Capítulo VIII
Aquella tarde la señorita Assher pareció comportarse con una altanería insólita, y no dejó de observar fríamente a Caterina. No cabe duda de que el ambiente estaba enrarecido. El capitán Wybrow pareció tomarse el asunto con mucha filosofía, e incluso prestó más atención que otros días a Caterina. El señor Gilfil la había convencido para que jugara a las damas con él, mientras lady Assher jugaba a las cartas con sir Christopher, y la señorita Assher conversaba resueltamente con lady Cheverel. Anthony, desparejado, se acercó a la silla de Caterina y se inclinó detrás de ella para seguir la partida. Tina, abrumada por los recuerdos de esa mañana, sintió que sus mejillas enrojecían cada vez más, y acabó diciendo con impaciencia:
—Me gustaría que te fueras.
Todo esto ocurrió delante de la señorita Assher, que vio cómo Caterina se ruborizaba y decía algo con impaciencia, y cómo el capitán Wybrow se alejaba a raíz de sus palabras. Hubo otra persona, asimismo, que siguió este incidente con sumo interés, y que además fue consciente de que la señorita Assher no solo veía, sino que observaba atentamente lo que ocurría. Esta otra persona era el señor Gilfil, que extrajo ciertas conclusiones muy dolorosas que aumentaron su preocupación por Caterina.
A la mañana siguiente, a pesar del buen tiempo, la señorita Assher se negó a salir a caballo, y lady Cheverel, advirtiendo que pasaba algo raro entre los novios, se encargó de que los dejaran solos en el salón. La señorita Assher, en el sofá junto al fuego, estaba muy enfrascada en sus labores de aguja, como si quisiera avanzar mucho esa mañana. El capitán Wybrow estaba enfrente de ella con un periódico en la mano, del que leía gustoso fragmentos con un aire elaboradamente desenfadado, deliberadamente inconsciente del desdeñoso silencio con que ella proseguía sus filigranas. Finalmente dejó el periódico, cuando no pudo seguir fingiendo que le quedaba algo por leer, y entonces la señorita Assher le dijo:
—Pareces tener una gran intimidad con la señorita Sarti.
—¿Con Tina? Oh, sí; siempre ha sido el juguete de la casa, ¿sabes? Hemos crecido juntos como hermanos.
—Las hermanas, por lo general, no se ruborizan tanto cuando sus hermanos se les acercan.
—¿Se ruboriza? Nunca me he dado cuenta. Pero es muy tímida.
—Sería mejor que no fueras tan hipócrita, capitán Wybrow. Estoy segura de que ha habido algo entre los dos. La señorita Sarti, en su situación, jamás te habría hablado con la irritabilidad de ayer por la noche si no le hubieras dado cierto derecho a hacerlo.
—Mi querida Beatrice, sé razonable; pregúntate qué posibilidades puede haber de que yo quiera coquetear con la pobre Tina. ¿Hay algo en ella que atraiga esa clase de atención? Es más niña que mujer. Tan niña que dan ganas de mimarla y jugar con ella.
—Si se puede saber, ¿a qué jugabas con ella ayer por la mañana cuando entré de improviso y tenía las mejillas rojas y las manos temblorosas?
—¿Ayer por la mañana? Ah, ya lo recuerdo. Siempre le tomo el pelo con Gilfil, que está enamorado hasta las cejas de ella; y se enfada por eso… quizá porque le quiere. Ya eran viejos compañeros de juegos años antes de que yo empezara a venir, y a sir Christopher se le ha metido en la cabeza que se casen.
—Capitán Wybrow, eres un mentiroso. No tiene nada que ver con el señor Gilfil que ella se sonrojara ayer por la noche cuando te inclinaste sobre su silla. Aunque también podría ser que fueras un ingenuo. Si no estás realmente decidido, te ruego que dejes de forzarte a hacer lo que no quieres. Estoy más que dispuesta a ceder el paso al superior atractivo de la señorita Sarti. Quiero que comprendas que, en lo que respecta a mí, eres completamente libre. No quiero ni una pizca del amor de un hombre que pierde mi respeto por duplicidad.
Después de estas palabras, la señorita Assher se levantó, y, cuando estaba saliendo altiva y majestuosa del salón, el capitán Wybrow se colocó delante de ella y le cogió la mano.
—Querida, querida Beatrice, ten paciencia; no me juzgues con tanta precipitación. Siéntate, mi amor —añadió con voz suplicante, apretando las manos de ella entre las suyas y llevándola otra vez al sofá, donde se sentó a su lado.
La señorita Assher no se resistió a volver o a escucharlo, pero conservó su expresión fría y altanera.
—¿Acaso no confías en mí, Beatrice? ¿No me crees, aunque haya cosas que no te pueda explicar?
—¿Y por qué tiene que haber cosas que no me puedas explicar? Un hombre honorable jamás se vería envuelto en unas circunstancias imposibles de explicar a la mujer con la que quiere casarse. Jamás le pediría que creyera que obra bien; dejaría que ella supiera que es así. Y ahora quiero irme, capitán.
Intentó ponerse en pie, pero él le rodeó la cintura con el brazo y la detuvo.
—Vamos, Beatrice querida —imploró—, ¿no entiendes que hay cosas de las que un hombre no puede hablar… secretos que debe guardar por el bien de otras personas, no suyo? Puedes preguntarme cualquier cosa que me afecte a mí, pero no me pidas que te cuente los secretos ajenos. ¿Lo entiendes?
—Oh, sí —dijo la señorita Assher con desdén—, claro que lo entiendo. Siempre que cortejas a una mujer… es su secreto, y tú tienes que guardárselo. Pero es absurdo seguir hablando, capitán Wybrow. Salta a la vista que hay algo más que amistad entre tú y la señorita Sarti. Puesto que no puedes explicarme esa relación, no tenemos nada más que decirnos.
—¡Maldita sea, Beatrice! Vas a volverme loco. ¿Puede evitar un hombre que una niña se enamore de él? Esas cosas pasan todo el tiempo, pero no se habla de ellas. Son fantasías que surgen sin el menor fundamento, sobre todo cuando una mujer ve a muy poca gente; y que se desvanecen cuando nadie las alienta. Si puedes quererme tú, no tendría que extrañarte que me quisieran otras personas; deberías tener mejor concepto de ellas por eso.
—¿Quieres decir, entonces, que la señorita Sarti está enamorada de ti, y tú nunca le has hecho la corte?
—No me obligues a decir esas cosas, querida. Basta con que sepas que te amo, que estoy entregado a ti. Vamos, no seas mala, sabes que eres una reina y nadie puede compararse contigo. Solo intentas atormentarme, demostrar tu poder sobre mí. Pero no seas demasiado cruel; ya sabes que tengo otra afección del corazón, aparte del amor, y estas escenas me producen unas palpitaciones terribles.
—Pero tienes que contestarme a esta pregunta —dijo la señorita Assher, un poco ablandada—. ¿Has estado, o estás, un poco enamorado de la señorita Sarti? No me interesan sus sentimientos, pero tengo derecho a conocer los tuyos.
—Quiero mucho a Tina; ¿quién podría no querer a semejante criatura? No te gustaría que dejara de quererla, ¿verdad? Pero el amor… eso es algo muy diferente. Una mujer como Tina inspira un cariño fraternal; pero hay otra clase de mujer que enamora.
Estas últimas palabras se hicieron doblemente elocuentes con una mirada de ternura y un beso estampado en la mano que el capitán Wybrow sujetaba entre las suyas. La señorita Assher se rindió. Era tan improbable que Anthony amara a aquella muchachita pálida e insignificante; y tan probable que adorara a la hermosa señorita Assher. En general, era bastante halagüeño que otra mujer languideciera por su apuesto prometido; él era realmente una criatura exquisita. ¡Pobre señorita Sarti! Bueno, ya lo superaría.
El capitán Wybrow vio que tenía ventaja.
—Vamos, mi dulce amor —continuó—, no hablemos más de cosas desagradables. Guardarás el secreto de Tina, y serás muy amable con ella, ¿verdad? Lo harás por mí. ¿Querrás salir a caballo ahora? Hace un día maravilloso para montar. Déjame que pida los caballos. Necesito muchísimo tomar el aire. Vamos, dame un beso para hacer las paces, y dime que saldrás.
La señorita Assher accedió a las dos peticiones, y fue a prepararse para montar, mientras su prometido se dirigía a las caballerizas.