Capítulo XXIV
Apenas con breves intervalos de descanso, Janet no dejó en varios días su puesto en la triste habitación. No es raro que el cuarto del enfermo y el lazareto hayan sido con tanta frecuencia un refugio de las agitaciones de la duda intelectual; un lugar de reposo para los espíritus fatigados y heridos. Hay un deber sobre el que todos los credos y filosofías están de acuerdo: al atenderlo, al menos, la conciencia no se ve acosada por la duda, el impulso benévolo no se ve reprimido por una teoría adversa; y puede uno empezar a actuar sin resolver una cuestión preliminar. Humedecer los labios resecos del enfermo en las largas noches de vigilia, sujetar la cabeza desmadejada, levantar brazos y piernas exangües, adivinar la necesidad que solo puede insinuarse con un pequeño movimiento de la mano o una mirada implorante… son ocupaciones que no exigen ni examen de conciencia, ni casuística, ni aceptar proposiciones, ni sopesar consecuencias. Entre esas cuatro paredes donde el ajetreo y el resplandor del mundo no pueden entrar, y ninguna voz se levanta; donde un ser humano yace postrado, a merced de la ternura de sus semejantes, la relación moral entre los hombres se reduce a su máxima claridad y simplicidad: la intolerancia no puede confundirla, la teoría no puede pervertirla, la pasión, sorprendida de su quietud, no puede contaminarla ni perturbarla. Cuando nos inclinamos sobre el lecho del enfermo, todas las fuerzas de nuestra naturaleza corren hacia los canales de la compasión, de la paciencia y del amor, y barren la miserable y asfixiante deriva de nuestras peleas, de nuestros debates, de nuestra sabiduría frustrada y de nuestros deseos clamorosos y egoístas. Esta bendición serena que nos libera de las importunidades de la opinión se encuentra en todas las obras de misericordia sencillas y directas, y es una fuente de ese dulce sosiego que a menudo invade al cuidador en la habitación de un enfermo, incluso cuando su tarea es dura y terrible.
Janet sintió en cierto modo ese efecto beneficioso mientras atendía a su marido. Cuando pasaron las primeras horas desgarradoras, cuando el horror al delirio dejó de atenazarla, empezó a ser consciente de que se había librado de la carga de decidir qué rumbo tomaría en el futuro. La duda que tanto la atormentaba sobre si volver o no con su marido se había disipado en unos instantes; y el accidente, después de todo, podría ser el heraldo de otra bendición, del mismo modo que aquella medianoche atroz en que se había visto desvalida en medio del frío y de la oscuridad había dado paso al amanecer de una nueva esperanza. Robert se curaría; sus lesiones podrían hacerlo cambiar; se sentiría sin fuerzas mucho tiempo, necesitaría ayuda, y andar con muletas quizá. Ella lo cuidaría con tanta ternura, con tanta comprensión y tanto amor que toda su dureza y su crueldad se derretirían para siempre bajo los rayos del aliento que ella derramaría sobre él. Su corazón palpitaba al pensarlo, y unas lágrimas deliciosas resbalaban por sus mejillas. En la naturaleza de Janet no cabían el odio ni la venganza; los largos años de amargura extraían la mitad de su amargor del recuerdo siempre presente de los años demasiado breves de amor que los habían precedido; y la idea de que su marido volviera a llevarse su mano a los labios, y evocara los días en que se sentaban juntos en la hierba, mientras él cubría de amapolas escarlatas su pelo negro y la llamaba su reina gitana, parecía impulsar una corriente de amoroso olvido sobre el espacio duro y pedregoso que los dos habían recorrido desde entonces. El Amor Divino que ya había brillado sobre ella la acompañaría; elevaría continuamente su alma en busca de ayuda; el señor Tryan, estaba segura, rezaría por ella. Cuando se sintiera desfallecer, se lo confesaría enseguida; cuando sus pies empezaran a resbalar, tendría ese puntal al que agarrarse. ¡Nunca la arrastrarían de nuevo a aquel sótano húmedo y oscuro de pecado y desesperación! Había sentido el sol de la mañana, había probado el aire puro y dulce de la confianza, del arrepentimiento y de la sumisión.
Ésos eran los pensamientos que pasaban por la imaginación de Janet mientras permanecía junto al lecho de su marido, y ésas las esperanzas que reveló al señor Tryan cuando fue a verla. Era tan evidente que la fortalecían en su nueva lucha, que su rostro se iluminaba de entusiasmo sereno cuando hablaba de ellas, que el señor Tryan no fue capaz de empañarlas con el frío de las dudas premonitorias, aunque había tenido una conversación previa con el doctor Pilgrim que le había hecho descartar cualquier posibilidad de que Dempster se recuperara. La pobre Janet no sabía interpretar los cambios sintomáticos, y cuando, una semana después, el delirio empezó a ser menos violento y se vio interrumpido por intervalos cada vez más largos de estupor, intentó convencerse de que podía tratarse de pasos en el camino de la recuperación, y se negó a hacer preguntas al doctor Pilgrim por si confirmaba los temores que empezaban a apoderarse de ella. Pero no se necesitaron muchos días para que él decidiera sacarla de su engaño. Y un día —hacia el mediodía, cuando las malas noticias parecen más escalofriantes— la llevó desde el cuarto de su marido a la sala que había al otro lado del pasillo, donde estaba la señora Raynor, y le dijo con ese tono suave y comprensivo que a veces daba un aire repentino de delicadeza a aquel hombre rudo:
—Mi querida señora Dempster, lo mejor en estos casos es estar preparados para lo peor. Creo que le haré un favor evitando que albergue falsas esperanzas, y el señor Dempster se encuentra en un estado en el que, me temo, la recuperación parece imposible. La afección cerebral podría no haber sido irreversible, pero ha tenido complicaciones; y lamento decirle que la pierna rota es un verdadero tormento.
Janet lo escuchó desolada. Ese futuro de amor y perdón nunca se haría realidad entonces: él desaparecería para siempre, en un lugar donde su compasión jamás podría alcanzarlo. Se estremeció de frío, y empezó a temblar.
—Pero ¿cree usted que morirá —preguntó— sin volver en sí? ¿Sin reconocerme?
—Es difícil decirlo con certeza. No es imposible que ceda la opresión cerebral, y entonces recobraría el conocimiento. Si hay algo que quiera usted decir o hacer en ese caso, sería conveniente que se preparara. Supongo —continuó el doctor Pilgrim, volviéndose hacia la señora Raynor— que los asuntos del señor Dempster estarán en orden… su testamento…
—Oh, no permitiré que nadie le moleste con esas cosas —le interrumpió Janet—; solo tiene parientes lejanos, aparte de mí. No se me ocurriría perder el tiempo con eso. Lo único que quiero…
Fue incapaz de terminar la frase; sintió cómo las lágrimas asomaban a sus ojos, y salió de la habitación.
«Oh, Dios —dijo en su fuero interno—, ¿no es Tu amor más grande que el mío? ¡Ten piedad de él! ¡Ten piedad de él!»
Esto ocurrió el miércoles, diez días después del funesto accidente. El domingo siguiente, Dempster se hallaba en un estado de postración galopante; y cuando el doctor Pilgrim, que desde el primer día se había turnado con su ayudante para dormir en la casa, entró como de costumbre hacia las diez y media, apenas creyó que aquella vida débil y agonizante pudiera durar hasta el amanecer. Pues los últimos días le había administrado estimulantes para mitigar el cansancio que había sucedido a la alternancia de delirio y estupor. Poco más podía hacer por el paciente; así que a las once el doctor Pilgrim se fue a la cama, después de dar instrucciones a la enfermera y de pedirle que le avisara si se producía algún cambio o la señora Dempster quería verlo.
No pudieron convencer a Janet de que abandonara la habitación: miraba con avidez a su marido, esperando ese instante en que sus ojos, conscientes, se posaran en ella y comprendieran que lo había perdonado.
¡Cuánto había cambiado desde aquel lunes terrible, hacía casi quince días! Yacía inmóvil: apenas una respiración irregular agitaba su ancho pecho y su cuello grueso y musculoso. Sus facciones ya no estaban violáceas e hinchadas, sino pálidas, hundidas y demacradas. Un sudor frío goteaba en su frente protuberante, así como en sus manos marchitas y rígidas extendidas sobre las sábanas. Prefería verlas así que agitándose en el aire convulsamente, como la semana anterior.
Janet, sentada en el borde de la cama, pasó las largas horas a la luz de una vela contemplando sus ojos inconscientes medio cerrados y enjugando el sudor de su frente y de sus mejillas; con la mano izquierda apretaba la mano derecha, fría e insensible, que yacía a su lado sobre las sábanas. Estaba casi tan pálida como su marido moribundo, y tenía unas ojeras muy marcadas, pues era la tercera noche que no se acostaba; pero la mirada tensa y ansiosa de sus ojos oscuros, y la aguda sensibilidad de cada una de las arrugas que rodeaban su boca, formaban un extraño contraste con la sensualidad inconsciente y descarnada del rostro que vigilaba.
Reinaba un silencio sepulcral en la casa. No se oía nada salvo la respiración de su marido y el tictac del reloj en la repisa de la chimenea. La vela, colocada en alto, emitía una luz suave sobre el único objeto que a ella le interesaba ver. La habitación olía un poco a brandy; su marido lo bebía de vez en cuando; pero ese olor, que al principio le había producido un ligero estremecimiento, se había vuelto indiferente para ella: ni siquiera lo percibía; pensaba demasiado poco en sí misma para sentir tentaciones o culpas. Solo sabía que el marido de su juventud se estaba muriendo; lejos, muy lejos de su alcance, como si ella estuviera impotente en la orilla mientras él se hundía entre unas olas negras y tempestuosas; lo único que anhelaba era un instante en el que poder satisfacer la profunda compasión de su alma con una mirada de amor y una palabra de ternura.
Sus sensaciones y pensamientos eran tan absorbentes que ni se dio cuenta del paso de las horas, y fue una sorpresa para ella cuando la enfermera apagó la vela y dejó entrar la tenue luz de la mañana. La señora Raynor, impaciente por ver a Janet, estaba ya levantada y le trajo una taza de café; y el doctor Pilgrim, que se había vestido con prisas, entró a ver cómo se encontraba su paciente.
El paso de la luz de las velas a la claridad de la mañana, el reinicio de los gestos rutinarios del día anterior, más que aliviar a Janet, la desalentó. Era más consciente de su frío agotamiento: la luz diurna que iluminaba el rostro de su marido parecía revelar el trabajo callado que la muerte había hecho a lo largo de la noche. Sintió cómo le abandonaba la última esperanza de que él la reconociera una vez más.
Pero el doctor Pilgrim, después de tomar el pulso a Dempster, le puso una cucharilla de brandy en los labios; el brandy bajó por su garganta, y su respiración se volvió menos fatigosa. Janet advirtió el cambio, y su corazón palpitó más deprisa mientras se inclinaba hacia él para mirarlo. Un ligero movimiento repentino, como el paso de una sombra, se hizo visible en su cara; y él abrió los ojos y los clavó en su mujer. Para ella fue casi como encontrarse con él de nuevo la mañana de resurrección después de la noche del sepulcro.
—Robert, ¿me reconoces?
Él no apartó los ojos de ella, e hizo un movimiento apenas perceptible con los labios, como si quisiera hablar.
Pero el momento de las palabras se había desvanecido para siempre: el momento de pedir a su mujer que le perdonara, en caso de que quisiera hacerlo. ¿Pudo leer el misericordioso perdón que estaba escrito en sus ojos? Ella nunca lo sabría; pues, cuando se inclinó para besarlo, el grueso velo de la muerte se interpuso entre los dos, y sus labios besaron un cadáver.