Capítulo V
El inexorable tictac del reloj se asemeja a las punzadas de dolor para las sensaciones agudizadas por un miedo enfermizo. Y lo mismo ocurre con el gran mecanismo de relojería de la naturaleza. Las margaritas y los ranúnculos ceden el paso a las hierbas marrones y ondulantes, teñidas de cálidas y rojizas acederas; las hierbas ondulantes desaparecen, y los campos son como esmeraldas esparcidas entre frondosos setos; el grano de ápices tostados empieza a doblarse con el peso de las espigas; los segadores se inclinan entre ellas, que no tardan en formar gavillas; y en breve las manchas de rastrojos amarillos yacen al lado de bandas de tierra color rojo oscuro, que el arado está labrando para poder sembrar la semillas recién separadas de la paja. Y este paso de una belleza a otra, que para los seres felices es como el fluir de una melodía, determina para muchos corazones humanos el acercamiento de un dolor vislumbrado, y parece correr hacia el momento en que la sombra del temor da paso a la realidad de la desesperación.
¡Qué cruelmente breve le pareció aquel verano de 1788 a Caterina! Sin duda las rosas se marchitaban antes, y las bayas del serbal se mostraban impacientes por enrojecer y traer el otoño, cuando tendría que enfrentarse a su desgracia y presenciar cómo Anthony dedicaba su tono amable, sus palabras dulces y sus miradas tiernas a otra joven.
Antes de que terminara julio, el capitán Wybrow escribió para darles la noticia de que lady Assher y su hija se disponían a abandonar el calor y las diversiones de Bath para dirigirse a la sombreada quietud de sus tierras en Farleigh, donde había sido invitado. Sus cartas daban a entender que sus relaciones eran excelentes con las dos damas, y no sugerían la existencia de ningún rival; así que sir Christopher se mostraba más contento y animado de lo habitual después de leerlas. Finalmente, a punto de acabar el mes de agosto, el capitán Wybrow les anunció que su amor había sido aceptado; y, después de una correspondencia abundante en felicitaciones y elogios entre ambas familias, acordaron que en septiembre lady Assher y su hija visitarían Cheverel Manor, donde Beatrice conocería a su futura familia y se discutirían todos los preparativos necesarios.
Mientras tanto, todos los habitantes de Cheverel Manor tenían algo que hacer para preparar la llegada de las visitantes. Sir Christopher estaba muy ocupado consultando el caso con su administrador y con su abogado, dando órdenes a todos los demás, y sobre todo persiguiendo a Francesco para que terminara el salón. El señor Gilfil se encargaba de conseguir un caballo de señora, ya que la señorita Assher era muy buena amazona. Lady Cheverel tenía innúmeras visitas que hacer e invitaciones que mandar. El césped, la grava y los macizos de flores del señor Bates estaban siempre tan impecables que no se podía hacer nada excepcional en el jardín, excepto regañar más de la cuenta al segundo jardinero, aditamento que el señor Bates no desatendía.
Afortunadamente para Caterina, le habían asignado también una tarea con la que llenar las tristes e interminables horas del día: tenía que acabar el cojín de una silla que completaría el juego de fundas bordadas del salón, un trabajo que lady Cheverel llevaba haciendo un año, y lo único digno de destacar entre el mobiliario de la casa. Inclinada sobre su labor, se sentaba con los labios fríos y el corazón palpitante, agradeciendo que la tristeza que la embargaba a lo largo del día pareciera contrarrestar la predisposición al llanto que volvía a albergar cuando era de noche y estaba sola. Se sentía aterrorizada cuando sir Christopher se le acercaba. La mirada del baronet era más brillante y su paso más elástico que nunca; y tenía la sensación de que solo las almas más sombrías y groseras podían no sentirse felices y briosas en un mundo donde las cosas marchaban tan bien. ¡Pobre caballero! Había ido por la vida algo enardecido con el poder de su voluntad, y ahora su último proyecto parecía salir adelante, y Cheverel Manor lo heredaría un sobrino nieto, al que quizá tendría aún tiempo de ver convertido en un guapo muchacho con un poco de pelusa en la barbilla. ¿Por qué no? Uno sigue siendo joven a los sesenta años.
Sir Christopher siempre tenía algo divertido que decirle a Caterina.
—Vamos, mico, quiero que tengas la voz perfecta: eres la trovadora de Cheverel Manor, ya lo sabes; y asegúrate de llevar un traje precioso con un lazo nuevo. Pero no te vistas de color bermejo, aunque seas un pájaro cantor.
O quizá:
—Luego toca que te cortejen a ti, Tina. Pero nada de volverte una engreída y empezar a darte aires. No quiero que Maynard sufra.
El cariño de Caterina por el viejo baronet la ayudaba a sonreír mientras él le acariciaba la mejilla y la miraba con ternura, pero ésos eran los momentos en que más difícil le resultaba no echarse a llorar. La conversación y la presencia de lady Cheverel eran menos penosas; pues ella solo sentía una alegría reposada ante aquel acontecimiento familiar; y, además, estaba un poco celosa ante el placer que procuraba a sir Christopher la idea de ver a lady Assher, consagrada en su memoria como una belleza de ojos dulces de dieciséis años, con la que se había intercambiado un mechón de pelo antes de emprender sus primeros viajes. Lady Cheverel habría preferido morir antes que admitirlo, pero no podía sino desear que lady Assher lo decepcionara, y se avergonzase un poco de haber ponderado tanto sus encantos.
El señor Gilfil observaba a Caterina con sentimientos encontrados. Su sufrimiento le llegaba al alma; pero, incluso por el bien de ella, se alegraba de que un amor destinado al fracaso no siguiera alimentándose de falsas esperanzas; y cómo iba a evitar decirse a sí mismo: «Quizá, pasado algún tiempo, Caterina se canse de sufrir por ese petimetre frío e insensible, y entonces…».
Finalmente llegó el ansiado día, y el más brillante de los soles de septiembre iluminaba los limeros amarilleados cuando, hacia las cinco de la tarde, el carruaje de lady Assher pasó por debajo del pórtico. Caterina, bordando en su habitación, oyó el retumbar de las ruedas, luego puertas que se abrían y se cerraban, y unas voces en el corredor. Recordando que se cenaba a las seis, y que lady Cheverel le había pedido que bajara pronto al salón, empezó a vestirse, y le alegró mucho sentirse de pronto fuerte y animosa. La curiosidad por ver a la señorita Assher, el pensamiento de que Anthony estaba en la casa, el deseo de no parecer poco atractiva, fueron sentimientos que dieron algo de color a sus labios y le hicieron más fácil ocuparse de su aseo personal. Le pedirían que cantara esa noche, y lo haría muy bien. La señorita Assher no la consideraría del todo insignificante. De modo que se puso el vestido de seda gris y el lazo color cereza con el mismo cuidado que si fuera ella la novia; sin olvidar los pendientes de perlas redondas que sir Christopher había pedido a lady Cheverel que le regalara, porque las orejitas de Tina eran preciosas.
Tardó poco en arreglarse, y encontró a sir Christopher y a lady Cheverel en el salón conversando con el señor Gilfil, y diciéndole lo guapa que era la señorita Assher, aunque no se pareciera nada a su madre; al parecer, era igual que su padre.
—¡Ajá! —exclamó sir Christopher, al volverse hacia Caterina—. ¿Qué opinas, Maynard? ¿Habías visto alguna vez tan hermosa a Tina? ¡Vaya! El vestido gris está hecho con un pedacito del de mi mujer, ¿no es así? Un pañuelo de bolsillo es casi suficiente para vestir al pequeño mico.
Lady Cheverel, serenamente ufana al haber comprendido con una sola mirada la inferioridad de lady Assher, sonrió también en señal de aprobación; y el estado de ánimo de Caterina tenía ese aplomo y esa indiferencia que llegan como la marea baja entre las luchas de la pasión. La joven se dirigió al piano, y se dedicó a organizar las partituras, consciente de que la observaban con admiración, y pensando que la próxima vez que se abriera la puerta entraría el capitán Wybrow, y ella lo recibiría alegremente. Pero cuando le oyó entrar, y la embargó el olor a rosas, le dio un vuelco el corazón. Apenas fue consciente un momento después de que él le apretaba la mano y le decía con la familiaridad de siempre:
—¿Qué tal, Caterina? Estás radiante.
Notó como sus mejillas enrojecían de indignación al ver la despreocupación con que le hablaba. ¡Ah! Estaba demasiado enamorado de otra mujer para recordar lo que había sentido por ella. Pero enseguida se dio cuenta de su insensatez. «¡Cómo iba a mostrar algún sentimiento!», pensó. Este conflicto de emociones convirtió en una eternidad los escasos momentos que transcurrieron antes de que la puerta se abriera de nuevo, y su propia atención, así como la de los demás, se viera absorbida por la entrada de las dos damas.
La hija era la que más llamaba la atención, por el contraste que ofrecía con su madre, una mujer cargada de espaldas y de edad mediana, que había tenido la belleza efímera y rosada de una rubia, con rasgos anodinos y, desde muy joven, metida en carnes. La señorita Assher era alta y grácil, a pesar de su constitución sólida, y se movía con una mezcla de elegancia y seguridad en sí misma; su pelo castaño oscuro, sin empolvar, formaba espesos rizos alrededor del rostro y largos y gruesos tirabuzones que le llegaban casi hasta la cintura. El brillante color carmín de sus mejillas redondeadas, y el delicado contorno de su nariz recta producían una impresión de belleza exquisita, a pesar de unos ojos marrones muy corrientes, una frente estrecha y unos labios finos. Estaba de luto, y el negro oscuro de su vestido de crep, mitigado aquí y allá por algún aderezo de azabache, realzaba el color de su tez y la blancura redondeada de sus brazos, desnudos desde el codo. La primera impresión era deslumbrante; y cuando lady Cheverel le presentó a Caterina, y ésta vio cómo la miraba desde las alturas con una sonrisa benévola, la pobre pequeña pareció comprender, por primera vez, toda la locura de su antiguo sueño.
—Nos encanta este sitio, sir Christopher —dijo lady Assher, con una lánguida pomposidad, que parecía copiar de otra persona—. Estoy segura de que su sobrino ha encontrado Farleigh terriblemente descuidado. El pobre sir John prestaba tan poca atención al mantenimiento de la casa y de las tierras. Yo se lo decía a menudo, pero él me contestaba: «¡Bah! ¡Bah! Mientras mis amigos tengan una buena cena y una buena botella de vino, les dará igual que mis techos estén ennegrecidos por el humo». ¡Sir John era un hombre tan hospitalario!
—La vista de la casa desde el parque, justo después de cruzar el puente, me parece especialmente bonita —dijo la señorita Assher, interrumpiendo a su madre con cierta impaciencia, como si temiera que pudiese decir algo inadecuado—; y nuestro placer al contemplarla por primera vez ha sido mucho mayor porque Anthony no nos había avisado. No quería estropear nuestra primera impresión levantando falsas expectativas. Estoy deseando visitar la casa, sir Christopher, y conocer la historia de todos sus proyectos arquitectónicos, a los que, según Anthony, ha dedicado tantas horas de estudio.
—¡Cuidado con pedir a un anciano que hable del pasado! —exclamó el baronet—; espero que encuentre algún entretenimiento mejor que dar vueltas a mis viejos planos y dibujos. Nuestro amigo el señor Gilfil ha encontrado una yegua preciosa para usted, así que puede cabalgar cuanto quiera por los alrededores. Anthony nos escribió lo buena amazona que es.
La señorita Assher se volvió hacia el señor Gilfil con su sonrisa más luminosa, y le dio las gracias con la estudiada amabilidad de una persona que quiere resultar encantadora y está segura de su éxito.
—Le ruego que no me dé las gracias —dijo el señor Gilfil— hasta que haya probado la yegua. Lady Sara Linter la ha montado los dos últimos años; pero, en caballos como en otras cuestiones, el gusto de dos damas no tiene por qué coincidir.
Mientras tenía lugar esta conversación, el capitán Wybrow se apoyaba en la repisa de la chimenea, contentándose con responder bajo sus indolentes párpados a las miradas que la señorita Assher le dirigía constantemente mientras hablaba.
«Está muy enamorada de él», se dijo Caterina.
Pero le consoló ver que Anthony no la cubría de atenciones. Pensó, asimismo, que parecía más pálido y lánguido de lo habitual.
«Si él no la amara mucho…, si alguna vez echara de menos el pasado, creo que podría sobrellevarlo mejor, y me alegraría ver feliz a sir Christopher».
Durante la cena hubo un pequeño incidente que confirmó sus pensamientos. Cuando llevaron los postres a la mesa, pusieron un molde de gelatina justo delante del capitán Wybrow, que, antes de tomar un poco, invitó a servirse a la señorita Assher. Ésta enrojeció y dijo en tono más seco:
—¿Aún no te has enterado de que nunca tomo gelatina?
—¿De veras? —contestó él, que no tenía la suficiente perspicacia para notar la diferencia de un semitono—. Creía que te encantaba. Siempre había en la mesa de Farleigh, ¿no es así?
—Veo que no te interesa mucho lo que me gusta y lo que no.
—Me domina el pensamiento feliz de que yo te gusto —fue la respuesta ex officio, en tono melodioso.
Este pequeño episodio pasó desapercibido para todos, excepto para Caterina. Sir Christopher escuchaba educadamente el relato de lady Assher sobre su último cocinero, que hacía unas salsas excelentes, y por eso tenía encandilado a sir John— «era tan exigente con sus salsas, sir John»—; así que lo habían tenido seis años en casa, a pesar de ser muy mal repostero. Lady Cheverel y el señor Gilfil sonreían a Rupert, el sabueso, que había metido la cabeza bajo el brazo de su amo, y estaba inspeccionando las fuentes después de olfatear el plato del baronet.
Cuando las damas regresaron al salón, lady Assher no tardó en exponer a lady Cheverel su opinión sobre enterrar a la gente con una mortaja de lana.
—Por supuesto, el sudario tiene que ser de lana, lo dice la ley[63]; pero eso no debería impedir que se llevara alguna prenda de lino debajo. Yo decía: «Si sir John se muriera mañana, lo enterraría con su camisa»; y así lo hice. Y déjeme aconsejarle que haga lo mismo con sir Christopher. Usted no conoció a sir John, lady Cheverel. Era un hombre alto y voluminoso, con una nariz como la de Beatrice, y muy exigente con sus camisas.
La señorita Assher, mientras tanto, se había sentado al lado de Caterina, y, con esa sonriente afabilidad que parece decir: «En realidad no soy nada engreída, como podías haber esperado», comentó:
—Anthony me ha dicho que canta usted maravillosamente. Espero que la escuchemos esta noche.
—Por supuesto —respondió Caterina en voz baja, sin sonreír—. Canto siempre que me lo piden.
—No sabe cuánto envidio ese maravilloso don. No tengo oído. Soy incapaz de tararear una canción, por breve que sea, y ¡me gusta tanto la música! ¿No le parece mala suerte? Pero será una delicia estar aquí; el capitán Wybrow asegura que nos cantará usted todas las noches.
—Creía que la gente sin oído no apreciaba la música —dijo Caterina, volviéndose epigramática a fuerza de grave simplicidad.
—Oh, a mí me encanta, se lo aseguro; y Anthony es tan aficionado… Sería delicioso tocar el piano y cantar con él; aunque dice que prefiere que no cante, que eso no concuerda con la idea que tiene de mí. ¿Qué estilo de música le gusta más?
—No lo sé. Me gustan todas las músicas hermosas.
—¿Y le gusta tanto montar a caballo como la música?
—No; jamás monto a caballo. Me moriría de miedo.
—¡Oh, no! Seguro que no, con un poco de práctica. Yo nunca he sido nada asustadiza. Creo que Anthony tiene más miedo por mí que yo; y, como he estado montando con él, no he tenido más remedio que ser más prudente para que no se pusiera nervioso.
Caterina no contestó; pero se dijo: «Me gustaría que se fuera y no hablara conmigo. Solo quiere que vea lo amable que es, y hablar de Anthony».
La señorita Assher pensaba al mismo tiempo: «Qué insignificante y estúpida parece esta señorita Sarti. Las personas con dotes musicales a menudo son así. Pero es más bonita de lo que esperaba; Anthony me dijo que no era nada guapa».
Afortunadamente, en ese momento lady Assher llamó a su hija para que viera los cojines bordados; y la señorita Assher, acercándose al sofá de enfrente, entabló al punto una conversación con lady Cheverel sobre tapicerías y bordados en general, mientras su madre, con la sensación de que sobraba, iba a sentarse al lado de Caterina.
—Tengo entendido que tiene usted una voz prodigiosa —fue por supuesto su comentario inicial—. Todos los italianos cantan de maravilla. Viajé por Italia con sir John cuando estábamos recién casados, y fuimos a Venecia, donde la gente va en góndola, ¿sabe? Veo que no lleva usted el cabello empolvado. Tampoco Beatrice; aunque muchos piensan que sus rizos estarían más bonitos empolvados. Ella tiene muchísimo pelo, ¿no cree? Nuestra última doncella la peinaba mucho mejor; pero se puso las medias de Beatrice antes de que las lavaran, y ¿cómo no íbamos a echarla después de eso?
Caterina, convencida de que era una simple pregunta retórica, consideró superfluo responder, hasta que lady Assher repitió:
—Cómo no íbamos a echarla, ¿verdad? —como si la aprobación de Tina fuera necesaria para su tranquilidad espiritual.
Después de un «sí» apenas audible, lady Assher prosiguió:
—Las criadas solo dan problemas, y no sabe lo exigente que es Beatrice… Yo le digo a menudo: «La perfección no existe, querida». Ese vestido que lleva puesto… no cabe duda de que le sienta divinamente ahora… pero han tenido que deshacerlo y rehacerlo dos veces. Es igual que el pobre sir John… ¡era un hombre tan exigente con sus cosas! ¿Lady Cheverel es muy exigente?
—Bastante. Pero la señora Sharp lleva veinte años siendo su doncella.
—Ojalá existiera alguna posibilidad de quedarnos con Griffin veinte años. Pero me temo que tendremos que despedirla porque su salud es muy delicada; y es tan testaruda que no toma digestivos como le digo. Usted también parece delicada. Le recomiendo que tome una infusión de manzanilla por la mañana, con el estómago vacío. Beatrice es tan fuerte y saludable que jamás toma ninguna medicina; pero, si yo hubiera tenido veinte hijas, y hubiesen sido delicadas, les habría dado a todas infusiones de manzanilla. No hay nada que fortalezca más una constitución. ¿Me promete que tomará infusiones de manzanilla?
—Muchas gracias, pero no estoy enferma —contestó Caterina—. Siempre he sido pálida y delgada.
Lady Assher estaba convencida de que las infusiones de manzanilla cambiarían eso por completo: Caterina tenía que comprobarlo; y después continuó goteando como una ducha mal cerrada hasta que la llegada anticipada de los caballeros distrajo su atención, y se aferró a sir Christopher, que probablemente empezaba a pensar que, por motivos poéticos, era mejor no volver a encontrarse con un primer amor después de cuarenta años.
El capitán Wybrow, por supuesto, se reunió con su tía y con la señorita Assher; y el señor Gilfil intentó evitar que Caterina cometiera la inconveniencia de sentarse muda y distante, y le contó cómo un amigo suyo se había roto el brazo y había atado el caballo a una estaca esa mañana, fingiendo no darse cuenta de que ella apenas le escuchaba y tenía la vista fija en el otro extremo del salón. Uno de los tormentos de los celos es que jamás pueden apartar los ojos de lo que causa su sufrimiento.
Todo el mundo acabó cansado de charlar, y sir Christopher probablemente el que más; fue él quien hizo esta propuesta tan agradable:
—Pero, Tina, ¿es que no vamos a tener música esta noche antes de jugar a las cartas? Supongo que lady Assher juega a las cartas, ¿no es así? —añadió, esforzándose por recordarlo y volviéndose hacia lady Assher.
—¡Oh, sí! Al pobre sir John le gustaba jugar al whist todas las noches.
Caterina se apresuró a sentarse en el clavicémbalo, y, en cuanto empezó a cantar, advirtió complacida que el capitán Wybrow se acercaba a ella y ocupaba su lugar de siempre. Saber esto aumentó la potencia a su voz; y, cuando se dio cuenta de que la señorita Assher seguía a su prometido con ese aire de ostentosa admiración que no refleja sino la ausencia de un verdadero goce, su brillante ejecución final no empeoró al verse alentada por cierto desdén triunfal.
—Tienes la voz mejor que nunca, Caterina —dijo el capitán Wybrow, cuando ella terminó—. Esto no se parece en nada a los grititos de la señorita Hibbert que tanto nos gustaban en Farleigh, ¿verdad, Beatrice?
—Ya lo creo. Es usted una criatura envidiable, señorita Sarti… Caterina. ¿Puedo llamarla Caterina? Anthony me ha hablado tanto de usted que tengo la sensación de conocerla desde hace mucho. ¿Me dejará llamarla Caterina?
—Sí. Todo el mundo me llama Caterina, menos cuando me llaman Tina.
—Vamos, vamos, sigue cantando, sigue cantando, pequeño mico —gritó sir Christopher desde el otro extremo del salón—. No hemos tenido ni la mitad de lo que queremos.
Caterina estaba más que dispuesta a obedecer, pues mientras cantaba era la reina de la velada, y la señorita Assher se veía obligada a hacer muecas de admiración. ¡Ay! Mira lo que estaban haciendo los celos en esa pobre alma joven. Caterina, que había pasado su vida como un pequeño y modesto pájaro cantor, acurrucado ingenuamente bajo las alas que se extendían para protegerlo, cuyo corazón latía solo al ritmo apacible del amor o se estremecía ante algún temor fácil de disipar, había empezado a conocer las feroces palpitaciones del triunfo y del odio.
Cuando terminó la sesión de canto, sir Christopher y lady Cheverel se pusieron a jugar al whist con lady Assher y el señor Gilfil, y Caterina se quedó al lado del baronet, como si quisiera observar la partida, para no imponer su presencia a la pareja de novios. Al principio estaba radiante con su pequeño triunfo, y se sentía orgullosa; pero no pudo evitar que sus ojos miraran furtivamente al otro lado de la chimenea, donde el capitán Wybrow se había sentado junto a la señorita Assher, y se apoyaba con su brazo en el respaldo de la silla, una postura muy típica de enamorado. Caterina empezó a sentir que se ahogaba. Pudo ver, casi sin mirar, cómo él le cogía el brazo para examinar su pulsera; cómo sus cabezas se juntaban, y los rizos de ella rozaban la mejilla de él… y el instante en que él ponía los labios en su mano. Caterina notó que le ardían las mejillas; no podía seguir sentada allí. Se puso en pie, fingió buscar algo, y finalmente salió sin hacer ruido.
Cogió una vela y echó a correr por los pasillos y la escalera que llevaba a su dormitorio, donde se encerró con llave.
—¡No puedo soportarlo! ¡No puedo! —exclamó en voz alta la pobre, juntando sus deditos y apretándose con ellos la frente, como si quisiera romperlos.
Después anduvo a toda prisa de un lado para otro.
—Y esto seguirá días y días, y yo tendré que presenciarlo.
Miró a su alrededor nerviosamente en busca de algo que agarrar. Había un pañuelo de muselina en la mesa; lo cogió y lo rompió en tiras mientras seguía yendo de un lado para otro, y luego hizo una pelota con ellas.
«Y Anthony —pensó— puede hacer esto sin importarle lo que siento. Oh, él puede olvidarlo todo: cómo me decía que me amaba, cómo me cogía la mano mientras paseábamos, cómo se quedaba a mi lado por las tardes para mirarme a los ojos».
—¡Es tan cruel! ¡Es tan cruel! —exclamó en voz alta de nuevo, al rememorar todos esos momentos de amor del pasado.
Entonces lloró a lágrima viva, se arrojó de rodillas al suelo y sollozó amargamente junto a la cama.
No fue consciente del tiempo que estuvo allí, hasta que le sobresaltó la llamada a las oraciones; temiendo que lady Cheverel enviara a alguien en su busca, se puso en pie y empezó a desvestirse a toda prisa para que nada pudiera obligarla a bajar de nuevo. Acababa de desatarse el pelo, y de ponerse un holgado camisón, cuando llamaron a la puerta y se oyó decir a la señora Sharp:
—Señorita Tina, milady quiere saber si se encuentra mal.
Caterina abrió la puerta y dijo:
—Gracias, querida señora Sharp; me duele mucho la cabeza; por favor, dígale a lady Cheverel que me ha empezado a doler justo después de cantar.
—Entonces, ¡por el amor de Dios!, ¿por qué no está en la cama en vez de quedarse tiritando ahí y coger un resfriado de muerte? Vamos, deje que le desate el pelo y la arrope.
—No, gracias; ahora me meto en la cama. Buenas noches, querida Sharpy; no me regañe; seré buena y me acostaré.
Caterina besó a su vieja amiga con zalamería, pero la señora Sharp no era fácil de «camelar», e insistió en ver cómo la jovencita que una vez había estado a su cargo se metía en la cama; se llevó la vela que la pobre criatura habría querido conservar. Pero era imposible quedarse allí tendida mucho tiempo con el corazón desbocado; y la figurita blanca no tardó en salir de la cama, buscando consuelo en el propio frío y la incomodidad. Había suficiente luz para que pudiera ver su cuarto, pues la luna, casi llena, cabalgaba muy alta por el firmamento entre veloces nubes. Caterina descorrió las cortinas; y, sentada con la frente apoyada en el gélido cristal, miró la gran extensión de césped y árboles.
¡Qué lóbrega es la luz de la luna cuando un viento huracanado le arrebata toda su ternura y sosiego! Los árboles se ven hostigados por sus sacudidas, cuando desearían estar en reposo; la trémula hierba la hace temblar con frío compasivo; y los sauces junto al estanque, blancos e inclinados bajo ese rigor invisible, parecen tan agitados e indefensos como ella. Pero la escena le gusta más por su tristeza: hay cierta piedad en ella. No es como la dura e insensible felicidad de los enamorados, que resulta ostentosa ante la desgracia.
Apretó con fuerza los dientes contra el marco de la ventana; y gruesas lágrimas corrieron veloces por su rostro. Agradecía tanto poder llorar, pues la pasión delirante que había sentido cuando sus ojos estaba secos la aterrorizaba. Si llegaba a asaltarle ese sentimiento atroz delante de lady Cheverel, jamás sería capaz de contenerse.
Además estaba sir Christopher… tan bueno con ella… tan feliz con el matrimonio de Anthony; y no dejaba de atormentarse con estos terribles pensamientos.
—¡No puedo evitarlo! ¡No puedo! —se oyó susurrar mientras sollozaba—. ¡Oh, Dios, apiádate de mí!
Tina pasó así las largas horas de aquella luz de luna azotada por el viento, hasta que finalmente, exhausta y dolorida, volvió a tenderse en la cama y se durmió de puro agotamiento.
Mientras este pobre corazoncito se veía aplastado por un peso demasiado abrumador para él, la naturaleza seguía su curso sereno e inexorable, envuelta en una belleza hierática y terrible. Las estrellas trazaban libres su rumbo eterno; las mareas subían hasta alcanzar el nivel de la última maleza expectante; el sol iluminaba las ajetreadas naciones de la otra cara de la fulgurante tierra. El torrente de los pensamientos y de las acciones humanas avanzaba rápidamente y se ensanchaba. El astrónomo observaba por su telescopio; los grandes navíos surcaban con dificultad las olas; la laboriosa pujanza del comercio, el espíritu feroz de la revolución, se tomaban apenas un breve descanso; y estadistas insomnes temían la posible crisis que estallaría al día siguiente. ¿Qué eran nuestra pequeña Tina y su aflicción en medio de esta poderosa corriente que avanzaba con ímpetu de un enigma terrible a otro? Más insignificante que la onda más imperceptible al caer una gota de agua, tan escondida y desamparada como el latido de angustia en el pecho de un pajarillo que, después de conseguir a duras penas comida, revoloteara hasta su nido y lo encontrase destrozado y vacío.