Capítulo II

Soy consciente de que la conversación que acabamos de escuchar no es extraordinariamente refinada ni ingeniosa; pero, de haberlo sido, difícilmente habría tenido lugar en Milby cuando el señor Dempster prosperaba allí y el viejo señor Crewe, el coadjutor, aún seguía vivo.

Han pasado más de veinticinco años desde entonces, y, en ese lapso de tiempo, Milby ha progresado a pasos tan agigantados como cualquier otra población con mercado en el territorio de Su Majestad. Ahora tiene una bonita estación de tren, donde los somnolientos viajeros londinenses pueden ver, gracias a la brillante farola de gas, padres y maridos completamente sobrios que se bajan con sus carteras de cuero después de sus negocios cotidianos en la capital del condado. Hay un párroco residente, que apela a la conciencia de sus feligreses con las enormes ventajas de un miembro del clero que es dueño de su propio carruaje; la iglesia tiene, como mínimo, quinientos asientos después de su ampliación; y la escuela de enseñanza secundaria, basada en los principios de la Reforma, tiene sus clases de nivel superior abarrotadas de jóvenes de Milby conmuy buenos modales. Los caballeros del lugar, cuando les invitan a cenar, solo caen en el exceso perfectamente virtuoso y refinado de la estupidez; y, aunque las señoras aún se meten demasiado donde no las llaman, no suelen excederse en nada más. La conversación es a veces muy literaria, pues hay un floreciente club de lectura, y muchas de las damas más jóvenes han llegado a estudiar tanto que han olvidado un poco de alemán. En pocas palabras, Milby es ahora una ciudad elegante, moral e ilustrada; y se parece tan poco a la Milby de antaño como el amplio gabán de largos faldones grises, que tanto detestaban los tobillos de nuestros abuelos, al abrigo ligero con que nosotros recorremos con desenfado las calles más embarradas; o como los britanos de nariz en forma de botella que bebían alegremente su pichel en el viejo letrero de Los Dos Viajeros de Milby podían parecerse a los caballeros de aspecto severo, con tirantes y cuello alto, que un artista contemporáneo ha dibujado bebiendo el oporto imaginario de esa conocida casa comercial.

Pero te ruego, lector, que destierres de tu pensamiento todas las ideas refinadas y modernas asociadas a este avanzado estado de cosas, y lleves tu imaginación a la época en que Milby no tenía farolas de gas; en que el correo, cubierto de polvo o de barro, llegaba en la silla de posta a la puerta del León Rojo; en que el anciano señor Crewe, el coadjutor, con una peluca corta y despeinada, pronunciaba el domingo sermones inaudibles, e impartía entre semana una educación de caballero —es decir, un desconocimiento riguroso del latín con ayuda de la Gramática de Eton— a tres alumnos de la escuela secundaria.

Si en aquel tiempo hubieras pasado por Milby en carruaje, habrías sido incapaz de imaginar que tuviera gente tan importante entre sus habitantes, así como el sentimiento de rancio abolengo que imperaba entre ellos. Era una población sucia y oscura, con una calle que apestaba a piel curtida y otra en la que vibraban con estruendo los telares manuales; y ni siquiera las casas de Friar’s Gate, ese foco de aristocracia, habrían impresionado por su nobleza la mirada apresurada y superficial del viajero. Y aún te habría extrañado más que la figura vestida de fustán y con largas patillas grises, apoyada en el umbral del tendero en High Street, fuera el señor Lowme, uno de los hombres más aristocráticos de Milby, que, según decían, «se había educado como un caballero», y había cultivado las alegres costumbres de esa condición manteniendo sus propios perros de caza y otros animales costosos. Ahora era un Lotario[80] entrado en años, sumido en los pecados más económicos; su diversión principal era quedarse en la puerta del señor Gruby, sacando los colores a las criadas que iban a la compra y chismorreando con los transeúntes. Sin embargo, todo el mundo daba por sentado que el señor Lowme pertenecía al círculo más exquisito de la sociedad de Milby; sus hijos se daban grandes aires, desde luego; y, a pesar de la condescendencia con que charlaba y bebía con sus inferiores, se habría negado con desprecio a verse identificado con ellos de otra forma más cercana. Debe reconocerse que era de cierta utilidad para sus vecinos, pues, al apostarse en la puerta del señor Gruby, tanto él como el perro de Terranova del señor Landor, que se desperezaba y bostezaba en el terraplén de enfrente, respiraban un poco del aire mortecino que flotaba en High Street todos los días excepto el sábado.

La verdad es que, a pesar de las tres asambleas y del baile benéfico en invierno, de la llegada esporádica de un ventrílocuo o de una compañía de teatro itinerante (con algún actor muy admirado en Londres), y de los tres días de feria en junio, Milby podía resultar aburrido para las personas de temperamento hipocondríaco; y quizá fuera éste uno de los motivos de que sus habitantes de edad mediana, hombres y mujeres, encontraran a menudo imposible mantener el ánimo sin un abundante suministro de estimulantes. Es cierto que también había algunos hombres acaudalados con fama de extraordinaria sobriedad, así que las costumbres de Milby no eran tan malas como cabría esperar; y ¿quién sabe si los feligreses del señor Crewe no hubieran sido peores sin la presencia de un hombre del clero?

Los parroquianos más elegantes, por lo general, asistían regularmente a la iglesia; y tiendo a pensar que las damas y los caballeros más jóvenes consideraban que el oficio matinal del domingo era el acontecimiento más emocionante de la semana; pues en pocos lugares se puede presenciar un espectáculo de moda más brillante que el que se daba en la iglesia de Milby a la una de la tarde. Allí estaban las cuatro altas señoritas Pittman, las hijas del anciano abogado, con sus tirabuzones coronados de grandes sombreros, de los que caían largas plumas de avestruz color verde chillón. Estaba la señorita Phipps, con un sombrero carmesí muy ladeado y echado hacia atrás, con una escarapela y unas plumas rígidas en la parte superior. Estaba la señorita Landor, la beldad de Milby, regiamente ataviada de púrpura y armiño, con un penacho de plumas que ni caían ni estaban erectas, sino en un discreto punto medio. Estaban las tres señoritas Tomlinson, que copiaban a la señorita Landor, y también llevaban armiños y plumas; pero su belleza se consideraba vulgar, y a sus formas angulosas no les sentaba bien la estola redondeada que caía con tanta elegancia sobre los hombros en declive de la señorita Landor. Al contemplar ese desfile emplumado de damiselas, cualquiera habría pensado que Milby era un lugar de mucho dinero; y, sin embargo, no había más que un carruaje cerrado en la ciudad, el del anciano señor Landor, el banquero, que, según creo, nunca llevó más de un cuadrúpedo. Y aquellas damas suntuosamente ataviadas pasaban veloces ante los ojos del pueblo llano en pequeños tílburis tirados por un caballo, en ningún caso de categoría.

Los jóvenes distinguidos también hacían su pequeña exhibición de galas dominicales, siempre más limitada en el caso masculino. El señor Eustace Landor, a punto de alcanzar la mayoría de edad, acababa de adquirir un anillo de diamantes, así como la costumbre de pasarse la mano por el cabello. Era alto y moreno, lo que le daba una superioridad que el señor Alfred Phipps, rubio y rechoncho como su hermana, veía muy difícil atajar, por mucha atención que prestara a los gemelos de su camisa y al tono marrón que más realzara sus botones dorados.

El respeto por el Día del Señor, reflejado en su atildada vestimenta, no contrarrestaba por desgracia la considerable ligereza de su comportamiento durante las oraciones o el sermón; pues tanto las damiselas como los jóvenes caballeros de Milby eran muy aficionados a las bromas, sobre todo la señorita Landor, a la que todos consideraban extraordinariamente inteligente, y de un ingenio terrible; y, como entre la numerosa congregación había muchas personas peor vestidas y con peores modales que la distinguida minoría aristocrática, el oficio religioso incitaba irremisiblemente a las bromas y a las risas, mediante comunicaciones telegráficas de las galerías a los pasillos, y viceversa. Recuerdo haberme puesto rojo como un tomate, convencido de que la señorita Landor se reía de mí, la primera vez que me puse una levita y vi cómo me miraba con malicia y luego se volvía, con una risita ahogada, hacia el apuesto señor Bob Lowme, que tenía dos patillas preciosas que se juntaban bajo la barbilla. Aunque quizá no pensara en mí, después de todo; pues nuestro banco estaba cerca del púlpito, donde siempre pasaba algo gracioso con el anciano señor Crewe. Su peluca caoba casi siempre estaba torcida, y tenía una forma de levantar la voz cada tres o cuatro palabras, y volverla a bajar hasta convertirla en un murmullo, que hacía incomprensible para nosotros lo que decía; aunque, como afirmaba mi madre, diese igual para las oraciones, pues todos teníamos nuestro devocionario; en cuanto al sermón, proseguía con cierta mordacidad, todos oíamos más de lo que recordaríamos al llegar a casa.

Aquella generación joven no era especialmente literaria. A las damiselas que se rizaban el pelo, y formaban con él grandes barricadas en la parte delantera de la cabeza, dejando al descubierto y sin ornamentos su región occipital (como, si al mirarlas por detrás, eso diera lo mismo), se les pasaba tan poco por la imaginación que sus hijas leyeran una selección de poesía alemana y expresaran su admiración por Schiller, como que, en lugar de amenazarnos con aquellas barricadas frontales, estarían mucho más hermosas batiéndose en retirada,

y, como los partos, nos herirían al huir[81].

Esas encantadoras damas de cabello rizado hablaban francés, por supuesto, con bastante fluidez y sin miramientos que pudieran cohibirlas, y acostumbraban a tener conversaciones en ese idioma en presencia de sus menos instruidos mayores; pues, según el criterio de aquellos atrasados tiempos, su educación había sido muy esmerada, y jovencitas como la señorita Landor, la señorita Phipps, y las señoritas Pittman habían «terminado» su instrucción en colegios muy lejanos y caros.

El anciano abogado Pittman había sido en otro tiempo un hombre realmente importante, ya que, en su juventud, había llevado los asuntos de varios caballeros extranjeros que más tarde se habían visto obligados a venderlo todo y abandonar su país; una emergencia que el señor Pittman ayudó a solucionar comprando él las propiedades de estos caballeros, y corriendo con el riesgo y el esfuerzo de una venta más pausada, que, sin embargo, acabó siendo muy ventajosa para él. Tales oportunidades se presentan de improviso como negocios. Pero supongo que el señor Pittman no fue muy afortunado con sus especulaciones posteriores, pues ahora, en la vejez, no tiene fama de ser muy rico; y, aunque todas las mañanas se dirige lentamente a su oficina de Milby sobre un decrépito caballo blanco, ha tenido que renunciar a los beneficios principales y dejar la dirección de la firma en manos de su socio más joven, Dempster. Nadie pensaba en Milby que el anciano Pittman fuera un hombre virtuoso, y los vecinos de más edad no tenían pelos en la lengua cuando contaban las partes menos respetables de su biografía. Y, sin embargo, jamás tuve la sensación de que confiaran menos en él, o le quisieran menos. Pittman y Dempster eran sin duda los abogados más populares de Milby y sus alrededores; y el señor Benjamin Landor, contra el que nadie tenía nada, tenía un bufete mucho más modesto. Era raro encontrar un terrateniente, un granjero o una parroquia a menos de diecisiete kilómetros de Milby que no tuviera sus asuntos bajo la tutela legal de Pittman y Dempster; creo que los clientes se enorgullecían de la falta de escrúpulos de sus abogados, del mismo modo que los patrocinadores de boxeo del estado físico de su campeón. Aquél no era, por supuesto, el modo de funcionar en la vida normal, pero sí lo que uno buscaba en su abogado. El talento de Dempster para «sacar de un atolladero» a un cliente era un tema habitual de conversación entre los granjeros, mientras bebían algún que otro vaso de ponche en el León Rojo.

—Menuda cabeza tiene ese Dempster; la prueba es que se bebe una botella de brandy entera y sigue viendo detrás de un muro de piedra lo que otros no ven detrás de una ventana de cristal.

Incluso el señor Jerome, el miembro principal de la congregación del templo de Salem, un anciano de vida muy austera, era cliente de Dempster, y se mostraba excepcionalmente indulgente con las debilidades de su abogado, atribuyéndolas quizá a la inevitable incompatibilidad entre las leyes y el evangelio.

Los principios morales de Milby, como ves, no eran inconvenientemente elevados en aquellos buenos viejos tiempos, y un par de vicios era lo que todo el mundo esperaba de su vecino. El anciano señor Crewe, el coadjutor, por ejemplo, podía disfrutar con tranquilidad de su avaricia, sin temer el sarcasmo de los demagogos de la parroquia; y a sus feligreses les gustaba más por haber logrado reunir con esfuerzo una gran fortuna entre sus clases, su curato y los intereses de las trescientas libras que tenía con su pequeña mujer sorda. Era ostensible que se trataba de un hombre instruido, pues había tenido una importante escuela privada ligada al centro de enseñanza secundaria, e incluso había contado con uno o dos jóvenes nobles entre su alumnado. El hecho de que ya no cogiera un libro, y de que su intelecto se viera absorbido por las cuestiones más vulgares, se debía sin duda a que había agotado las fuentes de erudición a una edad más temprana. Es cierto que no se hablaba de él con gran respeto, y que la tacañería doméstica del viejo Crewe era motivo frecuente de bromas; pero era algo positivo en un eclesiástico que había sido parte de Milby durante medio siglo: como las abolladuras y deformidades de un viejo pichel familiar, que nadie querría cambiar por una elegante jarra nueva recién llegada de Birmingham. Para los parroquianos no tenía ningún sentido venerar al pastor o a cualquier otra persona; se sentían mucho más cómodos mirando al prójimo por encima del hombro.

Hasta los disidentes[82] de Milby eran bastante laxos e indiferentes. La doctrina del bautismo adulto[83], luchando contra la onerosa carga de las deudas, había alquilado la mitad de su capilla a una tienda de lazos y cintas; y el metodismo uno solo lo encontraba, al igual que las larvas, si buscaba afanosamente en los rincones más miserables. Los independientes[84] eran los únicos disidentes cuya existencia conocía la aristocracia de Milby, con la vaga idea de que los puntos destacados de su credo eran la oración sin libros, el ladrillo rojo y la hipocresía. El templo de los independientes, conocido como Salem, se erguía rojo e imponente en una de las calles principales, y más de un propietario de alguno de sus bancos tenía una calesa con remaches dorados; y el señor Jerome, un comerciante de grano retirado y el miembro más importante de la congregación, era uno de los hombres más ricos de la parroquia. Con todo, a pesar de su aparente prosperidad, junto con el número habitual de sermones extemporáneos mitigados con notas furtivas, Salem no hacía honor a su nombre[85], ni era siempre una morada de paz. Por una u otra razón, no acertaba con la elección de sus ministros. El reverendo Horner, escogido con gran ilusión, resultó empinar demasiado el codo y pelearse con su mujer; la doctrina del reverendo Rose era un poco demasiado «elevada», y estaba al borde del antinomismo; el talento de predicador del reverendo Stickney no fue tan asombroso como prometía; y el reverendo Smith, un brillante ministro de lo más solicitado en los distritos mineros, y muy dotado para la poesía, acabó siendo inaceptable por su tendencia a intercambiar versos con las damas jóvenes de su congregación. Se alegó con sensatez que había que dedicar mucho tiempo a la composición de unos poemas como los del señor Smith, por lo que dicho hábito podía perjudicar gravemente sus deberes pastorales. Aquellos reverendos caballeros, sin excepción, opinaron que los miembros del templo de Salem estaban entre los siervos menos ilustrados del Señor, y que Milby era un sitio innoble, donde les habría parecido muy triste tener que trabajar mucho tiempo; aunque cualquiera que viese los numerosos y elegantes feligreses que se reunían con ocasión del sermón anual de beneficencia habría pensado que ser ministro de Salem era un cargo magnífico entre las filas de la disidencia. Algunos miembros de otras congregaciones asistían a esta celebración, pues en Milby, en aquellos días de ignorancia, aún no se habían enterado de que los ministros cismáticos de Salem estaban claramente representados por Coré, Datán y Abirón[86]; y muchos fieles creían que la disidencia podía ser una debilidad, pero, al fin y al cabo, bastante inofensiva. Aquellos laxos episcopalianos[87] eran, según tengo entendido, principalmente comerciantes que, como el congregacionalismo consumía velas, sostenían que había que apoyarlo, y, en consecuencia, se presentaban en Salem la tarde del sermón de beneficencia, con la esperanza de que les dejaran pasar el cepillo. El doctor Pilgrim, asimismo, aparecía siempre con su medio soberano; ya que, como no había ningún médico disidente en Milby, el doctor Pilgrim contemplaba con suma tolerancia cualquier opinión religiosa que no entrañara creer en curas milagrosas.

En este punto tenía la competencia del señor Pratt, el único otro médico de Milby con su prestigio. Por lo demás, era extraordinario el fuerte contraste que había entre estos dos hombres tan inteligentes. Pratt era de estatura mediana, sutil y con voz aflautada; Pilgrim alto, fuerte, de maneras bruscas y hablares atropellados. Ambos eran grandes conversadores, pero las anécdotas de Pratt eran de la vieja escuela de Joe Miller[88], y las de Pilgrim tenían el sabor picante de los últimos escándalos. Pratt achacaba elegantemente todas las enfermedades a la debilidad, y, con el debido desprecio a los tratamientos sintomáticos, atacaba la raíz del trastorno con oporto blanco y cortezas; Pilgrim estaba convencido de que el principio pernicioso del sistema humano era la plétora, y luchaba contra ésta con ventosas, ampollas y purgantes. Ambos llevaban mucho tiempo en Milby, y, como los dos tenían una buena cartera de pacientes, no había una rivalidad muy enconada entre ellos; por el contrario, sentían el uno por el otro esa especie de desdén amistoso que conduce siempre a un buen entendimiento entre los profesionales; y, cuando algún nuevo cirujano intentaba, en mala hora, instalarse en la ciudad, se hacía increíblemente patente lo pequeñas y triviales que son las diferencias teóricas en comparación con la sólida base del sentimiento humano. Existía la unanimidad más absoluta entre Pratt y Pilgrim en su determinación de ahuyentar lo antes posible al odioso y casi con seguridad incompetente intruso. Y, si éste curaba milagrosamente a uno de los enfermos de Pratt o de Pilgrim, los dos estaban igual de dispuestos a criticar al entrometido, y a conseguir con su extraordinariamente amena conversación que en la ciudad se le hiciera la vida imposible. Sin embargo, para sus respectivos pacientes, estos dos hombres tan distinguidos competían con gran virulencia. La señora Lowme no podía estar más sorprendida de que la señora Phipps pusiera su vida en manos de Pratt, que le dejaba comer tanto que era un espanto oír sus jadeos; y la señora Phipps perdía la paciencia con la señora Lowme, que vivía solo de caldos y de té, y estaba tan amarilla como un botón de oro[89], y, sin embargo, seguía permitiendo que Pilgrim le hiciera sangrías, le pusiera ventosas y la obligara adelgazar tanto que parecía un espantajo con sus vestidos. En conjunto, es posible que la fama del doctor Pilgrim fuera un poco mayor; y, cuando alguna dama al cuidado del doctor Pratt no mejoraba, se sentía medio inclinada a pensar que «un tratamiento activo» sería más beneficioso para ella. Pero, sin una provocación muy categórica, nadie daría un paso tan grave como cambiar de médico familiar, pues, en aquellos lejanos días, había pocas variedades de odio humano tan temibles como las médicas. La opinión de un doctor, incluso sobre un paciente de confianza, era propensa a los altibajos en sus anotaciones diarias; y me consta que el doctor Pilgrim descubría las virtudes más inesperadas en un paciente aquejado de una enfermedad prometedora. En esas ocasiones te habría alegrado ver que el doctor Pilgrim podía tener una buena opinión de otro ser humano, así como una tendencia a la afable debilidad de mostrarse demasiado admirativo. Una buena inflamación encendía su entusiasmo, y una hidropesía persistente le hacía derretirse de compasión. No hay duda de que este crescendo de benevolencia se debía en parte a unos sentimientos que no aparecían en sus anotaciones diarias; pues, en el corazón del doctor Pilgrim, había también latentes una ternura y una conmiseración que brotaban ante la visión del sufrimiento. Poco a poco, sin embargo, durante la convalecencia de sus pacientes, su opinión de ellos se volvía menos vehemente; cuando podían disfrutar de las chuletas de cordero, empezaba a reconocer que tenían puntos flacos; y en el momento en que se tragaban la última dosis de tónico, era consciente de sus defectos más imperdonables. Después de eso, el termómetro de su consideración se mantenía en un punto moderado de murmuraciones amistosas, que bastaban para que sus visitas matinales fueran bien recibidas por las personas atentas y encomiables que aún se hallaban lejos de la convalecencia.

Los pacientes de Pratt no tenían el menor interés para Pilgrim: sus mismas enfermedades era despreciables, y desde luego no merecía la pena diseccionar sus cadáveres. Pero, de todos los pacientes de Pratt, el señor Jerome era el que resultaba más abyecto para el doctor Pilgrim. A pesar de la sensata tolerancia del doctor, la disidencia se volvió odiosa para él en la figura del señor Jerome. Quizá fuera porque el anciano caballero, a pesar de su riqueza y de gastar una fortuna anual en consultas médicas, recurría a los servicios de Pratt, privándose de todas las ventajas de «un tratamiento activo» y tirando el dinero sin que su cuerpo se redujera. De otro modo, era imposible sentir hostilidad por el señor Jerome, un excelente anciano siempre dispuesto a desear lo mejor a sus vecinos, no solo en un inglés imperfecto, sino también prestando dinero a los ostensiblemente ricos y regalando sacos de patatas a los notoriamente pobres.

Por supuesto, Milby tenía esa bondad que permite al mundo seguir girando, y en una dosis mucho mayor de lo que era visible en la superficie: nacían niños inocentes, que dulcificaban los corazones de sus padres con las alegrías más sencillas; hombres y mujeres que se marchitaban en medio de las decepciones mundanas, o henchidos de placeres sensuales, tenían momentos de mayor nobleza en los que apretaban compasivos la mano del que sufría, y prestaban una ayuda generosa a sus vecinos. Tanto en la iglesia como en el templo había devotos rectos y sinceros que se esforzaban por no manchar su conciencia; e incluso en los callejones más oscuros habría uno podido encontrar a un seguidor de John Wesley[90] para el que el metodismo fue un instrumento de paz en la tierra y de buena voluntad entre los hombres. Para un observador superficial, Milby quizá no fuera más que un lugar sombrío y prosaico: una población deprimente, rodeada de campos llanos, olmos podados y pueblos manufactureros esparcidos, que avanzaban lentamente con sus telares, y amenazaban con injertarse en la ciudad. Pero la dulce primavera llegaba a Milby a pesar de todo: las copas de los olmos se llenaban de brotes rojos; el cementerio se cubría de margaritas; las alondras inundaban los campos llanos con su amorosa música; el arco iris formaba una bóveda sobre la lúgubre ciudad, envolviendo los tejados y las chimeneas en una extraña belleza transfiguradora. Y lo mismo sucedía con la vida humana, que, al principio, parecía una terrible combinación de asuntos mundanos, vanidad, plumas de avestruz y efluvios de brandy: pero, cuando te acercabas, descubría uno en ella cierta pureza, generosidad y ternura, como esos fragantes geranios que desprenden todo su aroma entre las blasfemias y la ginebra de una ruidosa taberna. La pequeña y sorda señora Crewe llevaba a menudo la mitad de la cena que le sobraba a los enfermos y a los hambrientos; la señorita Phipps, a pesar de su escarapela con plumas rojas, tenía un corazón filial, y encendía la pipa de su padre con una sonrisa adorable; y había hombres de cabello gris y polainas pardas, casi invisibles cuando te los cruzabas por la calle, cuya integridad había sido la base de la riqueza de sus vecinos.

Y a los lugareños les gustaba su ciudad tal como era. La vida tenía que ser muy aburrida, pensaban, para esa gran parte de la humanidad que, por desgracia, no podía conocer a las familias de Milby; y tenía que ser una suerte para Londres y para Liverpool que los caballeros de Milby visitaran de vez en cuando esas ciudades por negocios. Pero sus habitantes fueron mucho más conscientes de lo valiosas que eran esas ventajas cuando la innovación entró en su vida con la llegada del reverendo Tryan, el nuevo coadjutor de la capilla[91] construida en las tierras comunales de Paddiford. En Milby no tardaron en enterarse de que el señor Tryan tenía unas opiniones muy peculiares; de que improvisaba sus sermones; de que estaba organizando una biblioteca pública de libros religiosos en ese rincón remoto de la parroquia; de que comentaba las Sagradas Escrituras en el interior de las casas más humildes; y de que sus sermones atraían a los disidentes, y llenaban su iglesia hasta los topes. Se corrió el rumor de que el evangelismo había invadido la parroquia de Milby: una plaga o enfermedad tanto más terrible cuanto que su naturaleza no era sino una débil conjetura. Quizá Milby fuera uno de los últimos sitios alcanzados por la ola de un nuevo movimiento y, solo ahora, cuando la marea estaba a punto de cambiar, las lapas del lugar se veían salpicadas. El señor Tryan era el primer clérigo evangélico que había cruzado el horizonte de Milby: hasta entonces este adjetivo abominable había sido desconocido para los vecinos de cierto nivel; e incluso había muchos disidentes para los que «evangélico» solo era una especie de nombre bautismal para la revista que circulaba entre los feligreses del templo de Salem. Pero ahora, finalmente, la enfermedad había llegado de fuera, cuando los parroquianos la esperaban tan poco como los inocentes pieles rojas esperaban la viruela. Mientras los oyentes del señor Tryan no salieran de Paddiford, que, dicho sea de paso, no parecía en absoluto un terreno comunal, pues era una zona baldía donde se oía el estruendo de los telares manuales y se respiraba el humo de las minas de carbón, nadie tomaría en serio al «hipócrita coadjutor». Pero esto cambió cuando un grupo de damas solteras de la ciudad pareció infectarse, e incluso uno o dos hombres bastante acaudalados, con el anciano señor Landor, el banquero, a la cabeza, parecieron «rendirse» al nuevo movimiento; y cuando se supo que el señor Tryan era recibido en varias casas importantes de la ciudad, donde tenía la costumbre de terminar la jornada entre exhortaciones y plegarias. El evangelismo ya no era algo molesto que solo existía en rincones perdidos, y que cualquier persona bien vestida podía evitar; estaba invadiendo los mismísimos salones, mezclándose con los placenteros efluvios del oporto y del brandy; y amenazaba con silenciar el esplendor de las plumas de avestruz con su tenebroso aliento, y ahogar la inocencia de Milby, sin pretender ofender a sus vecinos, con una nube de falsedad y de lúgubre hipocresía. La alarma alcanzó su clímax cuando se supo que el señor Tryan estaba tratando de conseguir el permiso del reverendo Prendergast, el párroco no residente, para pronunciar un sermón vespertino en la iglesia de Milby, con la excusa de que el anciano señor Crewe no predicaba el Evangelio.

Se vio entonces por primera vez el asombroso aprecio que sentían en Milby por los oficios eclesiásticos del señor Crewe; hasta qué punto estaban convencidos de que el señor Crewe era un clérigo modélico, y sus sermones los mejores y más edificantes de los que hasta entonces se habían visto privados los oídos de una comunidad de feligreses. Cualquier alusión a su peluca caoba fue reprimida, y, con ayuda de una figura retórica, se asoció su nombre a unos venerables cabellos grises; el intento de intrusión del señor Tryan era una ofensa para un hombre con muchos años y conocimientos; además, era una insolencia que se abriera paso a empujones en una parroquia donde era evidente que casi todo el mundo lo detestaba. La ciudad estaba dividida en dos bandos muy entusiastas: los tryanitas y los antitryanitas; y, con los esfuerzos del elocuente señor Dempster, la virulencia antitryanita no tardó en convertirse en una oposición organizada. El ortodoxo abogado elaboró una protesta formal contra el discutido sermón vespertino, que, una vez firmada por numerosos vecinos, debía ser entregada al señor Prendergast; se encargarían de hacerlo tres delegados que representaran el intelecto, la moralidad y la riqueza de Milby. El señor Dempster, como imaginas, encarnaría el intelecto, el señor Budd la moralidad, y el señor Tomlinson la riqueza; y la distinguida tríada debía emprender esa gran misión, como hemos visto, tres días después de aquel caluroso sábado por la noche en el León Rojo, cuando tuvo lugar la conversación recogida en el capítulo anterior.