Capítulo V

Eran las nueve de la mañana. El sol del solsticio de verano calentaba ya los tejados y las veletas de Milby. Las campanas de la iglesia repicaban, y muchas familias tenían la sensación de que era domingo, sobre todo porque las hijas habían bajado a desayunar con su mejor vestido, y con el cabello artísticamente peinado. Pero no era domingo, sino miércoles; y, aunque el obispo iba a celebrar una confirmación, y a decidir si debía pronunciarse o no un sermón vespertino en Milby, los rayos de sol eran como los de cualquier otro día laborable para los segadores que ya trabajaban en los campos, y para los tejedores menos tempraneros que en aquellos momentos colocaban en el telar su «pieza» de la semana. La impresión de que era domingo era más profunda en damiselas como las señoritas Phipps, que irían a la confirmación de su hermana pequeña y, en tan interesante ocasión, llevarían un dulce y bonito sombrero transparente con plumas de marabú, a fin de no eclipsar la correcta sencillez del atuendo de su hermana, que, como es natural, llevaría un vestido blanco nuevo; o entre las alumnas de la señorita Townley, que ese día estarían eximidas de asistir a clase, e irían a la iglesia para ver al obispo y escuchar al reverendo señor Prendergast, el honorable párroco, leer las oraciones, un elevado placer intelectual, como les aseguraba la señorita Townley. Parecía de lo más natural que un párroco, que era honorable, leyera mejor que el anciano señor Crewe, que solo era coadjutor, y no era honorable; y, cuando la pequeña Clara Robins quiso saber por qué unos clérigos eran párrocos y otros no, Ellen Marriott le contestó con mucha seguridad que solo los eclesiásticos inteligentes llegaban a párrocos. Ellen Marriott iba a ser confirmada. Era un niña bajita, guapa y regordeta, con ojos azules y pelo rubio rojizo, peinado esa mañana con unos tirabuzones más largos de lo habitual para recibir la bendición del obispo; algunas compañeras la consideraban la beldad del colegio, pero otras preferían a su rival, Maria Gardner, que era mucho más alta y recogía sus preciosos rizos color castaño oscuro en lo alto de la cabeza, y que, como también iba a renovar los votos bautismales, se había aceitado y rizado el cabello con especial cuidado. Cuando se sentó a desayunar antes de que la señorita Townley entrara a servir el café aguado, su peinado causó tanta sensación que Ellen Marriott se vio finalmente obligada a mirarla.

—¿Es ésta la cabeza de la señorita Gardner? —preguntó con una sombra de sarcasmo, no exento de acritud.

—Sí —dijo Maria, afable y tartamudeante, sin poder competir con las ingeniosas réplicas de Ellen—; e…e… es mi cabeza.

—¡Entonces no puedo sentir admiración por ella! —fue la demoledora respuesta de Ellen, seguida de un murmullo de aprobación entre sus amigas.

Supongo que es así como las jovencitas vacían su saco de veneno en el colegio. Por ese motivo se tratan con tanta consideración de ahí en adelante.

La única otra alumna de la señorita Townley candidata a la confirmación era Mary Dunn, hija de un comerciante de paños de Milby y prima lejana de las señoritas Linnet. Su pelo lacio y sin brillo no aguantaba mucho tiempo rizado, y el calor de aquella mañana lo había devuelto a su estado natural más temprano que otros días. Pero no por eso se sentaba sola y melancólica en el fondo de la clase. Sus padres eran admiradores del señor Tryan, y habían decidido, influidos por las señoritas Linnet, que éste preparara a su hija para la confirmación, además del señor Crewe, que era quien se encargaba de instruir a las alumnas de la señorita Townley. ¡Pobre Mary Dunn! Me temo que era un precio demasiado alto por aquellos beneficios espirituales verse excluida de los juegos de pelota, tener que pasear únicamente con niñas pequeñas… en definitiva, ser el objeto de una aversión que solo un suministro incesante de bizcocho con pasas habría neutralizado. Y la señora Dunn opinaba que el bizcocho con pasas era muy poco sano. El espíritu antitryanita, como ves, era muy fuerte en el colegio de la señorita Townley, traído probablemente por las alumnas externas, así como por el hecho de que esa inteligente mujer se opusiera violentamente a la innovación, y alabara todos los domingos «el excelente sermón» del señor Crewe. La pobre Mary Dunn tenía pavor de que las clases terminaran, pues era entonces cuando se convertía en el blanco de esos comentarios explícitos que, tanto en los colegios de señoritas como de jóvenes caballeros, constituyen la forma más sutil y delicada de indirecta.

—Yo nunca seré tryanita, ¿y tú?

—¡Oh, aquí viene la dama que sabe mucho más de religión que nosotras!

—¡Algunas se creen tan piadosas…!

Es realmente asombroso que no se considere a las señoritas capacitadas para seguir el mismo plan de estudios que los caballeros. He observado que sus aptitudes para el sarcasmo son muy similares; y, si hubiera un elegante colegio en Milby para jóvenes caballeros, me inclino a pensar que, a pesar de Euclides y los clásicos, la ironía desplegada en él no habría sido más mordaz, ni la sátira más incisiva, que en la academia de la señorita Townley. Pero no existía dicho centro, y es probable que la escuela de enseñanza secundaria supervisada por el señor Crewe pusiera freno a ese género de especulaciones; y los jóvenes elegantes de Milby habían abandonado sus lejanos colegios para pasar el verano en casa. Algunos acabábamos de estrenar levita, y, como la asunción de nuevas responsabilidades parecía ir unida al cambio de vestimenta, éramos también candidatos a la confirmación. Ojalá pudiera decir que la solemnidad de nuestros sentimientos estaba al nivel de la solemnidad de la ocasión; pero a los muchachos sin imaginación les resulta difícil aceptar las instituciones apostólicas en su forma más desarrollada, y me temo que nuestro sentimiento predominante ante la ceremonia era la timidez, y nuestra opinión predominante, una postura especulativa y herética, era que debía atañer solo a las niñas. Qué pena, dirás; pero es una forma muy masculina de actuar en otras crisis que nos sobrevienen mucho después de la confirmación. Los momentos dorados en el torrente de la vida discurren impetuosos, y lo único que vemos es la arena; los ángeles vienen a visitarnos, y solo los reconocemos cuando se han ido.

Pero, como ya he dicho, la mañana era soleada, las campanas repicaban y las damas de Milby llevaban sus galas dominicales.

Y ¿quién es esa mujer de belleza luminosa que, a tan tempranas horas, camina a buen paso por Orchard Street con un gran ramo de flores en la mano? ¿Puede ser Janet Dempster, la mujer que tanta lástima nos inspiró, una triste medianoche, hace apenas quince días? Sí; ninguna otra mujer de Milby tiene esos penetrantes ojos negros, esa figura tan grácil y pura, que realzan su sencillo vestido de muselina y su chal de encaje negro, ese abundante pelo negro tan primorosamente trenzado, en maravilloso contraste con las cintas de raso blanco de su modesto sombrero. Ninguna otra mujer tiene la sonrisa dulce y expresiva con la que ella saluda a Jonathan Lamb, el viejo sacristán. Y, ¡ay! —al acercarse—, ahí están las tristes arrugas alrededor de la boca y de los ojos, que esa sonrisa ilumina como los rayos de sol la belleza del grano maduro azotado por la tormenta.

Deja Orchard Street y se dirige lo más rápido que puede a casa de su madre, una casita encantadora que da a un prado junto a la carretera, donde están cargando el heno. La señora Raynor acaba de desayunar y está leyendo en su butaca cuando Janet abre la puerta.

—Hola, madre —dice con su voz más cantarina—. He venido para que me dé el visto bueno antes de ir a la rectoría. ¿Me he puesto bien mi precioso sombrero?

La señora Raynor miró por encima de las gafas, y encontró los ojos de su hija, tan oscuros y amorosos como los suyos. Era una mujer mucho más menuda que Janet (no solo su figura, sino también sus facciones), que había heredado de ella sobre todo los ojos y la piel de una morena de tez blanca. El pelo de la madre había encanecido hacía muchos años, y estaba recogido bajo una primorosa cofia, confeccionada con sus hábiles dedos, al igual que todos los tocados de Janet. Eran unos dedos que habían trabajado mucho, pues la señora Raynor, al enviudar, se había ganado la vida con una sombrerería; eso le había permitido dar a su hija lo que se consideraba entonces una educación de primera, así como ahorrar una suma que, manejada por su yerno, bastaba para mantenerla en su vejez solitaria. La señora Raynor, ¡qué anciana tan pulcra e impecable, siempre con un vestido de seda negra!: una mujer paciente y valerosa, que se inclinaba con resignación ante el peso del dolor grabado en su memoria, y sobrellevaba con mansa fortaleza la nueva carga que los días presentes habían traído con ellos.

—Tu sombrero necesita un tironcito hacia delante, tesoro —contestó la madre, sonriendo y quitándose las gafas, mientras Janet se arrodillaba a su lado y esperaba a que «se lo pusiera bien» como cuando era pequeña—. Vas directamente a casa de la señora Crewe, ¿no? Esas flores que llevas ¿son para decorar los platos?

—¡No, madre! Es un centro de mesa. Ya he enviado la vajilla y el jamón que cocinamos ayer en casa, y Betty irá directamente con los aderezos y las fuentes. Conseguiremos que la señora Crewe salga airosa del paso. ¡Es tan menuda y adorable! Tendría que haberla visto ayer elevando las manos y suplicando al Cielo que se la llevara antes de tener que preparar otra colación para el obispo. Decía que ya era suficientemente malo tener al archidiácono, que no toma ni la mitad de vasos de gelatina. Según ella, le daría igual alimentar a todos los tullidos viejos y hambrientos de Milby; pero ¡tanto esfuerzo y tanto gasto para unas personas que se atiborran todos los días! Ayer nos pasamos el día limpiando y arreglando el salón. No hay quien quite el olor de las pipas del señor Crewe, ¿sabe? Pero a base de jabón amarillo y lavanda seca hemos logrado disimularlo. Y ahora tengo que irme corriendo. ¿Vendrá a la iglesia, madre?

—Sí, querida, no me perdería ese bonito espectáculo. A mis viejos ojos les sienta bien ver tantas caras tiernas y jóvenes. ¿Irá tu marido?

—Sí, Robert estará allí. Lo he vestido de punta en blanco esta mañana; dice que el obispo pensará que va demasiado elegante. He ido con él al cuarto de su madre para que ella lo viera. Hemos oído que Tryan está seguro de que el obispo le dará su apoyo; pero ya veremos. Daría mi guinea torcida, y toda la suerte que ésta pueda darme, por verlo derrotado; no puedo soportar que ese hombre perturbe la paz de nuestros queridos y ancianos señores Crewe en sus últimos días. ¿Y eso es predicar el Evangelio? El mejor Evangelio es el que hace que todo el mundo se sienta feliz y tranquilo, ¿no es así, madre?

—Ay, hija, me temo que no hay ningún Evangelio que pueda conseguir eso en este mundo.

—Bueno, al menos puedo hacer algo para confortar a la señora Crewe; así que deme un beso, y ya nos veremos en la iglesia.

La madre se recostó en la butaca al marcharse Janet, y se sumió en un doloroso ensueño. Cuando nuestra vida es una aflicción continua, los momentos de paz parecen sustituir únicamente la pesadumbre del temor por la pesadumbre del sufrimiento real: la cortina de nubes solo parece abrirse un instante para que, al compararlo con la efímera luminosidad, apreciemos todo su horror cuando cae hasta el suelo, negra e inminente. Las gotas de agua que visitan unos labios resecos en el desierto solo traen con ellas la imagen más vívida de la sed. Janet parecía alegre y llena de ternura ahora, pero ¿qué triste escena vendría a continuación? Se parecía demasiado a las flores de las jaras que crecían en el pequeño jardín delante de la ventana, y que, con las sombras del atardecer, verían el blanco delicado y el negro azabache de sus pétalos pisoteado entre el polvo, al borde del camino. Cuando se pusiera el sol, y la luz del crepúsculo se desvaneciera, quizá Janet, enfebrecida y loca de ira, maldijera su dolor con vehemencia egoísta y anhelara desesperadamente no seguir viva.

La señora Raynor había estado leyendo la parábola de la oveja descarriada, y la alegría que reina en el Cielo cuando se arrepiente un pecador. Seguro que el amor eterno en el que siempre había creído, en medio de todas sus desgracias, no permitiría que su hija se adentrara más y más en el desierto, hasta que no hubiera vuelta atrás: esa hija tan adorable, tan compasiva con el prójimo, tan buena… ¡hasta que la empujaron al pecado las penas más amargas que pueden afligir a una mujer! La señora Raynor tenía su fe y sus consuelos espirituales, aunque no fuera evangélica ni supiera nada del celo doctrinal. Supongo que la mayoría de los seguidores del señor Tryan habrían pensado que carecía del conocimiento salvador; y estoy convencido de que no tenía una opinión clara sobre la doctrina de la justificación. Sin embargo, leía a menudo la Biblia, y creía encontrar lecciones divinas en ella: cómo llevar la cruz con mansedumbre y ser misericordiosa. Confiemos en que exista una ignorancia salvadora, y que la señora Raynor fuera justificada sin saber exactamente cómo.

Intentaba tener esperanza y confianza, aunque costara creer que el futuro fuese algo más que cosechar la simiente que sembraban ante sus ojos. Pero siempre hay alguna semilla sembrada calladamente y sin que nadie lo advierta, de la que brotan las flores más dulces sin nuestro esfuerzo ni previsión. Recogemos lo que sembramos, pero el amor de la Naturaleza supera esa justicia, y nos da sombras, y frutas y flores que nacen sin que nosotros las hayamos plantado.