Capítulo XII
—Y dime, ¿cómo será la siguiente escena en el drama entre tú y la señorita Sarti? —preguntó la señorita Assher al capitán Wybrow en cuanto salieron al camino de grava—. Estaría bien tener una idea de lo que se avecina.
El capitán Wybrow guardó silencio. Estaba de mal humor, cansado, molesto. Hay momentos en que uno toma casi la determinación de no volver a responder a una mujer enojada más que con un silencio sepulcral.
«¡Maldita sea! —pensó—. Ahora van a atacarme por el otro flanco».
Miró resueltamente al horizonte, con el gesto más enfurruñado que Beatrice le había visto nunca.
Después de dos o tres minutos, la joven prosiguió en un tono aún más altanero:
—Supongo que eres consciente, capitán Wybrow, de que espero una explicación de lo que acabo de presenciar.
—No tengo ninguna explicación, mi querida Beatrice —contestó finalmente él, haciendo un gran esfuerzo—, aparte de la que te he dado ya. Esperaba que no volvieras a sacar el tema.
—Tu explicación, sin embargo, dista mucho de ser convincente. Lo único que puedo decir es que la señorita Sarti se da unos aires contigo que son de todo punto incompatibles con nuestra relación. Y su actitud conmigo no puede ser más ofensiva. No me quedaré en Cheverel Manor en estas circunstancias, y mamá tendrá que explicarle el motivo a sir Christopher.
—Beatrice —dijo el capitán Wybrow, al tiempo que su irritación daba paso a la alarma—, te suplico que tengas paciencia, y consideres este asunto con todos tus buenos sentimientos. Es muy doloroso, lo sé, pero estoy seguro de que te daría pena perjudicar a la pobre Caterina, hacer que mi tío descargara su ira sobre ella. Piensa que la pobre criatura depende de él para todo.
—Eres muy hábil dando evasivas, pero no creas que me engañas con ellas. La señorita Sarti jamás osaría tratarte así si no hubieras coqueteado con ella, si no le hubieras hecho la corte. Supongo que considera tu noviazgo conmigo una traición. Agradezco mucho, por supuesto, que me hayas convertido en la rival de la señorita Sarti. Me has mentido, capitán Wybrow.
—Beatrice, declaro solemnemente que Caterina solo es para mí una niña a la que, como es natural, tengo cariño… por ser la protegida de mi tío, y una criatura adorable. Me encantaría verla casada con Gilfil mañana mismo; y, en mi opinión, ésa es una prueba tangible de que no estoy enamorado de ella. En cuanto al pasado, es posible que le dedicara algunas atenciones que ella exageró o malinterpretó. ¿Qué hombre no está expuesto a esa clase de situaciones?
—Pero ¿por qué razón se comporta así? ¿Qué te ha dicho esta mañana para temblar de ese modo y ponerse blanca como la cera?
—No lo sé. Acababa de decirle algo sobre su falta de cortesía. Con esa sangre italiana que corre por sus venas, uno nunca sabe cómo va a tomarse las cosas. Es una pequeña fiera, aunque por lo general parezca muy tranquila.
—Pero alguien debería explicarle lo indecorosa y poco delicada que es su actitud. A mí me sorprende que lady Cheverel no haya reparado en sus respuestas cortantes ni en los aires que se da.
—Te ruego, Beatrice, que no insinúes nada de esto delante de lady Cheverel. Sabrás ya lo estricta que es. No le cabe en la cabeza que una joven se enamore de un hombre que no haya pedido su mano.
—Bueno, pues le diré yo misma a la señorita Sarti que he observado cómo se comporta. Será un acto de caridad.
—No, querida; eso solo sería perjudicial. Caterina tiene un temperamento muy extraño. Lo mejor que puedes hacer es alejarte lo más posible de ella. Se le pasará. Estoy segura de que no tardará en casarse con Gilfil. Los caprichos de las niñas cambian con facilidad de un objeto a otro. ¡Santo cielo, mi corazón va a galope tendido! Estas malditas palpitaciones están empeorando en lugar de mejorar.
Y así terminó la conversación, al menos en lo concerniente a Caterina, no sin establecer un decidido propósito en el pensamiento del capitán Wybrow: un propósito que llevó a cabo al día siguiente, cuando se reunió en la biblioteca con sir Christopher para discutir algunos detalles de la boda que se avecinaba.
—Por cierto —dijo con aire despreocupado cuando hicieron una pausa, mientras paseaba por la habitación con las manos en los bolsillos de la chaqueta, mirando el lomo de los libros que cubrían las paredes—, ¿cuándo van a casarse Gilfil y Caterina, señor? Me siento muy cerca de un pobre diablo enamorado hasta los tuétanos como Maynard. ¿Por qué no se casan al mismo tiempo que nosotros? Supongo que él ya se habrá declarado a Tina.
—Bueno —dijo sir Christopher—, yo pensaba esperar a que se muriera el viejo Crichley; el pobre hombre no durará mucho; para que Maynard entrase en el matrimonio y en la rectoría al mismo tiempo. Pero, al fin y al cabo, no es ningún motivo para retrasar la boda. No tienen por qué marcharse de Cheverel Manor cuando se casen. Y el pequeño mico ya tiene edad suficiente. Será bonito verla como una matrona, con un bebé del tamaño de un gatito en brazos.
—Creo que eso de esperar siempre es malo. Y, si puedo mejorar la dote que piensa asignar a Caterina, me encantará satisfacer sus deseos.
—Mi querido muchacho, eso es muy generoso por tu parte; pero Maynard tendrá suficiente; y por lo que sé de él… y lo conozco bien, creo que preferirá mantener él solo a Caterina. Sin embargo, ahora que me lo has recordado, empiezo a reprocharme no haber pensado en esa boda antes. He estado tan obsesionado con Beatrice y contigo, granuja, que la verdad es que me he olvidado del pobre Maynard. Y es mayor que tú… Ya es hora de que forme una familia. —Sir Christopher guardó silencio, tomó un poco de rapé con aire pensativo, y a continuación dijo, más para sí mismo que para Anthony, que estaba tarareando una melodía en el otro extremo de la biblioteca—: Sí, sí. Será un plan excelente solventar todos nuestros asuntos familiares sin dilación.
Mientras paseaba a caballo con la señorita Assher esa misma mañana, el capitán Wybrow le dijo como de pasada que sir Christopher tenía muchas ganas de que se celebrase la boda de Gilfil y Caterina cuanto antes, y que él, por su parte, haría todo lo posible para impulsar el enlace. Sería lo mejor del mundo para Tina, cuyo bienestar realmente le preocupaba.
Con sir Christopher nunca pasaba mucho tiempo entre el propósito y la ejecución. Tomó la decisión rápidamente, y con idéntica celeridad pasó a la acción. Al levantarse de la mesa después del almuerzo, le dijo al señor Gilfil:
—Ven conmigo a la biblioteca, Maynard. Quiero hablar contigo. Maynard, querido muchacho —empezó a decir en cuanto se sentaron, dando golpecitos a su cajita de rapé y radiante de felicidad por el placer inesperado que estaba a punto de procurarle—, ¿por qué no tenemos dos parejas felices en lugar de una antes de que acabe el otoño, eh? ¿Eh? —repitió unos instantes después, alargando el monosílabo, cogiendo un pellizco de rapé y mirando a Maynard con una sonrisa maliciosa.
—No estoy muy seguro de entenderlo, señor —respondió el señor Gilfil, de lo más contrariado al notar que había palidecido.
—¿Que no me entiendes, rufián? Sabes muy bien quién es la persona cuya felicidad me preocupa más después de Anthony. Hace mucho tiempo que me confiaste tu secreto, así que no tienes nada que confesar. Tina ya tiene edad suficiente para ser una buena esposa; y, aunque la rectoría no esté lista para ti, da lo mismo. Mi mujer y yo estaremos mucho mejor si vivís con nosotros. Echaríamos de menos a nuestro pequeño pájaro cantor si se marchara de pronto.
El señor Gilfil se encontró en una posición terriblemente difícil. Tenía miedo de que sir Christopher sospechara o descubriera el verdadero estado de los sentimientos de Caterina, pero se veía obligado a convertir estos sentimientos en la base de su respuesta.
—Mi querido señor —dijo finalmente con cierto esfuerzo—, no quiero que piense que no soy consciente de su bondad, que no agradezco su interés paternal en mi felicidad; pero, dados los sentimientos de Caterina, me temo que no hay ninguna esperanza de que acepte una propuesta mía de matrimonio.
—¿Se lo has preguntado alguna vez?
—No, señor. Pero a menudo estas cosas son obvias sin preguntarlas.
—¡Bah! ¡Bah! Seguro que ese mico te ama. Fuiste su primer compañero de juegos; y recuerdo que lloraba si te hacías un corte en el dedo. Además, siempre ha admitido tácitamente que eras su enamorado. Yo siempre le he hablado de ti como si lo fueras. Daba por sentado que habríais decidido el asunto entre los dos; y lo mismo le pasa a Anthony. Anthony cree que Tina está enamorada de ti, y él es joven y puede ver con claridad estas cosas. Me lo ha dicho esta mañana, y me ha gustado mucho la simpatía y el interés que ha mostrado por vosotros.
La sangre —más de la necesaria— volvió súbitamente al rostro del señor Gilfil; apretó los dientes y cerró los puños, esforzándose por reprimir un estallido de indignación. Sir Christopher advirtió su rubor, pero pensó que reflejaba la fluctuación entre la esperanza y el miedo que le infundía Caterina.
—Eres demasiado modesto, Maynard —prosiguió—. Un hombre fornido como tú no debería ser tan apocado. Si no te atreves a hablar con ella, deja que lo haga yo.
—Sir Christopher —dijo el pobre Maynard con gravedad—, el mayor favor que podría hacerme usted es no mencionar este asunto a Caterina por el momento. Creo que semejante proposición, planteada antes de tiempo, solo puede apartarla de mí.
Sir Christopher empezaba a estar un poco disgustado con aquella negativa. Su tono se volvió algo más severo cuando dijo:
—¿Tienes algún motivo para afirmar esto, aparte de tu idea general de que Tina no está lo bastante enamorada de ti?
—No tengo ningún motivo, fuera de una hondísima impresión de que no me ama lo suficiente para casarse conmigo.
—Pues ese motivo no me parece nada convincente. Nunca se me ha dado mal juzgar a las personas; y, si no me engaño en el caso de Tina, lo que más anhela ella es que seas su marido. Deja que me ocupe de este asunto del modo que crea más conveniente. Confía en mí, no perjudicaré tu causa, Maynard.
El señor Gilfil, sin atreverse a decir nada más, y horrorizado ante las consecuencias que podría acarrear la decisión de sir Christopher, salió de la biblioteca con una mezcla de indignación contra el capitán Wybrow y de angustia por él y por Caterina. ¿Qué iba a pensar la joven de él? Quizá creyera que él había instigado y consentido el proceder de sir Christopher. Tal vez no se le presentara la oportunidad de hablar con ella a tiempo; le escribiría una nota, y se la llevaría a su cuarto cuando sonara la campanilla para vestirse para la cena. No; eso la perturbaría mucho, y sería incapaz de bajar al comedor y pasar una velada tranquila. Lo retrasaría hasta la hora de acostarse. Después de las oraciones, se las arregló para llevarla de vuelta al salón, y ponerle una carta en la mano. Tina, extrañada, subió con ella al dormitorio, donde leyó:
Querida Caterina:
Ni se te ocurra pensar que nada de lo que pueda decirte sir Christopher sobre nuestro matrimonio ha sido idea mía. He hecho cuanto he podido para convencerle de que no precipitara este asunto, y, si no me he mostrado más contundente, ha sido por temor a dar pie a preguntas que yo no podría contestar sin causarte nuevos sufrimientos. Te escribo estas líneas para que estés preparada para cualquier cosa que sir Christopher pueda decir, y para asegurarte —aunque espero que ya lo sepas— que tus sentimientos son sagrados para mí. Preferiría renunciar al anhelo más ardiente de mi vida que contribuir a que se acentúe tu dolor.
Ha sido el capitán Wybrow quien ha animado a sir Christopher a ocuparse del asunto en estos momentos. Te lo cuento para que no te enteres de repente cuando estés con sir Christopher. Ya ves de qué está hecho el corazón de ese cobarde. Confía siempre en mí, Caterina, pase lo que pase, como tu fiel amigo y hermano,
MAYNARD GILFIL
Las palabras sobre el capitán Wybrow fueron en un principio una conmoción demasiado grande para que Caterina pudiera pensar en las adversidades que se cernían sobre ella; en lo que le diría sir Christopher, o en lo que ella contestaría. Un amargo sentimiento de agravio, un resentimiento feroz, no dejaban espacio al miedo. Con su túnica envenenada, la víctima se retuerce de dolor mientras la torturan, y no piensa en la muerte que se avecina.
¿Cómo podía hacer Anthony aquello? La única explicación era el desprecio más absoluto por los sentimientos de Caterina, el sacrificio más abyecto de toda la consideración y la ternura que le debía para afianzar su situación con la señorita Assher. No. Era algo peor: era crueldad intencionada y gratuita. Él quería mostrarle cuánto la menospreciaba; quería que fuera consciente de su locura por haber creído que él la amaba.
Las últimas gotas cristalinas de confianza y ternura, pensó, se habían secado; un odio abrasador lo había agostado todo. Ya no necesitaba reprimir su resentimiento por temor a ser injusta con el capitán Wybrow: él había jugado con ella, como decía Maynard; él había obrado con imprudencia; y ahora se mostraba ruin y cruel. Tenía motivos suficientes para sentir aquel rencor y aquella ira; no eran tan malos como creía.
Mientras estos pensamientos discurrían veloces, uno tras otro, como punzantes latidos de un dolor febril, Caterina no derramó una sola lágrima. Iba nerviosamente de un lado para otro, como era su costumbre, con los puños apretados y los ojos brillantes de furia, muy inquieta, como si buscara algo sobre lo que abalanzarse al igual que una tigresa.
—Si pudiera hablar con él —susurró—, y decirle que lo odio, que lo desprecio, que me repugna…
De pronto, como si se le hubiera ocurrido algo, sacó una llave del bolsillo y, abriendo el escritorio de marquetería donde guardaba sus recuerdos, cogió una pequeña miniatura. Tenía un marco dorado muy fino con una anilla, como para llevarlo en una cadena; y bajo el cristal, en el dorso, había dos mechones de pelo, uno oscuro y otro castaño dorado, atados con un artístico nudo. Era un regalo secreto que Anthony le había hecho un año antes, una copia encargada especialmente para ella. Llevaba un mes sin sacarlo de su escondite: no era necesario evocar las vivencias del pasado. Pero ahora lo agarró con fiereza, y lo arrojó violentamente al otro lado de la habitación, contra la chimenea de piedra sin encender.
¿Debía pisotearlo y aplastarlo con su zapato de tacón alto, hasta que desapareciera cualquier huella de aquellas facciones falsas y crueles? ¡Ah, no! Atravesó el cuarto corriendo; pero, cuando vio el pequeño tesoro que tanto había querido, que tan a menudo había cubierto de besos, y tan a menudo había escondido bajo la almohada y recordado al recuperar la conciencia por la mañana; cuando vio aquella única reliquia palpable de un pasado demasiado feliz con el cristal roto, los mechones en el suelo, el fino marfil resquebrajado, su emoción fue tan intensa que le sirvió de revulsivo: su ánimo se aplacó y rompió a llorar.
Mira cómo se agacha para recoger su tesoro, y busca el mechón de pelo y lo devuelve a su sitio, y después examina con tristeza la grieta que desfigura la imagen que tanto amó en el pasado. ¡Ay! Ya no hay ningún cristal que proteja el mechón de pelo y el retrato; pero mira con qué delicadeza lo envuelve en un papel muy suave, y lo guarda de nuevo en su viejo escondite. ¡Pobre criatura! ¡Que Dios apacigüe siempre su alma antes del acto más irrevocable!
Aquel arrebato la había tranquilizado, y se sentó a releer la carta de Maynard. La leyó dos o tres veces sin asimilar lo que decía; se sentía un poco aturdida por el frenesí de la última hora, y le costó entender lo que sugerían las palabras de su amigo. Finalmente, empezó a tener una conciencia muy clara de su inminente entrevista con sir Christopher. La idea de contrariar al baronet, a quien todo el mundo temía en Cheverel Manor, le asustaba tanto que no le parecía posible oponerse a su deseo. Él creía que estaba enamorada de Maynard; siempre había hablado como si estuviera convencido de eso. ¿Cómo iba a decirle ella que se engañaba? ¿Y qué pasaría si él le preguntaba si amaba a otra persona? Que sir Christopher la mirara airado era algo insoportable para ella, aunque solo fuera en su imaginación. ¡Había sido siempre tan bueno con ella! Entonces empezó a pensar en el dolor que ella le infligiría, y la zozobra más egoísta del miedo cedió el paso a la zozobra del cariño. Lágrimas desinteresadas asomaron a su rostro arrepentido, y la gratitud a sir Christopher ayudó a despertar su sensibilidad a la ternura y generosidad del señor Gilfil.
«¡Mi querido y bondadoso Maynard! —pensó—. ¡Qué mal me he portado con él! Ojalá hubiera podido quererlo… Pero jamás podré volver a amar o sentir afecto por nadie. Mi corazón se ha roto».