Capítulo XVI
Antes de que llegara la noche toda esperanza se había desvanecido. El doctor Hart confirmó que había muerto; el cuerpo de Anthony fue llevado a la casa, y todo el mundo se enteró de la desgracia que se había abatido sobre ellos.
El doctor Hart hizo unas preguntas a Caterina, que respondió brevemente cómo había encontrado a Anthony tendido en el suelo. El hecho de que hubiera paseado por la Colonia de los Grajos en ese momento fue una coincidencia que no despertó conjeturas en nadie que no fuera el señor Gilfil. Salvo para contestar esta pregunta, ella no había roto su silencio. Se quedó muda en un rincón de la cocina del jardinero, moviendo la cabeza cuando Maynard le pidió que volviera con él, incapaz de pensar aparentemente en nada que no fuera la posibilidad de que Anthony reviviera, hasta que vio cómo los hombres se llevaban el cuerpo a la casa. Entonces los siguió de nuevo al lado de sir Christopher, tan silenciosamente que ni siquiera el doctor Hart puso objeciones a su presencia.
Decidieron dejar el cuerpo en la biblioteca hasta que el magistrado[69] iniciara la investigación al día siguiente; y, cuando Caterina vio finalmente cerrada la puerta, subió por las escaleras de la galería para ir a su dormitorio, el lugar donde se sentía a gusto con sus penas. Era la primera vez que regresaba a la galería después del terrible momento que había vivido esa mañana; y ahora el lugar y los objetos que la rodeaban empezaron a refrescar su confusa memoria. La armadura ya no brillaba a la luz del sol, sino que colgaba sombría y sin vida sobre la vitrina donde había cogido el puñal. ¡Sí! Ahora lo recordaba todo… toda la desdicha y todo el pecado. Pero ¿dónde estaba el puñal? Se llevó la mano al bolsillo; no estaba. ¿Sería una fantasía suya? Miró en la vitrina; tampoco estaba. ¡Ay, no!, no era ninguna fantasía, y ella era la culpable de esa iniquidad. Pero ¿dónde estaría el puñal? ¿Se le habría caído del bolsillo? Oyó unos pasos que subían por la escalera y corrió a su habitación, donde, arrodillándose al pie de la cama y tapándose el rostro con las manos para protegerse de la odiosa luz, intentó rememorar cada sentimiento e incidente de la mañana.
Todo acudió a su pensamiento; todo lo que Anthony había hecho, y todo lo que ella había sentido durante el último mes… durante muchos meses… desde aquella noche de junio en que él le habló en la galería por última vez. Recordó sus arrebatos de ira, los celos y el odio que le inspiraba la señorita Assher, su deseo de venganza de Anthony. ¡Oh, qué malvada había sido! Era ella quien había pecado; era ella quien le había empujado a hacer y decir aquellas cosas que tanto la enfurecían. Y, aunque Anthony hubiera sido injusto con ella, ¿qué había estado a punto de hacerle a él? Era demasiado abominable para que la perdonasen algún día. Le gustaría confesar su ruindad para que pudieran castigarla; le gustaría arrastrarse por el barro delante de todo el mundo, incluso de la señorita Assher. Sir Christopher la expulsaría de su casa… No querría volver a verla, si supiera la verdad; y ella preferiría que la castigaran y despreciaran antes que ser tratada con cariño ocultando aquella culpa en el pecho. Pero, si sir Christopher se enterara de todo, su dolor se acentuaría y sería más desdichado que nunca. ¡No! No podía decir nada: tendría que hablar de Anthony. Pero no podía quedarse en Cheverel Manor; tenía que marcharse; sería incapaz de soportar la mirada de sir Christopher, sería incapaz de seguir viendo todas esas cosas que le recordaban tanto a Anthony como su pecado. Tal vez muriera pronto: se sentía muy débil; no podía quedar mucha vida en ella. Se iría lejos y viviría humildemente, y rogaría a Dios que la perdonara y la dejara morir.
La pobre criatura nunca pensó en el suicidio. En cuanto pasó su arrebato de ira, recuperó la ternura y la timidez de su naturaleza, y solo pudo amar y llorar la pérdida de Anthony. Su inexperiencia impidió que imaginara las consecuencias de su desaparición de Cheverel Manor; no previó la terrible alarma, la angustia y la búsqueda que desencadenaría.
«Creerán que he muerto —se decía a sí misma—, y con el tiempo me olvidarán, y Maynard volverá a ser feliz y se enamorará de otra mujer».
Le sacó de su ensimismamiento un golpe en la puerta. La señora Bellamy estaba allí. El señor Gilfil le había pedido que fuera a ver cómo se encontraba la señorita Sarti, y aprovechara para llevarle algo de comer y vino.
—Pareces tan triste, querida —dijo la vieja ama de llaves—, y estás temblando de frío. Métete en la cama ahora mismo. Martha vendrá a calentarla y encenderá la chimenea. Te he traído un poco de arrurruz con una gota de vino. Tómalo, te entonará. Tengo que volver abajo, no puedo quedarme contigo un rato. Hay tantas cosas de las que ocuparse; y la señorita Assher tiene un ataque de histeria y, como su doncella está en cama, ¡pobre mujer!, llama continuamente a la señora Sharp. Pero te enviaré a Martha, y tú acuéstate, tesoro, y cuídate mucho.
—Gracias, abuelita —dijo Tina, besando las mejillas arrugadas de aquella anciana tan menuda—; me comeré el arrurruz, y no te preocupes más por mí esta noche. Estaré muy bien cuando Martha me encienda la chimenea. Dile al señor Gilfil que estoy mejor. Me iré a la cama enseguida, así que no vuelvas a subir, no quiero que me despiertes.
—Bueno, bueno; cuídate mucho, tesoro, y que duermas como una bendita.
Caterina se comió el arrurruz con avidez mientras Martha encendía el fuego. Quería cobrar fuerzas para el viaje, y se quedó con el plato de galletas para guardarse alguna en el bolsillo. Todo su pensamiento se centraba en alejarse de Cheverel Manor, y meditaba sobre los diferentes recursos que su pequeña experiencia vital podría procurarle.
Había anochecido; esperaría hasta el amanecer, pues era demasiado miedosa para huir en medio de la oscuridad, pero tendría que alzar el vuelo antes de que alguien se levantara. Estaban velando a Anthony en la biblioteca, pero ella podría salir por una puertecita que daba al jardín, frente al salón que había en el otro lado de la casa.
Dejó preparados la capa, el sombrero y el velo; luego encendió una vela, abrió el escritorio y sacó la miniatura rota envuelta en papel. La ocultó en su pecho con dos pequeñas notas de Anthony, escritas a lápiz. Encontró también la cajita de porcelana de Dorcas, los pendientes de perlas, y un monedero de seda con las quince monedas de siete chelines[70] que le había regalado sir Christopher por su cumpleaños desde que vivía en Cheverel Manor. ¿Debía llevarse los pendientes y las monedas de siete chelines? No podría separarse de ellos; era como si llevaran un poco del cariño de sir Christopher. Le gustaría que la enterraran con ellos. Se puso los pequeños pendientes redondos, y se guardó el monedero y la cajita de Dorcas en el bolsillo. Tenía otro monedero en él, y lo sacó para contar el dinero, pues jamás gastaría sus monedas de siete chelines. Tenía una guinea y ocho chelines; sería suficiente.
Así pues, se sentó a esperar la mañana, temerosa de dormir demasiado si se tendía en la cama. ¡Ojalá pudiera ver a Anthony una vez más y besarle la frente helada! Pero no podía ser. Ella no se lo merecía. Tenía que alejarse de él, y de sir Christopher, lady Cheverel, Maynard y todos los que habían sido amables y cariñosos con ella, convencidos de su buen corazón cuando en realidad era una desalmada.