Capítulo XVIII
Estaba anocheciendo, y encendieron las velas antes de que el señor Tryan llamara a la puerta de la señora Pettifer. El mensajero había vuelto con la noticia de que no estaba en casa, y Janet llevaba toda la tarde muy nerviosa temiendo que no viniera; pero, en cuanto se tranquilizó al oír el aldabonazo, la asaltaron las dudas y la timidez: se estremeció y sintió frío.
La señora Pettifer fue a abrir la puerta, y le contó al señor Tryan, en muy pocas palabras, lo que había ocurrido por la noche. Él dejó el sombrero y, cuando se disponía a entrar en la sala, la anfitriona le dijo:
—No pasaré con usted; supongo que ella preferirá verlo a solas.
Janet, envuelta en un enorme chal blanco que resaltaba de un modo extraordinario su oscuro rostro, estaba sentada con los ojos vueltos ansiosamente hacia la puerta cuando entró el señor Tryan. No había vuelto a verla desde su encuentro en casa de Sally Martin hacía muchos meses; y sintió un rapto de compasión al ver un semblante asolado por el dolor en el que se adivinaban las huellas de todo el sufrimiento padecido desde aquel día. A Janet le brincó el corazón cuando, una vez más, sus ojos se encontraron con los de él. ¡No! No se había engañado: tenían toda la sinceridad, toda la tristeza, toda la profunda piedad que su memoria recordaba; incluso más, pues, como su rostro estaba más demacrado y ojeroso, sus ojos parecían haber ganado intensidad.
Tryan se acercó a ella y, tendiéndole la mano, dijo:
—Me alegro tanto de que me mandara llamar… Le agradezco tanto que pensara que puedo serle de algún consuelo…
Janet cogió su mano en silencio, incapaz de pronunciar unas palabras de mera cortesía, o siquiera de gratitud; su corazón estaba abrumado por otras palabras que habían salido de la mirada compasiva del clérigo; y sintió cómo sus dudas se desvanecían.
Se sentaron el uno frente al otro, y Janet dijo en voz baja, mientras las lágrimas asomaban lentamente a sus doloridos ojos:
—Quiero contarle lo desgraciada que soy… y cuán débil y depravada. Me faltan fuerzas para vivir o morir. Pensé que tal vez pudiera usted decirme algo que me ayudara.
Entonces guardó silencio.
—Y quizá pueda —contestó el señor Tryan—, pues, al hablar conmigo, está hablando con otro pecador que un día necesitó el mismo consuelo y la misma ayuda que usted necesita ahora.
—¿Y los encontró?
—Sí; y confío en que usted también lo haga.
—¡Oh, Dios!, me gustaría tanto ser buena y cumplir con mi deber —exclamó Janet—; pero mi destino ha sido realmente duro. Amaba con todo el corazón a mi marido cuando me casé, y deseaba hacerle feliz: era lo único que me importaba. Pero él empezó a enfadarse conmigo por tonterías y… no quiero acusarlo… pero se emborrachaba y me trataba cada vez peor, y se volvió muy cruel, y me pegaba. Y eso me desgarraba el alma. A veces creía enloquecer cuando pensaba que nuestro amor había acabado así… No podía soportarlo. Yo nunca había bebido más que agua. Odiaba el vino y el alcohol porque Robert bebía de aquel modo; pero un día en que me sentía muy desdichada, y había vino en la mesa, de pronto… no sé cómo se me ocurrió… me serví en un vaso grande y lo bebí. Me embotó los sentidos, e hizo que todo me diera lo mismo. Después de eso, siempre me asaltaba la tentación, que se fue haciendo cada vez más fuerte. Yo estaba avergonzada, y odiaba lo que hacía; pero, casi al mismo tiempo en que me cruzaba por la cabeza la idea de que nunca volvería a beber, bebía. Era como si tuviera un demonio en mi interior que me obligara a abalanzarme sobre lo que no quería. Y Dios me parecía aún más cruel; pues, de no haberme enviado ese terrible sufrimiento, mucho peor que el que otras mujeres tienen que soportar, jamás habría caído en ese vicio. Supongo que es abyecto pensar así… Sé que tiene que haber una bondad y una justicia supremas, pero no puedo verlas, no puedo confiar en ellas. Y llevo así muchos años. Hubo un tiempo en que las cosas mejoraban de vez en cuando, pero todo se ha degradado últimamente. Estaba segura de que todo terminaría pronto de un modo u otro. Y ayer por la noche me echó de casa… No sé qué hacer. Jamás volveré a esa vida si puedo evitarlo; y, sin embargo, cualquier otra cosa me parece horrible. Sé que el demonio me seguirá empujando a satisfacer el ansia de beber, y que los días serán iguales a los que he vivido todos estos desgraciados años. Siempre obraré mal, y luego me odiaré por eso… y cada vez caeré más bajo, consciente de mi depravación. ¡Oh, si pudiera decirme algo que me diera fuerzas! ¿Ha conocido a alguien como yo que recuperara la paz de espíritu y el poder de obrar bien? ¿Puede darme algún consuelo… alguna esperanza?
Mientras Janet hablaba, lo olvidó todo menos su sufrimiento y su anhelo de consuelo. Su voz se elevó desde el susurro de la tímida aflicción al tono vehemente de la angustia implorante. Juntó las manos con fuerza, y miró al señor Tryan con ojos anhelantes e inquisitivos, con los labios entreabiertos y temblorosos, con unas arrugas profundas y horizontales en la frente que hablaban de un dolor lacerante. En esta vida tan artificial, no vemos a menudo un rostro humano con toda la desesperación de su alma en él, sin inhibiciones; cuando esto ocurre, nos sobresaltamos como si hubiéramos despertado de repente en ese mundo real del que nuestra vida cotidiana no es más que un teatro de marionetas. Por unos instantes, el señor Tryan se sintió demasiado conmovido para hablar.
—Sí, mi querida señora Dempster —dijo finalmente—; existe consuelo, existe esperanza para usted. Puede creerme, pues le hablo desde mi propia experiencia dura y profunda.
Hizo una pausa, como si no hubiera decidido pronunciar las palabras que brotaban de sus labios. Enseguida prosiguió:
—Hace diez años, me sentía tan desgraciado como usted. Y puede que mi sufrimiento fuera mayor que el suyo, pues tenía un pecado aún más ominoso sobre la conciencia. Nadie me había herido como a usted, y yo había hecho un daño irreparable a otra persona tanto física como espiritualmente. El recuerdo del mal que había hecho me atormentaba a todas horas, y estuve al borde de la locura. Odiaba mi vida, pues pensaba, al igual que usted, que seguiría sucumbiendo a la tentación y haciendo más daño en el mundo; y temía la muerte, pues con el sentimiento de culpa que me atenazaba, creía que solo podía aguardarme un gran dolor. Pero un querido amigo al que abrí mi corazón me enseñó que era a hombres como yo, impotentes y desvalidos, a los que Dios invitaba especialmente a unirse a él, y ofrecía todas las riquezas de Su salvación: no solo el perdón; el perdón serviría de poco si nos dejara al arbitrio de nuestras bajas pasiones; sino también fortaleza: esa fortaleza que nos permite derrotar al pecado.
—Pero —dijo Jane— yo no puedo confiar en Dios. Es como si siempre me hubiera dejado sola. A veces he rezado para pedirle ayuda, y todo ha seguido igual que antes. Si usted sentía lo mismo que yo, ¿cómo logró tener fe y confianza?
—No crea que Dios la ha abandonado a su suerte. ¿Cómo puede saber si sus peores padecimientos no han sido solo el camino por el que Él la conducía para que tomara esa conciencia de su propio pecado e indefensión sin la que nunca habría renunciado a otras esperanzas, ni confiado únicamente en Su amor? Lo sé, mi querida señora Dempster, sé que es muy duro de sobrellevar. No hablaré con ligereza de sus penalidades. Sé que el enigma de nuestra vida es inmenso, y hubo un tiempo en que me pareció tan oscuro como hoy a usted.
El señor Tryan vaciló de nuevo. Se daba cuenta de que lo primero que necesitaba Janet era asegurarse de que él la comprendía. Para que sus mensajes de consuelo pudieran encontrar el camino de su corazón, ella debía sentir que su angustia le resultaba familiar, y que él entendía los secretos expresados a medias de su debilidad espiritual. La historia de la Misericordia aún no la habían desmentido unos labios que no se sintieran movidos a compasión. Y la angustia de Janet no era desconocida para el señor Tryan. Jamás había presenciado un dolor o una desesperación que no sacudiera todos los rincones de su penosa experiencia; y, como la comprensión no es más que una nueva forma de revivir nuestro pasado, es frecuente que una confesión desencadene otra confesión. El señor Tryan sentía ese impulso, y su buen juicio, asimismo, le decía que, cediendo a éste, encontraría el mejor modo de consolar a Janet. Con todo, tenía dudas; como cuando tememos que entre la luz del día en una estancia llena de reliquias que solo hemos visitado en el silencio de las cortinas echadas. Pero su impulso inicial triunfó, y continuó diciendo:
—Yo había vivido siempre alejado de Dios. Era un joven alocado y libertino, y mis ambiciones eran vanas y mundanas. Ni se me había ocurrido entrar en la carrera eclesiástica; deseaba dedicarme a la política, pues mi padre era el secretario personal de un hombre importante dentro del Partido Liberal, que había prometido ayudarme. En la universidad me hice amigo de los estudiantes más juerguistas y frívolos, y me plegué a locuras y vicios que ni siquiera me atraían, solo para no quedar mal con mis compañeros. Como ve, ya era entonces más culpable de lo que nunca lo ha sido usted, pues desperdiciaba todas las ricas bendiciones de una juventud y de una salud libres de inquietudes; no tengo ninguna excusa externa que alegar. Y, mientras estaba en la universidad, ocurrió ese incidente que acabó sumiéndome en ese estado que le he mencionado antes, de culpa y desesperación, que me permite entender muy bien lo que usted sufre; y, si le doy los detalles, es para que tenga la certeza de que no me limito a decir palabras huecas cuando afirmo que he salido de esas profundidades del pecado y del dolor en las que se siente usted ahora. En la universidad tenía una relación con una muchacha adorable de diecisiete años; era de una clase social mucho más baja que yo, y nunca pensé en casarme con ella; pero la empujé a abandonar la casa de su padre. No tenía intención de abandonarla cuando terminara mis estudios, y acallé los escrúpulos de mi conciencia prometiéndome que jamás dejaría de cuidar a la pobre Lucy. Pero, cuando volví de unas vacaciones que había pasado viajando, encontré que Lucy se había marchado… se había marchado con un caballero, según dijeron sus vecinos. Me sentí muy afligido, pero intenté convencerme de que no le ocurriría nada malo. Poco después contraje una enfermedad que minó mi salud, y volvió cualquier disipación odiosa para mí. La vida me parecía monótona y vacía, y envidiaba a todo aquel que tuviera algún objetivo noble y absorbente; incluso a mi primo que se preparaba para ir de misionero, y al que yo había considerado siempre una persona triste y aburrida, pues se pasaba la vida importunándome con cuestiones religiosas. Vivíamos en Londres por aquel entonces; habían pasado tres años desde que había perdido de vista a Lucy; y una noche de verano, hacia las nueve, cuando iba por Gower Street, vi a un puñado de gente en un camino elevado. Al acercarme, oí decir a una mujer: «Está muerta, hazme caso». Eso despertó mi interés, y me metí en el círculo a empujones. El cuerpo de una mujer, vestida con elegancia, yacía apoyado en un umbral. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, y sus largos bucles ocultaban sus mejillas. Me asaltó un temor al ver su pelo: era de un tono castaño claro, igual que el de Lucy. Me arrodillé y le retiré el pelo de la cara: era Lucy… muerta… con colorete en las mejillas. Más tarde descubrí que se había envenenado, que estaba en las garras de una mujer malvada, que ni siquiera era suyo el vestido que llevaba. Fue entonces cuando mi vida pasada me golpeó con todo su horror. Deseaba no haber nacido. Era incapaz de pensar en el futuro. El rostro muerto y maquillado de Lucy me perseguía hasta él, del mismo modo que cuando pensaba en el pasado… o cuando me sentaba a comer con unos amigos, o me tumbaba en la cama, o me despertaba. Solo había una cosa que podría hacerme la vida soportable: pasar el resto de mi existencia tratando de salvar a otros de la perdición a la que había arrastrado a aquella joven. Pero ¿cómo podía hacerlo? Mi alma carecía de consuelo, de fortaleza, de sabiduría, ¿cómo iba a procurárselos a los demás? Mis pensamientos eran sombríos, rebeldes, y estaban en guerra con ellos mismos y con Dios.
El señor Tryan había apartado la mirada de Janet. Su rostro contemplaba el fuego, absorto en las imágenes que su memoria evocaba. Pero ahora se volvió hacía ella; y, cuando sus ojos se encontraron, Janet clavó en él la mirada de embelesada esperanza con que un hombre aferrado a la cima resbaladiza de una roca, a punto de desaparecer bajo las olas, vigila el barco que ha zarpado de la costa para rescatarlo.
—Ya ve, señora Dempster, lo mucho que necesitaba ayuda. Seguí así unos meses. Estaba convencido de que, si alguna vez recuperaba la salud y el consuelo, sería gracias a la religión. Fui a escuchar a los predicadores más famosos, y leí muchos libros religiosos. Pero nada colmaba mis anhelos. La fe que permite la salvación de los pecadores parecía estar fuera de mi alcance. No tenía fe; solo me sentía terriblemente desgraciado, dominado por unos hábitos y un temperamento que habían causado un mal irreparable. Finalmente, como le he dicho, encontré a un amigo al que abrí mi corazón, al que confesé todo. Era un hombre que había vivido una experiencia muy dura y podía entender las diferentes necesidades de los diferentes intelectos. Me explicó que la única preparación para encontrar a Cristo y compartir su salvación era ese mismo sentimiento de culpa e impotencia que me abrumaba. Me dijo que estaba fatigado y sobrecargado, y era Cristo quien me invitaba a acercarme a Él y encontrar descanso[128]. Que Cristo quiere que nos agarremos, que nos apoyemos en Él; que no nos ordena caminar solos sin tropezar. Que no nos dice, como nuestros semejantes, que primero debemos ser dignos de Su amor; ni nos condena ni nos reprocha nada por nuestro pasado, solo quiere que nos acerquemos a Él para poder vivir: nos pide que extendamos las manos y recojamos la plenitud de Su amor. Solo tenemos que descansar en Su regazo, al igual que un niño en los brazos de su madre, y Su fortaleza divina nos sostendrá. Y eso es lo que implica la fe. Creemos que nuestros malos hábitos son demasiado fuertes para nosotros; que somos incapaces de luchar contra ellos; que conocemos de antemano nuestra derrota. Pero, cuando sentimos hasta tal punto nuestra impotencia, y nos acercamos al Señor deseando liberarnos de la fuerza así como del castigo del pecado, dejamos de depender únicamente de nosotros mismos. Mientras vivimos rebelándonos contra Dios, deseando ser dueños de nuestra voluntad, buscando la felicidad en las cosas mundanas, es como si nos encerráramos en una habitación abarrotada de gente y con un calor sofocante, donde solo pudiéramos respirar un aire contaminado; pero solo tenemos que salir bajo el cielo infinito para encontrar el aire puro que nos procura salud, fortaleza y felicidad. Y lo mismo ocurre con el espíritu de Dios: tan pronto como nos sometemos a Su voluntad, tan pronto como deseamos unirnos a Él, y ser puros y santos, es como si cayeran los muros que nos separan de Dios, y nos alimentáramos de su espíritu, que nos infunde un nuevo vigor.
—Eso es lo que necesito —dijo Janet—; los placeres ya no me interesan. Creo que me contentaría, en medio de las privaciones y de las dificultades, si sintiera que Dios se preocupa por mí, y me diera fuerzas para llevar una vida pura. Pero dígame, señor Tryan, ¿encontró usted pronto la serenidad y la fortaleza?
—No la serenidad total, eso me llevó mucho tiempo, pero sí la fe y la confianza, que son la fortaleza. Yo era incapaz de perdonarme el dolor que había contribuido a infligir. Mi amigo insistía en que mi pecado contra Dios era más grave que mi pecado contra Lucy; pero… quizá mi sentimiento espiritual no sea lo bastante profundo, pues sigue siendo este último pecado el que me causa mayor remordimiento. Nunca podría salvar a Lucy; pero, gracias a la bendición de Dios, podría salvar a otras almas débiles y descarriadas; y por eso entré en la carrera eclesiástica. Lo único que quería hacer a partir de entonces era consagrarme a la obra de Dios, sin desviarme en busca del placer ni a la derecha ni a la izquierda. No ha sido siempre una lucha fácil, pero Dios ha estado a mi lado… y quizá no se prolongue mucho más.
El señor Tryan guardó silencio. Por unos instantes se había olvidado de Janet, y ésta se había olvidado de sus penalidades. Cuando volvió a pensar en ellas, lo hizo de otra manera.
—¡Ah, qué diferencia entre nuestras vidas! Usted ha elegido el dolor, y el trabajo, y el sacrificio; y yo solo he pensado en mí misma. Me sentía enojada y afligida únicamente por el dolor que tenía que soportar. Usted, por el contrario, seguro que nunca tuvo el egoísmo de pensar que Dios era cruel por enviarle sufrimientos y tentaciones peores que los de los demás…
—Oh, sí, claro que lo tuve; tuve pensamientos muy blasfemos, y sé que el espíritu de rebelión probablemente haya sido lo más duro en su caso. Ignoraba usted lo imposible que es para nosotros juzgar sin equivocarnos la voluntad de Dios, y se oponía a Su voluntad. Pero ¿qué sabemos nosotros? Somos incapaces de predecir el suceso más insignificante de nuestro propio destino; ¿cómo vamos a atrevernos a juzgar cosas que son demasiado sublimes? Lo mejor para nosotros es una completa sumisión, una total resignación. En cuanto enarbolamos nuestra voluntad y nuestra sabiduría en contra de las de Dios, levantamos la muralla que hemos mencionado antes entre nosotros y Su amor. Pero tan pronto como nos postramos a Sus pies, la luz que necesitamos guía nuestros pasos; como el soldado de infantería que, aunque no oye las decisiones que se toman en los consejos sobre el curso de la gran batalla en la que debe luchar, sí oye con toda claridad la orden que debe acatar. Lo sé, mi querida señora Dempster, sé que es duro (lo más duro de todo, quizá) para un ser humano de carne y hueso. Pero deje que Cristo cargue con esa dificultad junto con sus demás pecados y flaquezas, y pídale que derrame sobre usted un espíritu de sumisión. Él participa en sus luchas; Él ha apurado la copa de nuestro sufrimiento; Él sabe lo mucho que nos cuesta decir: «No se haga mi voluntad, sino la Tuya[129]».
—Rece conmigo —dijo Janet—, rece para que Dios me ilumine y me dé fuerzas.