Capítulo III
Casi tan caluroso como el jueves siguiente por la noche, cuando el señor Dempster y sus colegas tenían que regresar de su misión en la rectoría de Elmstoke; pero era mucho más agradable estar en el salón de la señora Linnet que en el León Rojo. A través de la ventana abierta llegaba el aroma de la reseda y de la madreselva; el césped que había delante de la casa estaba a la sombra de una pequeña plantación de rosas de Gueldre, lilos y laburnos; el ruido de telares, carruajes y voces destempladas era tan solo un murmullo, pues la casa de la señora Linnet estaba en la periferia de las tierras comunales de Paddiford; y el único ruido que podía perturbar la tranquilidad del grupo de señoras allí reunidas era el zumbido ocasional de las molestas abejas, que parecían confundir la cabeza de las damas con un azucarero. Pero no había ningún azucarero en el salón de la señora Linnet, pues aún no era la hora del té, y la mesa redonda estaba llena de libros que las señoras forraban con una tela negra para la biblioteca pública de Paddiford. La señorita Linnet, cuya letra era un primoroso zigzag, se sentaba en otra mesa más pequeña y escribía unas etiquetas verdes que luego se pegarían en las tapas. La señorita Linnet tenía otras habilidades, además de una letra bonita; y los adornos de la habitación servían como botón de muestra de sus destrezas. Siempre había combinado el amor por las lecturas serias y poéticas con su buena mano para las labores de fantasía; y los volúmenes bellamente encuadernados del Virgilio de Dryden, los Dramas sagrados de Hannah More, El naufragio de Falconer, Del conocimiento de uno mismo de Mason, el Rasselas de Johnson y Sobre lo sublime y lo bello de Burke[92], principales joyas de su biblioteca, tenían todos su nombre y habían sido comprados con su dinero de bolsillo cuando era una adolescente. Debían de haber pasado al menos quince años desde la última de esas adquisiciones, ya que la habilidad de la señorita Linnet para las labores de fantasía parecía haber pasado por muchas más etapas que su gusto literario; pues las cajas lacadas, las cestas para alumbre y lacre, las muñecas de amplias faldas, los paisajes «trasladados» a las pantallas de chimenea, y los recientes ramilletes de flores de cera mostraban una disparidad y una frescura que solo podían relacionarse con períodos muy diferentes de su existencia. Las flores de cera presuponen dedos delicados y paciencia férrea, pero de muchas facetas del cuerpo y del alma no nos dicen más que cosas borrosas e inciertas; así que añadiré que la señorita Linnet tenía rizos oscuros, la tez cetrina y un carácter amable. En cuanto a sus facciones, no había mucho que criticar en ellas, pues la nariz era pequeña, los labios escasos y las cejas inapreciables; en cuanto a su intelecto, su amiga la señora Pettifer decía a menudo que Mary Linnet era la persona más sensata con quien se podía hablar. No había nadie con quien le gustara más tomar una tranquila taza de té mientras leían un fragmento del Mesías de Klopstock[93]. Mary Linnet le había hecho grandes confidencias mientras estaban juntas: decía que había muchas cosas que sobrellevar fuera cual fuera el estado civil de una persona, y que nada la induciría a casarse sin la perspectiva de ser feliz. En una ocasión, cuando la señora Pettifer admiró sus flores de cera, ella le contestó: «¡Ah, señora Pettifer, piense en la belleza de la naturaleza!». Mary Linnet decía siempre unas cosas tan bonitas…; todo lo contrario que Rebecca.
La señorita Rebecca Linnet, en efecto, no era una persona muy querida. Si todo el mundo o casi lamentaba que una mujer tan sensata como Mary no hubiera encontrado un buen marido (y lo peor que decían de ella sus amigas es que su cara parecía un trozo de masilla con dos ágatas pegadas), de Rebecca solo se hablaba con sarcasmo; y era una broma habitual que las jóvenes se la recomendaran como consorte a cualquier caballero con el que estuvieran coqueteando; su gordura, su indumentaria y sus tobillos gruesos bastaban para que este comentario desatara las risas, a pesar de su falta de originalidad. La señorita Rebecca, sin embargo, tenía el don de la música, y su forma de cantar Oh No, We Never Mention Her y The Soldier’s Tear[94] era un modo tan agradable de iniciar un placentero té que nadie se tomaba la molestia de ofenderla, sobre todo porque Rebecca era una mujer con mucho carácter y, a pesar de su silueta redonda, tenía una lengua especialmente afilada. Había leído más que su hermana, incluyendo casi todas las obras de ficción de la biblioteca circulante del señor Procter, y solo quien conociera el rumbo de sus lecturas descifraría la rápida transición de su vestimenta, que se inspiraba en el estilo de belleza, ya fuera sentimental, vivaracho o severo, que tuviera la heroína de los tres volúmenes que estuviera devorando entonces. Una puntilla que caía por el borde de su sombrero blanco una semana, desaparecía a la siguiente; y sus mejillas, que el domingo de Pentecostés se adivinaban bajo un velo como la bruma de un paisaje de Turner, en la fiesta de la Trinidad reposaban sobre su prominente busto, rojas e inconfundibles, como el sol en un banco de niebla. El terciopelo negro con un broche de cristal que una noche llevaba en la cabeza, descendía otro día hasta su cuello, y un tercero hasta su cintura, sugiriendo a una imaginación fértil una contracción mágica del ornamento o una ratio de expansión aterradora en el físico de la señorita Rebecca. Con aquel ejercicio constante del arte de vestir, no podía quedarle mucho tiempo para las labores de fantasía, aun cuando no hubiera carecido del gusto de su hermana por esa ocupación tan encantadora y típicamente femenina. Y en esto, al menos, reconocerá el lector que la opinión de Milby era justa cuando se refería a las aptitudes de una u otra señorita Linnet para el matrimonio. Cuando un hombre tiene la suerte de conquistar el amor de una dulce joven que puede mitigar sus preocupaciones con el ganchillo, y responder a sus ideas más preciadas con alfombrillas de cuentas para la urna de té y fundas de silla tejidas con lana alemana, tiene al menos la garantía de un hogar lleno de comodidades, sean cuales sean las tribulaciones que le aguarden en el exterior. Cuando uno es presa del cansancio o de la irritación, ¡qué consuelo tener un salón repleto de pequeños tapetes siempre preparados por si se quiere poner algo sobre ellos! Y ¿qué estíptico para un corazón que se desangra puede compararse con esos abundantes recuadros de ganchillo cuya finalidad es caerse en cuanto uno los toca? Cómo se las arreglarían nuestros padres sin el ganchillo es un misterio; aunque supongo que en su época existiría un pequeño y débil sustituto que llamarían frivolité[95]. Rebecca Linnet, sin embargo, había descuidado ese tipo de labor, así como cualquier otra. En el colegio, por supuesto, había pasado muchas horas aprendiendo a pintar flores, con el ingenioso método entonces en boga de aplicar, en los lugares indicados, formas de hojas y flores recortadas sobre otra cartulina y pasar por encima un pincel; pero ni siquiera las cajitas de monedas y las pequeñas pantallas de mano que realizó con esta técnica en su último semestre se consideraron especialmente conseguidas, y llevaban mucho tiempo confinadas en el dormitorio principal. Así que había una gran cantidad de desemejanzas familiares entre Rebecca y su hermana, y me temo que tampoco se entendían demasiado bien; pero los reproches de Mary rara vez escapaban de sus finos labios, pues Rebecca no solo era muy testaruda sino también la preferida de su madre; tal vez porque la anciana también era metida en carnes, y prefería un estilo de sombrero más llamativo del que su hija Mary se avendría a confeccionarle.
Pero he descrito a la señorita Rebecca solamente tal como era en otros días, pues su aspecto de esta noche, mientras pega las etiquetas verdes, contrasta sobremanera con el de hace tres o cuatro meses. Su sencillo vestido gris de guinga y su sencillo cuello blanco no podrían haber colgado en su armario antes de esa fecha; y, aunque no ha adelgazado y los rizos castaños siguen enmarcando sus mejillas mofletudas, hay un cambio en su aire y en su expresión que parece derramar una luz más suave sobre ella, y que la asemeja a una peonía en la sombra, en lugar de a esa misma flor cuando se exhibe en un parterre bajo la ardiente luz del sol.
Nadie podía negar que el evangelismo había convertido a Rebecca Linnet en una persona mejor, ni siquiera la señorita Pratt, la dama enjuta y estirada con gafas que se sentaba frente a ella, y que sentía siempre una extraña repulsión por las mujeres de carnes opulentas. La señorita Pratt era una solterona; aunque habría sido igual de certero definirla como una mujer que se encontraba en el otoño de la vida. ¿Era el otoño de los huertos impregnados de la fragancia de las manzanas, el otoño de los robles pardos, o el otoño de las últimas hojas amarillentas que revolotean en medio de la brisa helada? Las jovencitas de Milby habrían dicho que las señoritas Linnet eran unas solteronas; pero, entre las señoritas Linnet y la señorita Pratt, existía la misma diferencia que entre el septiembre perfumado de manzanas y los días desnudos y gélidos de finales de noviembre. Las señoritas Linnet estaban en esa zona moderada de la soltería en que una mujer sigue diciendo que, si un hombre con la edad y el carácter necesarios le propusiera matrimonio, quizá lograse convencerla para recorrer el resto del valle de la vida en su compañía; la señorita Pratt estaba en esa región ártica en que una mujer tiene la certeza de que en ningún momento de su existencia habría accedido a perder su libertad, y de que jamás había conocido a un hombre al que pudiera obedecer y honrar. Si las señoritas Linnet eran unas solteronas, eran unas solteronas rellenitas, por no decir gordas, con rizos naturales; la señorita Pratt era una solterona con cofia, una trenza postiza, una espina dorsal[96] y otros apéndices. La señorita Pratt era la única literata de Milby: afirmaba tener unos quinientos volúmenes, y, como decía a menudo su hermano, el doctor Pratt, era capaz de conversar sobre cualquier tema; y de vez en cuando tenía sus escarceos con la autoría intelectual, aunque era sabido que nunca había vertido toda su inteligencia en una página impresa. Sus Cartas a un joven en el umbral de la vida y De Courcy o la promesa irreflexiva, un relato para la juventud no eran más que bagatelas que aceptó publicar porque se consideraron de utilidad pública, pero no eran nada en comparación con los manuscritos que llevaba años redactando y tenía sin publicar. Su última composición habían sido seis estrofas dirigidas al reverendo Edgar Tryan (sobre un papel satinado con una bonita cenefa) que empezaban: «¡Adelante, joven luchador por la verdad!».
Como la señorita Pratt había llevado la casa de su hermano durante su larga viudedad, la hija de éste, la señorita Eliza, había tenido la fortuna de ser educada por su tía, y de imbuirse de una fuerte antipatía por todos los gustos y opiniones de esa mujer excepcional. La joven agraciada y silenciosa de veintidós años que está forrando las Memorias de Felix Neff[97], es la señorita Eliza Pratt. Y la dama menuda, mal vestida y entrada en años que trabaja también con diligencia es la señora Pettifer, una viuda muy dispuesta, amén de apreciada en Milby; una persona de lo más respetable para tener en casa cuando alguien enferma, y de una familia demasiado elegante para remunerarla por sus servicios, aunque siempre se le pueden mandar algunas hortalizas que la compensen con creces. La señorita Pratt tiene bastante con hacer comentarios sobre el montón de libros que tiene delante, ya que, con su privilegiada inteligencia, se siente en la obligación de dar su opinión sobre cualquier cosa. Todo lo bueno tenía que ser ungido con el crisma de su aprobación; todo lo malo, castigado con su condena.
—Pueden creerme —dijo, en un tono deliberadamente agudo, como si estuviera dictando a un amanuense—, no puede ser más admirable la selección de obras para la lectura popular que ha hecho nuestro excelente señor Tryan. De haberme confiado esa tarea a mí, no creo que hubiera combinado con tanto acierto la instrucción y la edificación religiosa con un entretenimiento sano. La historia del Padre Clemente[98] es toda una biblioteca sobre los errores del catolicismo. Siempre he pensado que la novela es un género muy apropiado para transmitir las enseñanzas morales y religiosas, como señalé en mi pequeña obra De Courcy, y que, como dijo un brillante escritor en el Crompton Argus cuando se publicó, es el vehículo ligero de una moral de peso.
—Bueno —dijo la señora Linnet, que también tenía las gafas puestas, aunque fuera sobre todo para ver qué hacían las demás—, supongo que no cuesta mucho alejar a la gente de una religión que les hace andar descalzos sobre el empedrado, como a esa niña del Padre Clemente… con todo aquel horror de la cabeza llena de sangre. Todo el mundo ve enseguida que es un credo antinatural.
—Sí —dijo la señorita Pratt—, pero el ascetismo no es la raíz del error, como nos contaba el señor Tryan el otro día, sino la negación de la gran doctrina de la justificación por la fe. Por mucho que haya reflexionado sobre todas las cuestiones a lo largo de mi vida, estoy en deuda con el señor Tryan por haberme abierto los ojos a la importancia trascendental de esa doctrina cardinal de la Reforma. Desde pequeña he tenido un profundo sentimiento religioso, pero en mi juventud la luz del Evangelio estaba oscurecida en la Iglesia anglicana, a pesar de nuestra incomparable Liturgia, y eso que no conozco ninguna obra humana más perfecta y sublime. Como le digo a Eliza, no tuve la suerte de conocer a los veintidós años, como ella, a un clérigo que aúna cuanto es grande y admirable en el intelecto con las virtudes espirituales más elevadas. No soy un juez nada despreciable de los logros de un hombre, y les aseguro que he puesto a prueba al señor Tryan con unas preguntas que son severísimas piedras de toque. Es cierto que a veces lo llevo a unos niveles demasiado elevados para los demás. Un saber profundo… —continuó, doblando las patillas de sus gafas y dejando éstas sobre el libro que tenía delante—, bueno, no hay mucha gente que pueda apreciarlo en Milby.
—Señorita Pratt —dijo Rebecca—, ¿me pasa La fuerza de la verdad de Scott, por favor? Ahí… ese librito que está pegado a La vida de Legh Richmond[99].
—Me encanta ese libro… La vida de Legh Richmond —dijo la señora Linnet—. Cuando descubre lo de esa mujer de Tutbury que fingía vivir sin comer nada. ¡Qué tontería!
La señora Linnet se había convertido en lectora de obras religiosas desde la llegada del señor Tryan, y, como tenía la costumbre de limitar su lectura a los fragmentos meramente profanos, una parte muy pequeña del conjunto, pasaba vertiginosamente de un volumen a otro. Al coger la biografía de un famoso predicador, se apresuraba a abrir la última página para ver de qué había muerto; y, si se le hinchaban las piernas, como a veces le ocurría a ella, crecía su interés por conocer los detalles anteriores de la historia del hidrópico pastor: si se había caído en alguna ocasión de una diligencia, si se había casado más de una vez, y, en general, cualquier aventura o respuesta ingeniosa anterior a la época de su conversión. Luego echaba un vistazo a las cartas y al diario, y, siempre que predominaban Sión, el Río de la Vida, y los puntos de exclamación, pasaba a la página siguiente; cualquier pasaje, sin embargo, en el que viera palabras tan prometedoras como «viruela», «poni» o «botas y zapatos» monopolizaba su atención.
—Son las seis y media —dijo la señorita Linnet, mirando el reloj cuando la criada apareció con la bandeja del té—. Supongo que los delegados habrán vuelto ya. Si el señor Tryan no hubiera prometido amablemente venir a informarnos, habría tenido que ir andando a Milby para saber qué ha pasado. Tenemos mucha suerte de que el señor Tryan se aloje en casa de la señora Wagstaff, pues así puede llevarnos a menudo cuando vamos o volvemos de la ciudad.
—Me gustaría saber si algún otro hombre con la educación del señor Tryan viviría en unos cuartuchos de las tierras comunales, entre un montón de casas miserables, para estar cerca de los pobres —comentó la señora Pettifer—. Me da miedo que su salud se deteriore; no parece un hombre muy fuerte.
—Ah —dijo la señorita Pratt—, tengo entendido que es de una familia muy respetable de Huntingdonshire. Le he oído hablar del carruaje de su padre (por casualidad, claro) y Eliza dice que sus pañuelos son de una batista finísima. Mi vista no es lo bastante buena para apreciar esas cosas, pero sé tan bien como otros lo que es la educación, y está claro que el señor Tryan es muy comme il faut, por emplear una expresión francesa.
—Me gustaría aconsejarle que no utilizara batista fina en un lugar así… con lo mal que lavan, ¡es una vergüenza! —exclamó la señora Linnet—; se la destrozarán. Un buen linón sería mucho mejor. El domingo pasado me fijé en el color de su ropa de lino durante el sacramento. Mary le está haciendo una funda de seda negra para los fajines, pero yo le he dicho que lo que más necesita es que se los laven.
—¡Por Dios, madre! —exclamó Rebecca, con solemne severidad—, haga el favor de no pensar en pañuelos de bolsillo y ropa de lino al hablar de un hombre como él. Y en estos momentos, además, en que quizá tenga que soportar un duro golpe. Lo que más necesita es que le ayudemos con la oración, como Aarón y Jur cuando sostuvieron alzadas las manos de Moisés[100]. Todavía no lo sabemos, pero puede que el mal haya triunfado, y el señor Prendergast haya accedido a prohibir su sermón vespertino. Ha habido dispensas igual de misteriosas, y es obvio que Satán está luchando con todas sus fuerzas para impedir que el Evangelio entre en la iglesia de Milby.
—Jamás habías dicho una verdad tan grande, querida —dijo la señora Linnet, que aceptaba todas las frases religiosas, pero era sumamente racionalista en su interpretación—; pues si alguna vez el Viejo Harry[101] ha adoptado una forma humana ha sido en la de ese Dempster. Por su culpa nos quitaron Pye Croft, diciendo que el título de propiedad no era válido. ¡Infamias de abogado! Como si pagar un montón de dinero no fuera suficiente. Como si tu padre que en paz descanse lo hubiera merecido. Pero ese Dempster algún día caerá. Ya lo verán.
—De su carruaje… ¿Habla de eso? —preguntó la señorita Pratt, que, con el trajín de vaciar la mesa, se había perdido la primera parte de la arenga de la señora Linnet—. Da miedo ver cómo vuelve a casa desde Rotherby, dando latigazos como un loco a su caballo. Mi hermano ha dicho a menudo que cualquier jueves por la noche le avisarían para entablillar algún hueso de Dempster; aunque supongo que eso se acabó, pues sabemos de buena tinta que Dempster le ha prohibido a su mujer que vuelva a llamar a mi hermano para ella o para su madre. Ha jurado que ningún médico tryanita atenderá a su familia. Y creo que el otro día llamaron a Pilgrim para la madre de la señora Dempster.
—¡Pobre señora Raynor! Está dispuesta a cualquier cosa para que haya paz y tranquilidad —dijo la señora Pettifer—; pero a su edad no es ninguna tontería dejar a un médico que conoce tu constitución.
—¡Qué drama para una pobre anciana como ella ver la vida que lleva su hija! —exclamó Mary Linnet—; y su única hija, además, a la que adora.
—Así es —dijo la señorita Pratt—. Nosotros, como es natural, lo sabemos casi mejor que nadie: mi hermano lleva tantos años atendiendo a la familia… En cuanto a mí, nunca me gustó esa boda; e intenté que mi hermano no hiciera caso a la señora Raynor cuando le pidió que fuese el padrino de Janet. «Si quieres aceptar un consejo, Richard —le dije—, mantente al margen de ese matrimonio.» Y el tiempo me ha dado la razón. La propia señora Raynor estaba en contra al principio; pero siempre ha mimado mucho a Janet, y me temo que también le pudo el necio orgullo de tener un yerno con una profesión. Me temo que fue eso. Creo que fui la única que anticipó que sería un desastre.
—Bueno —dijo la señora Pettifer—, Janet solo podía aspirar a ser institutriz; y fue muy duro para la señora Raynor tener que trabajar en una sombrerería: una mujer de su educación, y con un marido que podía ir con la cabeza bien alta en Thurston. Y no todo mundo puede ver lo que ocurrirá dentro de quince años. Robert Dempster era el joven más inteligente de Milby; y no había muchos que estuvieran a la altura de Janet.
—Es muy triste —afirmó la señorita Pratt, prefiriendo pasar por alto el pequeño sarcasmo de la señora Pettifer—, pues Janet Raynor era sin duda la joven más prometedora de mi círculo de amistades; un poco demasiado engreída, quizá, debido a su excelente educación, y demasiado aficionada a la sátira, pero capaz de comentar muy acertadamente cualquier libro que yo le recomendara. Ahora no hay ninguna joven en Milby que pueda compararse a Janet cuando se casó, ni intelectual ni físicamente. La señorita Landor, en mi opinión, está muy muy por debajo de ella. La verdad es que no puedo decir gran cosa sobre la inteligencia de las jovencitas de nuestras familias más distinguidas. Son superficiales… muy superficiales.
—Y Janet fue la novia más hermosa que ha salido jamás de la iglesia de Milby —dijo la señora Pettifer—. ¡Estaba tan elegante! Y le quedaba tan bien el popelín blanco. ¡Y qué sonrisa tan bonita! Pobrecilla, ahora la reserva para sus viejos amigos. Siempre que la veo me dice algo agradable; como vivimos en la misma calle, no puedo evitar tropezármela a menudo, aunque no he vuelto a su casa desde que Dempster me atacó en una de sus borracheras. A veces se me acerca, la pobre, con una pinta tan extraña que cualquiera que se cruce con ella por la calle se dará cuenta de lo que pasa. Pero, a pesar de todo, siempre tiene algún pequeño plan para hacer el bien. Precisamente ayer por la noche me la encontré, y a cinco metros de ella vi que no estaba en condiciones de andar por la calle; pero tenía un cuenco en las manos, lleno de no sé qué para Sally Martin, la niña deforme que tiene tisis.
—Pero está tan en contra del señor Tryan como su marido, según me han dicho —comentó Rebecca—. Su corazón rechaza la verdad, pues creo que compró los sermones del señor Tryan para burlarse de ellos delante de la señora Crewe.
—Bueno, pobrecilla —exclamó la señora Pettifer—. Ya sabe que ella respalda cuanto dice y hace Dempster. Nunca reconocerá delante de nadie que no es un buen marido.
—Es por orgullo —dijo la señorita Pratt—. Se casó con él desoyendo el consejo de sus mejores amigos, y ahora se niega a admitir su equivocación. Incluso con mi hermano (y ya saben lo difícil que es para un médico no enterarse de los secretos familiares) siempre ha fingido tener el mayor respeto por las cualidades de su marido. La pobre señora Raynor, sin embargo, es muy consciente de que todo el mundo está al tanto de la situación. Ya ni siquiera evita hablar del tema conmigo. La última vez que fui a visitarla, me preguntó si había visto a su pobre hija y se echó a llorar.
—Con orgullo y sin orgullo —dijo la señora Pettifer—, yo siempre defenderé a Janet Dempster. Me veló noche tras noche cuando tuve aquel ataque de fiebre reumática hace seis años. Creo que es fácil disculparla. Cuando una mujer no puede pensar en el regreso de su marido sin echarse a temblar, es normal que beba algo para embotar sus sentidos… Y sin tener hijos, además, que puedan apartarla de eso. Es posible que nosotras hiciéramos lo mismo en su situación.
—No hable por las demás, señora Pettifer —protestó la señorita Pratt—. No puedo imaginarme recurriendo a una práctica tan degradante, en ninguna circunstancia. Una mujer debería encontrar apoyo en su propia entereza.
—Pues yo pienso —dijo Rebecca, que consideraba que la señorita Pratt seguía un poco ciega a las cosas espirituales, aunque presumiera de tener más luces que nadie— que encontrará muy poco consuelo si solo confía en su propia entereza. Debería buscar ayuda fuera de sí misma.
Afortunadamente, la retirada de la bandeja del té creó un poco de revuelo, que ayudó a la señorita Pratt a contener su indignación por la osadía de Rebecca al corregirla. ¡Una persona como Rebecca Linnet!, que seis meses antes era la mujer más frívola y presumida que la señorita Pratt había conocido en su vida. ¡Y tan poco consciente de sus deficiencias!
Las señoras se pusieron a trabajar una hora más, mientras el sol se ponía y las nubes doradas que salpicaban el cielo hasta su cenit se volvían cada vez más brillantes. Acababan de sentarse cuando se abrió la verja del pequeño jardín, y la señorita Linnet, en la mesita junto a la ventana, vio entrar al señor Tryan.
—Viene el señor Tryan —dijo, y sus pálidas mejillas se encendieron con un ligero rubor que la mayoría de la gente habría encontrado favorecedor, excepto la señorita Eliza Pratt, cuyos bonitos ojos grises dejaban escapar muy poco a su silenciosa observación.
«Mary Linnet está cada vez más enamorada del señor Tryan —pensó la señorita Eliza—; qué pena ver esos sentimientos en una mujer de su edad, con esos ricitos de solterona. Supongo que se hace ilusiones con el señor Tryan; creerá que puede enamorarse de ella por lo mucho que le ayuda con los pobres».
Al mismo tiempo, la señorita Eliza, mientras inclinaba su hermosa cabeza y sus grandes tirabuzones sobre el trabajo con aparente tranquilidad, sintió un considerable revoloteo interno cuando oyó que llamaban a la puerta. Rebecca tenía mucho menos dominio de sí misma. Demasiado agitada para seguir pegando etiquetas, se agarró a la pata de la mesa para disimular el temblor de sus manos.
¡Pobres corazones femeninos! Dios me libre de reírme de vosotros, y de hacer bromas de mal gusto sobre vuestra vulnerabilidad ante el sexo clerical, como si no hubiera nada más profundo o hermoso en ella que la vulgaridad de buscar un marido. Incluso en estos tiempos ilustrados, a más de un hombre del clero que, considerado en abstracto, no es más que un elegante animal de dos manos con un corbatín blanco, con ideas más o menos anglicanas, y aficionado en secreto a la flauta, lo adora una jovencita con unos hermanos rudos y groseros, o una mujer solitaria que quiere dedicarse en su compañía a las buenas obras, solo porque les parece un modelo de refinamiento y de utilidad pública. Qué tiene de extraño, entonces, que en la sociedad de Milby, tal como he contado que era hace muchísimos años, un ferviente clérigo evangélico, de treinta y tres años, desatara las pequeñas agitaciones que pertenecen a la necesidad divina de amar, tan arraigada en las señoritas Linnet, con sus siete u ocho lustros y sus rizos pasados de moda, como en la señorita Eliza Pratt, con su esplendorosa juventud y sus grandes tirabuzones.
Pero el señor Tryan ha entrado en el salón, y la extraña luz del cielo dorado que cae sobre su cabello castaño claro, peinado hacia arriba, casi parece una aureola. Sus ojos grises, asimismo, resplandecen con un brillo inusitado esta tarde. No es que fueran unos ojos especialmente bonitos, pero su luz cambiante armonizaba de manera perfecta con su expresión cambiante, que reflejaba el carácter paradójico que se observa a menudo en los rubios sanguíneos de piernas largas; al mismo tiempo dulce e irritable, amable y autoritario, indolente y decidido, realista y soñador. Si exceptuamos que sus labios llenos parecían contraerse con esa afectación que a menudo es señal de una lucha por aplacar al dragón, y de que su tez era bastante pálida, lo que indicaba una salud delicada, el rostro del señor Tryan en reposo era el de un típico rubio sin barbas ni bigote; y no había nada en él que le diera cierto aire de distinción, salvo sus delicadas manos y sus bonitos pies.
Era una gran anomalía para la mentalidad de Milby que un hipócrita pastor evangélico, que tomaba el té con comerciantes, y era amigo de mujeres tan vulgares como las Linnet, tuviera ese aire de caballero, y se pareciera tan poco al patizambo señor Stickney de Salem, al que tanto se acercaba en cuestiones doctrinales. Y esta falta de correspondencia entre el físico y el credo había causado la misma sorpresa en la ciudad más grande de Laxeter, donde el señor Tryan había sido antes coadjutor; pues los otros dos clérigos de la Iglesia Baja que había en los alrededores eran un galés de figura oronda y tez grasienta, y un hombre de aspecto melancólico y pelo lacio y moreno que siempre llevaba el corbatín flojo: lo que se espera de unos individuos que repartían folletos de la Sociedad Religiosa Tractariana e introducían himnos disidentes en la Iglesia.
El señor Tryan estrechó la mano de la señora Linnet, se inclinó con aire preocupado ante las demás señoras, y se sentó en la silla enorme de crin de caballo que le habían acercado, mientras todo el mundo interrumpía su trabajo y clavaba los ojos en él, esperando las noticias que tenía que comunicarles.
—Al parecer —empezó a decir, en un tono bajo y argentino—, necesito una lección de paciencia; ha habido algún error en mi forma de pensar o de actuar en relación con nuestro sermón vespertino. He estado demasiado obsesionado con hacer el bien en Milby siguiendo mi propias directrices… He confiado demasiado en mi buen juicio.
El señor Tryan se detuvo. Estaba luchando contra su irritación interior.
—¿Los delegados han vuelto, entonces? ¿Ha cedido el señor Prendergast? ¿Ha tenido éxito Dempster? —fueron las preguntas impacientes de tres damas al mismo tiempo.
—Sí; la ciudad está alborotada. Cuando estábamos en el salón del señor Landor, oímos una fuerte ovación, y enseguida apareció el señor Thrupp, el empleado del banco, que se había quedado en el León Rojo para enterarse del resultado y venía a contárnoslo. Dijo que Dempster había dirigido por la ventana un discurso a la multitud. Repartían bebidas entre la gente, enarbolando pancartas donde se leía en letras muy grandes: «¡Abajo los tryanitas!» «¡Abajo la hipocresía!». Tenían una caricatura horrible de mí tropezando y cayéndome de cabeza del púlpito. El bueno del señor Landor insistió en sacarme de allí en su carruaje; pensaba que no estaría a salvo entre la muchedumbre; pero me he bajado en el cruce. Es evidente que el señor Dempster organizó todo ese revuelo antes de irse. Estaba seguro de su éxito.
Las palabras del señor Tryan habían ido subiendo de tono y de velocidad a medida que las pronunciaba; y añadió, con esa voz de pecho que, tanto dentro como fuera del púlpito, alternaba con un tono más argentino:
—Pero su victoria será breve. Si cree que va a intimidarme con oprobios y amenazas, no sabe con quién está tratando. El señor Dempster y sus colegas acabarán mordiendo el polvo. El señor Prendergast ha traicionado su propia conciencia en este asunto. Sabe tan bien como yo que está volviendo la espalda a las almas de los feligreses al dejar las cosas como están en esta parroquia. Pero pienso apelar al obispo; estoy seguro de su comprensión.
—El obispo no tardará en venir, supongo —dijo la señorita Pratt—, para celebrar una confirmación.
—Sí; pero prefiero escribirle enseguida para exponerle el caso. Y ahora me voy corriendo, señoras, tengo muchos asuntos que atender. Veo que han estado ayudándome mucho —prosiguió el señor Tryan, educadamente, mirando los libros forrados de tela mientras se ponía en pie. Luego se volvió hacia Mary Linnet y añadió—: Creo que nuestra biblioteca va viento en popa. A usted y a su hermana les toca ahora la pesada tarea de la distribución.
Fue muy duro para la pobre Rebecca que el señor Tryan no se volviera hacia ella. Si él supiera cuánto comprendía su sufrimiento por el asunto del sermón vespertino y cuánto interés ponía en la biblioteca… ¡Bueno!, tal vez fuera su sino que no la tuviera en cuenta; y quizá hubiera en eso una señal de que Dios la bendecía. Ni siquiera un hombre bueno sabía siempre qué corazón estaba más cerca del suyo. Pero, un instante después, la pobre Mary sintió una punzada cuando el señor Tryan se volvió hacia la señorita Eliza Pratt; la expresión tensa de su rostro se desvaneció en esa sonriente timidez con que un hombre se dirige casi siempre a una mujer bonita.
—Tengo que agradecerle, señorita Eliza, lo bien que me secunda con sus visitas a Joseph Mercer. El anciano está encantado de que le lea usted en casa ahora que no puede ir a la iglesia.
La única respuesta de la señorita Eliza fue ruborizarse, lo que le dio una apariencia aún más hermosa; pero su tía dijo:
—Sí, señor Tryan; siempre le he inculcado a mi sobrina la importancia de dedicar el tiempo libre a ayudar al prójimo. Su ejemplo y sus enseñanzas siguen el mismo espíritu que yo siempre he perseguido, aunque estamos en deuda con usted por habernos proporcionado una visión más clara de los motivos que deberían empujarnos a las buenas obras. No es que pueda acusarme de haber tenido nunca pretensiones de superioridad moral, pero mi humildad era algo más instintivo que basado en los sólidos fundamentos del conocimiento doctrinal, que tan admirablemente nos imparte usted.
El ruego habitual de la señora Linnet para que el señor Tryan «tomara algo: un poco de vino con agua y alguna galleta» contribuyó enormemente en aquel momento a no tener que responder a la alocución de la señorita Pratt.
—No tomaré nada, mi querida señora Linnet, muchas gracias. Olvida usted que soy un rekabita[102]. Por cierto, cuando he visitado esta mañana a la pobre niña de Butcher’s Lane, de quien había oído que tenía tisis, me he encontrado con la señora Dempster. Me he cruzado a menudo con ella por la calle, pero no sabía que era la señora Dempster. Al parecer, ayuda mucho a los pobres. La verdad es que es una mujer muy interesante. Me he quedado muy sorprendido, pues había oído las cosas más terribles sobre sus hábitos, y que es casi tan ruin como su marido. Se marchó corriendo en cuanto me vio entrar. Pero… —disculpándose— las tengo a todas en pie, y realmente tengo que marcharme. Señora Pettifer, hace tiempo que no tengo el placer de visitarla; aprovecharé la primera oportunidad para pasar un rato con usted. Buenas noches, buenas noches.