Capítulo XV
Es un momento maravilloso la primera vez que socorremos a alguien que se ha desmayado y presenciamos el renacer de su conciencia y cómo ésta se extiende por las facciones inexpresivas, al igual que el sol naciente sobre las cumbres alpinas, fantasmales y dormidas bajo la luz plomiza del amanecer. Un ligero estremecimiento, y los ojos de escarcha recobran su luminosidad y transparencia; durante un instante, reflejan la semiinconsciencia de un niño; luego, con un pequeño sobresalto, se abren más y empiezan a mirar; el presente resulta visible, pero solo como una extraña escritura, y la Memoria, su intérprete, todavía no está.
El señor Gilfil sintió una trémula alegría cuando estos cambios se hicieron perceptibles en el rostro de Caterina. Se inclinó sobre ella, frotándole las manos heladas y mirándola con tierna compasión cuando sus ojos oscuros le observaron con sorpresa. Pensó que habría algo de vino en el comedor, que estaba a dos pasos. Salió de la biblioteca, y los ojos de Caterina se volvieron hacia la ventana, hacia la butaca de sir Christopher. Allí estaba el eslabón en la cadena de la conciencia que se había roto; y, cuando los sucesos de la mañana empezaban a reaparecer en su imaginación con la vaguedad de un sueño medio olvidado, Maynard regresó con un poco de vino. La ayudó a incorporarse, y ella se lo bebió; pero seguía callada, como absorta tratando de recordar el pasado, cuando se abrió la puerta y apareció el señor Warren con una expresión que anunciaba algo terrible. El señor Gilfil, temiendo que le diera la noticia delante de Caterina, se le acercó con un dedo en los labios, y lo condujo al comedor, al otro lado del pasillo.
Caterina, reanimada por el estimulante, recuperó la conciencia de lo ocurrido en la Colonia de los Grajos. Anthony yacía allí, muerto; ella lo había dejado solo para avisar a sir Christopher; tenía que volver y ver qué hacían con él; tal vez no estuviera realmente muerto, solo en un trance; a veces las personas se sumían en un trance. Mientras el señor Gilfil explicaba a Warren el mejor modo de dar la noticia a lady Cheverel y a la señorita Assher, impaciente por volver al lado de Caterina, la pobre criatura se dirigió exangüe a la puerta principal, abierta de par en par. Con el ejercicio y el aire puro, cobró nuevos bríos; y, cuánto más fuerte se sentía, más intensa era su emoción y más intenso su deseo de estar donde estaba su pensamiento: en la Colonia de los Grajos, con Anthony. Anduvo cada vez más deprisa y, finalmente, con toda la potencia artificiosa de su exaltación, echó a correr.
Pero no tardó en oír fuertes pisadas, y, bajo la sombra amarillenta cercana al puente de madera, vio a unos hombres que avanzaban lentamente con algo en brazos. Pronto estuvo delante de ellos. Anthony ya no estaba en la Colonia de los Grajos: lo llevaban tendido sobre una puerta, y detrás de él iba sir Christopher, con la mandíbula firmemente apretada, la palidez cadavérica, y la expresión reconcentrada de sufrimiento que denotan el dolor contenido de un hombre fuerte. La visión de su rostro, en el que Caterina no había contemplado jamás un asomo de angustia, suscitó en ella un nuevo sentimiento que, de momento, atemperó todos los demás. Se acercó con dulzura a él, le dio su manita y caminó en silencio a su lado. Sir Christopher no pudo pedirle que lo dejara, así que ella acompañó a aquel triste cortejo a la cabaña del señor Bates en los Musgos, y se sentó sin decir nada, esperando que se aclarara si Anthony estaba realmente muerto.
Aún no había echado en falta el puñal que llevaba en el bolsillo; ni siquiera se había acordado de él. Al ver a Anthony muerto en el suelo, su naturaleza relegó al olvido la nueva inclinación al resentimiento y al odio para retornar al viejo y dulce hábito de amar. Lo primero y más prolongado sigue predominando sobre nosotros; y el único pasado que vinculaba a aquellos ojos vidriosos e inconscientes era el pasado en que éstos resplandecían de ternura al mirarla. Caterina borró de su memoria el intervalo de agravios, celos y odio, toda la crueldad de él y los deseos de venganza de ella; al igual que el exilio olvida la travesía tormentosa entre el hogar y la felicidad y la lúgubre tierra en la que se encuentra desolado.