Capítulo I
Cuando el anciano señor Gilfil murió, hace treinta años, todo Shepperton se sumió en la tristeza; y, si su sobrino y principal legatario no hubiera mandado colgar una tela negra alrededor del púlpito y del facistol, los feligreses habrían pagado de su bolsillo la suma necesaria para que no faltara esa muestra de respeto. Las mujeres de todos los granjeros sacaron sus vestidos de bombasí negro; y la señora Jennings, en El Embarcadero[37], desató las críticas más severas al aparecer con su chal verde y sus lazos de color salmón el primer domingo tras la muerte del señor Gilfil. Lo cierto es que la señora Jennings era una recién llegada, y se había criado en la ciudad, así que ¿cómo iba a esperar nadie que supiera lo que era o no correcto? Pero, tal como la señora Higgins comentó en voz baja a la señora Parrot a la salida de la iglesia:
—Su marido, que sí ha nacido en la parroquia, tendría que habérselo explicado.
Cierta renuencia a vestirse de luto cuando se presentaba la ocasión o una premura excesiva para quitárselo reflejaban, en opinión de la señora Higgins, una ligereza alarmante y una insensibilidad contra natura al orden esencial de las cosas.
—Hay gente que no soporta quitarse los colores —dijo—; pero en mi familia nunca hemos sido así. Desde que me casé, señora Parrot, hasta que mi marido murió, en Candlemas[38] hará nueve años, no pasé ni dos años seguidos sin llevar luto.
—¡Ah! —exclamó la señora Parrot, consciente de su inferioridad en este sentido—, no existen muchas familias con tantas muertes como la suya, señora Higgins.
La señora Higgins, una viuda entrada en años, con el riñón bien cubierto, pensó complacida en la justicia del comentario de la señora Parrot, y en las escasas probabilidades de que la señora Jennings perteneciera a una familia con muchos funerales.
Incluso la sucia señora Fripp, que casi nunca entraba en la iglesia, había pedido a la señora Hackit una tira de tela negra, y, con esta muestra de dolor prendida en su pequeña capota en forma de cubo, había hecho una reverencia delante del púlpito. Esta manifestación de respeto por su parte a la memoria del señor Gilfil no tenía el menor fundamento teológico. Se debía a un suceso acontecido años atrás y que, lamento decir, había dejado a esta astrosa anciana tan indiferente como siempre a los instrumentos de la gracia divina. La señora Fripp criaba sanguijuelas, y decían que tenía tanto poder sobre estos obstinados animales que, aunque los que ella nutría no tenían demasiada aceptación, pues se sospechaba que habían perdido el apetito, sus servicios eran continuamente requeridos para que aplicara los ejemplares más vivaces criados en el consultorio del doctor Pilgrim cuando, como ocurría con frecuencia, algún paciente privado de este lúcido hombre sufría un ataque inflamatorio. Así pues, la señora Fripp, además de «poseer» algo con lo que ganaba al menos media corona semanal, tenía unos ingresos profesionales que ascendían, según estimaban con imprecisión sus vecinos, a «libras y más libras». Y, por si fuera poco, tenía un flamante negocio de pirulís con los golfillos epicúreos que compraban sin ton ni son ese lujo pagando el doble de lo que valía. No obstante, a pesar de todas esas fuentes conocidas de ingresos, la desvergonzada anciana se quejaba continuamente de su pobreza, y le pedía las sobras a la señora Hackit, que, aunque siempre decía que la señora Fripp era una embustera, además de avariciosa y pagana, conservaba cierto afecto por su antigua vecina.
—Ya vuelve Judy, esa vieja sin entrañas, en busca de las hojas de té —diría la señora Hackit—; y yo soy lo bastante necia para dárselas, aunque ¡también las necesite Sally para barrer el suelo[39]!
Y así era la señora Fripp, a la que el señor Gilfil, un cálido domingo por la tarde en que cabalgaba tranquilamente con botas de caña alta y espuelas después de cumplir con sus obligaciones en Knebley, vio sentada en una acequia seca cercana a su casa, al lado de un cerdo enorme que, con la familiaridad y confianza propias de una amistad sin tacha, yacía con la cabeza en su regazo sin hacer otro esfuerzo por mostrarse amable que dar algún que otro gruñido de vez en cuando.
—¡Vaya! —dijo el párroco—, no sabía que tuviera usted un cerdo tan hermoso, señora Fripp. ¡Menudas tajadas va a comer estas Navidades!
—¡Dios nos libre! Me lo regaló mi hijo hace dos años, y desde entonces me hace compañía. No tendría corazón para separarme de él, aunque no volviera a probar el tocino en toda la vida.
—Pues él se comería la cabeza de su hijo de un mordisco, y la suya también. ¿Cómo puede criar un cerdo y no sacar ningún provecho de él?
—Bueno, como va por ahí buscando raíces, y a mí no me importa cederle algún que otro bocado… Y un poco de compañía vale mucho; me sigue por todas partes, y gruñe cuando le hablo, como cualquier cristiano.
El reverendo Gilfil se echó a reír; y me veo obligado a reconocer que se despidió de la señora Fripp sin preguntarle por qué no iba a la iglesia, ni buscaba en absoluto su edificación espiritual. Pero al día siguiente pidió a su criado David que le llevara un buen trozo de panceta, con el recado de que el párroco quería asegurarse de que la señora Fripp volviera a comer tocino. Por eso, cuando murió el señor Gilfil, ella manifestó su agradecimiento y respeto con la zafiedad que he mencionado antes.
Como ya sospecharás, lector, el clérigo no brillaba demasiado en las funciones más espirituales de su cargo; en realidad, lo máximo que puedo decir en este aspecto es que cumplía tales funciones con la mira puesta en la eficiencia y la brevedad. Tenía un montón de librillos de sermones cortos, con los bordes bastante gastados y amarillentos, del que cogía dos todos los domingos, garantizando la absoluta imparcialidad de su elección al escogerlos al azar, no porque tuvieran relación con ningún tema. Después de predicar uno de ellos en Shepperton por la mañana, montaba en su caballo y galopaba con el otro en el bolsillo hasta Knebley, donde celebraba el oficio religioso en una iglesita preciosa, con un pavimento ajedrezado donde habían resonado en otro tiempo los pasos férreos de los monjes soldado, con escudos de armas arracimados en el noble techo, y con guerreros de mármol y sus mujeres sin nariz, que ocupaban una extensa superficie, y los doce apóstoles, con la cabeza muy ladeada y didácticas cintas en las manos, pintados al fresco en sus muros. En este lugar, con el ensimismamiento que le caracterizaba, el reverendo Gilfil olvidaba a veces quitarse las espuelas antes de ponerse la sobrepelliz, y solo se daba cuenta de su error al sentir cómo los faldones de esa vestimenta se le enganchaban misteriosamente cuando se disponía a leer el sermón. Pero para los granjeros de Knebley era tan impensable criticar a la luna como a su pastor. Éste seguía el curso de la naturaleza, como los mercados y las barreras de peaje y los billetes de banco sucios; y, para ser un eclesiástico, su exigencia de respeto nunca se había visto contrarrestada por una irritante exigencia del dinero de sus bolsillos. Algunos de ellos, que no se permitían la frivolidad de tener un carro cubierto sin muelles, comieron media hora antes de lo habitual —es decir, a las doce— para recorrer el largo camino de senderos enfangados y ocupar sus lugares antes de que el señor Oldinport y lady Felicia, para los que la iglesia de Knebley era una especie de templo familiar, avanzaran entre las reverencias y los saludos de sus sirvientes y arrendatarios hasta un banco tallado a mano y coronado por un dosel, en el presbiterio, difundiendo a su paso una delicada fragancia a rosas de la India en los insensibles orificios nasales de los feligreses.
Las mujeres y los hijos de los granjeros se sentaban en los oscuros bancos de roble, pero ellos preferían casi siempre la inconfundible dignidad de la sillería bajo uno de los doce apóstoles, donde, cuando la alternancia entre oraciones y responsorios daba paso a la agradable monotonía del sermón, podía verse u oírse a los paterfamilias echando una apacible cabezada de la que infaliblemente despertaban con el sonido de la doxología final. Y luego regresaban a sus hogares por los senderos embarrados, sintiéndose quizá mejor tras este sencillo homenaje semanal a lo que creían bueno y justo que muchas congregaciones más preparadas y críticas de nuestros días.
El señor Gilfil, asimismo, solía volver directamente a casa en los últimos años de su vida, pues había abandonado la costumbre de cenar los domingos en la abadía de Knebley, después de haber tenido, lamento decirlo, una amarga discusión con el señor Oldinport, primo y predecesor de aquel señor Oldinport que viviría como un rey en los tiempos del reverendo Amos Barton. Esta discusión fue una lástima, pues los dos habían disfrutado sobremanera cazando juntos cuando eran jóvenes; y, mientras duró su amistad, muchos miembros de la partida de caza envidiaron al señor Oldinport por llevarse tan bien con su pastor, pues, como dijo sir Jasper Sitwell: «Después de una mujer, no hay nada más infernal para un hombre que su párroco, siempre a la vuelta de la esquina».
Supongo que el desacuerdo inicial que llevó a la ruptura fue insignificante; pero el señor Gilfil podía ser sumamente mordaz, y su humor tenía un sello de originalidad imposible de encontrar en sus sermones; y, como la armadura de virtud consciente del señor Oldinport dejaba a la vista unas grietas considerables, es probable que los comentarios afilados del clérigo le hicieran unas incisiones demasiado profundas para ser olvidadas. Ésa fue, al menos, la interpretación del señor Hackit, que sabía tanto del asunto como cualquier tercera persona. Pues unos días después de la pelea, mientras presidía la cena anual de la Asociación para el Encausamiento de Delincuentes, celebrada en el Oldinport Arms, contribuyó con entusiasmo al jolgorio general informando a los presentes de que «el párroco había dado al caballero un lametón con la parte áspera de la lengua». El descubrimiento de la persona o personas que habían ahuyentado el novillo del señor Parrot no habría sido mejor recibido por los arrendatarios de Shepperton, para los que el señor Oldinport era un pésimo terrateniente, pues no había bajado los alquileres a pesar de la caída de los precios, y ni se había inmutado con algunos párrafos de la prensa provincial que señalaban cómo el honorable Augustus Purwell o el vizconde Blethers habían devuelto un diez por ciento el último día que habían cobrado los arriendos. Lo cierto es que el señor Oldinport no tenía la menor intención de ser parlamentario, y sí el firme propósito de hacer prosperar sus tierras no sujetas a vínculos. De ahí que a los granjeros de Shepperton les supiera a gloria que el reverendo se mofara de los gestos de caridad del terrateniente, poco mejores que los del hombre que robó un ganso y dio sus menudillos de limosna. Pues Shepperton, como se puede ver, estaba en un estadio cultural propio del Ática en comparación con Knebley; tenía caminos de peaje y una opinión pública, mientras que en el beociano[40] Knebley tanto los carros como los intelectos de los hombres se movían por los surcos más profundos, y el terrateniente era considerado un mal necesario e inalterable, como el tiempo, la pulguilla de la col y los gorgojos.
Así que en Shepperton aquella ruptura con el señor Oldinport solo vino a reforzar la armonía que siempre había existido entre el párroco y sus feligreses, desde la generación cuyos hijos había bautizado un cuarto de siglo antes, hasta la generación tan prometedora que representaba el pequeño Tommy Bond, que acababa de cambiar el mandilón y los pantalones cortos por la severa simplicidad de un ajustado traje de pana que aflojaban numerosos botones de latón. Tommy era un niño descarado, impermeable al respeto, y excesivamente aficionado a peonzas y canicas, fuentes de diversión con las que acostumbraba dar ilimitadamente de sí los bolsillos de su pantalón de pana. Un día en que estaba jugando a la peonza en el sendero del jardín, al ver que el reverendo se acercaba en el emocionante instante en que ésta empezaba a zumbar, le gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Pare, pare! ¡Va a tirarme la peonza!
Desde ese día «Panitas» se había convertido en uno de los parroquianos favoritos del señor Gilfil, que disfrutaba suscitando su genio vivo y su asombro con unas preguntas que no hacían sino empeorar la opinión que Tommy tenía de su intelecto.
—Hola, Panitas, ¿sabes si ya han ordeñado el ganso hoy?
—¿Que si han ordeñado el ganso? Los gansos no se ordeñan, ¡no sea tonto!
—¿No? Entonces ¿qué comen sus crías?
Como la alimentación de los ansarinos superaba sus conocimientos de las ciencias naturales, Tommy simuló haber oído esta pregunta en un tono más exclamativo que interrogativo, y se concentró en su peonza.
—¡Ajá, veo que no sabes lo que comen! Pero ¿te diste cuenta ayer de que llovían golosinas? —Al escuchar esto, Tommy aguzó el oído—. Cayeron dentro de mis bolsillos mientras cabalgaba. Vamos, mete la mano… Ya verás cómo es cierto.
Tommy, sin detenerse a analizar el supuesto precedente, se apresuró a constatar la presencia del delicioso resultado, pues tenía una confianza más que justificada en los beneficios de bucear en el bolsillo del reverendo. El señor Gilfil lo llamaba su bolsillo mágico, porque, como le gustaba contar a los «jovencitos» o «dos zapatos» —llamaba así a los niños—, siempre que metía peniques en él se convertían en caramelos o galletas, o cualquier otra golosina. De hecho, la pequeña Bessie Parrot, una «dos zapatos» gordinflona, muy blanca y muy rubia, tenía siempre la admirable franqueza de saludarle con la pregunta: «¿Qué tiene en el bolsillo?».
Como puedes imaginar, lector, la presencia del párroco no restaba un mínimo de diversión a los banquetes de los bautizos. Los granjeros disfrutaban especialmente de su compañía, pues no solo fumaba su pipa y salpimentaba los detalles de la vida parroquial con chistes cáusticos y proverbios, sino que, como decía a menudo el señor Bond, ningún hombre sabía más que el reverendo de la cría de vacas y caballos. Tenía sus propias tierras de pasto a ocho kilómetros de distancia, que un administrador, fingiendo ser su arrendatario, llevaba bajo su dirección; y, ahora que sus días de caza habían quedado atrás, cabalgar de aquí para allá y vigilar la compraventa de ganado eran las principales distracciones del anciano caballero. Al oírle hablar de los méritos respectivos de las razas vacunas de Devonshire y de los «Cuernos Cortos», o del último necio veredicto de los jueces sobre un indigente, un observador superficial habría podido encontrar apenas diferencia, aparte de una mayor sagacidad, entre el párroco y sus rústicos feligreses; pues tenía la costumbre de acercar su acento y su forma de hablar a la de ellos, porque sin duda estaba convencido de que malograba la finalidad de una lengua hablar de «borregos» y «ovejas» a unos hombres que siempre decían «borregus» y «uvejas». Sin embargo, los propios granjeros eran muy conscientes de la diferencia que existía entre el párroco y ellos, y no le consideraban menos caballero ni menos reverendo por su lenguaje desenfadado y la familiaridad de su trato. La señora Parrot se alisaba el delantal y se colocaba bien la cofia con la mayor solicitud cuando lo veía acercarse, le hacía grandes reverencias, y todas las Navidades le enviaba un pavo bien cebado con sus «respetos». Y, en los momentos que más chismorreaban con el señor Gilfil, habrías advertido que tanto hombres como mujeres medían sus palabras, y buscaban siempre su aprobación.
El mismo respeto inspiraban sus funciones estrictamente clericales. Los beneficios del bautismo se suponían de algún modo unidos a la figura del señor Gilfil, una distinción tan metafísica como la existente entre un hombre y su cargo, algo hasta el momento impropio de la mentalidad de un buen clérigo de Shepperton, que lo habría considerado un caso claro de Disidencia. La señorita Selina Parrot prefirió retrasar un mes su boda cuando el señor Gilfil tuvo un ataque de reumatismo antes que casarse con su sustituto, el coadjutor de Milby.
«¡Qué estupendo el sermón de esta mañana!», era el comentario más frecuente después de escuchar alguno del viejo montón amarillento, y que les complacía mucho más porque lo habían oído veinte veces; pues para el nivel intelectual de Shepperton es la repetición, no la novedad, lo que produce mayor efecto; y las frases, al igual que las melodías, tardan mucho tiempo en sentirse como en casa en el cerebro.
Los sermones del señor Gilfil, como puedes imaginar, no eran nada elevados, y mucho menos polémicos, desde el punto de vista doctrinal. Es posible que no examinaran muy a fondo la conciencia; pues recuerda que a la señora Patten, que los había escuchado durante treinta años, el anuncio de que era una pecadora le había parecido una irrespetuosa herejía; pero, por otro lado, no exigían nada irrazonable a los intelectos de Shepperton, en los que a duras penas conseguían desarrollar la concisa tesis de que quienes obran mal salen perdiendo y quienes obran bien, ganando; la naturaleza del pecado era expuesta en sermones especiales en contra de la mentira, la maledicencia, la ira, la pereza, etcétera; y la buena conducta se identificaba con la honradez, la sinceridad, la caridad, la laboriosidad y otras virtudes normales y corrientes que se encuentran en la superficie de la vida, y tienen poco que ver con una profunda doctrina espiritual. La señora Patten comprendió que, si hacía unos quesos mal prensados, recibiría su merecido; aunque, me temo, no pusiera en práctica el sermón sobre la maledicencia. La señora Hackit encontró de lo más edificante el sermón sobre la honradez, ya que la alusión a un peso injusto y una balanza fraudulenta le resultaron especialmente lúcidos tras una discusión reciente con el tendero; pero, que yo sepa, jamás pareció afectarle el sermón sobre la ira.
En cuanto a abrigar alguna sospecha de que el señor Gilfil no predicara el Evangelio más puro, o censurar su doctrina y el modo de difundirla, son pensamientos que jamás pasaron por la cabeza de los feligreses de Shepperton; esos mismos feligreses que, diez o quince años después, se mostrarían sumamente críticos con los sermones y la conducta del señor Barton. Pero, en el ínterin, habían probado el peligroso fruto del árbol de la sabiduría: una novedad que, como es bien sabido, abre los ojos, aunque pueda hacerlo de un modo desagradable. En aquellos días, poner reparos a un sermón equivalía casi a poner reparos a la propia religión. Cierto domingo, un sobrino del señor Hackit, el señorito Tom Stokes, un joven frívolo de ciudad, escandalizó sobremanera a sus virtuosos parientes declarando que él era capaz de escribir un sermón tan bueno como el del señor Gilfil; después de lo cual, el señor Hackit pretendió sacarle los colores al presuntuoso joven ofreciéndole una libra de oro si conseguía aquello de lo que se jactaba. El sermón fue escrito, sin embargo; y, aunque nadie aceptó que tuviese la altura de los del señor Gilfil, resultó tan asombrosamente parecido a un sermón, con un texto, tres partes, y una exhortación final que empezaba: «Y ahora, hermanos míos», que la libra de oro, formalmente negada, fue informalmente entregada, y el sermón, en cuando el señorito Stoke se dio la vuelta, fue declarado «extraordinariamente inteligente».
De hecho, el reverendo Pickard, de una Iglesia Independiente, había afirmado en un sermón predicado en Rotheby (a fin de reducir la deuda del Nuevo Sión, templo construido con exuberante fe y falta de fondos por secesionistas del Sión originario) que vivía en una parroquia donde el pastor era muy «oscuro»; y, en las oraciones que dirigía a sus propios feligreses, tenía la costumbre de comparar globalmente a los parroquianos que no eran de su congregación con Galión, «al que todas aquellas cosas le tenían sin cuidado[41]». Pero no es necesario decir que ningún anglicano practicante llegó a estar jamás lo bastante cerca para oír al señor Pickard.
Los granjeros de Shepperton no eran los únicos que disfrutaban con la compañía del señor Gilfil; era recibido con complacencia en algunas de las mejores casas de la zona. Al anciano sir Jasper Sitwell le habría encantado verlo todas las semanas; y, si hubieras visto cómo acompañaba a lady Sitwell al comedor, o le hubieras oído hablar con ella con maliciosa y, sin embargo, elegante galantería, habrías deducido que un período anterior de su vida había transcurrido en una compañía más señorial de la que podía encontrarse en Shepperton, y que su lenguaje campechano y la familiaridad de su trato eran como manchas de humedad en un antiguo y hermoso bloque de mármol, que todavía permitieran ver aquí o allá la finura de la veta y la delicadeza del tono original. Pero en sus últimos años de vida, esas visitas se volvieron muy complicadas para el anciano clérigo, que rara vez pasaba una velada fuera de los límites de su propia parroquia; aunque lo más frecuente es que se quedara al lado de su chimenea, fumando una pipa y manteniendo una encantadora antítesis de sequedad y humedad con algún trago esporádico de ginebra con agua.
Y, con estas palabras, soy consciente de correr el riesgo de alejar a todas mis lectoras refinadas, y matar completamente la curiosidad que pudieran sentir por los detalles de la historia de amor del señor Gilfil. «¡Ginebra con agua! ¡No puede ser! Es como si pidiera que nos interesáramos por la historia de amor de un fabricante de velas, que hiciera la imagen de su amada con sebo derretido y unos moldes».
Pero, en primer lugar, queridas damas, dejadme alegar que la ginebra con agua, como la obesidad, la calvicie o la gota, no excluye un gran número de historias de amor previas, como tampoco los rizos falsos, primorosamente hechos, que algún día adornarán vuestra frente excluirán las trenzas menos costosas que tenéis ahora. ¡Ay, ay! Nosotros, pobres mortales, a menudo somos solo un poco mejores que las cenizas de madera: una pequeña señal en la savia, la frescura de las hojas, los brotes que en otro tiempo nacieron; pero, dondequiera que vemos cenizas de la madera, sabemos que en el pasado toda esa plenitud debió existir. Yo, al menos, rara vez contemplo a un anciano encorvado o a una anciana llena de arrugas sin ver, con los ojos de la imaginación, ese Pasado del que son los restos consumidos; y el idilio inacabado de mejillas sonrosadas y ojos brillantes parece en ocasiones de muy poco interés e importancia comparado con ese drama de esperanza y amor que mucho tiempo atrás acabó en catástrofe, y dejó ese pobre corazón como un escenario oscuro y polvoriento, con todas sus dulces escenas de jardín y sus hermosas perspectivas derrumbadas y apartadas de su vista.
En segundo lugar, dejadme aseguraros que la cantidad de ginebra con agua que bebía el señor Gilfil era muy moderada. Su nariz no estaba enrojecida; por el contrario, su pelo blanco enmarcaba un rostro pálido y venerable. Bebía esto principalmente, creo, porque era barato; y aquí vuelvo a tropezarme con otro punto flaco del párroco, que, si hubiera querido hacer un retrato halagador en vez de fiel, habría preferido omitir. Es innegable que, con el paso de los años, el señor Gilfil se volvió, como señalaba el señor Hackit, cada vez más «agarrado», aunque esa inclinación creciente se notara más en la tacañería de sus hábitos personales que en su falta de ayuda a los necesitados. Ahorraba —ésa era su teoría— para un sobrino, el hijo único de una hermana a la que, si exceptuamos una persona, había querido más que a nadie en el mundo.
«El muchacho —pensaba— tendrá una pequeña fortuna con la que podrá establecerse en la vida, y algún día traerá a su joven y preciosa mujer a conocer el lugar donde yace su viejo tío. Quizá redunde en provecho de su hogar la soledad que ha presidido el mío».
¿Así que el señor Gilfil era soltero?
Ésa es la conclusión a la que probablemente se llegaría al entrar en su salón, donde las mesas vacías, las enormes y anticuadas sillas de crin de caballo, y la raída alfombra turca fumigada constantemente con tabaco, parecían contar la historia de una existencia sin esposa, que no desmentía ningún retrato, ningún bordado, ningún detalle desvaído de primorosa trivialidad que dejara entrever unos dedos finos y algunas pequeñas ambiciones femeninas. Y era allí donde el reverendo Gilfil pasaba las veladas, casi siempre a solas con Ponto, su viejo setter marrón, que, tendido cuan largo era sobre la alfombra, con el hocico entre las patas delanteras, arrugaba el entrecejo y abría los párpados de vez en cuando para intercambiar una mirada de entendimiento mutuo con su dueño. Pero había una habitación en la rectoría de Shepperton que contaba una historia muy diferente a la del salón triste y vacío; una habitación en la que solo entraban el señor Gilfil y la vieja Martha, el ama de llaves, que, con su marido David como mozo de cuadra y jardinero, eran todo el servicio con que contaba el párroco. Las persianas de esta habitación estaban siempre cerradas, salvo una vez al trimestre, cuando Martha entraba a limpiarla y ventilarla. Siempre le pedía al señor Gilfil la llave, que él guardaba celosamente en su escritorio, y se la devolvía en cuanto terminaba su faena.
Era conmovedor ver cómo la luz del día entraba a raudales cuando Martha levantaba las persianas, descorría las gruesas cortinas y abría las ventanas del mirador gótico. En el pequeño tocador había un delicado espejo con un marco dorado bellamente labrado; aún quedaban restos de cera en los candelabros laterales, y en uno de sus brazos colgaba un pequeño pañuelo de encaje negro; un acerico de raso descolorido con los alfileres oxidados, un frasco de perfume y un gran abanico verde seguían en la mesa; y sobre un pequeño neceser al lado del espejo había un costurero y una capota de bebé sin terminar, que el tiempo había amarilleado. Dos vestidos, que llevaban siglos sin estar de moda, pendían de unos clavos tras la puerta, y unas zapatillas rojas diminutas, con un pequeño bordado plateado y ya sin lustre, continuaban al pie de la cama. Dos o tres acuarelas, unas imágenes de Nápoles, colgaban en las paredes; y sobre la repisa de la chimenea, encima de unas piezas singulares de porcelana antigua, dos miniaturas ovaladas. Una de ellas representaba a un joven de unos veintisiete años, de constitución sanguínea, labios carnosos y ojos gris claro de expresión ingenua. La otra era el retrato de una joven que no parecía tener más de dieciocho años, de facciones pequeñas, mejillas delgadas, tez pálida de aspecto sureño y grandes ojos negros. El caballero tenía el pelo empolvado; la dama se había peinado hacia atrás su cabello oscuro, y llevaba un sombrerito, con un lazo color cereza, en la parte superior de la cabeza: un tocado muy coqueto, aunque sus ojos reflejaran tristeza en lugar de coquetería.
Ésas eran las cosas a las que Martha, desde sus lozanos veinte abriles, quitaba el polvo y aireaba cuatro veces al año; y ahora, en la última década de la vida del señor Gilfil, no cabía duda de que se encontraba en el lado malo de la cincuentena. Así era la habitación cerrada con llave de la casa del señor Gilfil: una especie de símbolo visible de la cámara secreta de su corazón, donde hacía mucho tiempo que había encerrado sus antiguas esperanzas y penas, impidiendo que volvieran a entrar jamás la pasión y la poesía en su vida.
No había mucha gente en la parroquia, aparte de Martha, que tuviera un recuerdo muy vívido de la mujer del reverendo Gilfil, ni que supiera nada de ella en realidad, excepto que había una lápida de mármol en su memoria, con una inscripción en latín, encima del asiento del párroco en la iglesia. Los feligreses con edad suficiente para recordar su llegada carecían por lo general de talento para describir, y lo máximo que se les podía sonsacar es que la señora Gilfil «parecía extranjera, con esos ojos… asombrosos, y una voz que te traspasaba cuando cantaba en la iglesia». La única excepción era la señora Patten, cuya buena memoria y afición a las intimidades ajenas se habían convertido en una valiosa fuente de tradición oral en Shepperton. El señor Hackit, que no se había instalado en la parroquia hasta diez años después de la muerte de la señora Gilfil, hacía a menudo viejas preguntas a la señora Patten para obtener viejas respuestas, algo que le complacía tanto como los pasajes de un libro muy querido o las escenas de una obra de teatro conocida a las personas más refinadas.
—¿Se acuerda del domingo en que la señora Gilfil entró por primera vez en la iglesia, señora Patten?
—Por supuesto que sí. Era el domingo más soleado que uno pueda imaginar, justo al empezar la cosecha. El señor Tarbett pronunció el sermón ese día, y el señor Gilfil estaba en el banco con su mujer. Me parece estar viendo cómo la llevaba hasta el altar; la cabeza de ella casi ni le llegaba al hombro: una mujer pálida y menuda, con unos ojos negros como las endrinas, y, sin embargo, carentes de expresión, como si no vieran nada.
—¿Seguro que llevaba un traje de novia? —preguntaba el señor Hackit.
—Nada especialmente elegante; solo un sombrero blanco atado en la barbilla, y un vestido de muselina blanca de la India. Pero no se puede imaginar cómo era el señor Gilfil en aquella época. Era muy guapo; se estropeó antes de que usted llegara a la parroquia. Tenía la piel sonrosada, y unos ojos muy brillantes que daba gusto mirar. Parecía extrañamente feliz ese domingo; pero no sé por qué tuve la sensación de que aquello no iba a durar mucho. No puedo decir que me gusten los extranjeros, señor Hackit, porque cuando era joven viajé por su país con mi señora, y vi lo suficiente de sus comidas y de sus asquerosas costumbres.
—La señora Gilfil era italiana, ¿no?
—Creo que sí, pero nunca lo he sabido con certeza. Al señor Gilfil jamás se le ha podido hablar de ella, y nadie más de por aquí estaba al cabo de la calle. Con todo, debió de venir muy joven, pues hablaba nuestro idioma tan bien como usted y como yo. Los italianos tienen unas voces preciosas, y es imposible encontrar a alguien que cantara como la señora Gilfil. El reverendo la trajo a tomar el té conmigo una tarde, y dijo con su jovialidad habitual: «¿Sabe, señora Patten?, quiero que mi mujer vea la casa más limpia y beba el mejor té de todo Shepperton; enséñele la vaquería y el cuarto de los quesos, y después ella le cantará una canción». Y así lo hizo; y su voz a veces parecía llenar la habitación; y luego se volvía muy dulce y muy suave, como si susurrara cerca de tu corazón.
—Supongo que usted no volvió a escucharla, ¿verdad?
—No, ella ya estaba enferma, y murió pocos meses después. No llegó a vivir en esta parroquia ni medio año. No me pareció muy alegre aquella tarde, y me di cuenta de que no le interesaban ni los quesos ni la vaquería, de que solo lo fingía para contentarlo a él. En cuanto al reverendo, jamás he visto a un hombre tan colado por una mujer. La miraba con auténtica adoración, como si quisiera llevarla siempre en brazos para que no tuviera que molestarse en andar. ¡Pobre hombre! ¡Pobre hombre! Es como si le hubieran matado cuando ella murió, aunque jamás se rindiera y siguiese yendo a caballo y predicando sermones. Pero se convirtió en una sombra, y sus ojos parecían los de un muerto; no lo habría reconocido usted.
—¿Ella no tenía fortuna?
—En absoluto. Todos los bienes del señor Gilfil vienen de la familia de su madre, que no solo tenía abolengo sino también dinero. Es una verdadera lástima que hiciera esa boda… un hombre tan guapo como él, que podía haber elegido la joven más distinguida de la región, y estar ahora rodeado de nietos. Con lo que le gustan los niños, además…
La señora Patten acostumbraba a terminar así sus recuerdos de la mujer del pastor, de la que, como te habrás percatado, no sabía casi nada. Era obvio que la comunicativa anciana no sabía nada de la historia de la señora Gilfil antes de su llegada a Shepperton, y de que desconocía la historia de amor del señor Gilfil.
Pero yo, querido lector, soy tan comunicativo como la señora Patten, y estoy mucho mejor informado; así que, si te interesa saber más sobre el noviazgo y el matrimonio del señor pastor, solo necesitas trasladar tu imaginación a los últimos años del siglo pasado y tu atención al capítulo siguiente.