Capítulo VIII
El miércoles siguiente, cuando los señores Hackit estaban bien acomodados junto al fuego de la chimenea, disfrutando de una larga tarde gracias a un almuerzo antes de la hora habitual, Rachel, la criada, entró y dijo:
—Perdone, señora, el pastor pregunta si ha oído usted que la señora Barton ha empeorado y no esperan que viva.
La señora Hackit palideció y corrió a hablar con el hombre que, según descubrió, había oído la triste noticia en una taberna del pueblo.
—Convendría que cogieras el tílburi y te acercaras ahora mismo —exclamó su marido, que había salido tras ella.
—Sí —respondió la señora Hackit, demasiado abatida para decir nada—. Rachel, ven y ayúdame con mis cosas.
Mientras su marido estaba tapándole los pies con la capa en el pequeño carruaje, ella le comentó:
—Si no vengo a casa esta noche, mandaré el tílburi para que sepas que allí me necesitan.
—Sí, sí.
Era un día gélido y luminoso y, cuando la señora Hackit llegó a la rectoría, el sol estaba a punto de ponerse. Había un carruaje de dos caballos junto a la verja, que ella reconoció como el del doctor Madeley, el médico de Rotherby. Entró por la puerta de servicio para no llamar y poder hablar discretamente con Nanny. La cocina estaba vacía, pero, al pasar al vestíbulo, vio abierta la puerta del salón, y a Nanny, con Walter en brazos, recogiendo los cuchillos y los tenedores que había puesto para el almuerzo tres horas antes.
—El señor dice que es incapaz de comer nada —fueron las primeras palabras de Nanny—. No ha probado bocado desde ayer por la mañana, solo una taza de té.
—¿Cuándo empeoró la señora?
—El lunes por la noche. Mandaron a buscar al doctor Madeley ayer a mediodía, y ha vuelto ahora.
—¿El bebé está vivo?
—No, murió ayer por la noche. Los niños están todos con la señora Bond. Vino ayer por la noche y se los llevó, pero el señor dice que hay que ir a buscarlos enseguida. Está arriba con el doctor Madeley y el doctor Brand.
En ese momento la señora Hackit oyó unas pisadas fuertes y lentas en el pasillo; y acto seguido entró Amos Barton, con los ojos secos de desesperación, demacrado y sin afeitar. Esperaba encontrar la sala tal como la había dejado, con el costurero de Milly en la esquina del sofá, y los juguetes de los niños volcados junto al ventanal. Pero, cuando vio que se le acercaba la señora Hackit con expresión dolorida, fue incapaz de contener por más tiempo su torrente de lágrimas; se arrojó al sofá, ocultó el rostro y estalló en sollozos.
—Tranquilícese, señor Barton —se atrevió a decir finalmente la señora Hackit—; tranquilícese por el bien de los niños.
—Los niños —repitió Amos, poniéndose en pie—. Hay que mandar a buscarlos. Alguien tiene que ir a por ellos. Milly querrá…
No pudo acabar la frase, pero la señora Hackit le comprendió.
—Mandaré el tílburi a buscarlos —dijo.
Salió para darle instrucciones a su cochero y se encontró con el doctor Madeley y el doctor Brand, que estaban a punto de marcharse.
—Me alegro muchísimo de que esté aquí, señora Hackit —dijo el doctor Brand—. Hay que traer a los niños sin pérdida de tiempo. La señora Barton quiere verlos.
—¿Entonces no pueden hacer nada por ella?
—No creemos que pase de esta noche. Nos ha suplicado que le dijéramos cuánto iba a vivir; y luego ha preguntado por sus hijos.
El tílburi salió en busca de los niños; y la señora Hackit fue a decirle al reverendo Barton que quería ir al piso de arriba. Él la acompañó y le abrió la puerta del dormitorio. Éste daba hacia el oeste; el sol estaba a punto de ocultarse, y la luz rosada del crepúsculo caía de lleno sobre la cama, donde Milly yacía con la mano de la muerte visiblemente sobre ella. Le habían quitado la base de plumas, y estaba en un colchón bajo, con la cabeza un poco más alta por las almohadas. Su cuello largo y hermoso parecía exigirle un doloroso esfuerzo; sus facciones estaban pálidas y desencajadas, y sus ojos cerrados. No había nadie en el cuarto, excepto la enfermera y la maestra de la escuela libre, que había ido a ayudarla en su tránsito.
Amos y la señora Hackit se quedaron junto a la cama, y Milly abrió los ojos.
—Amor mío, la señora Hackit ha venido a verte.
Milly sonrió y miró a su amiga con esa expresión extraña y distante de quienes van a abandonar este mundo.
—¿Van a venir los niños? —preguntó, con mucho esfuerzo.
—Sí, están a punto de llegar.
Ella cerró los ojos de nuevo.
No tardaron en oír el tílburi; y Amos, haciendo una señal a la señora Hackit para que le siguiera, salió de la habitación. Mientras bajaban por la escalera, ella le sugirió quedarse con el carruaje para que volviera a llevarse a sus hijos después, y Amos aceptó.
Y en medio de aquella triste sala estaban los cinco dulces niños, desde Patty hasta Chubby: todos, con los ojos de su madre; todos, excepto Patty, buscando con vago temor la mirada de su padre cuando éste entró. Patty, consciente de la gran desgracia que iba a sobrevenir, trató de contener los sollozos al oír los pasos de su padre.
—Hijos míos —dijo Amos, cogiendo a Chubby en brazos—, el Señor va a llevarse a vuestra madre. Ella quiere veros para despedirse. Tenéis que intentar ser muy buenos y no llorar.
No pudo decir nada más, pero se dio media vuelta para ver si estaba Nanny con el pequeño Walter; luego subió el primero la escalera, llevando a Dickey de la otra mano. La señora Hackit le siguió con Sophy y con Patty, y luego iba Nanny con Walter y con Fred.
Milly pareció oír las pequeñas pisadas en la escalera, pues, cuando Amos entró, tenía los ojos muy abiertos, clavados con impaciencia en la puerta. Todos se quedaron junto a la cabecera; Amos, pegado a ella, sosteniendo a Chubby y a Dickey. Pero Milly pidió con un gesto que Patty fuera la primera en acercarse, y, cogiendo a la pobre y pálida niña de la mano, le dijo:
—Patty, no puedo quedarme con vosotros. Quiere mucho a papá. Consuélalo; y cuida a tus hermanitos pequeños. Dios te ayudará.
Patty la escuchó con una gran serenidad y dijo:
—Sí, mamá.
La madre movió los pálidos labios para pedir a su querida hija que se inclinara hacia ella y le diera un beso; y entonces Patty, incapaz de soportar tanto dolor, rompió a llorar. Amos se acercó a ella y la abrazó con dulzura, mientras Milly hacía señas a Fred y a Sophy, y les decía con voz aún más desmayada:
—Patty intentará ser vuestra mamá cuando yo no esté, tesoros. Tenéis que ser buenos y no disgustarla.
Los dos se inclinaron hacia ella, que acarició sus cabezas rubias y besó sus mejillas cubiertas de lágrimas. Lloraban porque mamá estaba enferma y papá parecía muy desgraciado; pero pensaban que tal vez al cabo de una semana las cosas volverían a ser como antes.
A los más pequeños los encaramaron a la cama para que le dieran un beso.
—Mamá, mamá —dijo el pequeño Walter, y extendió sus brazos regordetes sonriendo.
Chubby, muy seria, parecía desconcertada; pero Dickey, que no había quitado los ojos de su madre, a punto de hacer pucheros desde que entró en la habitación, pareció comprender de pronto que su mamá se marchaba a otra parte; su pequeño corazón explotó de dolor y lloró a lágrima viva.
Entonces la señora Hackit y Nanny se llevaron a los niños. Patty pidió al principio que la dejaran quedarse, en vez de volver a casa de la señora Bond; pero, cuando Nanny le recordó que tenía que cuidar a los más pequeños, accedió enseguida, y subió con sus hermanos al tílburi.
Milly estuvo algún tiempo con los ojos cerrados cuando se marcharon los niños. Amos se había puesto de rodillas, y la tenía cogida de la mano sin apartar la mirada de su rostro. Luego ella abrió los ojos e, invitándole a acercarse, susurró muy despacio:
—Mi querido… queridísimo… marido… has sido… tan… bueno… conmigo. Me… has… hecho… muy… feliz.
Pasaron muchas horas sin que volviera a decir nada. Los demás vieron cómo su respiración se volvía cada vez más irregular; y la tarde se hundió en la oscuridad, y pasó la medianoche. Hacia las doce y media pareció querer hablar, y se acercaron a ella para no perderse sus palabras.
—Música… música… ¿la habéis oído?
Amos se arrodilló al lado de la cama sin soltar la mano de su mujer. No podía creer aquella desgracia. Era una pesadilla. Ni se dio cuenta de cuando ella partió. Pero el doctor Brand, al que la señora Hackit había mandado llamar antes de las doce, pensando que el señor Barton podría necesitar su ayuda, se acercó y le dijo:
—Ella ya no siente ningún dolor. Vamos, querido reverendo, venga conmigo.
—No está muerta, ¿verdad? —gritó desconsolado el pobre hombre, tratando de zafarse del doctor Brand, que le había cogido del brazo.
Pero estaba demasiado extenuado para ofrecer resistencia, y fue sacado a rastras de la habitación.