Capítulo XIII

La pérdida del señor Jerome como cliente resultó ser solo el principio de las adversidades de Dempster. En ese anciano caballero quedaban aún los vigorosos restos de una energía y una perseverancia que habían forjado su fortuna; y, al ser muy dado, como he insinuado ya, a regodearse rumiando las cosas cuando su indignación estaba justificada, decidió proseguir su guerra retributiva contra el abogado hostigador. Como ejercía cierta influencia sobre el señor Pryme, uno de los contribuyentes más importantes de la parroquia vecina de Dingley, y éste tenía una cuenta privada muy enrevesada y antigua con Dempster, el señor Jerome incitó a este caballero a investigar algunos puntos sospechosos en el manejo del abogado de los asuntos parroquiales. La consecuencia lógica fue una disputa personal entre Dempster y el señor Pryme; el cliente pidió su cuenta, y luego vino la vieja historia de los honorarios exorbitantes del abogado, con el molesto anticlímax de los impuestos.

Estos desagradables hechos, que se prolongaron varios meses, corrieron paralelos al urgente asunto del pleito del señor Armstrong, que amenazaba con dar un giro que dejaba en bastante mal lugar la previsión profesional del señor Dempster; y no es raro que, al hallarse en un constante estado de irritación y nerviosismo con sus propios asuntos, apenas le quedara tiempo para hacer gala de su espíritu público, o para reavivar la vana esperanza del sólido anglicanismo contra la falsedad y la hipocresía. Más de una persona que le guardaba rencor empezó a decir con complacencia que «la suerte lo había abandonado»; sobre todo la señora Linnet, que creía ver con claridad cómo maduraba poco a poco un plan providencial, gracias al cual el hombre que la había despojado de Pye’s Croft recibiría su merecido. Por otra parte, los clientes satisfechos con Dempster, que opinaban, atendiendo a sus conveniencias, que el castigo de su maldad debía diferirse hasta el otro mundo, advirtieron con cierta preocupación que bebía más que nunca, y que tanto su carácter como sus impulsos se volvían cada vez más violentos. Por desgracia, esos vasos de brandy adicionales, esa exasperación y esos improperios tenían otros efectos aparte de los que inquietaban a sus clientes: eran pequeños símbolos añadidos que aumentaban constantemente la suma de la desdicha hogareña.

¡Pobre Janet! Cuán lentamente pasaban los meses para ella, cargados de nuevas penas mientras el verano daba paso al otoño, el otoño al invierno, y el invierno de nuevo a la primavera. Cada mañana febril, con su vana languidez y su desesperación, parecía más odiosa que la anterior; cada noche que se acercaba, más imposible de afrontar sin recurrir al sopor plomizo. La luz de la mañana no le deparaba ninguna alegría, parecía solo iluminar cuanto había ocurrido a la oscura luz de las velas: el hombre cruel sentado inconmovible en su alcohólica obstinación al lado del fuego apagado y de las luces agonizantes del comedor, reprendiéndola a gritos con dureza, repitiendo viejos reproches; o el espantoso vacío de algo olvidado, algo que debía haberle causado ese oscuro moratón en el hombro, que le dolía al vestirse.

¿Te gustaría saber por qué las cosas habían llegado a ser así? ¿Qué delito había cometido Janet en sus primeros años de matrimonio para desatar el odio brutal de ese hombre? Las semillas de las cosas son muy pequeñas: las horas que separan la salida del sol y la penumbra de la medianoche están marcadas por los diminutos números del reloj: y Janet, al recordar los quince años que llevaba casada, apenas sabía cómo o dónde había empezado aquella desdicha infinita; apenas sabía cuándo el dulce amor conyugal y la esperanza que creía eternos se habían convertido en un ocaso de la memoria y la indulgencia, antes de que llegara la noche más oscura.

Para la anciana señora Dempster, el verdadero origen de todo eran las deficiencias de Janet como ama de casa.

«Janet —se decía— siempre anda corriendo de un lado para otro, ayudando a otras personas y descuidando su propio hogar. Eso irrita a un hombre: ¿de qué sirve que una mujer sea cariñosa y mime mucho a su marido si no se preocupa de tener la casa como a él le gusta; si no está cerca de él cuando la necesita; si no atiende todos sus deseos, por pequeños que sean? Eso es lo que hacía yo cuando estaba casada, aunque no hiciera tantas carantoñas a mi marido. Además, Janet no tiene hijos.»

¡Ah! Ahí mamá Dempster había puesto el dedo en la llaga, quizá no de la crueldad de su hijo, pero sí de la mitad del sufrimiento de Janet. Si hubiera tenido bebés que acunar, pequeños que se arrodillaran con sus camisones para decir las oraciones junto a ella, niños cariñosos que la abrazaran y curaran con un beso sus lágrimas, su pobre corazón hambriento habría sido alimentado con un amor sólido, y no habría necesitado jamás calmar su sed con aquel ardiente veneno. ¡Poderosa es la fuerza de la maternidad!, nos dice el gran poeta trágico[126] a través de los siglos, encontrando, como siempre, las palabras más sencillas para los hechos más sublimes: δδεινόν τò τικτεινέστίν. Transforma todas las cosas con su calor vital: convierte la timidez en fogoso valor, y la rebeldía temeraria en trémula sumisión; convierte la irreflexión en clarividencia, y toda ansiedad en dicha serena; hace que el egoísmo se vuelva abnegación, e incluso da a la dura vanidad la mirada del amor maravillado. ¡Sí! Si Janet hubiera sido madre, se habría librado de gran parte no solo de su pecado, sino también de su dolor.

Pero no pienses que había o dejaba de haber algo en la pobre Janet que justificara la crueldad de su marido. La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo fuera de sí misma: solo requiere una oportunidad. Dempster no tenía ningún motivo para beber aparte de su ansia de hacerlo; la presencia del brandy era la única condición necesaria. Y un hombre frío, tirano y brutal no necesita ningún motivo para dar rienda suelta a su crueldad; solo necesita la presencia constante de una mujer que llama suya. Un parque lleno de animales mansos y de mirada asustadiza que pudiera atormentar a su antojo no colmaría igual su sed de tortura; no podrían sentir como lo hace una mujer; no podrían formular la réplica acerba que afila el odio.

La amargura de Janet se desbordaba en palabras impulsivas; no estaba en su carácter someterse a la crueldad; sería capaz de cualquier cosa por atajar una injusticia, aunque se doblegara en un instante ante una palabra o una mirada que evocara los lejanos días de cariño; y, en momentos de relativa calma, a menudo recuperaba su dulce hábito femenino de prodigar mimos y caricias. Pero esos días se habían vuelto raros, y el alma de la pobre Janet era como un mar encrespado, azotado por una nueva tempestad antes de que las viejas olas se hubieran calmado. Una resistencia orgullosa, airada y una entereza arisca eran ahora sus únicas alternativas. Lo sobrellevaría con dignidad de cara al mundo, pero también frente a él; es posible que su debilidad de mujer implorara piedad con un grito tras un fuerte golpe, pero, por voluntad propia, jamás haría nada para aplacar a su marido, a menos que él se ablandara antes. ¿Qué había hecho ella aparte de amarlo con toda su alma, y de creer neciamente en él? A él su carne tierna y delicada no le inspiraba la menor compasión; podía descargar la mano en el suave cuello que antaño pedía besar. Y, sin embargo, ella era incapaz de reconocer su desgracia; se había casado ciegamente, y aguantaría hasta el terrible final, fuese cual fuese. Mejor aquel sufrimiento que la existencia vacía que llevaría fuera del hogar conyugal.

Pero había una persona que oía todas las quejas y todos los gritos de amargura y desesperación que Janet nunca caía en la tentación de revelar a nadie; y, ¡ay!, en sus peores momentos, Janet lanzaba violentos reproches contra esa paciente observadora. Pues los agravios que despiertan nuestro furor solo encuentran en nosotros un médium; nos recorren como una vibración, y nosotros infligimos el mismo dolor que hemos padecido.

La señora Raynor advirtió con la mayor claridad a lo largo del invierno que las cosas empeoraban en Orchard Street. Tenía bastantes pruebas de ello cuando Janet iba a verla; y, aunque programaba de tal modo las visitas a su hija que apenas veía a Dempster, tenía muchos indicios no solo de que él bebía demasiado, sino también de que empezaba a perder esa capacidad física para aguantar los excesos que llevaba tanto tiempo despertando la admiración de espíritus tan refinados como el del señor Tomlinson. Y Dempster parecía tener cierta conciencia de ello, cierta desconfianza en él; pues, antes de que acabara el invierno, renunció a su costumbre de salir solo en carruaje; y nadie volvió a verlo en su calesa sin un criado al lado.

Némesis[127] es coja, pero de estatura colosal, como los dioses; y algunas veces, antes de desenvainar su espada, extiende su gigantesco brazo izquierdo y captura a su víctima. La mano poderosa es invisible, pero la víctima se tambalea con el terrible zarpazo.

Los síntomas variados de que las cosas se ponían cada vez peor para los Dempster proporcionaron a los chismosos de Milby algo nuevo que decir sobre un viejo tema. La señora Dempster, comentaba todo el mundo, parecía más desgraciada que nunca, aunque siguiera fingiendo que vivía feliz y satisfecha. Rara vez salía de casa, como antes, cuando salía a hacer sus buenas obras; y hasta la señora Crewe, que siempre se había negado a ver los defectos de su querida Janet, se veía obligada a reconocer que últimamente no parecía ella.

—La pobre anda mal de salud —decía la bondadosa anciana, en respuesta a las habladurías sobre Janet—; siempre ha tenido unas jaquecas horribles, y sé bien lo que es una jaqueca…; a veces la hacen a una desvariar.

La señora Phipps, por su parte, declaró que nunca volvería a aceptar una invitación de los Dempster; se estaba volviendo tan desagradable ir a su casa… La señora Dempster parecía a menudo «tan rara». Por supuesto, circulaban historias terribles sobre cómo Dempster trataba a su mujer; pero, en opinión de la señora Phipps, los dos estaban cortados por el mismo patrón. La señora Dempster jamás había sido como las demás mujeres; siempre había tenido un aire veleidoso, llevando bolsitas de rapé a la vieja señora Tooke, y yendo a tomar el té con la señora Brinley, la mujer del carpintero; y nunca se preocupaba de lo que se ponía, y vestía igual entre semana que los domingos. Un hombre tiene muy poco futuro con una mujer así. El señor Phipps, afable y lacónico, se preguntaba por qué disfrutarían tanto las mujeres criticándose entre sí.

El doctor Pratt, después de atender provisionalmente a un paciente del doctor Pilgrim por una fractura complicada, tuvo con su colega una amistosa charla al día siguiente:

—Así que Dempster ha dejado de conducir el carruaje —dijo—; bueno, no acabará partiéndose el pescuezo, después de todo. Tendrá usted en vez de eso un caso de meningitis y de delírium trémens.

—¡Ah! —respondió el doctor Pilgrim—, no creo que aguante mucho tiempo con ese ritmo que lleva. Está tremendamente disgustado por el asunto de Armstrong. Ya sé que le va a perjudicar, pero Dempster ha tenido que hacerse de oro; seguro que se puede permitir una pequeña pérdida.

—Su bufete durará más que él, eso está claro —afirmó el doctor Pratt—; el día menos pensado, su corazón se parará como el resorte de un reloj.

Otro mal augurio para Dempster se produjo a principios de marzo. Fue entonces cuando la diminuta «Mamsey» murió, murió súbitamente. La criada la encontró inmóvil en su butaca, con la labor en el suelo, y la gata parda apoyada en ella sin que nadie la regañara. La anciana blanca y menuda había concluido su estación invernal de paciente dolor, convencida hasta el final de que «Robert podría haber sido tan buen marido como hijo».

Cuando cubrieron de tierra el féretro de Mamsey, y el hijo, con una bufanda de crespón negro y una cinta en el sombrero, se dio media vuelta para volver a casa, su ángel de la guarda, con las alas extendidas en el borde de la tumba, le miró con desesperación, y se alejó volando para siempre.