombres que pasan por la vida sin exigir nada para ellos; y que no dan la menor importancia al corte de una chaqueta, ni al sabor de una sopa, ni hasta dónde se inclina un criado al hacer una reverencia. Consideró —bastante neciamente, pensarán los enamorados— un buen augurio residir en Cheverel Manor en calidad de capellán, al tiempo que era coadjutor en la parroquia vecina; juzgando equivocadamente, en su caso, que el hábito y el cariño eran las avenidas más seguras para el amor. Sir Christopher satisfizo varios sentimientos al nombrar a Maynard capellán de su casa. Le gustaba la dignidad anticuada de ese apéndice doméstico; le gustaba la compañía de su pupilo; y, como Maynard tenía cierta fortuna personal, podría vivir cómodamente en aquel agradable hogar, continuando con la caza y cumpliendo sus deberes clericales de un modo bastante laxo, hasta que el beneficio eclesiástico de Cumbermoor quedara libre y él pudiera instalarse para siempre en el vecindario de Cheverel Manor. «Casado con Caterina, además», empezó a pensar sir Christopher enseguida; pues, aunque el buen baronet no era nada perspicaz a la hora de imaginar lo que resultaba desagradable y se oponía a sus conveniencias, sí tenía la sagacidad de ver lo que encajaría con su propios planes; y primero había adivinado, y después constatado, preguntándoselo directamente, el estado de los sentimientos de Maynard. En un santiamén llegó a la conclusión de que Caterina sentía lo mismo, o al menos lo sentiría cuanto tuviera la edad suficiente. Pero entonces era demasiado pronto para decir o hacer algo definitivo.

Entretanto, se produjeron nuevas circunstancias, que, aunque no cambiaron los planes y proyectos de sir Christopher, convirtieron las esperanzas del señor Gilfil en una gran inquietud, y le dejaron claro no solo que el corazón de Caterina probablemente nunca sería suyo, sino que se lo había entregado sin reservas a otra persona.

Una o dos veces en la infancia de Caterina, había venido otro visitante a Cheverel Manor más joven que Maynard Gilfil: un niño precioso de rizos castaños y espléndidos ropajes, al que Caterina había contemplado con tímida admiración. Era Anthony Wybrow, el hijo de la hermana menor de sir Christopher y heredero designado de Cheverel Manor. El baronet había sacrificado una gran suma de dinero (reduciendo incluso los recursos que pensaba utilizar para sus proyectos arquitectónicos) para que su dominio dejara de estar vinculado y este pequeño pudiera convertirse en su heredero, empujado, lamento decir, por una discusión implacable con su hermana mayor; pues la capacidad de perdonar no estaba entre las virtudes de sir Christopher. Finalmente, tras la muerte de la madre de Anthony, cuando él ya no era un niño de pelo ensortijado, sino un joven alto con el grado de capitán, Cheverel Manor se convirtió en su hogar también, cuando no estaba con su regimiento. Caterina era entonces una mujercita, entre los dieciséis y los diecisiete años, y no es necesario que me explaye contando algo que te parecerá lo más natural del mundo.

No había muchas visitas en Cheverel Manor, y el capitán Wybrow se habría aburrido mucho más si no hubiese estado Caterina. Era muy agradable mostrarse cortés con ella, hablarle con dulzura, y ver cómo vibraba de emoción, el rubor que encendía sus pálidas mejillas y la mirada tímida que brillaba fugazmente en sus ojos negros cuando él elogiaba su voz, inclinado sobre el piano a su lado. ¡Y era agradable también vencer a aquel capellán de largas pantorrillas! ¿Qué hombre ocioso puede resistir la tentación de fascinar a una mujer o de eclipsar a otro hombre? Sobre todo cuando tiene muy claro que no pretende hacer daño, y dejará que las aguas vuelvan a su cauce más adelante. Al cabo de dieciocho meses, sin embargo, durante los que el capitán Wybrow había pasado gran parte de su tiempo libre en Cheverel Manor, descubrió que las cosas habían llegado a un punto que había sido incapaz de prever. El tono dulce había derivado en palabras dulces, y las palabras dulces habían suscitado unas miradas que hacían imposible no continuar con el crescendo del galanteo. Verse adorado por una mujer grácil, menuda, de ojos negros y voz angelical, a la que nadie necesita despreciar, es una sensación placentera, comparable a fumar el latakia[62] más selecto, y que parece obligarle a uno a devolver un poco de cariño.

Quizá pienses que el capitán Wybrow, que sabía que el sueño de casarse con Caterina era ridículo, era un temerario y un libertino por conquistar su amor así. En absoluto. Era un joven de pasiones tranquilas, que rara vez se veía empujado a una conducta que no pudiera explicarse a sí mismo de forma plausible; y la diminuta y frágil Caterina era una mujer que conmovía la imaginación y las emociones más que los sentidos. Él la quería de veras, y es muy probable que se hubiera enamorado de ella de haber sido capaz de amar. Pero la naturaleza le había negado esa facultad. Le había dado una figura admirable, las manos más blancas, los orificios nasales más delicados, y una gran cantidad de serena satisfacción de sí mismo; pero, como si quisiera impedir que esa delicada obra de arte corriera el riesgo de hacerse pedazos, le había protegido de cualquier inclinación a los sentimientos ardientes. No había ninguna lista de fechorías juveniles en su contra, y sir Christopher y lady Cheverel le consideraban el mejor de los sobrinos, el más digno de los herederos, enormemente respetuoso y agradecido, y, sobre todo, un joven que se guiaba siempre por su sentido del deber. El capitán Wybrow siempre hacía lo más cómodo y ventajoso para él guiado por su sentido del deber: se vestía sin reparar en gastos, porque era un deber hacia su posición; por su sentido del deber se adaptaba a la voluntad inflexible de sir Christopher, que habría sido muy molesto además de inútil resistir; y, al ser de constitución delicada, cuidaba de su salud por su sentido del deber. Su mala salud era el único motivo de inquietud para sus amigos; y a eso se debía que sir Christopher deseara ver a su sobrino casado enseguida, tanto más cuanto un pronto matrimonio que complacía mucho al baronet parecía factible. La señorita Assher, hija única de una dama que había sido el primer amor de sir Christopher, pero que, como a veces ocurre, se había casado con otro baronet, había conocido a Anthony y se había quedado prendada de él. El padre de la señorita Assher había muerto, y ella era dueña de una bonita propiedad. Si, como era probable, la joven se mostraba sensible al físico y a la personalidad de Anthony, nada podría hacer más feliz a sir Anthony que ver un matrimonio que impediría que Cheverel Manor cayera a su muerte en unas manos equivocadas. Anthony ya había sido amablemente recibido por lady Assher como el sobrino de un viejo amigo; ¿por qué no iba a Bath, donde su hija y ella residían en ese momento, profundizaba la amistad, y conquistaba a una novia hermosa, de alta cuna y suficientemente rica?

Sir Christopher comunicó estos anhelos a su sobrino, que al punto le dio a entender su deseo de complacerle… guiado por su sentido del deber. El joven comunicó con dulzura a Caterina el sacrificio que se les exigía a ambos; y tres días después tuvo lugar la escena de despedida que has presenciado en la galería, un día antes de que el capitán Wybrow saliera rumbo a Bath.