Capítulo IX

Entretanto el señor Gilfil, con el alma apesadumbrada, esperó el momento en que, tras la marcha de las dos damas de más edad, Caterina se quedara probablemente sola en la sala de estar de lady Cheverel. Subió la escalera y llamó a la puerta.

—Pase —dijo la voz dulce y melodiosa, que siempre era para él como el murmullo del agua para el sediento.

Entró en la habitación, y encontró a Caterina algo turbada, como si acabara de sacarla de su ensimismamiento. La joven se sintió aliviada al ver que era Maynard, pero, acto seguido, también un poco molesta por que la hubiera interrumpido y asustado.

—¡Oh, Maynard, eres tú! ¿Buscabas a lady Cheverel?

—No, Caterina —contestó gravemente—; te buscaba a ti. Tengo algo muy especial que decirte. ¿Me dejas sentarme media hora contigo?

—Sí, mi querido predicador —dijo Caterina, sentándose con aire cansino—; ¿qué ocurre?

El señor Gilfil tomó asiento enfrente de ella, y prosiguió:

—Espero que no te sientas herida, Caterina, por lo que voy a decirte. Solo un cariño verdadero y la preocupación que siento por ti me empujan a hablar contigo. Todo lo demás carece de importancia. Sabes que eres lo que más quiero en el mundo; pero no pondré ante ti un sentimiento que no puedes corresponder. Te hablo como un hermano: el viejo Maynard que te reñía cuando se te enredaba el sedal hace diez años. No creerás que tengo algún motivo mezquino y egoísta para hablar de cosas que te resultan dolorosas, ¿verdad?

—No; sé que eres demasiado bueno —repuso Caterina, distraídamente.

—Lo que vi ayer por la noche —continuó el señor Gilfil, con cierta vacilación y enrojeciendo un poco— me hace temer… por favor, Caterina, perdóname si me equivoco… que tú… que el capitán Wybrow sea lo bastante ruin para seguir jugando con tus sentimientos, que se permita comportarse contigo como no debería hacerlo ningún hombre que estuviera oficialmente comprometido con otra persona.

—¿Qué pretendes decir, Maynard? —dijo Caterina, con una mirada furibunda—. ¿Que yo dejé que me cortejara? ¿Qué derecho tienes a pensar eso de mí? ¿Qué es lo que viste ayer por la noche?

—No te enfades, Caterina. Estoy seguro de que no has hecho nada malo. Solo sospecho que ese mocoso sin corazón se ha preocupado de que siguieran vivos en ti unos sentimientos que no solo destruyen tu tranquilidad espiritual, sino que pueden resultar devastadores para otros. Quiero advertirte de que la señorita Assher está muy pendiente de lo que ocurre entre el capitán Wybrow y tú, y no me extrañaría que estuviera celosa de ti. Por favor, ten mucho cuidado, Caterina, e intenta mostrarte cortés e indiferente con él. Ya es hora de que te des cuenta de que no es digno de lo que sientes por él. Le preocupan más las pulsaciones que tiene por minuto que todo el sufrimiento que te ha causado con su frivolidad.

—No deberías hablar así de él, Maynard —dijo Caterina, con vehemencia—. No es lo que crees. Él me quería; él me amaba; pero deseaba complacer a su tío.

—¡Oh, por supuesto! Sé que son los motivos más virtuosos los que le empujan a hacer lo que le conviene. —El señor Gilfil hizo una pausa. Veía que estaba perdiendo la calma y yendo en contra de sus propósitos. Al punto continuó en tono sereno y afectuoso—. No diré nada más de él, Caterina. Pero te amase o no, su relación actual con la señorita Assher convierte en una fuente de dolor cualquier sentimiento amoroso que te inspire. Sabe Dios que no espero que dejes de amarlo en un instante. El tiempo y la ausencia, y tratar de hacer lo que está bien, son la única cura. De no ser por el disgusto y la extrañeza de sir Christopher y lady Cheverel si mostraras el deseo de marcharte hoy, te rogaría que hicieras una visita a mi hermana. Ella y su marido son buenas personas, y te harían sentir como en casa. Pero no puedo pedirlo justo ahora sin alegar algún motivo especial; y lo más pavoroso de todo sería que sir Christopher llegara a sospechar lo ocurrido en el pasado, o tus sentimientos actuales. Estás de acuerdo conmigo, ¿verdad, Tina?

El señor Gilfil volvió a hacer una pausa, pero Caterina no dijo nada. Había apartado la vista de él, y sus ojos, llenos de lágrimas, miraban por la ventana. Él se levantó y, acercándose un poco a ella, le tendió la mano y dijo:

—Perdona, Caterina, que me entrometa así en tu intimidad. Tenía tanto miedo de que no te percataras de cómo te miraba la señorita Assher. Recuerda, te lo ruego, que la felicidad de toda la familia depende del dominio de tus emociones. Pero di que me perdonas antes de que me vaya.

—Mi querido, mi bondadoso Maynard —dijo, extendiendo la manita y agarrando con fuerza dos de sus enormes dedos, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—; soy muy antipática contigo. Pero tengo el corazón destrozado. No sé qué hacer. Adiós.

Él se inclinó, le besó la mano, y después salió de la habitación.

—¡El muy sinvergüenza! —dijo entre dientes, al cerrar la puerta—. Si no fuera por sir Christopher, me gustaría machacarlo y que su pasta sirviera para envenenar a unos cuantos mocosos como él.