Capítulo VIII
Al día siguiente, viernes, cuando el reloj de sol marcó las cinco, el enorme ventanal del salón de la señora Jerome estaba abierto; y esa dama se sentaba en su amplio semicírculo, junto a una mesa en la que media hora antes habían dejado su mejor bandeja, su mejor porcelana y su mejor alfombrilla para la tetera. El mejor juego de té de la señora Jerome era de delicada porcelana blanca, con los bordes ondulados y ramitas doradas: un bonito juego de té que te encantaría ver, lector, e ideal para decorar la chimenea; y lo cierto es que, como las tazas carecían de mango, casi todos las visitas que tenían el honor de utilizarlas, lamentaban que tan encantadora porcelana no se hubiera visto elevada a esa honorífica posición. La señora Jerome era, como su porcelana, bella y anticuada. Era una dama metida en carnes de unos sesenta años, con una cofia de rico encaje atada con un volante bajo la barbilla, unos rizos oscuros ocultándole la frente, un chal níveo cayendo en amplios pliegues hasta la cintura, y un rígido vestido de seda gris. Tenía una servilleta inmaculada de damasco prendida con alfileres para no mancharse el vestido mientras preparaba el té; en el ventanal, sus geranios favoritos estaban resplandecientes; su hermoso retrato, pintado veinte años antes, le sonreía desde las alturas con grata zalamería; y, en conjunto, parecía estar en una situación todo lo apacible y agradable que una matrona elegantemente vestida de su edad podía desear. Pero, como en muchos otros casos, las apariencias engañaban. Estaba inquieta y malhumorada porque eran más de las cinco y cuarto incluso en el reloj que se retrasaba, y las cinco y media en su reloj grande de oro, que sujetaba en la mano como si tomara el pulso de la tarde; y porque el reloj de la cocina, que estaba segura de que no iba una hora adelantado, había dado las seis. El lapso de tiempo le resultaba aún más insoportable porque no entendía cómo su marido podía ser tan desconsiderado y seguir con Lizzie en el jardín, como si le diera igual que hubiera pasado la hora del té y que, después de tantas molestias para sacar las mejores cosas, el señor Tryan no apareciera.
Aquel honor se le había concedido al señor Tryan, no porque la señora Jerome apreciara especialmente su doctrina o su actividad ejemplar como pastor, sino tan solo porque era un «clérigo de la Iglesia», y como tal lo consideraba ella con la misma clase de respeto excepcional que una mujer blanca casada con un nativo de las Islas de la Sociedad debería sentir por un viajero blanco del país de su infancia. Pues la señora Jerome se había criado como anglicana, y, al casarse con más de treinta años, le había repugnado en un principio tener que renunciar a las formas religiosas que le habían enseñado.
—Bueno —decía en confianza a sus amistades religiosas—, al principio no hacía ni caso al señor Jerome; pero, en resumidas cuentas, empecé a pensar que había muchas cosas peores que ir al templo, y que era mejor eso que no pagar lo que uno debe. El señor Jerome es un hombre muy amable, y yo no había conocido a nadie que tuviera una calesa y quisiera casarse conmigo, fuera o no a un templo. Me costó mucho acostumbrarme a eso de que predicaran sin libro, y a tener que escuchar de pie una larga oración sin cambiar de postura. Pero, ya ven, una acaba haciéndose a todo; siempre puedes sentarte antes de que termine la oración. Nuestros ministros dicen casi las mismas cosas que los pastores anglicanos, a mi entender; y salimos del templo bastante antes de que ellos salgan de la iglesia. En cuanto a los bancos, los nuestros son mucho más cómodos que los de la iglesia de Milby.
La señora Jerome, como puedes ver, no era muy sensible a los matices de la doctrina, y es probable que, después de escuchar la elocuencia de los disidentes durante treinta años, pudiera volver a entrar como si nada en la Iglesia oficial sin guardar ninguna cuarentena espiritual. Su intelecto, al parecer, era de esos duros como el pedernal y nada porosos que no se ven afectados lo más mínimo por la humedad circundante. Pero a lo que sí era sensible la señora Jerome era a la puntualidad en los asuntos cotidianos, y a liberar lo antes posible su conciencia de las cuatro comidas diarias y del consiguiente lavado de platos, a fin de que la familia estuviera metida en la cama a las nueve; y todo aquel retraso, unido a la inexplicable indiferencia del señor Jerome, le resultaba imposible de soportar. Así que tocó la campanilla para llamar a Sally.
—¡Santo cielo, Sally! Sal al jardín y busca al señor. Dile que van a dar las seis y que, como al señor Tryan no se le ocurrirá venir tan tarde, vamos a tomar el té. Seguro que está dejando que Lizzie se ponga perdida en el fresal. Tráeme a la niña, anda.
No es de extrañar que el señor Jerome cayera en la tentación de pasar mucho tiempo en el jardín, pues, aunque la casa fuera muy bonita y mereciera su nombre, la Casa Blanca, con aquellos rosales adamascados que trepaban por el porche y que un estuco rugoso blanco brillante ponía de relieve, el jardín y los huertos eran el paraíso del señor Jerome, ¡y bien podían serlo!; y no había nada que le llenara más de inocente orgullo (¡descanse en paz un hombre bueno!, todo su orgullo era inocente) que enseñar su parcela a algún visitante que no la conociera, y hacerle ver en cierto modo las ventajas incomparables que disfrutaban los habitantes de la Casa Blanca con las manzanas de estrías rojas, las manzanas reinetas y las verdes del norte (excelentes para el horno), con las peras de agua y las primeras hortalizas, por no hablar de los arbustos en flor, los espinos rosas, las matas de lavanda… mucho más de lo que la señora Jerome podía necesitar; en dos palabras, una superabundancia de todo lo que una persona retirada desearía tener o compartir con sus amigos. El jardín era uno de esos paraísos anticuados que apenas existen ya salvo en nuestros recuerdos infantiles: en vez de puntillosas separaciones entre las flores y el huerto, y de que disfrutara solo un sentido excluyendo al otro, había una mezcla encantadora y celestial de cuanto resulta «deleitoso a la vista y bueno para comer[108]». La hermosa bordura florida que iba a lo largo de todos los caminos, con su interminable sucesión de flores primaverales —anémonas, prímulas, alhelíes, clavelinas, campanillas, bocas de dragón, liliums…— tenía a sus bellezas de más altura, como las rosas de musgo o de Provenza, junto a los manzanos en espaldera; el carmesí de los claveles se confundía con el carmesí indefinible del fresal; cogías una rosa de musgo, y un instante después un racimo de grosellas; había una deliciosa fluctuación entre el aroma del jazmín y el jugo de la uva espina. Y un muro muy grande se elevaba en un extremo, flanqueado por un cenador tan alto que, cuando subías el largo tramo de escalones, veías perfectamente que no había ninguna vista que mereciera la pena; y había hornacinas y asientos de piedra en todas partes; y, a lo largo de un costado, un seto alto, firme y continuo, ¡como una muralla verde!
Fue cerca de este seto donde Sally encontró al señor Jerome. Había dejado la cesta de fresas sobre la grava, y tenía en brazos a la pequeña Lizzie para que viera un nido de pájaros. Lizzie le echó furtivamente una ojeada, y luego miró a su abuelo con los ojos azules muy abiertos, antes de volver a atisbarlo.
—¿Lo ves, Lizzie? —dijo en voz baja.
—Sí —susurró ella, acercando los labios al rostro del abuelo.
En ese momento apareció Sally.
—Hola, Sally, ¿qué pasa? ¿Ha llegado el señor Tryan?
—No, señor, y la señora está convencida de que ya no vendrá, así que quiere que vaya usted a tomar el té. ¡Santo Dios! Se ha manchado el delantal, señorita Lizzie; y no me extrañaría que su vestido también estuviera sucio. ¡Ay, cuánto trabajo! Vamos, venga conmigo.
—No, no y no, no hemos sido malos, no hemos sido malos, ¿verdad, Lizzie? La tina de lavar lo dejará como nuevo —exclamó el señor Jerome.
Sally, que miraba la tina de lavar desde otro punto de vista, pareció muy seria y enfadada, y se apresuró a volver a la casa con Lizzie, que trotaba sumisamente a su lado con la cabecita oculta bajo un gorro enorme de nanquín, mientras el señor Jerome las seguía con parsimonia y con sus anchos hombros bastante encorvados; un sombrero de ala ancha ensombrecía sus facciones grandes y bondadosas y sus rizos blancos.
—Señor Jerome, eres increíble —dijo la señora Jerome, en un tono de reproche e indignación que se debía sin duda al profundo sentimiento de agravio, cuando su marido abrió la puerta del salón—. ¿Cuándo dejarás de invitar a la gente sin especificar la hora? Estoy segura de que nunca le dijiste al señor Tryan que el té era a las cinco, ¡es tan propio de ti!
—¡Qué va, Susan! —respondió el marido en tono tranquilizador—. Te equivocas. Le dije al señor Tryan que tomábamos el té a las cinco; ha debido de pasarle algo. Recuerda que tiene muchos deberes y preocupaciones.
—Pero ya han dado las seis en la cocina. Es una tontería esperar que venga a estas horas. Vamos, toca la campanilla. Sally tiene el calentador en el fuego, así que puede traernos la tetera de todos modos. Eres desesperante, señor Jerome, ¡mira que hacerme sacar todas las cosas y preparar panecillos y bollos para que no venga nadie! Tendré que lavar yo misma todo este juego de té, no puedo fiarme de Sally… ¡Menudo dineral en loza rota en nada de tiempo!
—Pero ¿por qué te tomas tanto trabajo, Susan? Las tazas de a diario habrían bastado para el señor Tryan, y son mucho más cómodas de coger.
—Sí, así eres tú, señor Jerome; te encanta meterte con mi juego de porcelana porque lo compré cuando era soltera. Pero déjame decirte que sabía elegir porcelana, aunque no supiera elegir marido. Pero ¿dónde está Lizzie? Supongo que no la habrás dejado sola en el jardín, con el vestido blanco y las medias limpias.
—Tranquila, mi querida Susan, estate tranquila; Lizzie ha venido con Sally. Estoy seguro de que le está quitando el delantal. ¡Ah! El señor Tryan acaba de abrir la verja.
La señora Jerome se apresuró a recolocar la servilleta de damasco y la expresión de su rostro para recibir al eclesiástico; y el señor Jerome salió a recibir a su invitado, al que saludó antes de que entrara en la casa.
—Señor Tryan, ¿qué tal está, señor Tryan? ¡Bienvenido a la Casa Blanca! Me alegro de verlo, señor… me alegro de verlo.
Si hubieras oído el tono conciliador, reverente y compasivo con que pronunció estas palabras, sin haber visto siquiera el semblante que tan bien armonizaba con ellas, habrías deducido fácilmente la formalidad y sensatez del carácter del señor Jerome. Para un oído fino ese tono decía con claridad: «Cualquiera que se encomiende a mí, Thomas Jerome, en la piedad y la bondad, tendrá mi amor y mi respeto. Ay, amigos, estas palabras tan bonitas resultan también tristes, ¿verdad? Ayudémonos los unos a los otros, ayudémonos los unos a los otros». Y únicamente debido a su fundamento, no a un criterio doctrinal nítido y preciso, el señor Jerome se había hecho disidente en su juventud. Cuando era un muchacho, el destino le había llevado allí donde la disidencia parecía tener la balanza de la piedad, la pureza y las buenas obras inclinada hacia su lado; y volverse disidente fue para él lo mismo que elegir a Dios en lugar de a Mammón[109]. Esa especie de disidentes está extinta en nuestros días, cuando la opinión va muy por delante del sentimiento, y cualquier joven que entra en el templo puede llenarnos los oídos con las ventajas del Sistema Voluntario[110], la corrupción de la Iglesia oficial, y la constancia en las Sagradas Escrituras de que los primeros cristianos eran congregacionistas. El señor Jerome ignoraba esas bases teóricas de la disidencia, y lo máximo que se había llegado a preguntar era si un cristiano se veía en conciencia obligado a distinguir la Navidad y la Pascua por alguna práctica especial que no fuera tomar pastelillos de fruta o tartas de queso[111]. Tenía la sensación de que todas las estaciones eran igual de buenas para dar gracias a Dios, alejarse del mal y hacer el bien, mientras que sería conveniente limitar los períodos en que se comían masas y pasteles malos para la salud. La disidencia del señor Jerome era tan sencilla y poco polémica que no tiene nada de raro que, al oír que el señor Tryan era un hombre bueno y un predicador excelente, que estaba agitando la conciencia de la gente, decidiera acercarse a la iglesia de Paddiford; y que, al haberse sentido más enaltecido allí que con los últimos sermones del señor Stickney en Salem, hubiera seguido yendo a ese lugar varios domingos, y hubiera buscado la oportunidad de conocer al señor Tryan. El asunto de los sermones vespertinos le interesaba mucho, y la oposición que encontró el señor Tryan dio a su interés un fuerte tinte de parcialidad; pues había una reserva de irascibilidad en la naturaleza del señor Jerome que debía aflorar de algún modo, y en un hombre tan justo y benevolente la única vía era la indignación contra quienes consideraba enemigos de la verdad y de la bondad. El señor Tryan no había ido nunca a la Casa Blanca, pero el día anterior, al tropezarse con el señor Jerome, había aceptado enseguida su invitación a tomar el té, diciendo que quería comentar algo con él. Apareció ahora con aspecto fatigado, y, después de estrechar la mano de la señora Jerome, se desplomó en un silla y miró el precioso jardín con placidez.
—¡Qué bonito es esto, señor Jerome! No he visto nada tan hermoso y apacible desde que llegué a Milby. En Paddiford, donde vivo, ya sabe que los arbustos están llenos de hollín, y solo hay silencio en mitad de la noche.
—¡Madre mía! ¡Madre mía! Eso es terrible; y para usted, además, que tiene que estudiar. ¿No sería mejor que viviera en un lugar más apartado en el campo?
—¡Oh, no! Perdería demasiado tiempo en desplazarme, y además me gusta estar entre la gente. No tendría cara para predicar resignación a esas pobres criaturas en sus hogares incómodos y ennegrecidos por el humo si yo viviera rodeado de todos los lujos. Hay muchas cosas muy legítimas para otros hombres a las que un clérigo debe renunciar si quiere hacer el bien entre una población manufacturera como ésta.
Los preparativos del té se vieron coronados con la llegada simultánea de Lizzie y el bollo. Es una sorpresa muy agradable, cuando uno visita a una pareja de edad, ver entrar a una figurita con un vestido blanco, una cabecita rubia y suave como la seda, unos ojos azules muy redondos y unas mejillas como la flor del manzano. Una niña que da los primeros pasos inspira un sentimiento común que hace que las personas más diferentes se entiendan entre sí; y el señor Tryan miró a la pequeña con ese placer silencioso que siempre es genuino.
—¡Aquí está, aquí está! —exclamó el orgulloso abuelo—. No creía usted que tuviéramos una niñita así, ¿verdad, señor Tryan? Ah, parece que fue ayer cuando su madre era igual que ella. Ésta es nuestra pequeña Lizzie, sí. Ven a estrechar la mano del señor Tryan, Lizzie; ven.
Lizzie se acercó a ellos sin la menor vacilación y, sin dejar de toquetear su collar de coral con una mano, le tendió la otra al señor Tryan y alzó la vista para mirarle la cara con curiosidad. Él le acarició la cabeza sedosa, y dijo con la mayor dulzura:
—¿Qué tal estás, Lizzie? ¿Me das un beso?
Ella levantó su boquita que parecía un capullo, y, alejándose un poco, se miró el vestido y dijo:
—Ézte ez mi veztido nuevo. Me lo puze porque veníaz. Zally dijo que no lo miraríaz.
—Chsss, chsss, Lizzie. Las niñas pequeñas están, pero no se oyen —observó la señora Jerome; mientras el abuelo, guiñando el ojo significativamente y radiante de felicidad por la extraordinaria promesa de inteligencia de Lizzie, la sentaba en una sillita muy alta de mimbre al lado de la abuela, que no tardó nada en proteger el precioso vestido nuevo con una servilleta.
—Y ahora, señor Tryan —dijo el señor Jerome con gran seriedad cuando todos tuvieron su taza de té—, cuénteme cómo va lo de los sermones vespertinos. Cuando estuve ayer en la ciudad, me dijeron que andan tramando algo contra usted. Me temo que esos granujas le van a poner las cosas difíciles.
—Estoy seguro de que lo intentarán; creo que volverá a congregarse una multitud el domingo por la tarde, como el día que regresaron los delegados, para molestarnos a mí y a mis feligreses cuando nos dirijamos a la iglesia.
—Ah, y son capaces de cualquier cosa, hombres como Dempster y Budd; y Tomlinson los respalda con dinero, aunque no pueda hacerlo con cerebro. Pero Dempster ha perdido un cliente con su ruin comportamiento, y, si no me engaño, perderá más. Ni se me pasó por la cabeza, señor Tryan, cuando puse mis asuntos en sus manos, en Michaelmas hará veinte años, que se convertiría en un hostigador de la religión. Nunca he conocido a un joven tan brillante y prometedor como él en aquella época. Decían que le gustaba beber una copa de más de vez en cuando, pero no tenía nada que ver con lo de ahora. Y es cerebro lo que uno busca en su abogado, señor Tryan, cerebro. Y yo también estaba muy encariñado con su mujer, ¡pobrecilla! Oigo contar unas historias muy tristes sobre ella en estos tiempos. Pero la han empujado a eso, la han empujado a eso, señor Tryan. Es la mujer más compasiva con los pobres que he conocido; y la mujer más bonita con la que uno quisiera hablar. ¡Sí! Siempre querré a Dempster y a su mujer, a pesar de todo. Pero, en cuanto me enteré del asunto de los delegados, me dije que no volvería a ocuparse de mis cosas. Quizá sea una incomodidad para mí, pero no alentaré a ningún hombre que hostiga la religión.
—Está claro que es el cerebro y la mano de la persecución —dijo el señor Tryan—. Es posible que me odie mucha gente, ¡hay una ignorancia espiritual tan grande en esta ciudad! Pero supongo que no habría habido una oposición formal a los sermones vespertinos si Dempster no la hubiera organizado. No es que me asuste lo que pueda hacer; se dará cuenta de que no es fácil intimidarme ni ahuyentarme con insultos y amenazas. Dios me ha enviado a este lugar y, con su bendición, no retrocederé ante nada que quiera impedirme hacer Su obra entre la gente. Pero me parece justo convocar a quienes conocen el valor del Evangelio para que me apoyen públicamente. Creo, y el señor Landor también está de acuerdo, que sería bueno que mis amigos se dirigieran conmigo a la iglesia el domingo por la tarde. Dempster, como sabe, ha fingido que la mayoría de los habitantes respetables se oponen a estos sermones. Lo que yo deseo es que esa falsedad se vea visiblemente desmentida. ¿Qué le parece el plan? Hoy he visitado a varios amigos que estarán allí para acompañarme, y que comunicarán a otros nuestra intención.
—Cuente conmigo, señor Tryan, cuente conmigo. Nunca le faltará ningún respaldo que yo pueda darle. Antes de que usted viniera, señor, Milby era un lugar muerto y oscuro; es usted el primer eclesiástico anglicano que ha traído la palabra de Dios a sus habitantes; y yo estaré a su lado, reverendo, estaré a su lado. Soy un disidente, señor Tryan; y lo he sido desde los quince años; pero, si veo el bien en la Iglesia anglicana, también soy anglicano. Cuando era niño vivía en Tilston (es posible que ni le suene); allí las mejores tierras eran del señor Sandeman… un hombre con un pie deforme, que perdió un montón de dinero con las acciones del canal. Bueno, señor Tryan, como le iba diciendo, yo vivía en Tilston, y teníamos un párroco que siempre estaba cazando y emborrachándose; no se puede imaginar la depravación que reinaba en aquella parroquia; lo de Milby no es nada en comparación. Bueno, el caso es que mi padre era un trabajador humilde que no podía permitirse darme una educación, así que fui a la escuela nocturna que organizaba un disidente, un tal Jacob Wright; y gracias a ese hombre, señor, aprendí las cosas básicas y unas nociones de religión. Empecé a ir al templo con él, ¡era un hombre tan bueno!, y he seguido haciéndolo desde entonces. Pero no soy ningún enemigo de la Iglesia anglicana, señor, cuando ésta ilumina a los ignorantes y a los pecadores; y eso es lo que hace usted, señor Tryan. Sí, reverendo, estaré a su lado. Iré a la iglesia con usted el domingo por la tarde.
—Será mejor que te quedes en casa, señor Jerome, si es que puedo dar mi opinión —le interrumpió su mujer—. Me merece usted todos los respetos, señor Tryan, pero el señor Jerome no le ayudará nada entrometiéndose. Los disidentes no están bien vistos en Milby, y mi marido se pondrá muy nervioso; volverá a casa enfermo, y no me dejará pegar ojo en toda la noche.
A la señora Jerome le había aterrorizado la mención de una multitud, y una consideración retrospectiva de la comunión religiosa de su juventud no la predisponía en modo alguno al martirio. Su marido la miró con una expresión de ternura y de reproche apesadumbrado, que podría haber sido la del paciente patriarca[112] en la memorable ocasión en que reprendió a su mujer.
—Susan, Susan, no me lleves la contraria, por favor, ni pongas obstáculos en el camino del bien. No puedo renunciar a mi conciencia, pídeme otra cosa.
—Tal vez —dijo el señor Tryan, algo incómodo—, puesto que no está usted muy fuerte, mi querido señor, sería mejor que, como dice la señora Jerome, no corriera el riesgo de excitarse demasiado.
—No se hable más, señor Tryan. Estaré a su lado, señor. Es mi obligación. Es la causa de Dios, señor; es la causa de Dios.
El señor Tryan obedeció a sus impulsos de admiración y gratitud y tendió la mano al anciano de pelo blanco, diciendo:
—Gracias, señor Jerome, gracias.
Éste cogió la mano que le ofrecían en silencio, y luego se recostó en la butaca, dirigiendo una mirada pesarosa a su mujer, que parecía decir: «¿Por qué no me entiendes, Susan?».
La comprensión y el apoyo de aquel ingenuo anciano fue más preciosa para el señor Tryan de lo que cualquier observador podría imaginar. Las personas con una buena dosis de esa psicología superficial que juzga de antemano a los individuos por medio de una fórmula y, sin hacer mayor esfuerzo, los colocan en una casilla debidamente rotulada, podrían pensar que el coadjutor evangélico se limitaba a hacer lo que le gusta hacer a todo el mundo: servir a un propósito que no solo se identificaba con su teoría, que no es más que una especie de egoísmo secundario, sino también con el egoísmo primario de sus sentimientos. La oposición puede convertirse en algo dulce para un hombre que la bautiza como persecución: un reformador impulsivo, amigo de crearse obstáculos, que se complace en no reconocer sus méritos, mientras sus amigos lo llaman mártir, no sigue en realidad el camino más arduo para los que viven según la carne[113]. Pero el señor Tryan no había sido fundido en el molde del mártir gratuito. Con una tenacidad que con frecuencia habían tachado de obstinación, era especialmente sensible al odio o las burlas que no se avergonzaba de concitar. Cualquier crítica le dolía profundamente; y aunque se enfrentaba a sus adversarios con valentía, y a menudo con una vehemencia considerable, no era nada beligerante por naturaleza. Uno de sus defectos era ser demasiado susceptible a cualquier vendaval de opinión; estremecerse ante el ceño fruncido de los necios; irritarse ante la injusticia de aquellos que carecían de los elementos indispensables para juzgarle con justicia; y, a pesar de esa sensibilidad extrema y ese afán de ser querido y comprendido, llevaba años ejerciendo por obligación el papel de antagonista. No es de extrañar, pues, que las palabras cordiales del anciano señor Jerome fueran un bálsamo para él. Muchas veces había agradecido que una anciana le dijera: «Dios le bendiga»; que un niño le sonriera; que un perro le dejara acariciarlo.
Como ya habían tomado el té para entonces, el señor Tryan propuso dar un paseo por el jardín para disipar todo recuerdo del reciente desacuerdo conyugal. La petición de la pequeña Lizzie: «¡Y yo y yo, abuelo!» no podía ser denegada, así que le pusieron el gorro y el delantal antes de salir juntos a la luz del atardecer. Sin la señora Jerome, no obstante; pues ésta tenía el plan premeditado de retirarse ad interim a la cocina y lavar las mejores piezas de porcelana, a fin de recuperar la demora que sufrían las tareas de la jornada.
—Por aquí, señor Tryan, por aquí —dijo el anciano caballero—; lo llevaré primero al prado, y le enseñaré nuestra vaca, la mejor vaca lechera de la región. Y mire lo bien que está la lechería en esas dependencias traseras; ideé hasta el último detalle. Y aquí tengo mi pequeña carpintería y mi herrería; trabajo una barbaridad en ellas. Nunca he soportado estar ocioso, señor Tryan; siempre tengo que estar haciendo algo. Había llegado el momento de retirarme y hacer sitio a los más jóvenes; tenía dinero suficiente, y solo una hija a la que legárselo, así que me dije que ya era hora de dejar de trabajar como una mula en este mundo para dedicar más tiempo a pensar en el siguiente. Pero hay tantas horas desde que uno se levanta hasta que uno se acuesta, y, total, los pensamientos no pesan nada; puedes andar de un lado para otro con la cabeza llena de ellos. Mire, aquí está el prado.
Y era un prado bien bonito, en el que una gran vaca con pintas rumiaba apaciblemente mientras yacía tumbada y contemplaba soñolienta a sus admiradores; un seto primorosamente podado lo rodeaba, salpicado aquí y allá por un serbal o un cerezo.
—Tengo un poco más de tierra, digna de verse, pero quizá no le apetezca andar tanto. ¡Dios! Más allá hay casi media hectárea sembrada de patatas; tengo una familia numerosa que alimentar, ¿sabe? —Al decir esto, el señor Jerome guiñó el ojo y sonrió de manera significativa—. Y eso me recuerda, señor Tryan, lo que quería decirle. Los clérigos como usted ven mucha más pobreza y esas cosas que otras personas, y tienen más peticiones de las que pueden atender; y, si alguna vez necesita mi dinero o que le ayude en algo, no dude en decírmelo, se lo agradeceré mucho.
—Gracias, señor Jerome, lo haré, se lo prometo. Ayer vi un caso muy triste: un minero… un muchacho guapo y fornido de unos treinta años murió aplastado por un muro en la mina de carbón de Paddiford. Yo estaba en una de las cabañas cercanas cuando lo llevaron a casa sobre una puerta, y el grito de su mujer sigue resonando en mis oídos. Tenía tres niños pequeños. Afortunadamente, la mujer tiene un telar, así que no tendrá que ir al hospicio; pero parece muy delicada.
—Deme su nombre, señor Tryan —dijo el señor Jerome, sacando su libreta—. Iré a visitarla.
¡Cuán profunda era la fuente de piedad del corazón del bondadoso anciano! A menudo le resultaba doloroso comer, abrumado por el pensamiento de que había hombres, mujeres y niños sin nada que llevarse a la boca, y buscaba consuelo saliendo por la tarde en busca de alguna necesidad que pudiera satisfacer, alguna lucha honrada en la que pudiera echar una mano. Que algunas criaturas vivieran en la miseria era su mayor dolor; que algunos seres racionales vivieran en el despilfarro, su segundo pesar. Sally, desde luego, a la que su amo había reprendido varias veces por emplear demasiadas astillas para encender el fuego de la cocina, así como por su imprudencia con la mecha de las velas, le consideraba el hombre «más agarrado del mundo». Pero el señor Jerome desprendía la calidez del sol matinal, y, al igual que éste, su bondad resplandecía sobre todo lo que encontraba, desde el muchacho descarado de mejillas sonrosadas al que disfrutaba haciendo feliz con un aguinaldo, hasta las pálidas víctimas de los oscuros portales que languidecían en una muerte lenta de necesidad y miseria.
Fue muy agradable para el señor Tryan escuchar la charla sencilla del anciano, pasear por la sombra del incomparable huerto, saber las manzanas de estrías rojas que se cosechaban, y la desconcertante abundancia de peras de verano; sentir la dulce fragancia del jardín al atardecer, sentado en el cenador… y olvidar así, durante un breve intervalo, la tensión de sus tareas pastorales.
Quizá le resultara más doloroso regresar a esas tareas por los caminos polvorientos, quizá aquel hogar apacible y sombreado le hubiera recordado la vida que llevaba antes de uncirse el yugo de la abnegación. El corazón más fuerte desfallecerá a veces sintiendo que los enemigos son crueles y los amigos solo conocen la mitad de sus penas. El espíritu más firme de vez en cuando mirará hacia atrás con añoranza mientras avanza por el sendero abrupto de la montaña, lejos de la hierba y de las voces risueñas del valle. En un caso u otro, aquella noche a las nueve, cuando entró en su pequeño estudio en medio de la penumbra y cerró la puerta con llave, el señor Tryan se desplomó en la silla delante del escritorio y, haciendo caso omiso de los papeles, ocultó la cabeza entre las manos y sollozó amargamente.
Y supongo que ocurrirá a menudo en esta vida. Mientras hablamos con frialdad de la carrera de un hombre, burlándonos de sus errores, condenando su vehemencia, y etiquetando sus opiniones —«es evangélico e intransigente», «latitudinario[114] y panteísta» o «anglicano y arrogante»—, ese hombre, en su soledad, tal vez esté anegado en lágrimas porque su sacrificio es sobrehumano, porque le flaquean la firmeza y la paciencia a la hora de pronunciar las palabras y realizar los actos difíciles.