Capítulo IV
El señor Tryan tenía razón al decir que el «revuelo» de Milby lo había organizado con antelación Dempster. Las pancartas y las caricaturas se hicieron antes del viaje de los delegados; y habían acordado que Mat Paine, el empleado de Dempster, cogiera un caballo el jueves por la mañana y fuera a buscarlos a Whitlow, último lugar donde cambiarían las monturas, para regresar a galope tendido y preparar una ovación en honor del triunvirato en caso de éxito. Dempster decidió comer en Whitlow, a fin de que Mat Paine llegara a Milby dos horas antes que los delegados, y tuviera tiempo de propagar el rumor por las callejuelas más humildes de que habría una «juerga» en el Bridge Way, así como de reunir dos grupos de hombres: uno que alimentara la llama del fervor ortodoxo bebiendo ginebra con agua en El Hombre Verde, cerca de High Street; y otro que solidificara sus principios religiosos con una cerveza embriagadora en El Oso y el Tronco Nudoso de Bridge Way.
Bridge Way era una calle con un trazado muy irregular, que acababa sin orden y míseramente en la carretera de Whitlow: hileras de casas nuevas de ladrillo rojo, en las que tableteaban telares de cinta detrás de las ventanas largas y estrechas, alternaban con viejas cabañas de tejados medio de paja, medio de tejas: una de esas calles anchas y lóbregas donde la suciedad y la miseria no tienen sombras alargadas que mitiguen la fealdad. Allí, hacia las cinco y media, vieron aparecer al tonto Caleb, un idiota muy famoso en Dog Lane pero casi desconocido en Bridge Way, caminando desgarbadamente y seguido por una fila de niños gritones; al cabo de unos instantes, otro grupo de personas, casi todas andrajosas, avanzó con brío en la misma dirección, mirando a uno y otro lado con aire expectante; y muy poco después, avistaron a Deb Traunter, con un vestido rosa de volantes lleno de cintas y lazos, charlando amigablemente con dos hombres, con gorras de piel de foca y ropa barata, que formaban su cortejo. En Bridge Way empezaron a barruntar que se estaba cociendo algo. Phib Cook dejó su colada nocturna y se asomó a la puerta llena de jabón, con el sombrero puesto, y hecha una sopa; tres tejedores de hombros estrechos, vestidos de un negro herrumbroso surcado de hebras multicolores de seda, salieron a la calle con las manos en los bolsillos; y la vieja y masculina Molly Beale, advirtiendo que la nervuda tía Ricketts sacaba la cabeza, aprovechó la ocasión para reanudar su escaramuza matinal. En pocas palabras, Bridge Way se hallaba en ese estado de agitación que, como todo el mundo sabe, anuncia una «manifestación» del pueblo británico; la afluencia de gente de todos los rincones de la ciudad fue cada vez mayor, y no tardó en formarse tal muchedumbre que llegó el momento de que Bill Powers, un pletórico Goliat que presidía el grupo de bebedores de cerveza en El Oso y el Tronco Nudoso, saliera con sus compañeros y, como el declamador de un mito clásico, explicara a la concurrencia con claridad el sentimiento común que los había congregado. La esperanza de vislumbrar el carruaje de los delegados, sumada a la pelea entre Molly Beale y la tía Ricketts, y a la insensata aparición de un escuálido bull terrier, sirvieron de válvula de escape para la excitación popular el siguiente cuarto de hora; fue entonces cuando vieron acercarse el carruaje por la carretera de Whitlow, con ramas de roble engalanando la cabeza de los caballos; y, para citar el relato de esta interesante escena que se envió al Rotherby Guardian, «fuertes vítores testimoniaron de inmediato la simpatía de las honradas personas allí reunidas por los esfuerzos cívicos de sus conciudadanos». Bill Powers, cuyos ojos inyectados en sangre, sombrero ladeado y altura destacada señalaban como líder natural de la aglomeración, se encargó de interpretar el sentimiento común y detuvo el carruaje, se acercó a la portezuela enarbolando el sombrero, y preguntó al señor Dempster si el párroco había prohibido o no el «sermón de la hipocresía».
—Sí, sí —contestó el señor Dempster—. Que no decaigan las ovaciones y los vítores.
Ningún deber público habría resultado tan fácil y agradable para el señor Powers y sus compañeros, y el coro de voces se elevó hasta llegar a High Street, donde, por una misteriosa coincidencia a veces apreciable en estas «manifestaciones» espontáneas, grandes pancartas sobre largos postes se alzaron entre la multitud, sobre todo de camino a Tucker’s Lane, donde estaba El Hombre Verde. En una se leía: «¡Abajo los tryanitas!», en otra: «¡Fuera la hipocresía!», en otra: «¡Viva nuestro venerable coadjutor!», y en otra, con letras todavía más grandes: «¡Firmes principios eclesiásticos y no a la hipocresía!». Pero la improvisación más extraordinaria fue una caricatura gigantesca del señor Tryan con una sotana y un fajín, una aureola enorme de pelo amarillo y los ojos en blanco, de pie en los escalones del púlpito intentado tirar al suelo al anciano señor Crewe. Protestas, gritos y silbidos… silbidos, gritos y protestas… solo aplacados con la aparición de otra caricatura en la que el señor Tryan se caía de cabeza de los escalones del púlpito, empujado por una mano que el artista, por sutileza o por falta de espacio, había dejado sin dibujar. En medio de la formidable ovación que aclamaba esta pieza de arte simbólico, el carruaje había llegado a la entrada del León Rojo, y los fuertes gritos de «¡Por siempre Dempster!», con algún que otro vítor menos entusiasta dedicado a Tomlinson y a Budd, se vieron muy pronto respondidos por la aparición del generoso y cívico abogado en el ventanal del piso superior, donde también resultaban visibles en un segundo plano la pequeña cabeza de pelo lacio del señor Budd y el rostro parpadeante del señor Tomlinson.
El señor Dempster, sombrero en mano, sacaba la cabeza como si diera embestidas, a modo de saludo. Una oleada de vítores se desvaneció finalmente entre los gritos cada vez más débiles de «¡Silencio!», «¡Dejadle hablar!», «¡Vamos, Dempster!», y la voz bronca del abogado se volvió claramente audible.
—¡Queridos conciudadanos! Es para nosotros un auténtico placer (hablo en nombre de mis respetados colegas, así como en el mío) presenciar esta prueba incontestable de vuestro apego a los principios de nuestra excelente Iglesia, y vuestro celo por el honor de nuestro venerable pastor. Pero no esperaba menos de vosotros. Os conozco bien. He visto en los últimos veinte años que sois el grupo de contribuyentes más honrado y respetable de este país. ¡Vuestro corazón es firme hasta la médula! Ningún hombre debería intentar arrojar su falsedad e hipocresía por vuestras gargantas. Estáis acostumbrados a lavarlas con un licor mucho más delicioso. En toda mi vida me había sentido tan orgulloso como en este momento… y creo que puedo decir lo mismo de mis compañeros, pues he de comunicaros que nuestros esfuerzos en pro de la firmeza religiosa y de una moral humana se han visto coronados por el éxito. ¡Sí, conciudadanos! Tengo la satisfacción de anunciaros oficialmente lo que habéis sabido indirectamente. El púlpito desde el que nuestro venerable pastor nos ha alimentado con una sólida doctrina durante medio siglo ¡no lo invadirá un intruso fanático, sectario y jesuítico con dos caras! ¡No dejaremos que nuestros jóvenes se vean corrompidos por la tentación del vicio que inspiran sin la menor duda los sermones del domingo por la tarde! No dejaremos que nos imponga su presencia un predicador que desprecia las buenas obras, y entra a escondidas en las casas para pervertir la fe de nuestras mujeres y de nuestras hijas. No permitiremos que nos envenenen con doctrinas que condenan todo placer inocente, y sacan del bolsillo de los pobres esos seis peniques para pagar un alentador trago después de una dura jornada de trabajo, ¡con el pretexto de comprar biblias para enviárselas a los chicktaws[103]! Pero no quiero malgastar vuestro valioso tiempo con palabras innecesarias. Soy un hombre de hechos.
—Ay, maldita sea, ya lo creo que lo es, y bien que los cobra además —gritó una voz entre la multitud; probablemente la de un caballero al que instantes después aplastaron el sombrero en la cabeza.
—Siempre estaré al servicio de mis conciudadanos, y quienquiera que se atreva a intimidaros, o a entrometerse en vuestros placeres inocentes, tendrá que ajustar cuentas con Robert Dempster. Y ahora, muchachos, por favor dispersaos y llevad la buena nueva a vuestros conciudadanos, cuyo corazón es tan firme como el vuestro. Id unos por un lado y otros por otro, para que todos los hombres, mujeres y niños de Milby sepan lo que vosotros ya sabéis. Pero, antes de separarnos, tres vítores por la Verdadera Religión, y ¡abajo la hipocresía!
Mientras los últimos hurras se desvanecían, el señor Dempster cerró la ventana, y las pancartas y caricaturas juiciosamente encargadas se marcharon por un lado o por otro, seguidas de divisiones más o menos grandes de la multitud. El grupo más numeroso parecía ir hacia Dog Lane, el camino de salida a Paddiford Common, donde se dirigían las caricaturas; y es fácil adivinar que aquellas obras de arte simbólico acabaron sus días entre una gran prodigalidad de tojos secos y gritos indefinibles.
Después de semejante esfuerzo público, es natural que el señor Dempster y sus colegas necesitaran más que nunca un poco de esparcimiento social; y un grupo de amigos empezó a reunirse en la sala grande del León Rojo, animados en parte por su curiosidad y en parte por el inestimable Mat Paine. La ponchera más grande fue requerida; y el señor Lowme, el noble caballero venido a menos, sentado enfrente del señor Dempster como su «lugarteniente», se encargó de preparar el ponche, desafiando las críticas de los envidiosos que con la prontitud de la irresponsabilidad sugerían ignorantemente añadir más limones. La celebración continuó hasta mucho después de la medianoche, cuando varios partidarios de la firmeza religiosa fueron llevados a casa con dificultad, uno de ellos empeñado en sentarse en una acequia.
El señor Dempster había hecho tanta justicia al ponche como cualquier otro; y su amigo Boots, aunque sabía que el abogado podía «beber tanto como el Viejo Nick[104]», cuya conducta social Boots parecía conocer especialmente bien, decidió asegurarse, no obstante, de que un cliente tan bueno llegaba sano y salvo a casa, y le siguió sin hacer ruido fuera del patio de la posada. Pero Dempster advirtió enseguida su presencia y, deteniéndose de golpe, se volvió lentamente hacia él y reconoció las deslucidas mangas de su chaqueta, lo bastante visibles a la luz de las estrellas.
—¡Eh, tú, granuja! ¿Por qué vas pisándole los talones a un hombre de mi posición? No te dejaré un hueso sano como intentes seguirme el rastro, igual que un asqueroso perro callejero olfateando bolsillos. ¿Acaso crees que un caballero llega mejor a casa con el perfume de tu frasco de betún en las narices?
Boots se escabulló, más divertido que malhumorado, pensando que la «plática al ron» era sin duda una parte esencial de las habilidades profesionales del señor Dempster; y éste prosiguió parsimoniosamente su camino solo.
Su casa estaba en Orchard Street, la zona más bonita en la periferia de la ciudad: la iglesia, la rectoría y una larga franja de campos verdes. Era un edificio anticuado, con un primer piso en voladizo; fuera, la fachada era de estuco rugoso, y las ventanas de bisagras tenían marcos y postigos verdes; dentro, estaba lleno de largos corredores y habitaciones de techos bajos. Había una aldaba grande y maciza en la puerta pintada de verde, y, aunque el señor Dempster llevaba las llaves, prefería a veces llamar a la puerta. Y eso fue lo que hizo. El estruendo resonó en todo Orchard Street; y, unos instantes después, se oyó un segundo aldabonazo más fuerte que el anterior. Acto seguido, el señor Dempster sacó refunfuñando su llave y, con menos dificultad de la que cabría esperar, la metió en la cerradura. Cuando abrió la puerta, el pasillo estaba sumido en la oscuridad.
—¡Janet! —fue el siguiente sonido, fuerte y ronco, que recorrió la casa—. ¡Janet! —otra vez, antes de que se oyeran unos pasos lentos en la escalera y empezara a parpadear una luz lejana en la pared del corredor—. ¡Maldita seas! ¡Qué necia eres! ¿Es que no puedes darte más prisa?
Pasaron unos segundos antes de que una mujer alta, sujetando un voluminoso candelabro de plata en posición oblicua, doblara la esquina del pasillo que conducía a la entrada principal.
Llevaba un vestido ligero y holgado, que, sin embargo, no ocultaba su figura generosa y elegante. Varios mechones de pelo liso y negro como el azabache, que habían escapado a su sujeción, le caían sobre los hombros. Sus facciones maravillosamente esculpidas, con esa palidez propia de las mujeres morenas, tenían algunas arrugas prematuras, que reflejaban cómo los años se habían alargado con el sufrimiento; y la nariz delicadamente curva, que parecía destinada a vibrar con la orgullosa conciencia del poder y de la belleza, vibraba con el dolor lacerante que había quitado toda lozanía a las comisuras de sus labios. Sus ojos negros, muy abiertos, tenían una mirada extrañamente perdida, como si no vieran nada, cuando se detuvo al doblar la esquina del pasillo, en silencio delante de su marido.
—¡Ya te enseñaré yo a hacerme esperar en la oscuridad, imbécil! —dijo Dempster, acercándose a ella con su paso lento de borracho—. ¿Cómo? ¿Que has estado bebiendo otra vez? Te voy a dar una buena paliza.
Le agarró con fuerza el hombro, la obligó a volverse y la empujó lentamente por el corredor y por la puerta del comedor, abierta a su izquierda.
Un retrato de la madre de Janet, una anciana de ojos negros y cabello gris, con una cofia primorosamente encañonada, colgaba sobre la repisa de la chimenea. Seguro que esos ojos envejecidos se llenan de angustia cuando ven a Janet… que no tiembla, ¡no!, y sería mejor que lo hiciera… neciamente impasible, erguida en toda su belleza, mientras el enorme brazo se levanta para pegarle. El golpe cae… seguido de otro… y de otro. Seguro que la madre escucha la súplica:
—¡Oh, Robert! ¡Ten piedad! ¡Ten piedad!
¡Pobre mujer de cabello gris! ¿Para esto aguantaste los dolores del parto en tu solitaria viudez de hace treinta y cinco años? ¿Para esto guardaste los gastados zapatitos de cuero con que Janet dio sus primeros pasos, y los besaste todos los días mientras aquella niña esbelta estuvo lejos de casa en el colegio? ¿Para esto la miraste con orgullo cuando regresó con su pálida y radiante belleza, como un yaro blanco que floreciera majestuoso y puro a la luz del sol?
La madre yace insomne en su casa solitaria, rezando y llorando las difíciles lágrimas de la vejez, pues teme que ésta sea una noche cruel para su hija.
Ella también tiene un retrato sobre la repisa de la chimenea, dibujado en tiza por Janet hace mucho tiempo. Lo ha mirado antes de acostarse. Es una cabeza inclinada bajo una cruz, y lleva una corona de espinas.