Capítulo X

Aquella tarde el capitán Wybrow, después de un largo paseo a caballo con la señorita Assher, fue a su vestidor y se sentó con aire bastante lánguido frente al espejo. La imagen que se reflejaba de su exquisito ser era sin duda más pálida y ojerosa de lo habitual, y podría disculpar la inquietud con que se tomó el pulso y luego se llevó la mano al corazón.

«Es horroroso para un hombre hallarse en esta situación —pensaba, mientras, con los ojos fijos en el espejo, se recostaba en la silla y cruzaba las manos detrás de la cabeza—: entre dos mujeres celosas, y las dos a punto de arder como la yesca. ¡Y encima en mi estado de salud! Me encantaría huir de todo, y marcharme a un comedero de lotos[65] o a algún lugar donde no hubiera mujeres, o solo mujeres demasiado adormecidas para tener celos. Aquí estoy, sin hacer nada que me guste a mí, tratando de contentar a los demás, y lo único que consigo es que me fulminen unos ojos de mujer y me escupan veneno unas lenguas de mujer. Si a Beatrice le da otro ataque de celos (y es bastante probable, Tina es tan difícil de controlar), no sé qué tormenta podría desatar. Y cualquier complicación en este matrimonio, especialmente de esa clase, podría ser funesta para mi viejo tío. No querría que recibiera ese golpe por nada del mundo. Además, un hombre tiene que casarse en algún momento de su vida, y no creo que pudiera encontrar a nadie mejor que Beatrice. Es una mujer extraordinariamente hermosa, y me gusta mucho de veras; y, como le dejaré hacer lo que quiera, su mal genio no será un inconveniente. Ojalá estuviéramos casados ya, porque todo este alboroto no me conviene nada. No me he sentido demasiado bien últimamente. El escándalo que ha armado con Tina esta mañana me ha alterado mucho. ¡Pobre pequeña Tina! ¡Qué ilusa es! ¡Mira que enamorarse de mí de esa manera! Tendría que saber que es imposible que las cosas sean diferentes. Ojalá comprendiera cuánto la quiero, y me considerara un amigo; pero eso es lo que no se puede conseguir de una mujer. Beatrice es de natural bondadoso; estoy seguro de que será cariñosa con ella. Sería un alivio que Tina quisiera a Gilfil, aunque solo fuera para vengarse de mí. Él sería un marido maravilloso, y me gustaría ver al pequeño saltamontes feliz. Si mi situación hubiera sido diferente, me habría casado con ella yo, por supuesto; pero, dadas las responsabilidades que he contraído con sir Christopher, esto es impensable. Creo que, si mi tío insiste un poco, ella aceptará a Gilfil; sé que nunca se opondrá a sus deseos. Y, en cuanto estén casados, ella es tan amorosa que parecerá una tortolita con él, como si nunca me hubiera conocido. Pienso que lo mejor para su felicidad es que ese matrimonio se celebre cuanto antes. ¡En fin! Qué afortunados son esos hombres de los que no se enamoran las mujeres. Es una maldita responsabilidad».

En ese momento de sus meditaciones volvió la cabeza un poco, para verse tres cuartas partes de la cara. Era evidente que el dono infelice della belleza[66] era la causa de tan pesadas obligaciones, una idea que naturalmente le sugirió que debía llamar a su criado.

Los días siguientes, sin embargo, cesaron hasta tal punto los síntomas amenazantes que la inquietud tanto del capitán Wybrow como del señor Gilfil pareció disiparse. Todas las cosas mundanas tienen sus momentos de calma: incluso en las noches en que ruge el viento más implacable, habrá un instante de silencio antes de que vuelva a sacudir las ramas, y azote las ventanas, y aúlle como mil demonios extraviados a través de los ojos de las cerraduras.

La señorita Assher parecía estar de un humor inmejorable; el capitán Wybrow estaba más atento que nunca con ella, y se mostraba muy circunspecto con Caterina, a la que la señorita Assher prodigaba inusitadas atenciones. El tiempo era espléndido; había excursiones a caballo por la mañana, y elegantes cenas por la noche. Las conversaciones entre sir Christopher y lady Assher en la biblioteca parecían avanzar cumplidamente; y se sobreentendía que aquella visita a Cheverel Manor terminaría a los quince días, cuando comenzaran con toda diligencia los preparativos para la boda en Farleigh. El baronet estaba cada día más radiante. Acostumbrado a ver a las personas que formaban parte de sus planes bajo la grata luz que su voluntad y su optimismo proyectaban sobre el futuro, no percibía más que belleza y prometedoras cualidades domésticas en la señorita Assher, cuya agudeza y gusto por las apariencias servían para estrechar los lazos de simpatía que estaba forjando con ella. El entusiasmo de lady Cheverel nunca se elevaba por encima de la moderada marca de la satisfacción serena; y, con el sentido crítico que caracteriza a las mujeres a la hora de juzgarse mutuamente, tenía una opinión más sensata de las cualidades de la señorita Assher. Sospechaba que la hermosa Beatrice tenía un carácter vehemente e imperioso; y al ser, por principios y por el hábito de dominar sus impulsos, la más deferente de las mujeres casadas, veía con malos ojos el aire de tanto en tanto autoritario de la señorita Assher con el capitán Wybrow. Una mujer orgullosa que ha aprendido a someterse dedica todo su orgullo a reforzar su sometimiento, y, con severa superioridad, considera cualquier presunción femenina «indecorosa». Lady Cheverel, sin embargo, limitaba esas críticas a la intimidad de sus pensamientos, y, con una discreción que me temo parecerá increíble, no las utilizaba para perturbar la complacencia de su marido.

¿Y Caterina? ¿Cómo pasaba aquellos soleados días otoñales en que los cielos parecían sonreír a la felicidad de la familia? Para ella el cambio de actitud de la señorita Assher era inexplicable. Aquellas atenciones compasivas, aquellas sonrisas condescendientes eran un tormento para Caterina, que tenía constantemente la tentación de rechazarlas con ira.

«Es posible que Anthony le haya dicho que sea amable con la pobre Tina», pensaba.

Esto era ofensivo. Él tendría que saber que la mera presencia de la señorita Assher era dolorosa para ella, que las sonrisas de la señorita Assher le quemaban como el fuego, que las palabras amables de la señorita Assher eran como picaduras venenosas que la arrastraban a la locura. Y él era obvio que se arrepentía de la ternura que había dejado traslucir aquella mañana en el salón. Se mostraba frío, distante y cortés con ella para ahuyentar las sospechas de Beatrice; y Beatrice era ahora tan amable porque sabía que el amor de Anthony era enteramente suyo. ¡Bueno! Así debía ser; y ella no debería desear que fueran de otro modo. Y, sin embargo, ¡Anthony era tan cruel con ella! Tina nunca lo habría tratado así. Hacer que le amara de ese modo… decirle unas palabras tan dulces… mimarla así, y luego comportarse como si esas cosas no hubieran ocurrido nunca. Anthony le había dado un veneno que parecía muy dulce mientras lo bebía, pero ahora estaba en su sangre, y ella no podía hacer nada.

Con esta tempestad reprimida en el pecho, la pobre criatura subía por las noches a su dormitorio, donde sus emociones se desataban. Allí, entre fuertes suspiros y sollozos, andando sin descanso de un lado para otro, tendiéndose en el duro suelo, exponiéndose al frío y al agotamiento, contaba a la noche, que la escuchaba compasiva, la angustia que no podía revelar a ningún oído mortal. Pero el sueño acababa llegando siempre, y al alba la calma reparadora que le permitía vivir durante el día.

Es asombroso el tiempo que un cuerpo joven puede luchar con esta clase de aflicción secreta, sin que nadie vea en él la huella del conflicto, salvo unos ojos muy compasivos. El propio físico frágil y delicado de Caterina, su palidez natural y sus maneras habitualmente tímidas y silenciosas hacían que cualquier síntoma de fatiga o sufrimiento fuera menos perceptible. Y su canto —lo único en que dejó de ser pasiva, y brilló con luz propia— no perdió un ápice de su energía. A veces se preguntaba por qué, estuviera triste o enojada, destrozada por la indiferencia de Anthony, o ardiendo de indignación por las atenciones de la señorita Assher, cantar era siempre un consuelo para ella. Aquellas notas fuertes y profundas que emitía parecían disipar el dolor de su corazón, parecían expulsar la locura de su cerebro.

Así pues, lady Cheverel no advirtió ningún cambio en Caterina, y solo el señor Gilfil percibió con inquietud el rubor febril que teñía a veces sus mejillas, las ojeras cada vez más profundas, la mirada extraña y ausente, y el brillo enfermizo de sus preciosos ojos.

Pero ¡ay!, aquellas noches de desasosiego estaban causando un efecto mucho más funesto del que sugerían aquellos pequeños cambios externos.