Capítulo IV

Estoy seguro de que, si la buena gente de Milby hubiera sabido la verdad sobre la condesa Czerlaski, se habría llevado una buena decepción al descubrir que estaba muy lejos de ser tan mala como imaginaban. Las distinciones sutiles son problemáticas. Es mucho más fácil decir que una cosa es negra que diferenciar el tono específico de marrón, azul o verde que realmente irradia. Es mucho más fácil decidir que tu vecino es un inútil que tratar de comprender unas circunstancias que le obligarían a uno a cambiar de opinión.

Y tampoco hay que olvidar toda la virtuosa oratoria, toda la penetrante observación, basadas exclusivamente en la idea fundamental de que la condesa era una persona sin principios, y que se verían subvertidas e invalidadas si se destruía esa premisa. La señora Phipps, mujer del banquero, y la señora Landor, mujer del abogado, habían invertido parte de su fama de perspicaces en la conjetura de que el señor Bridmain no era hermano de la condesa. Además, la señorita Phipps era consciente de que, si la reputación de la condesa fuera buena, ella no podría compensar con su superioridad moral la más que manifiesta superioridad de la otra dama en encanto y belleza. La figura rechoncha y el atuendo mal elegido de la señorita Phipps, en lugar de mirar hacia abajo desde una montaña de virtud y con una aureola alrededor de la cabeza, se verían entonces a la misma altura y con la misma luz que la imagen de diosa Diana y las telas exquisitas de la condesa Czerlaski. La señorita Phipps, por su parte, detestaba vestirse para impresionar; había evitado siempre ese estilo de acicalamiento que buscaba causar sensación.

Y cuántas insinuaciones chistosas de los caballeros de Milby mientras tomaban vino se habrían visto completamente frustradas y reducidas a la nada si hubiesen sabido que la condesa no era en realidad culpable de ningún delito que exigiera su exclusión de una sociedad estrictamente respetable; que su marido había sido el verdadero conde Czerlaski, quien había protagonizado unas fugas asombrosas, como decía ella, y quien, como no decía ella, pero sí decían ciertas circulares que había doblado con sus hermosas manos, había dado posteriormente clases de baile en la metrópoli; que el señor Bridmain era ni más ni menos su medio hermano, quien, gracias a su incuestionable integridad y diligencia había llegado a ser socio de una fábrica de sedas, y ganado de ese modo una modesta fortuna, que le había permitido retirarse, como el lector ha podido ver, para profundizar en la política, en la meteorología y en el arte de la conversación en su tiempo libre. El señor Bridmain, de hecho, como buen solterón cuadragenario, estaba encantado de acoger a su hermana viuda, y de brillar con el reflejo de su belleza y de su título. Todo hombre que no sea un monstruo, un matemático o un filósofo loco es esclavo de alguna mujer. El señor Bridmain había metido el cuello bajo el yugo de su preciosa hermana, y, por muy pequeña que fuese su alma —que era mínima—, ni se habría atrevido a llamarla suya. Quizá fuera un poco obstinado de vez en cuando, como suelen serlo los paquidermos de orejas largas, bajo el azote de la lengua de la hermosa condesa; pero parecía haber muy pocas probabilidades de que su cuello volviera a quedar libre. Con todo, el corazón de un soltero es una fortaleza lejana que algún bello enemigo puede tomar por asalto o con ayuda de alguna estratagema; y siempre existía la posibilidad de que las primeras nupcias del señor Bridmain se celebraran antes de que la condesa tuviera aseguradas sus segundas. Tal como estaban las cosas, sin embargo, satisfacía todos los caprichos de su hermana, no se quejaba jamás de que sus vestidos y su doncella estuvieran fuera del alcance de su pequeña renta de sesenta libras anuales, y accedía a llevar una vida nómada, en esa tierra de nadie entre la aristocracia y la burguesía, en vez de instalarse en algún lugar donde sus quinientas libras anuales le permitieran adquirir la clara dignidad de potentado local.

La condesa sabía lo que hacía al elegir un apacible rincón de provincias como Milby. Después de tres años de viudedad, estaba considerando la idea de elegir un sucesor para su llorado Czerlaski, cuyo bonito bigote, porte elegante y románticas aventuras habían conquistado su corazón hacía diez años, cuando la hermosa Caroline Bridmain, en la flor de la edad a sus veinticinco años, era la institutriz de las hijas de lady Porter, a las que iniciaba en los misterios del pas de bas y del baile de los lanceros. Había pasado siete años bastante felices casada con Czerlaski, que la había llevado a París y a Alemania, donde le había presentado a muchos de sus viejos amigos de grandes títulos y pequeñas fortunas. Así que la hermosa Caroline había tenido una experiencia considerable en la vida, de la que había sacado, si no una sabiduría madura y profunda, un gran refinamiento externo y ciertas conclusiones prácticas muy firmes. Una de esas conclusiones era que había cosas más sólidas en la vida que un bonito bigote y un título, y que, al aceptar un segundo marido, subordinaría esas dos cosas a un carruaje y una vivienda. Y había averiguado, después de varias residencias provisionales, que la pieza que deseaba capturar era difícil de encontrar en un balneario, donde abundaban las beldades con caña de pescar, y donde predominaban los hombres con bigotes que podían ser teñidos y con ingresos que eran aún más problemáticos; de ahí que hubiera decidido probar suerte en una vecindad donde todo el mundo estuviera al tanto de los asuntos de los demás, y donde casi todas las mujeres fueran feas y vistieran mal. El lento cerebro del señor Bridmain había hecho suyo el criterio de su hermana, y estaba convencido de que una mujer tan hermosa y distinguida como la condesa haría una boda capaz de elevarlo a él a la región de las celebridades del condado, y que le permitiría al menos tener una relación casi de primos con el tribunal de justicia local[28].

Todo esto, que era la simple verdad, habría resultado demasiado soso y aburrido para los chismosos de Milby, que se habían inventado algo mucho más emocionante. La historia real no era tan abominable. Es cierto que la condesa era un poco presumida, un poco ambiciosa, un poco egoísta, un poco frívola y superficial, un poco aficionada a las mentiras piadosas. Pero ¿quién puede considerar esas pequeñas imperfecciones, esas espinillas morales, un impedimento para formar parte de la sociedad más respetable? Seguro que las damas más rigurosas de Milby habrían reconocido que esos rasgos no establecían una diferencia muy grande entre la condesa Czerlaski y ellas mismas; pero, al ser evidente que esa diferencia existía, la causa tenía que atribuirse a la posesión de ciertos vicios que ellas sin lugar a dudas no tenían.

Ése fue el motivo de que la mejor sociedad de Milby se negara a admitir en su seno a la condesa Czerlaski, a pesar de la asiduidad con que iba a la iglesia y de lo mucho que le había disgustado la increíble escasez de feligreses el Miércoles de Ceniza. Y ella empezó a tener la sensación de que había calculado mal las virtudes de un vecindario donde todo el mundo conoce los asuntos privados de los demás. En tales circunstancias, es fácil imaginar lo mucho que agradeció la entrega y admiración con que la acogieron los Barton. Le había irritado especialmente el trato que le había dado el reverendo Ely; estaba segura de que su belleza no le había impresionado lo más mínimo, de que se tomaba a risa su conversación y de que hacía comentarios desdeñosos sobre ella. Una mujer sabe siempre cuándo no puede hacer nada, y rehúye una mirada fríamente satírica como rehuiría a una Gorgona. Y deseaba sobre todo la atención y la amistad de un clérigo, no solo porque fuera el reconocimiento más respetable que podía obtenerse en sociedad, sino también porque le interesaban de veras los asuntos religiosos, y tenía la incómoda sensación de que no estaba completamente a salvo en ese ámbito. Tenía la firme intención de volverse muy piadosa —sin cortapisas de ninguna clase— en cuanto consiguiera su carruaje y su vivienda. Tendámosles esta pequeña trampa, dice Ulises a Neoptólemo, y luego seremos siempre honrados[29]:

ἀλλ᾿ ἡδὺ γάρ τι κτῆμα τῆς νίκης λαβεῖν,

τόλμα· δίκαιοι δ᾿ αὖθις ἐκφανούμεθα.

La condesa no citó a Sófocles, pero se dijo: «Solo este poquito de vanidad y ostentación, y luego seré buenísima, y me aseguraré el cielo».

Como no tenía ni en sueños tanto gusto y perspicacia para las enseñanzas teológicas como para los vestidos, el reverendo Amos Barton le parecía un hombre no solo erudito —algo que se daba por sentado en un clérigo— sino con un gran talento como director espiritual. En cuanto a Milly, la condesa la quería todo lo que su ensimismamiento afectivo le permitía. Pues, como habrás adivinado ya, la condesa estaba consagrada en cuerpo y alma a una única persona, cuyos deseos estaban por encima de todo lo demás; a saber, Caroline Czerlaski, de soltera Bridmain.

Así que no había demasiada afectación en las dulces palabras y atenciones que dedicaba a los Barton. Con todo, su amistad no respondía de ningún modo al objetivo que ella albergaba al llegar a Milby, y hacía tiempo que había comprendido que debía sugerir un cambio de residencia a su hermano.

Las cosas que ansiamos suceden a menudo, pero nunca exactamente como nos hemos figurado. La condesa se marchó realmente de Camp Villa pocos meses después, pero en unas circunstancias que jamás habría imaginado.