Capítulo XI
Los observadores más hostiles al señor Tryan se veían obligados a reconocer que era infatigable. Tres sermones el domingo, una escuela nocturna para hombres jóvenes el martes, una charla en las cabañas los jueves, directrices a los profesores, la catequesis infantil, y las visitas pastorales, que se multiplicaban a medida que su influencia se extendía más allá de su propio distrito de Paddiford, habrían bastado para poner severamente a prueba las fuerzas de un hombre mucho más fuerte. El doctor Pratt lo reconvino por su imprudencia, pero ni siquiera logró convencerle de que ahorrara tiempo y esfuerzo comprándose un caballo. Por el motivo que fuera, y sin que sus amigos pudieran explicárselo, el señor Tryan parecía empeñado en agotarse. Sus enemigos encontraban el modo de justificar esto. Era obvio que el egoísmo del coadjutor evangélico era mucho peor que el típico egoísmo sensato y respetable.
—¡Quiere ganar fama de santo! —dijo uno.
—¡Le pierde el orgullo espiritual! —añadió otro.
—Tiene la mira puesta en algún buen beneficio eclesiástico, y quiere trepar sigilosamente por la manga del obispo —señaló un tercero.
El señor Stickney de Salem, que consideraba toda incomodidad voluntaria un vestigio del espíritu legal, condenó severamente aquel abandono de sí mismo, y expresó su temor de que el señor Tryan estuviera aún lejos de alcanzar la verdadera libertad cristiana. El bondadoso señor Jerome se aferró con entusiasmo a esta visión doctrinal del asunto, pues reforzaba cuanto le sugería su propia benevolencia; y una tarde nublada de finales de noviembre, montó en su yegua pinta con la determinación de acercarse hasta Paddiford para «discutir» la cuestión con el señor Tryan.
El rostro del anciano parecía muy apenado mientras cabalgaba por los deprimentes callejones de Paddiford, entre hileras de casas sucias oscurecidas por los telares manuales, y mientras el hollín se arremolinaba a su alrededor empujado por el gélido viento de noviembre. Meditaba sobre el propósito que lo había llevado allí, y sus pensamientos, como ocurría cuando estaba solo, se desahogaban de vez en cuando de forma audible. Tenía la sensación, al contemplar el escenario de las labores del señor Tryan, de que entendía las privaciones del clérigo sin recurrir a la teoría de la deficiente iluminación espiritual defendida por el señor Stickney. ¿No nos dicen los doctores de la filosofía que seríamos incapaces de distinguir siquiera un árbol si no fuera por una sagacidad inconsciente que combina innúmeras sensaciones pasadas y diferentes; que no hay ningún sentido independiente de los otros, de tal modo que en la oscuridad apenas percibimos el sabor del fricasé, o sabemos si nuestra pipa está encendida o no; y que el niño más inteligente, si tuviera garras y pezuñas en lugar de dedos, seguiría probablemente andando a cuatro patas? De ser así, es fácil comprender que nuestro discernimiento de los motivos humanos depende de la totalidad de los elementos que podemos sacar de nuestros propios sentimientos y de nuestra propia experiencia. Asegúrate, amigo, antes de emitir un juicio demasiado apresurado, de que tu sensibilidad moral no sea de las que tienen pezuñas y garras. El ojo más penetrante no sirve de nada si no tienes dedos delicados, con sus sutiles filamentos nerviosos, que eludan las lentes científicas y se pierdan en el mundo invisible de las sensaciones humanas.
En cuanto al señor Jerome, sacaba los elementos de su visión moral de las profundidades de su veneración y piedad. Si él se compadecía de aquellas pobres criaturas para las que la vida era tan oscura y precaria, ¿qué debía sentir el clérigo que se había comprometido ante Dios a ser su pastor?
—¡Ah! —murmuraba de vez en cuando—, es una carga demasiado pesada para su conciencia, ¡pobre hombre! Quiere ser igual que ellos; no soporta predicar a los hambrientos con el estómago lleno. ¡Ah! Es mucho mejor que nosotros, eso es lo que pasa… es mucho mejor que nosotros.
Al decir esto, el señor Jerome agitó las bridas con vehemencia, y levantó la vista con gran arrojo moral, como si el señor Stickney estuviera presente y fuera a ofenderse de su conclusión. Unos minutos después llegó a casa de la señora Wagstaff, donde se alojaba el señor Tryan. Había estado allí a menudo, así que el contraste entre aquella casa fea y cuadrada de ladrillo, con su descuidado trocito de césped, al que daban las ventanas de varias viviendas, y su precioso hogar blanco, en medio de un paraíso de huertos, jardines y prados, no le resultaba nuevo; pero esa tarde lo sintió con más intensidad mientras ataba lentamente las bridas de su yegua pinta a la estaca de madera, y llamaba a la puerta. El señor Tryan estaba en casa, y mandó decir que el señor Jerome subiera a su estudio, ya que no estaba encendida la chimenea de la sala.
Al pensar en el estudio del clérigo, es posible que tu imaginación demasiado viva, lector, evoque una estancia acogedora, donde el ambiente de comodidad se redime de su carácter seglar con una fuerte impronta eclesiástica en los muebles, el dibujo de la alfombra y los grabados de las paredes; donde, si se da una cabezada, es en una butaca de respaldo gótico, y con los pies en una imitación cálida y aterciopelada de unas vidrieras; donde el arte incontaminado del riguroso protestantismo inglés sonríe sobre la repisa de la chimenea en el retrato de un ilustre obispo, o el exquisito gusto anglicano se hace patente en un grabado alemán de Overbeck[124]; donde las paredes están cubiertas de selectas obras de teología con oscuras encuadernaciones, y la luz se ve suavizada por una pantalla de ramas con una iglesia gris en un segundo plano.
Pero he de pedirte que olvides todas esas bellezas escénicas, por muy apropiadas que sean para el carácter y la constitución de un clérigo; pues debo confesar que el estudio del señor Tryan era un cuartucho muy feo, con una vista muy fea de los tejados de las viviendas y los pequeños huertos sembrados de coles. Su propia persona, el escritorio y la librería eran lo único que había en la habitación con el más mínimo aire de refinamiento; y no había nada que indicase comodidad más que una maciza butaca de respaldo vertical tapizada con un chintz descolorido. El hombre que podía vivir en semejante habitáculo, sin sentirse constreñido por la pobreza, o se veía alimentado por un intenso fervor interno o había elegido la forma menos atrayente de automortificación: la que, sin pasar hambre ni vestir el más áspero tejido de pelo de caballo, acepta lo vulgar, lo ordinario y lo feo cuando el deber supremo parece estar entre ellos.
—Señor Tryan, perdone que le moleste —dijo el señor Jerome—. Pero quería hablarle de algo en particular.
—Usted nunca me molesta, señor Jerome; me alegra mucho que venga a visitarme —respondió el señor Tryan, estrechándole efusivamente la mano y ofreciéndole la «cómoda» butaca tapizada de chintz—. Hace tiempo que no tenía ocasión de verlo, si exceptuamos los domingos.
—¡Ah, señor! Está siempre tan ocupado, lo sé muy bien; con todo lo que tiene que hacer… y encima yendo de un lado para otro; y sin un caballo, señor Tryan. No se cuida usted lo suficiente… No, señor; y de eso he venido a hablarle.
—Es muy amable por su parte, señor Jerome; pero le aseguro que andar me sienta bien: es casi una liberación después de hablar o de escribir. Ya sabe que mi recorrido no es muy grande. El lugar más alejado es la iglesia de Milby, y, si alguna vez necesito un caballo el domingo, alquilo el de Radley, que vive bastante cerca.
—Bueno, pero ahora llega el invierno, y se le mojarán los pies, y el doctor Pratt me ha dicho que tiene usted una constitución delicada, aunque no hace falta ser médico para darse cuenta. Y, según veo yo las cosas, señor Tryan, ¿quién ocupará su puesto si enferma? Ha iniciado usted una gran tarea en Milby, y podría continuarla si no le fallaran la salud y fuerzas. Cuanto más se cuide, más vivirá seguramente, si Dios quiere, para hacer el bien a sus semejantes.
—En cualquier caso, mi querido señor Jerome, no creo que mi vida vaya a ser muy larga; y, si tuviera que cuidarme más con el pretexto de hacer más el bien, probablemente me moriría sin haber hecho nada.
—Vamos, vamos, tener un caballo no le impediría trabajar. Podría hacer más cosas, aunque el doctor Pratt dice que lo peor para usted es forzar continuamente la voz. Mire, yo no soy ningún sabio, señor Tryan, y no voy a decirle lo que tiene que hacer, pero ¿no es casi como suicidarse trabajar por encima de sus fuerzas? No debemos echar a perder nuestra vida.
—No, echarla a perder a la ligera no, pero sí podemos dar nuestra vida por una causa justa. Hay muchos deberes, como sabe, señor Jerome, que están por delante de nosotros.
—¡Ah! No puedo discutir con usted, señor Tryan; pero quería decirle esto: tengo un pequeño caballo zaíno; me haría muy feliz si se quedara con él este invierno. He pensado en venderlo muchas veces, pues la señora Jerome no lo quiere; y ¿para qué necesito yo dos jamelgos? Pero tengo cariño al pequeño zaíno, y no me gustaría venderlo. Así que, si lo montara usted por mí, me haría un gran favor… ya lo creo que me lo haría, señor Tryan.
—¡Gracias, señor Jerome! Le prometo que se lo pediré cuando necesite un penco. Es usted el hombre con el que más me alegraría estar en deuda; pero en estos momentos preferiría no tener un caballo. Lo montaría muy poco, y sería para mí un inconveniente más que una ventaja.
El señor Jerome pareció preocupado e indeciso, como si tuviera algo en la cabeza que le costara expresar con palabras.
—Perdone, señor Tryan —dijo finalmente—, no me gustaría tomarme libertades, pero sé que un clérigo como usted tiene que atender muchas peticiones. ¿Es por el gasto, señor Tryan? ¿Es por el dinero?
—No, mi querido señor Jerome. Tengo más de lo que un hombre solo necesita. Mi forma de vida ha sido una elección mía, y únicamente hago lo que me siento obligado a hacer, dejando a un lado las consideraciones económicas. Ya sabe que no podemos juzgar al prójimo; todos tenemos nuestras debilidades y tentaciones. No tengo nada en contra de que otro hombre se permita más lujos, y le aseguro que no me siento nada superior por prescindir de ellos. Al contrario, si mi corazón fuera menos rebelde, y yo menos propenso a las tentaciones, no necesitaría esta clase de abnegación. Pero es usted muy amable —añadió el señor Tryan, tendiendo la mano al señor Jerome—, y le bendigo por ello. El día que necesite un caballo, le pediré el zaíno.
El señor Jerome no tuvo más remedio que contentarse con esta promesa, y volvió a casa compungido, reprochándose no haberle dicho una cosa que tenía pensada, y haber «olvidado por completo» esgrimir los argumentos del señor Stickney.
El señor Jerome no era el único al que preocupaba seriamente la idea de que el exceso de trabajo estaba minando la salud del coadjutor. En algunos tiernos corazones femeninos, la inquietud por el estado de sus sentimientos empezaba a mezclarse con la inquietud por el estado de su salud. La señorita Eliza Pratt había pasado una época de insomnes meditaciones sobre la posibilidad de que el señor Tryan estuviera comprometido con alguna dama de otro lugar… de Laxeter, por ejemplo, donde había sido coadjutor antes; y sus hermosos ojos estaban constantemente alerta para que no se le escapara ninguna señal de que su corazón no estaba libre. Le pareció alarmante que sus pañuelos estuvieran primorosamente marcados con cabello[125], hasta que recordó que tenía una hermana soltera de la que había hablado con mucho cariño y que era el consuelo de su padre. Además, el señor Tryan no había ido a visitar a nadie que viviera lejos, solo un par de días a su padre, ni había insinuado jamás que fuera a comprar una casa o a cambiar su forma de vida. ¡No! No podía estar comprometido, aunque quizá hubiera sufrido algún desengaño. Pero, de esta última tribulación, es sabido por todos que un piadoso clérigo puede recobrarse con ayuda de unos bonitos ojos grises que le miren radiantes con amorosa veneración. Antes de Navidad, sin embargo, sus cavilaciones tomaron otro derrotero. Oyó decir a su padre con rotundidad que Tryan estaba tísico y que, si no se cuidaba más, no le quedaba un año de vida; y la vergüenza de haber hecho cábalas sobre unas suposiciones que iban a resultar falsas arrojó a la pobre señorita Eliza, con un ímpetu arrollador, al canal de la tristeza y la inquietud ante la perspectiva de perder al pastor que había abierto para ella una vida nueva de piedad y dominio de sí misma. Es una de nuestras tristes debilidades, al fin y al cabo, recubrir de un halo de santidad al hombre que pensamos que va a morir; como si la vida no fuera también sagrada; como si amar y reverenciar al hermano que ha de escalar con nosotros el difícil precipicio fuera algo trivial, y todas nuestras lágrimas y nuestra ternura las mereciera quien se ahorra tan arduo viaje.
Las señoritas Linnet, asimismo, empezaron a tener otra visión del futuro, en la que no tenían cabida los celos de la señorita Eliza Pratt.
—¿Se fijaron —preguntó Mary, una tarde en que la señora Pettifer estaba tomando el té con ellas—, se fijaron en la tos seca y breve que tenía ayer el señor Tryan? Cada semana que pasa está peor. Me encantaría conocer a su hermana; le escribiría para contarle cómo está. Habría que hacer algo para que no trabajase tanto, y estoy segura de que aquí no hará caso a nadie.
—¡Ah! —exclamó la señora Pettifer—, es una gran lástima que su padre y su hermana no puedan venir a vivir con él, si no piensa casarse. Aunque me encantaría que se hubiera enamorado de una mujer cariñosa que tuviera un hogar acogedor para él. Pensaba que podría gustarle Eliza Pratt; es una muchacha buena y muy bonita; pero ya no lo veo nada probable.
—No, la verdad es que no —dijo Rebecca, con cierto énfasis—: el corazón del señor Tryan no podrá conquistarlo ninguna mujer: lo ha entregado todo a su trabajo; y lo último que desearía es que tuviera una mujer joven y poco experimentada que fuera un estorbo para él en vez de servirle de ayuda.
—Necesitaría tener a alguien, joven o viejo —señaló la señora Linnet—, que le obligara a ponerse el chaleco de franela y a cambiarse las medias cuando llega a casa. En mi opinión, tiene ese catarro porque se sienta con las medias y los zapatos mojados; y esa pobre señora Wagstaff tiene una cabeza de chorlito; no se ocupa nada de él.
—¡Oh, madre! —protestó Rebecca—, es una mujer muy piadosa. Y estoy segura de que piensa que lo que es un gran privilegio es tener al señor Tryan en casa, y no hacer todo lo posible para que se sienta cómodo. No puede evitar que su alojamiento sea sucio y miserable.
—No tengo nada que objetar a su piedad, querida; pero no me gustaría nada que la señora Wagstaff preparase mis comidas. Cuando un hombre llega hambriento y agotado, la piedad no le alimenta, supongo. Las zanahorias duras le pesarán en el estómago, con piedad o sin ella. Pasé por casa de la señora Wagstaff un día en que estaba sirviendo el almuerzo del señor Tryan, y las patatas estaban llenas de agua. Está muy bien ser espiritual, no tengo nada en contra; pero me gustan las patatas harinosas. No creo que nadie llegue antes al cielo por no digerir sus comidas… siempre que no muera antes, como tal vez le ocurra al señor Tryan, ¡pobrecillo!
—Será un día muy triste para nosotras cuando eso suceda —dijo la señora Pettifer—. Jamás encontraremos a nadie que llene ese vacío. Acaba de llegar un nuevo clérigo a Shepperton, el señor Parry; lo vi el otro día en casa de la señora Bond. Puede que sea un hombre muy bueno y un excelente predicador, como dicen; pero yo pensé: «¡Menuda diferencia entre él y el señor Tryan!». Parece un hombre bastante severo, no tiene la sensibilidad del señor Tryan. Lo que me maravilla del señor Tryan es que se pone al nivel de cualquiera, y habla con todos como un hermano. Nunca me da miedo contarle nada. Jamás mira a nadie por encima del hombro. Ningún hombre ha sabido alentar como él a los que están desesperados.
—Sí —dijo Mary—. Y, cuando veo todas las caras levantadas hacia él en la iglesia de Paddiford, a menudo pienso que no lo tendrá nada fácil el clérigo que venga tras él; se ha hecho querer tanto por la gente…