Capítulo VI

Al día siguiente, cuando Caterina despertó de su profundo sueño al llevarle Martha el agua caliente, el sol brillaba, el viento había amainado, y las horas de sufrimiento nocturno parecían irreales, una pesadilla, a pesar del cansancio de brazos y piernas y de los ojos doloridos. Se levantó y empezó a vestirse con una extraña sensación de indiferencia, como si ya nada pudiera hacerle llorar; e incluso tenía ganas de estar abajo, rodeada de gente, para librarse de aquel estado de embotamiento.

Casi todos nos avergonzamos de nuestros pecados y locuras cuando nos bendice el sol de la mañana, que aparece como un ángel de alas resplandecientes invitándonos a abandonar el viejo sendero de vanidad que se extiende largo y sombrío detrás de nosotros; y Tina, aunque sabía poco de doctrinas y teorías, tenía la sensación de haber sido necia y malvada el día anterior. Hoy intentaría ser buena; y, cuando se arrodilló para rezar una breve oración (la misma que se había aprendido de memoria cuando tenía diez años), añadió: «¡Oh, Señor, ayúdame a sobrellevarlo!».

Ese día su oración pareció ser atendida, ya que, después de algunos comentarios sobre su palidez durante el desayuno, Caterina pasó una mañana muy tranquila: la señorita Assher y el capitán Wybrow hicieron una excursión a caballo. Por la noche se reunieron a cenar, y cuando Caterina hubo cantado un poco, lady Cheverel, recordando que no se encontraba bien, la mandó a la cama, donde enseguida se quedó profundamente dormida. El cuerpo y el alma deben recuperar las fuerzas tanto para sufrir como para gozar.

Al día siguiente, sin embargo, amaneció lluvioso, y todos tuvieron que quedarse en casa; así que decidieron que sir Christopher enseñara a sus invitadas el edificio, la historia de las reformas arquitectónicas, los retratos y las reliquias familiares. Todo el grupo, salvo el señor Gilfil, estaba en el salón cuando se hizo la propuesta; y, cuando la señorita Assher se puso en pie para seguir a su anfitrión, miró al capitán Wybrow esperando que también se levantara; pero él continuó sentado junto al fuego, volviendo la vista hacia el periódico que tenía en la mano sin leer.

—¿No vienes, Anthony? —dijo lady Cheverel, advirtiendo la mirada expectante de la señorita Assher.

—Preferiría quedarme si no os importa —respondió él, levantándose y abriendo la puerta—; tengo un poco de frío esta mañana, y me dan miedo los cuartos helados y las corrientes.

La señorita Assher enrojeció, pero no dijo nada y salió acompañada de lady Cheverel.

Caterina bordaba en el ventanal. Era la primera vez que Anthony y ella se quedaban solos, y había llegado al convencimiento de que él la rehuía. Pero ahora, sin duda, quería hablar con ella… decirle algo amable. El capitán Wybrow, alejándose de la chimenea, se acomodó en un diván enfrente de Caterina.

—Bueno, Tina, ¿qué tal has estado todo este tiempo?

Tanto el tono como las palabras fueron una ofensa para ella; el tono era tan diferente al de antes, las palabras tan frías e irrelevantes.

—No es necesario que lo preguntes. Te da prácticamente lo mismo —respondió con cierta amargura.

—¿No tienes nada más amable que decirme después de mi larga ausencia?

—No sé por qué ibas a esperar que te dijera algo amable.

El capitán Wybrow guardó silencio. Deseaba con toda el alma evitar alusiones al pasado o comentarios sobre el presente. Y, sin embargo, quería llevarse bien con Caterina. Le habría encantado acariciarla, hacerle regalos y que pensara que era muy bueno con ella. Pero ¡estas mujeres son fastidiosamente tercas! No hay manera de que entren en razón. Finalmente dijo:

—Esperaba que me apreciaras más, Tina, por lo que he hecho, en lugar de guardarme rencor. Esperaba que comprendieras que era lo mejor para todos… incluso para tu felicidad.

—Oh, por favor, no cortejes a la señorita Assher en aras de mi felicidad —replicó Tina.

En aquel momento se abrió la puerta, y la señorita Assher entró a coger su bolso, que estaba sobre el clavicémbalo. Dirigió una mirada penetrante a Caterina, que se había ruborizado, y salió rápidamente del salón diciendo al capitán Wybrow con aire despectivo:

—Si tienes tanto frío no entiendo qué haces sentado al lado de la ventana.

Su prometido no pareció inmutarse demasiado, pero se quedó unos instantes callado; luego se sentó en el taburete del clavicémbalo y, acercándolo a Caterina, le cogió la mano y dijo:

—Vamos, Tina, no me mires así. Seamos amigos. Yo siempre seré tu amigo.

—Gracias —dijo Caterina, retirando la mano—. Eres muy generoso. Pero aléjate, te lo ruego. La señorita Assher puede volver a entrar.

—¡Que se fastidie! —exclamó Anthony, sintiendo cómo le embargaba la fascinación de antaño ante la proximidad de Caterina.

Le rodeó la cintura con el brazo, y acercó su mejilla a la de ella. Sus labios no pudieron evitar encontrarse después de eso; pero al instante, con el corazón a punto de explotar y las lágrimas asomándole a los ojos, Caterina se alejó de él y salió corriendo de la estancia.