Capítulo XXVII

Antes de una semana el señor Tryan estaba instalado en Holly Mount, y no hubo uno solo de sus seguidores que no se alegrara sinceramente.

El otoño ese año fue cálido y luminoso, y a principios de octubre llegó el señor Walsh, el nuevo coadjutor. El buen tiempo, el descanso del trabajo excesivo, y quizá otra influencia benéfica, tuvieron durante unas semanas un efecto visiblemente saludable en el señor Tryan. Al menos, empezó a albergar nuevas esperanzas, que a veces adoptaban la apariencia de nuevas fuerzas. Recordaba los casos en que los enfermos de tisis se mantenían casi estacionarios durante años, sin ese sufrimiento que convierte la vida en una carga para ellos y para los demás; y empezó a luchar contra el deseo de que le ocurriera eso. Luchaba contra él, porque le parecía un indicio de que sentía demasiado apego por las cosas terrenas, y rezaba fervientemente para que su resignación fuera más perfecta, y su abandono a la Divina Presencia, como bien supremo, más absorbente. Sabía bien que no tenía ganas de que su vida se prolongara únicamente para recoger a los vagabundos y ayudar a los débiles: era consciente de que cobijaba un ansia nueva de esas alegrías puramente humanas que, firme y voluntariamente, había desterrado de su vida, de un trago de ese afecto profundo del que le había apartado el oscuro abismo del remordimiento. Pues ahora ese afecto se encontraba a su alcance; lo veía ante él, como un pozo a la sombra de una palmera en el desierto; no podía desear la muerte ahora que podía verlo.

Y así se deslizó el otoño lentamente en su «sereno declive[136]». Hasta noviembre, el señor Tryan continuó predicando sus sermones de vez en cuando, cabalgando por los alrededores para visitar a sus feligreses y recorriendo sus escuelas: pero su satisfacción creciente con el señor Walsh, su sucesor, le ahorró esfuerzos demasiado intensos y preocupaciones desbordantes. Janet pasaba mucho tiempo con él, pues advirtió que le gustaba que ella le leyera en las horas cada vez más largas de oscuridad; y se convirtió en un hábito para ella y para su madre tomar el té en Holly Mount, donde, con la señora Pettifer, y a veces un par de amigos, proporcionaban al señor Tryan el placer insólito de sentarse en compañía junto a su propia chimenea.

Janet no compartía sus nuevas esperanzas, pues no solo había oído decir muchas veces al doctor Pratt que el señor Tryan difícilmente pasaría el invierno, sino que también sabía que el doctor Madely de Rotherby, al que, ante su insistencia, él había accedido a visitar, era de su misma opinión. No era necesario ni deseable contarle al señor Tryan lo que había revelado el estetoscopio, pero Janet estaba al tanto de lo peor.

No sentía ninguna rebeldía ante la perspectiva de perderlo, sino un dolor callado y sumiso. La gratitud por su influencia y sus consejos aunque hubiera sido muy poco tiempo… la gratitud por poder estar con él, y grabar en el ánimo una impresión cada vez más profunda de su comunión diaria… y por ser algo para él en los últimos meses de su vida, era tan inmensa que casi silenciaba su sufrimiento. Janet había vivido ya la gran tragedia de la vida de una mujer. Sus sentimientos más íntimos y profundos los había derramado sobre su primer amor; el afecto herido con sus años de aflicción y el dolor de la compasión inútil, sobre aquel lecho de muerte hacía siete meses. Su pensamiento asociaba al señor Tryan con el reposo de ese conflicto emocional, con la confianza en lo inmutable, con la llegada de un poder al que someterse. Haber tenido la seguridad de su comprensión, de sus enseñanzas y de su ayuda a lo largo de toda la vida habría sido como estar en el cielo: una liberación del miedo y del peligro; pero aún no había llegado el momento de percatarse de que la influencia que él ejercía en su corazón era de otra clase que la del amigo caído del cielo y llegado como un ángel a su prisión, a fin de soltarle las cadenas y llevarla de la mano hasta que ella pudiera volver la cabeza y contemplar con horror las puertas que en otro tiempo la habían encerrado.

Antes de que noviembre llegara a su fin, el señor Tryan dejó de salir. Una nueva crisis le había sobrevenido: su tos cambió, y los peores síntomas se manifestaron tan de prisa que el doctor Pratt empezó a pensar que todo acabaría antes de lo esperado. Janet no se movía de su lado, y nadie pensaba que hiciera nada que no fuera una sagrada ocupación. Se instaló en Holly Mount y, con la ayuda de su madre y de la señora Pettifer, ocupó los dolorosos días y las dolorosas noches con toda la influencia balsámica que los cuidados y la ternura pueden procurar. La habitación del enfermo recibió muchas visitas, empujadas todas ellas por un cariño reverencial; y no creo que hubiera ninguna que no recordara vívidamente años después la escena: la figura pálida y consumida en la cómoda butaca (pues estuvo sentado hasta el final), los ojos grises tan llenos aún de bondad inquisitiva, mientras extendía la mano esquelética, casi transparente, para dar un apretón de bienvenida; y la mujer dulce, también, cuyos ojos oscuros y vigilantes detectaban cualquier necesidad, y la satisfacían con diligencia.

Otras mujeres habrían tenido el corazón y la habilidad de ocupar ese puesto al lado del señor Tryan, y lo habrían aceptado como un honor; pero no podían evitar la sensación de que Dios se lo había concedido a Janet por una serie de acontecimientos demasiado extraordinarios para que la envidia no enmudeciera avergonzada.

La triste historia que casi todos conocemos duró más de tres meses. Las últimas semanas, el señor Tryan estaba demasiado débil y sufría demasiado para recibir visitas, pero seguía pasando el día sentado. Las extrañas alucinaciones de la enfermedad, que parecían haberse apoderado de él con más fuerza en la fatídica crisis, y le habían animado a pensar en una posible mejoría justo cuando la muerte empezaba a acelerar el paso, habían desaparecido, y le habían dejado serenamente consciente de la realidad. Una tarde, casi a finales de febrero, Janet se movía por la habitación, en la penumbra del fuego encendido, preparando unas cosas que necesitarían por la noche. No había nadie más en el dormitorio, y los ojos de él la seguían mientras iba de un lado para otro con la gracia que la caracterizaba, mientras el fuego resplandeciente iluminaba su cara de vez en cuando, y transmitía un fulgor desconocido a su oscura belleza. Incluso seguirla con la mirada era un esfuerzo que tensaba dolorosamente el rostro del pastor; mientras que ella parecía la viva imagen de la vida y la fortaleza.

—Janet —dijo de pronto, con su voz débil; ahora siempre la llamaba Janet.

Ella se acercó al instante, y se inclinó sobre el enfermo. Él abrió la mano mientras alzaba los ojos para mirarla, y Janet posó la palma entre sus dedos.

—Janet —repitió—; vivirás mucho tiempo cuando yo me haya ido.

Sintió una punzada repentina de terror. Pensó que él creía estar agonizando, y se arrodilló a sus pies, sin soltarle la mano, mientras lo miraba, casi sin aliento.

—Pero no me necesitarás tanto como antes… Tienes una confianza inquebrantable en Dios… No te buscaré en vano al final.

—No… no… Estaré allí… Dios no me abandonará.

Casi no podía hablar, aunque no lloraba. Esperaba con ansiedad temblorosa cualquier cosa que él tuviera que decir.

—Démonos un beso antes de separarnos.

Ella levantó el rostro hacia él; y los labios llenos de aliento y de vida se encontraron con los gastados y moribundos en un beso de sagrada promesa.