Capítulo III

El capítulo anterior ha dado al lector exigente una noción aproximada de la situación que se vivía en Cheverel Manor en el verano de 1788. Ese verano, como sabemos, la gran nación francesa se veía agitada por ideas y pasiones encontradas, que no eran sino el principio de penalidades y sufrimientos. Y en el interior de nuestra pobre Caterina se había desatado también un terrible combate. El pobre pajarillo estaba empezando a batir las alas y estrellar en vano su dulce pecho contra los barrotes de hierro de lo inevitable; y nosotros vemos con demasiada claridad el peligro de que, si esa agonía aumentaba en lugar de aplacarse, el palpitante corazón acabase herido de muerte.

Entretanto, si, como espero, sientes algún interés por Caterina y sus amigos de Cheverel Manor, quizá te estés preguntando cómo llegó allí. ¿Cómo era posible que esa muchacha menuda y de ojos oscuros, cuya cara sureña evocaba inmediatamente colinas cubiertas de olivos y altares iluminados por cirios, tuviera su hogar en aquella imponente casa solariega inglesa, al lado de una matrona rubia como lady Cheverel? Era casi como encontrar un colibrí posado en uno de los olmos del parque, junto a la paloma buchona más bonita de esa aristócrata. ¡Hablando un inglés perfecto, además, y rezando oraciones protestantes! Seguro que la habían adoptado y llevado a Inglaterra cuando era muy pequeña. Y ésa era la respuesta.

Durante su último viaje a Italia, quince años antes, sir Christopher y su mujer habían residido algún tiempo en Milán, donde sir Christopher, que era un enamorado de la arquitectura gótica, y tenía entonces el proyecto de convertir su fea mansión familiar de ladrillo en un ejemplo de casa solariega gótica, se dedicaba a estudiar los detalles de ese milagro de mármol: la catedral. Allí lady Cheverel, al igual que en otras ciudades italianas en las que su estancia era prolongada, contrató a un maestro para que le diera lecciones de canto, pues, además de un gusto musical muy refinado, tenía una bonita voz de soprano. En aquel tiempo la gente muy rica utilizaba partituras manuscritas, y muchos hombres que no se parecían a Jean-Jacques[51] en nada más, se ganaban el sustento como él a copier la musique a tant la page. Como lady Cheverel necesitaba este servicio, el maestro Albani prometió enviarle a un poveraccio que conocía, cuyos manuscritos eran los más limpios y correctos. Desgraciadamente, el poveraccio no estaba siempre bien de la cabeza, por lo que a veces era un poco lento; pero sería una obra de caridad cristiana digna de la hermosa signora dar trabajo al pobre Sarti.

Al día siguiente, la señora Sharp, entonces una lozana criada de treinta y tres años, entró en el aposento privado de su señora y le dijo:

—Perdone, milady, pero el hombre más sucio y andrajoso del mundo está en la puerta, y le ha dicho al señor Warren que el maestro de canto le ha enviado para ver a la señora. Pero no creo que quiera que lo traiga aquí. Tiene pinta de ser solo un mendigo.

—Oh, sí, hazle pasar inmediatamente.

La señora Sharp se retiró, murmurando algo sobre «pulgas y algo peor». No podía admirar menos a la bella Ausonia[52] y a sus nativos, y ni su profundo respeto por sir Christopher y su mujer le impedía expresar su asombro de que las personas nobles tuvieran el capricho de vivir «entre papistas, en unos países donde no servía de nada airear la ropa blanca, y donde la gente olía a ajo que tumbaba de espaldas».

No obstante, reapareció enseguida acompañada de un hombre flaco y menudo, cetrino y sucio, con expresión inquieta en sus ojos sin brillo, y una timidez exagerada en sus profundas reverencias, por lo que parecía un hombre que hubiera estado mucho tiempo aislado en una prisión. Y, sin embargo, a pesar de toda su miseria y su mugre, se adivinaba en él cierta juventud y el rastro de una anterior belleza. Lady Cheverel, aunque no era una persona cariñosa, y mucho menos sentimental, era esencialmente buena, y le gustaba prodigar favores como una diosa que, desde las alturas, mira con benevolencia a los cojos, tullidos y ciegos que se acercan a su altar. Sintió cierta compasión al ver al pobre Sarti, que le recordó a un pecio destrozado que hubiera flotado alegremente al iniciar su travesía entre la música de tamboriles y gaitas. Le indicó amablemente la selección operística que deseaba que le copiara; y su radiante presencia pareció infundir nuevos bríos a su visitante, que, cuando salió con las partituras bajo el brazo, le hizo una reverencia menos tímida, aunque igual de respetuosa.

Sarti llevaba diez años sin ver nada tan luminoso, señorial y bello como lady Cheverel. Pues estaba lejos la época en que había pisado las tablas vestido de satén y con un tocado de plumas, como primo tenore de una breve temporada. Había perdido completamente la voz el invierno siguiente, y desde entonces había sido poco más que un violín roto, que solo sirve para hacer fuego. Pues, al igual que muchos cantantes italianos, era demasiado ignorante para dar clases; y, de no haber sido por su excelente caligrafía, su joven y desvalida mujer y él habrían muerto de hambre. Después de que naciera su tercer hijo, unas fiebres se llevaron a la agotada madre y a los dos niños mayores, y atacaron también al pobre Sarti, que abandonó su lecho de enfermo con el cerebro y los músculos debilitados, y un bebé diminuto en los brazos, de apenas cuatro meses de edad. Se alojaba encima de la frutería de una mujer corpulenta, gritona y de carácter iracundo, pero que había tenido hijos, y que se ocupó de la pequeña bambinetta de tez amarillenta y ojos negros, además de atender a Sarti durante su enfermedad. Y allí continuaba viviendo, logrando a duras penas que su hijita y él subsistieran gracias al trabajo de copiar música, que le conseguía sobre todo el maestro Albani. Sarti parecía existir únicamente para la niña: la cuidaba, la mimaba, se pasaba la vida con ella en la habitación sobre la frutería, y solo le pedía a su casera que se ocupara de la criatura cuando se ausentaba brevemente para recoger el trabajo y llevárselo a casa. Los clientes que frecuentaban la frutería veían a menudo a la pequeña Caterina sentada en el suelo con las piernas sobre un montón de guisantes que le encantaba desparramar; o metida quizá, como un gatito, en una gran cesta, a salvo de cualquier peligro.

Algunas veces, sin embargo, Sarti dejaba a su hijita con otra clase de protectora. Era un hombre muy devoto, y tres días a la semana iba a rezar a la gran catedral llevándose a Caterina con él. En ese lugar, cuando el sol de la mañana calentaba desde gran altura la miríada de pináculos resplandecientes del exterior, luchando contra la oscuridad descomunal que reinaba dentro, se podía ver la sombra de un hombre con una criaturita en brazos que avanzaba a paso ligero entre las sombras más estacionarias de las columnas y los parteluces, y se dirigía hacia una pequeña virgen con purpurina que colgaba en un rincón apartado cerca del coro. Entre todas las cosas sublimes de la enorme catedral, el pobre Sarti había elegido esa virgen con purpurina como símbolo de misericordia divina y protección; del mismo modo que un niño, al ver un gran paisaje, hace caso omiso del esplendor de bosques y cielos, y concentra su atención en una pluma que flota en el aire o un insecto que pasa ante su vista. Y era allí donde Sarti rezaba, dejando a Caterina en el suelo a su lado; y, alguna que otra vez, cuando la catedral estaba cerca de algún sitio donde requerían sus servicios, y no quería llevar a la pequeña, la dejaba delante de la virgen con purpurina, donde se quedaba sentada, sumamente tranquila, distrayéndose con el ruidito de sus balbuceos y el balanceo de su cuerpo diminuto. Y, cuando Sarti volvía, siempre encontraba que la Santísima Madre había cuidado muy bien a Caterina.

Ésa era de manera resumida la historia de Sarti, que hizo tan bien el trabajo que le había encargado lady Cheverel que ésta volvió a enviarle a casa con nuevas partituras. Pero empezaron a pasar las semanas y Sarti ni apareció ni envió la música que se le había confiado. Lady Cheverel empezó a preocuparse, y un día en que se preparaba para salir en carruaje, pensando en enviar a Warren para que preguntara en la dirección de Sarti, el ayuda de cámara le entregó un trocito de papel que, según dijo, había dejado para ella un hombre con un carro de fruta. En el papel había solo dos líneas temblorosas, en italiano:

¿Tendría la Eccelentissima, por el amor de Dios, compasión de un moribundo, e iría a verlo?

Lady Cheverel reconoció la letra de Sarti, a pesar de su falta de firmeza, y, bajando a su carruaje, ordenó al cochero milanés que la llevara a la Strada Quinquagesima número 10. El vehículo se detuvo en un callejón estrecho y sucio frente a la frutería de la Pazzini, donde un voluminoso espécimen de mujer apareció rápidamente en la puerta, para gran disgusto de la señora Sharp, que comentó en privado al señor Warren que la Pazzini era «una vaca horrible». La frutera, sin embargo, dedicó toda clase de sonrisas y reverencias a la Eccelentissima, que, al no entender demasiado bien su dialecto milanés, abrevió la conversación pidiéndole que la llevara cuanto antes con el signor Sarti. La Pazzini subió delante de ella una escalera oscura y estrecha, y abrió una puerta por la que le rogó que entrara. Justo enfrente de la puerta yacía Sarti, en un camastro en el suelo. Tenía los ojos vidriosos, y ningún movimiento indicó que fuera consciente de su llegada.

Al pie de la cama estaba sentada una niña diminuta, que no parecía tener ni tres años de edad, con una capota de lino en la cabeza y unas botas de cuero en los pies, sobre las que aparecían desnudas sus piernecitas esqueléticas y amarillas. Un vestido, confeccionado con lo que en otro tiempo había sido una alegre seda floreada, era la única otra prenda que llevaba. Sus grandes ojos oscuros brillaban en medio de su extraña carita, como dos piedras preciosas en una imagen grotesca tallada en viejo marfil. Tenía un frasco de medicinas vacío en la mano, y se divertía poniendo el tapón de corcho y quitándolo de nuevo para oír su chasquido.

La Pazzini se acercó a la cama y dijo:

Ecco la nobilissima dona.

Pero inmediatamente gritó:

—¡Virgen santísima! ¡Está muerto!

Era cierto. La nota se había enviado demasiado tarde para que Sarti pudiera poner en práctica su proyecto de pedir a la gran dama inglesa que cuidara de su Caterina. Ésa era la idea que había atormentado su débil cerebro desde que empezó a temer que su enfermedad fuera mortal. Ella tenía dinero, y era buena; seguro que hacía algo para ayudar a la pobre huérfana. Y así, finalmente, envió aquel trocito de papel que hizo que su plegaria fuera atendida, aunque él no viviera para pronunciarla. Lady Cheverel dio a la Pazzini una cantidad para pagar un decoroso entierro al finado, y se llevó a Caterina, con la intención de preguntar a sir Christopher qué debían hacer con ella. Incluso la señora Sharp sintió tanta pena ante la escena que presenció cuando le pidieron que subiera a por la niña que se le saltaron las lágrimas, aunque ella no fuera nada propensa a esas flaquezas; lo cierto es que se abstenía de llorar por una cuestión de principios, porque, como decía a menudo, se sabía que era lo peor del mundo para los ojos.

En el camino de vuelta al hotel, lady Cheverel consideró los distintos planes que se podían hacer con Caterina, pero al final uno de ellos aventajó a los demás. ¿Por qué no se llevaban a la niña a Inglaterra y la educaban allí? Llevaban casados doce años, pero ninguna voz infantil alegraba Cheverel Manor, y a la antigua mansión le sentaría bien un poco de esta música. Además, sería una obra cristiana convertir a aquella pequeña papista en una buena protestante, e injertar toda la fruta inglesa posible en el tallo italiano.

Sir Christopher escuchó su plan encantado. Le gustaban mucho los niños, y se encariñó enseguida con el mico de ojos negros, como llamó a Caterina toda su corta vida. Pero ni a él ni a lady Cheverel se les ocurrió adoptarla como hija, ni darle el mismo rango que ellos en la vida. Eran demasiado ingleses y aristocráticos para pensar en algo tan romántico. ¡No! La niña crecería en Cheverel Manor como una protegida de la familia, para acabar siendo útil, quizá, haciendo ovillos de estambre, llevando las cuentas y leyendo en voz alta, además de servir de gafas cuando los ojos de milady vieran borroso.

Así que la señora Sharp tuvo que comprar ropa nueva que sustituyera la capota de lino, el vestido floreado y las botas de cuero; y entonces, aunque parezca extraño, la pequeña Caterina, que había vivido sin ser consciente de tantas desgracias en su existencia de treinta lunas, empezó a pasar conscientemente malos ratos. «La ignorancia —dice Áyax— es un mal indoloro[53]»; y lo mismo podría decirse de la suciedad, teniendo en cuenta la felicidad de los semblantes que la acompañan. En cualquier caso, la limpieza es a veces un bien doloroso, como puede corroborar cualquiera al que haya lavado la cara de malos modos una mano despiadada con un anillo de oro en el dedo corazón. Si tú, lector, no has conocido ese tormento iniciático, es inútil esperar que te hagas una idea aproximada de lo que Caterina tuvo que sufrir en la primera sesión de agua y jabón que le dio la señora Sharp. Afortunadamente, este purgatorio no tardó en verse asociado en su pequeño cerebro con el paso directo a la felicidad suprema: el sofá de la sala de estar de lady Cheverel, donde había juguetes que romper, se cabalgaba en las rodillas de sir Christopher, y un spaniel de carácter resignado se dejaba torturar un poco sin rechistar.