Capítulo VI

Una mañana de noviembre, al menos seis meses después de que la condesa Czerlaski se instalara en la rectoría, la señora Hackit oyó que su vecina la señora Patten había tenido un ataque de su vieja dolencia, llamada con imprecisión «los espasmos». Por tanto, hacia las once, se puso el sombrero de terciopelo y la capa de paño, con una boa muy larga y unos manguitos tan grandes que podría esconder en ellos a un hermoso bebé; pues la señora Hackit ajustaba su vestimenta al calendario, y sacaba las pieles el uno de noviembre, hiciera la temperatura que hiciera. No era una mujer débil que se acomodara a procesos titubeantes. Si la estación del año no cumplía con su deber, no ocurría lo mismo con la señora Hackit. En sus buenos tiempos, hacía mucho frío el día de la Conspiración de la Pólvora[34], y a ella no le gustaban nada las modas nuevas.

Y aquella mañana el tiempo estaba muy razonablemente de acuerdo con su vestimenta, pues mientras avanzaba por los campos hacia la granja Cross, las hojas amarillas de los olmos, que se recortaban brillantes y doradas sobre unas nubes purpúreas y muy bajas, se esparcían por el camino cubierto de hierba, empujadas por el viento más gélido de noviembre.

«¡Ah! —pensaba la señora Hackit—. Es muy probable que tengamos una ola de frío este invierno; de ser así, no me extrañaría que se llevara a la anciana. Dicen que una Navidad verde engorda el cementerio; pero, en realidad, una Navidad blanca también. Cuando el banco está podrido, da lo mismo quién se siente en él».

Con todo, cuando llegó a la granja Cross, la perspectiva del fallecimiento de la señora Patten volvió a ser arrojada a la nebulosa de su imaginación, pues la señorita Janet Gibbs la recibió con la noticia de que su tía estaba mucho mejor, y la acompañó, sin previo aviso, al dormitorio de la anciana. Janet acababa de llegar al final de su relato pormenorizado sobre la aparición del ataque y los síntomas de su tía —relato que la señora Patten, con su gorro de dormir primorosamente fruncido, parecía escuchar con desdeñosa resignación por la inexactitud histórica de su sobrina, contentándose con mover de vez en cuando la cabeza para aturullar a Janet— cuando el estrépito de los cascos de un caballo en el patio anunció la llegada del doctor Pilgrim, que, con su corpulencia y sus botas altas, apareció enseguida en el piso de arriba. Encontró tan mejorada a la señora Patten que no tuvo que adoptar un aire solemne. Era un hombre que pasaba tranquilamente de un pésame a un chisme, sin caer en la maledicencia, y tener la oreja de la señora Hackit era una tentación irresistible.

—Qué feo se está poniendo el asunto de su pastor —fue el comentario con que hizo esta agradable transición, echándose hacia atrás en la silla desde la que se había inclinado hacia su paciente.

—¡Ay, Dios! —exclamó la señora Hackit—. Ya lo creo que se está poniendo feo. He defendido al señor Barton cuanto he podido, por su mujer; pero no puedo tolerar semejantes tejemanejes. Es horrible que esa mujer vaya con ellos al servicio dominical, y, si mi marido no fuera custodio y a mí no me pareciera mal abandonar mi propia parroquia, me iría a la iglesia de Knebley. Lo han hecho muchos feligreses.

—Pensaba que Barton no era más que un necio —dijo el doctor Pilgrim, en un tono que reflejaba su conciencia de haber sido demasiado caritativo—. Creía que, cuando esa gente llegó, habían abusado de su amabilidad y le habían hecho perder el norte. Pero ahora eso es imposible.

—Bueno, está más claro que el agua —dijo la señora Hackit—. Ella apareció en Milby como un gorrión que se posara en una rama, podríamos decir, con su hermano, como lo llamaba; y de pronto el hermano se va solo y ella se echa en brazos de los Barton. Aunque sabe Dios qué ha podido ver en un coadjutor pobre de solemnidad, que no puede siquiera mantener a su mujer y a sus hijos; yo, desde luego, lo ignoro.

—Puede que el señor Barton tenga encantos que no conocemos —señaló el doctor Pilgrim, que se enorgullecía de su talento para el sarcasmo—. La condesa ya no tiene doncella, y dicen que el señor Barton es muy habilidoso ayudándola a vestirse. Le ata los cordones de las botas, y esas cosas.

—¡Es indignante! —dijo la señora Hackit—. Mientras esa pobre criatura se mata a trabajar… todo el día cosiendo para sus niños; y con otro en camino. ¡Lo que habrá tenido que soportar! Se me parte el corazón al darle la espalda. Pero no tendría que haber permitido que la pusieran en esa situación.

—¡Vaya! Precisamente el otro día estuve hablando de eso con la señora Farquhar. Me dijo que la señora Barton le parecía «u-n-a m-u-j-e-r-m-u-y-b-l-a-n-d-a». —El doctor Pilgrim repitió sus palabras con lento énfasis, como si creyera que la señora Farquhar había expresado una opinión memorable—. No piensan invitarla mientras siga alojando en casa a esa persona de dudosa reputación.

—¡Bueno! —exclamó la señorita Gibbs—. Si estuviera casada, por nada del mundo toleraría que me trataran como a la señora Barton.

—Sí, es fácil decirlo —comentó la señora Patten, desde su almohada—; los maridos de las solteronas siempre son muy manejables. Si estuvieras casada, probablemente serías tan necia como tus mayores.

—Lo que me gustaría saber —dijo la señora Hackit— es cómo se las arreglan los Barton para llegar a fin de mes. Seguro que ella no aporta nada; tengo entendido que a él le ha dado dinero una organización benéfica para el clero. Dicen que ella al principio se cameló al reverendo diciendo que iba a escribir al canciller y a sus elegantes amigos para que le consiguieran un beneficio. Sin embargo, a saber lo que es mentira y lo que es verdad. El señor Barton ya no viene por casa, un día le dejé entrever lo que pensaba. Quizá esté avergonzado de sí mismo. Me pareció terriblemente delgado y nervioso el domingo.

—Oh, debe de ser consciente de que es ya un apestado. A los demás miembros del clero les indigna su insensatez. Dicen que Carpe se alegraría de quitarle su coadjutoría si pudiera; pero, como Barton está autorizado para ejercer, tendría que venir personalmente a Shepperton; y no creo que esté dispuesto.

En ese momento la señora Patten dio muestras de un empeoramiento que requirió los cuidados profesionales del doctor Pilgrim; y la señora Hackit, recordando que era jueves y debía vigilar la mantequilla, se despidió con la promesa de volver pronto, y traer sus labores.

Aquel jueves, dicho sea de paso, era el primero del mes, el día en que se celebraba la reunión clerical en la rectoría de Milby; y, como el reverendo Amos Barton tenía motivos para no asistir, lo más probable es que se convirtiera en tema de conversación entre sus hermanos del clero. ¿Qué tal si nos acercamos y vemos si el doctor Pilgrim ha expresado bien cuál era su opinión?

El grupo no es muy numeroso hoy, pues es la época de los dolores de garganta y los catarros; así que las discusiones exegéticas y teológicas, que son los prolegómenos de la cena, no han sido tan espirituales como de costumbre; y, aunque no ha quedado completamente clara una cuestión relacionada con la Epístola de Judas, las seis campanadas del reloj de la iglesia y el anuncio simultáneo de la cena son sonidos que todo el mundo agradece.

¡Qué maravilloso es (cuando uno no es bilioso) entrar en un comedor acogedor, donde las cortinas rojas están corridas y resplandecen a la luz del fuego de la chimenea y de las velas, donde el cristal y la plata centellean sobre un damasco inmaculado, y una sopera deja adivinar el aroma que muy pronto invadirá tus hambrientos sentidos, preparándolos, con la sutil visita de sus átomos, para el placer de un contacto más intenso! Sobre todo si confías en la capacidad de tu anfitrión de dar una buena cena; si sabes que no es un hombre que abrace la idea rastrera de que la comida y la bebida son la mera satisfacción del hambre y la sed, y que, insensible a todas las influencias más exquisitas del paladar, espere contentar a sus invitados con salsas mal condimentadas y el marsala más barato. El reverendo Ely merecía especialmente esa confianza, y es posible que sus virtudes como anfitrión hubieran pesado tanto como la situación céntrica de Milby para que se celebraran en su casa las reuniones del clero. Tiene un aire tan elegante sentado en la cabecera de su mesa y, por supuesto, en todas las ocasiones en que hace de presidente o moderador: es un hombre que parece saber escuchar, y es una amalgama excelente de distintos ingredientes.

En el otro extremo de la mesa, como «vice», se sienta el reverendo Fellowes, párroco y magistrado, un hombre de físico imponente, con voz meliflua y un gran ingenio. El señor Fellowes obtuvo hace ya tiempo un beneficio eclesiástico gracias al encanto persuasivo de su conversación, y a la facilidad con que interpretaba las opiniones de un baronet obeso y tartamudo, a fin de que éste tuviera una percepción muy placentera de su propia sabiduría. El reverendo Fellowes es un hombre de mucho éxito, y tiene muy buen carácter en todas partes excepto en su parroquia, donde, sin duda porque sus feligreses son gente pendenciera, tiene siempre acaloradas discusiones con un par de granjeros, el dueño de una mina de carbón, un tendero que antes ejercía de custodio y un sastre que en otro tiempo fue clérigo.

A la derecha del reverendo Ely, vemos a un hombre diminuto de rostro cetrino y algo hinchado, que se cepilla el pelo hacia arriba, con la clara intención de alcanzar una estatura que armonice más con la idea que tiene de su propia importancia que la altura de un metro cincuenta que, por un descuido de la naturaleza, le ha tocado en suerte. Es el reverendo Archibald Duke, un hombre muy dispéptico y evangélico, cuya opinión de la humanidad y su futuro no puede ser más sombría, y que considera el éxito de los Papeles de Pickwick[35], recientemente concluidos, una de las pruebas más fehacientes del pecado original. Desgraciadamente, aunque el señor Duke no tiene las cargas de un padre de familia, sus gastos anuales tienden a ser bastante mayores que sus ingresos; y las desagradables circunstancias que se derivan de esto, junto con los pesados desayunos de carne, es muy posible que hayan contribuido a su visión desoladora del mundo en general.

Al lado de él se sienta el reverendo Furness, un joven alto, rubio y con bigote, que no se licenció en Cambridge debido únicamente a su genio; al menos sé que tiempo después publicó un volumen de poemas, que muchas damiselas de su entorno consideraron increíblemente hermosos. El reverendo Furness escribía sus propios sermones, como cualquier persona con cierto espíritu crítico habría podido acreditar al comparar éstos con sus poemas: en ambos había una exuberancia de metáforas y símiles totalmente original, sin que se parecieran en nada sus contenidos.

A la izquierda del señor Furness está el reverendo Pugh, otro joven coadjutor mucho menos brillante. No ha publicado ningún poema; incluso se licenció en la universidad; tiene un cuidado bigote negro y la tez pálida. El domingo lee dos veces las oraciones y un sermón; y los demás días de la semana sale a cumplir sus deberes parroquiales con un corbatín blanco, un sombrero cepillado con esmero, unas botas lustrosas y un impecable traje negro: un atuendo que, en su opinión, debe de simbolizar el espíritu de la cristiandad para los feligreses de Whittlecombe.

Enfrente del señor Pugh se sienta el reverendo Martin Cleves, un hombre de unos cuarenta años, de estatura media, ancho de espaldas, con el nudo del corbatín mal hecho, facciones grandes e irregulares, y una cabeza enorme con abundante pelo lacio. Tras una mirada superficial, el señor Cleves es el más vulgar del grupo y el que menos aspecto de eclesiástico tiene; sin embargo, aunque no lo parezca, ahí está el verdadero párroco, el pastor al que quiere, pide consejo y en el que confía su rebaño; un eclesiástico que no se hermana con los poderosos, sino que te ofrece su ayuda en la dificultad; un maestro cuyas palabras son más alentadoras que severas. El reverendo Cleves tiene el maravilloso don de pronunciar unos sermones que el carretero y el herrero entienden; no porque, condescendiente, les diga simplezas sino porque llama al pan, pan, y al vino, vino, y sabe cómo despojar a las ideas de sus perifollos verbales. Míralo con más atención, y verás qué rostro tan interesante tiene; el humor y la sensibilidad que reflejan sus ojos y la comisura de sus labios de líneas toscas: un hombre que seguramente procede de la clase media baja, y que ha heredado una gran compasión por la accidentada vida de sus congéneres. Los lunes por la noche reúne a los trabajadores en su parroquia, y les habla de cuestiones prácticas que puedan serles útiles, contándoles una historia o leyéndoles algún pasaje muy escogido de un libro ameno, y comentándolos con ellos; y, si preguntaras a cualquier bracero o artesano de Tripplegate qué clase de hombre era el párroco, te contestarían: «Un caballero increíblemente culto, sensato y franco; además de una gran persona». Sin embargo, a pesar de todo esto, quizá sea el mejor helenista del grupo, si exceptuamos al reverendo Baird, el joven que está a su izquierda.

El señor Baird se ha hecho bastante famoso por sus escritos y sus conferencias metropolitanas, pero en aquel tiempo pronunciaba sus sermones en una pequeña iglesia semejante a un granero, ante una congregación formada por tres granjeros ricos y sus criados, unos quince braceros, y la cantidad proporcional de mujeres e hijos. Los granjeros ricos lo consideraban «un auténtico erudito»; pero, si les hubieras pedido una descripción más precisa, habrían dicho que su cara era más bien delgada y parecía un poco bizco.

Siete en total: un número encantador para una cena, siempre que las unidades fueran encantadoras; todo depende de eso. Durante la cena, el reverendo Fellowes llevó el peso de la conversación, que giró insistentemente en torno a la remolacha forrajera y la rotación de cultivos; pues el señor Fellowes y el señor Cleves cultivaban las tierras de sus beneficios eclesiásticos. El reverendo Ely, asimismo, tenía ciertas nociones de agricultura, e incluso el reverendo Archibald Duke se había incorporado a semejantes asuntos mundanos gracias a sus campos de patatas. Los dos jóvenes coadjutores, mientras tanto, hablaban un poco aparte de otras cosas: para sus intelectos sin tierras, aquel tema tenía un interés escaso; y el trascendente y miope señor Baird parecía escuchar con aire más bien distraído, pues lo único que sabía de patatas y remolachas forrajeras es que eran una forma del «condicional».

—¡Qué afición tiene lord Watling a las labores agrícolas! —dijo el reverendo Fellowes, cuando quitaban el mantel—. Coincidí con él en su granja de Tetterley el verano pasado. Es una granja realmente modélica: lácteos de primera, tierras de pastoreo y trigales, y unas dependencias espléndidas. Pero ¡qué pasatiempo tan caro! Supongo que pierde un montón de dinero. Está loco por el ganado negro, y todos los años manda a su viejo y borracho administrador escocés a Escocia, y con el bolsillo lleno de libras, para que compre esas bestias.

—A propósito —dijo el reverendo Ely—, ¿sabe a quién ha dado lord Watling el beneficio de Bramhill?

—A un hombre llamado Sargent. Lo conocí en Oxford. Su hermano es abogado y ayudó mucho a lord Watling en aquel asunto tan feo de Brounsell. Sargent ha conseguido el beneficio gracias a eso.

—Sargent —repitió el reverendo Ely—. Lo conozco. ¿No es un tipo fanfarrón y parlanchín que ha escrito sobre sus viajes por Mesopotamia, o algo así?

—En efecto.

—Pasó algún tiempo en Witherington, como coadjutor de Bagshawe. Cogió mala fama allí; se vio envuelto en un escándalo por un escarceo amoroso, creo.

—Hablando de escándalos —dijo el señor Fellowes—, ¿han oído la última historia de Barton? Nisbett me contó el otro día que cena solo con la condesa a las seis, mientras la señora Barton prepara todo en la cocina.

—Una autoridad bastante apócrifa, Nisbett —dijo el reverendo Ely.

—¡Ay! —exclamó el señor Cleves, con expresión alegre y bondadosa en la mirada—. Seguro que es una versión adulterada. El texto original es que cenaron juntos con otros seis —me refiero a seis niños— y que la señora Barton es una cocinera excelente.

—Ojalá cenar solos fuese lo peor de ese triste asunto —dijo el reverendo Archibald Duke, en un tono que denotaba que su deseo era una consistente figura retórica.

—Bueno —señaló el reverendo Fellowes, llenándose el vaso y con aire jocoso—, o Barton es el mayor embaucador que existe o guarda un astuto secreto: un filtro o algo parecido que le vuelve encantador para una dama hermosa. No todos podemos hacer conquistas cuando nuestra fealdad ha dejado atrás su mejor momento.

—La dama parece haberle conquistado a él desde el principio —dijo el reverendo Ely—. Me divertí muchísimo en casa de Granby una noche en que Barton nos habló de las aventuras de su marido. Dijo: «Cuando ella me lo contó, sentí no sé cómo… sentí su historia desde la coronilla hasta la planta del pie».

El señor Ely pronunció estas palabras con dramatismo, imitando el fervor y la acción simbólica del reverendo Barton, y todos se rieron excepto el señor Duke, cuya visión de las cosas no tendía a ser jovial después de la cena.

—Creo que alguno de nosotros debería reprochar al señor Barton el escándalo que está protagonizando —dijo—. No solo está poniendo en peligro su alma, sino también la de sus feligreses.

—Seguro que hay una explicación muy sencilla para todo este asunto —dijo el señor Cleves—, solo que no la conocemos. Barton siempre me ha parecido un hombre sensato que no se hace ningún favor a sí mismo con su manera de ser.

—A mí nunca me ha gustado Barton —señaló el reverendo Fellowes—. No es un caballero. Era muy amigo de aquel prior santurrón que murió hace poco; un tipo que andaba siempre bebido y hablaba del Evangelio con la nariz roja.

—La condesa habrá refinado sus gustos, supongo —comentó el señor Ely.

—Bueno —dijo el reverendo Cleves—, el pobre muchacho tiene que pasarlas moradas para sacar adelante a una familia tan numerosa con tan pocos ingresos. Esperemos que la condesa contribuya a que puedan llevarse algo a la boca.

—Ella, ¡qué va! —exclamó el señor Duke—; hay muchos indicios de que son más pobres que nunca.

—Vamos, vamos —contestó el señor Cleves, que a veces podía ser cáustico, y no apreciaba demasiado a su reverendo hermano, el señor Duke—, eso es algo que en todo caso dice mucho en favor de Barton. Puede ser pobre sin que se le note.

El reverendo Duke se puso amarillo, que era su modo de sonrojarse, y el señor Ely acudió en su ayuda diciendo:

—Están haciendo un gran trabajo en la iglesia de Shepperton. Dolby, el arquitecto que lleva la obra, es un tipo muy inteligente.

—Ha sido él quien ha hecho la iglesia de Coppleton —señaló el reverendo Furness—. La tienen en excelentes condiciones para la visita pastoral.

La mención de dicha visita trajo a sus mientes al obispo, y abrió un ancho conducto que desvió completamente la corriente de animadversión de aquella pequeña tubería, de aquel vaso capilar, el reverendo Amos Barton.

La conversación de los clérigos sobre su obispo pertenece a la parte esotérica de su profesión; así que nos apresuraremos a abandonar el comedor de la rectoría de Milby, no vayamos a escuchar algún comentario poco indicado para oídos laicos, y que pueda perturbar nuestra paz espiritual.