Capítulo XXII
Fueron probablemente unas palabras duras para los fariseos: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de arrepentirse[130]». Y ciertos filósofos ingenuos de nuestros días[131] seguramente se ofenderían ante una dicha tan alejada de la proporción aritmética. Pero un corazón al que su dolorosa lucha ha enseñado a desangrarse con la aflicción de un semejante, que ha aprendido a ser compasivo mediante el sufrimiento, es muy posible que encuentre insatisfactorios «la balanza de la felicidad», «la doctrina de las compensaciones» y otros métodos breves y sencillos de adoptar una actitud complaciente ante el dolor; y para un corazón así esas palabras no serían completamente oscuras. Las emociones, he observado, se ven muy poco afectadas por las consideraciones aritméticas: una madre, cuando sus dulces pequeños, que aún cecean, le han sido arrebatados uno tras otro, y se inclina sobre su último hijo muerto, halla muy poco consuelo en el hecho de que ese cuerpo diminuto con hoyuelos sea solo un número de un promedio necesario, y que otras mil criaturas venidas al mundo al mismo tiempo se encuentren bien y con probabilidades de seguir con vida; y, si estás junto a esa madre, si presencias su dolor y lo compartes, posiblemente serás tan incapaz como ella de ver nada satisfactorio en las estadísticas.
Sin duda una complacencia cimentada sobre esa base es muy racional; pero la emoción, me temo, es obstinadamente irracional: insiste en preocuparse por los individuos; se niega por completo a adoptar una visión cuantitativa de la angustia humana, y a reconocer que trece vidas felices sirven de contrapeso a doce vidas desgraciadas, lo que inclina la balanza claramente hacia el lado de la satisfacción. Ésa es la imbecilidad inherente al sentimiento, y hay que ser un gran filósofo para librarse de ella y ascender al aire sereno del puro intelecto, donde es evidente que los individuos apenas existen realmente para las abstracciones que puedan extraerse de ellos: abstracciones que pueden surgir de un montón de vidas maltrechas como el dulce aroma de un sacrificio para los orificios nasales de los filósofos, y de una deidad filosófica. Y así, para el hombre que sabe lo que es la compasión porque ha conocido el sufrimiento, esas antiquísimas palabras sobre la mayor felicidad de los ángeles ante un pecador arrepentido que ante noventa y nueve justos tienen un significado que no está nada en discordancia con el lenguaje de su propio corazón. Solo le dicen que para los ángeles también existe un valor trascendental en el dolor humano, que se niega a ser fijado por ecuaciones; que los ojos de los ángeles también se apartan de la dicha serena de los justos para inclinarse con vívida compasión sobre las pobres almas descarriadas que vagan por el desierto sin encontrar agua: que para los ángeles también la desgracia de uno arroja una sombra tan terrible que eclipsa la felicidad de noventa y nueve.
El señor Tryan había recorrido el camino del sufrimiento: no es de extrañar, pues, que la recuperación de Janet fuera la obra que más cerca sintiera de su corazón; y que, por muy agotado que se encontrara al entrar en la sacristía después del servicio vespertino, no viera la hora de cumplir su promesa de verla. Su experiencia le permitía adivinar —como ocurriría en realidad— que, tras el optimismo de la mañana, volverían el decaimiento y el desánimo; y su percepción de las dificultades internas y externas en el camino del restablecimiento era tan lúcida que lo único que le aliviaba de los presentimientos que le asaltaban era elevar su corazón con una plegaria. Hay elementos invisibles que a menudo frustran nuestros cálculos más juiciosos, que levantan al enfermo del borde de la tumba, contradiciendo las profecías del médico más clarividente, y colmando la ciega y persistente sed de afecto; a esos elementos invisibles el señor Tryan los llamaba Voluntad Divina, y venían a llenar el margen de ignorancia que rodea todo nuestro conocimiento con los sentimientos de confianza y de resignación. Es posible que la filosofía más profunda apenas pudiera llenarlo mejor.
Estaba ensimismado en estos pensamientos, mientras se quitaba distraídamente la casulla, cuando el señor Landor entró en la sacristía y le preguntó con brusquedad:
—¿Sabe lo de Dempster?
—No —respondió el señor Tryan, alarmado—; ¿qué ha ocurrido?
—Se ha caído de su calesa en Bridge Way, y creyeron que estaba muerto. Lo estaban llevando a casa cuando veníamos a la iglesia, y me acerqué por si necesitaban ayuda. Quería hablar con la señora Dempster, y prepararla un poco, pero no estaba en casa. Dempster no ha muerto, pero ha perdido el conocimiento. El doctor Pilgrim llegó enseguida, y dice que tiene dos fracturas en la pierna derecha. Parece que va a ser un caso muy difícil, dado su estado físico. Dicen que iba más borracho de lo habitual, y que cruzó Bridge Way azotando su caballo como un loco, hasta que éste giró de pronto y le tiró al suelo. Las criadas no saben dónde está la señora Dempster: lleva fuera de casa desde ayer por la mañana; pero dicen que la señora Raynor lo sabe.
—Y yo también —dijo el señor Tryan—; pero creo que será mejor para ella que no se lo digan todavía.
—Eso mismo ha dicho el doctor Pilgrim; por eso no he ido a casa de la señora Raynor. Dice que sería oportuno que, de momento, la señora Dempster se alojara en otro sitio. ¿Sabe si ha pasado algo nuevo entre Dempster y su mujer últimamente? Me ha sorprendido mucho oír que había estado en la iglesia de Paddiford esta mañana.
—Sí, ha ocurrido algo; pero ella no quiere que nadie sepa cómo la ha tratado su marido. Está en casa de la señora Pettifer; no tiene sentido ocultar esto después de lo que le ha pasado a Dempster. Ayer, presa de la desesperación, me mandó llamar. Agradecí mucho que lo hiciera: creo que ha empezado a gestarse un gran cambio de sentimientos en ella. Pero ahora se encuentra en un estado de agitación tal (después de las dolorosas emociones que ha vivido estos dos últimos días) que sería conveniente, al menos por esta noche, evitarle un nuevo golpe, de ser posible. Pero voy a verla ahora, y sabré cómo se encuentra.
—Señor Tryan —dijo el señor Jerome, que había entrado mientras hablaban y los había escuchado con expresión afligida—, me hará usted un gran favor si me dice qué puedo hacer por la señora Dempster. ¡Ay Dios, qué vida ésta! Me parece estar viéndolos hace quince años, la pareja más feliz del mundo; y ¡mira cómo ha acabado todo! Yo tenía mucha prisa por castigar a Dempster, pero había una mano más poderosa que la mía…
—Sí, señor Jerome; pero no nos alegremos de un castigo, ni siquiera cuando solo lo inflige la mano de Dios. Los mejores hombres no somos más que unos pobres desgraciados salvados a duras penas del naufragio: ¿podemos sentir otra cosa que miedo y compasión cuando vemos a nuestros compañeros de travesía tragados por las aguas?
—Tiene razón, tiene razón, señor Tryan. Soy demasiado colérico e impulsivo, eso es lo que soy. Pero le ruego que le diga a la señora Dempster, cuando tenga usted ocasión, desde luego, que siempre será bien recibida en la Casa Blanca, y que puede llamarme a cualquier hora del día.
—Sí; tendré ocasión de hacerlo, supongo, y no olvidaré su deseo. Creo —continuó el señor Tryan, volviéndose hacia el señor Landor— que me conviene pararme a hablar con el doctor Pilgrim de camino para saber exactamente cómo están las cosas. ¿Qué le parece?
—Por supuesto: si la señora Dempster tiene que saberlo, no hay nadie más indicado que usted para darle la noticia. Le acompañaré hasta la puerta de los Dempster. Supongo que el doctor Pilgrim seguirá allí. Vamos, señor Jerome, los tres vamos por el mismo camino, coja su caballo.
El doctor Pilgrim estaba en el pasillo dando unas instrucciones a su ayudante cuando, para su sorpresa, vio entrar al señor Tryan. Los dos se estrecharon la mano; pues el doctor Pilgrim, que nunca se había unido a los antitryanitas, cada día estaba más convencido de que el coadjutor evangélico era realmente un buen hombre, aunque fuera un necio por no cuidar mejor de sí mismo.
—Vaya, no esperaba verlo en el cuartel general de su viejo enemigo —dijo al señor Tryan—. Con todo, el pobre Dempster tardará mucho en volver al campo de batalla.
—He venido por la señora Dempster —contestó el señor Tryan—. Se aloja en casa de la señora Pettifer; está muy afectada por un grave contratiempo familiar, y creo que sería prudente esperar un poco para darle esta noticia tan terrible.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el doctor Pilgrim, al que enseguida picaba la curiosidad—. Ella no quería saber nada de usted… ¿Se ha separado de su marido? Es la primera vez que lo deja plantado.
—Oh, solo un agravamiento de las escenas que debían de producirse a menudo. Pero lo importante ahora es si cree usted que el marido puede morir en cualquier momento; de ser así, por lo que he observado en ella, la señora Dempster lamentaría después que no la hubiéramos avisado.
—Bueno, en estos casos nunca se sabe. No creo que su muerte vaya a ser inminente, y tampoco es totalmente imposible que recupere el conocimiento. De momento, está en un estado de estupor apopléjico; pero si éste remite, lo más probable es que sufra un delirio y presenciemos unas escenas muy dolorosas. Es uno de esos casos complicados en los que, casi con seguridad, el delirio será de la peor especie: meningitis y delírium trémens al mismo tiempo; y lo tendremos muy difícil con él. Si le dan la noticia a la señora Dempster, sería preferible que la convencieran de que no estuviera en esta casa. No podría ayudar en nada, ¿sabe? Y tengo enfermeras.
—Gracias, doctor Pilgrim —dijo el señor Tryan—. Es cuanto quería saber. Adiós.
Cuando la señora Pettifer le abrió la puerta, el señor Tryan le explicó en pocas palabras lo sucedido, y le pidió que aprovechara la menor oportunidad para contárselo a la señora Raynor, a fin de ponerse de acuerdo, si era posible, para evitar que alguien se lo dijera a Janet antes de tiempo.
—¡Pobre criatura! —exclamó la señora Pettifer—. No está en condiciones de recibir malas noticias; anda muy alicaída esta noche… agotada por los nervios; y no ha tomado nada para levantar el ánimo, como estaba acostumbrada. Parece asustarle la idea de verse tentada a hacerlo.
—¡Gracias a Dios! Ese temor es su mayor salvaguardia.
Cuando el señor Tryan entró esta vez en la sala, Janet volvía a esperarlo con impaciencia; y su semblante pálido y triste se iluminó con una sonrisa cuando se levantó para saludarlo. Pero acto seguido dijo, con expresión preocupada:
—¡Parece usted tan enfermo y cansado! No ha dejado de trabajar en todo el día, y, sin embargo, ha venido a hablar conmigo. Está usted minando su salud. Voy a decirle a la señora Pettifer que venga y le prepare algo de cenar. Pero antes le presentaré a mi madre; creo que no la conoce.
Mientras el señor Tryan conversaba con la señora Raynor, Janet salió como una exhalación; y él, consciente de que aquellas amables atenciones ayudarían a contrarrestar su abatimiento, se plegó a sus deseos y aceptó la cena que la señora Pettifer le ofrecía, mientras hablaba tranquilamente de un ropero que iba a abrir en Paddiford y de la falta de hábitos previsores entre los pobres.
La señora Raynor no tardó en anunciar, sin embargo, que debía marcharse una hora a casa para ver cómo estaba su joven criada, y la señora Pettifer aprovechó la oportunidad para salir con ella y contarle lo que le había sucedido a su yerno. Cuando Janet se quedó a solas con el señor Tryan, le dijo:
—No sé qué hacer con mi marido. Soy tan débil… mis sentimientos cambian cada dos por tres. Esta mañana, cuando me sentía tan feliz y esperanzada, imaginaba que me gustaría volver con él, e intentar enmendar mis errores. Pensaba que Dios me ayudaría, y le tendría a usted para mostrarme el camino y aconsejarme, y sabría enfrentarme a los obstáculos que se presentaran. Pero desde entonces, toda la tarde y parte de esta noche, me acosan los sentimientos de antes, el mismo miedo a su ira y a su crueldad; y tengo la sensación de que nunca seré capaz de sobrellevarlo sin caer en los mismos pecados, y hacer exactamente lo que hacía antes. No obstante, si se acordara una separación, sé que siempre me pesaría haberme negado a volver a su lado. Me parece algo terrible que, después de haber convivido quince años como marido y mujer, dos personas se separen y vivan como dos desconocidos. No hay duda de que es un vínculo muy fuerte, y siento como si no pudiera eludir ese deber. Me cuesta mucho tomar una decisión: ¿qué debo hacer?
—Creo que no debería dar ningún paso decisivo todavía. Espere a estar más serena. Podría quedarse algún tiempo con su madre; en mi opinión, no tiene por qué temer que su marido la moleste; ha caído muy bajo; seguro que la deja tranquila una temporada. Intente no pensar en esa espinosa cuestión. Cada día que amanece puede surgir algo que la ayude a decidir, y lo que más necesita su salud mental es olvidar todas esas zozobras sobre el futuro que la han estado atormentando. Entréguese al Señor, y confíe en que Él le mostrará el camino; Él le enseñara cuál es su deber si se somete a Su voluntad.
—Sí, esperaré un poco, como me dice. Me iré a casa de mi madre mañana, y rezaré para que el Señor me guíe. Y usted también rezará por mí.