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La semana siguiente, Chouinard mandó llamar a Cardinal a su despacho. Era casi mediodía.
- A partir de este momento queda destituido de la investigación del caso Shackley-Cates -dijo sin mediar explicación-. Ya sabe por qué.
- Seguramente porque alguien le ordenó destituirme.
- Puede ir a quejarse a Kendall si le apetece. No le servirá de nada.
El jefe de policía estaba de peor humor que Chouinard.
- Usted ha pasado por alto su deber, que sólo era incrementar la seguridad en un mitin político. Como un insensato, ha acusado en falso a un importante hombre de negocios. Y ha roto tantas normas de procedimientos que ni siquiera puedo empezar a contarlas. ¿Y ahora tiene la desfachatez de venir a preguntarme por qué lo han retirado del caso? -¿Ha visto toda la información que tenemos contra Laroche, jefe?
- He visto lo que no tenemos. No tenemos un caso que presentar ante el tribunal. En primer lugar, no podemos probar que Laroche sea Ives Grenelle, por tanto no hay móvil. En segundo lugar, nadie lo vio en el apartamento de la doctora Cates ni en el Loon Lodge. En tercer lugar, no tenemos el arma homicida y por tanto no podemos demostrar tuviese medios para llevar a cabo un asesinato.
- En esta investigación no hay otros sospechosos, jefe. El ADN encontrado en la consulta de la doctora Cates es el mismo que había en el coche de Shackley. Sabemos que quien mató a la doctora mató a Shackley, y sabemos que Laroche tenía un motivo para hacerlo.
- No es cierto. Yves Grenelle tenía un motivo para hacerlo.
- Sólo necesitamos una orden para conseguir el ADN de Laroche. Sé que coincidirá con la sangre que encontramos. Delorme y usted lo saben.
- Yo sé lo que las pruebas me dicen que sé. La Corona acaba de informarle de que no tiene pruebas suficientes para ordenar un estudio del ADN de Laroche. Está claro que usted interpretó esa negativa como un visto bueno para ir a acosarlo.
- Laroche es un asesino, jefe. Debería estar preso.
- Pues no lo va a meter preso haciendo caso omiso de la realidad, Cardinal. Y ahora mismo la realidad apunta a que usted ha sido destituido del caso. Francamente, si no fuera porque acaba de perder a su padre, tendría que considerar suspenderlo. En cambio, diremos que estaba estresado y que eso afectó a su buen juicio. ¿De verdad creyó usted que Laroche perdería la calma y confesaría sólo porque usted lo presionaba?
- Han sucedido cosas más extrañas. El crimen de la doctora demuestra que el asesino se dejó llevar por el pánico.
- El estrés afectó a su buen juicio, Cardinal. Y lárguese de aquí antes de que cambie de parecer.
La tormenta de hielo abandonó por fin Algonquin Bay. Las nubes y la niebla se alejaron pesadamente como las telas de un decorado y el sol brilló de nuevo sobre los bosques relucientes. Poco a poco fueron retirándose las torres caídas, las ramas desgajadas y los árboles destrozados de las colinas y los caminos nevados. El invierno regresó con las típicas rachas de nieve y temperaturas de treinta grados bajo cero. Los habitantes de la ciudad se acurrucaron una vez más dentro de sus abrigos de plumas y, cuando volvió el suministro, encendieron la calefacción a tope.
Ese año, la primavera llegó pronto. Los habitantes de nuevo hicieron apuestas sobre la fecha del deshielo del lago Nipissing. Nadie acertó ni de lejos. A mediados de abril se había derretido el último iceberg en miniatura y, llegado mayo, sólo persistía un único vestigio del invierno en el extremo de Bradley Street, allí donde la calle rodea una serie de colinas bajas que resguardan la costa norte del lago y los camiones del ayuntamiento depositan sus cargas de nieve. Al finalizar el invierno, el vertedero se convierte en una meseta de nieve cristalizada, sucia por fuera debido a la gravilla, la sal y la suciedad, y atravesada de largos cristales por dentro. Esa montaña hecha por el hombre es tan densa que nunca se derrite antes de mediados de julio.
Cardinal y Catherine divisaban la montaña desde allá, algunos trozos de hielo se estaban desprendiendo y destellaban al sol. A lo largo de la costa, abedules y álamos sacaban brotes verde esmeralda. En otros árboles, que Cardinal no llegaba a identificar desde el bote, florecían capullos blancos.
El sol les calentaba la cara y las manos, pero también soplaba una brisa fresca que atravesaba los abrigos y hacía restallar alegremente la bandera de Canadá de proa.
El bote era un pequeño fueraborda de fibra de vidrio que su padre había comprado cuando el joven John Cardinal aún iba al instituto; el motor, un Evinrude 35. La embarcación nunca levantaría olas que hicieran zozobrar una canoa, pero atravesaba el lago Nipissing en un santiamén. Lo curioso de aquel lago era que, pese a ser uno de los espejos de agua más grandes de Ontario después de los Grandes Lagos, era uno de los menos profundos, sólo tenía doce metros de profundidad.
Por eso, incluso una brisa moderada como la que acariciaba el rostro de Cardinal podía arrancar buenas marejadas a sus aguas. Las olas golpeaban con estruendo el casco de la embarcación.
Cardinal y Catherine habían partido del muelle de West Ferris y navegando lentamente habían dejado atrás la ciudad. Se veía la catedral de piedra caliza con su tono blanco hueso, los parabrisas de los automóviles reflejando el sol como si fueran espejos, y a varios deportistas que, enfundados en chándales coloridos, corrían por el paseo que bordeaba el lago.
- Mira esos pobres árboles -se lamentó Catherine al tiempo que señalaba la costa.
Les habían serruchado las copas de cuajo, necesidad surgida de la cantidad de troncos y ramas que la tormenta había quebrado.
Aquellos arces y álamos tardarían años en recuperar su forma natural.
- Estaba mirando los edificios -contestó Cardinal señalando la estructura de ladrillo del complejo de Twickenham y la blanca torre del Balmoral. Desde allí se distinguía el ala principal del Highlands Ski Club-. Ése… ese otro de ahí… y aquél… son propiedad de Paul Laroche, un tipo que no debería andar suelto.
- Y no anda suelto -repuso Catherine-. Al menos no en Algonquin Bay.
- Ni siquiera hemos podido seguirle la pista. Creemos que está en Francia.
- Pues tendrías que considerarlo una victoria parcial, ¿no? Se ha visto obligado a abandonar una vida que le había llevado años construir.
- Eso ya es algo -refunfuñó Cardinal-. Pero yo no lo llamaría una victoria.
Puso rumbo hacia el interior del lago. En esa posición y con viento en contra, la velocidad del motor disminuyó. -¿Quieres hacerlo aquí? -dijo Catherine.
- Es un lugar como cualquier otro, supongo. ¿Puedes guiar tú un rato?
El bote se balanceó mientras marido y mujer cambiaban de lugar.
Acto seguido, Cardinal sacó un recipiente de una bolsa de tela, cortesía de la funeraria.
- Creía que era ilegal echar cenizas en el lago -dijo Catherine-.
Eso dice la ley.
- Es cierto. Lo dice la ley -repuso Cardinal.
Luego intentó abrir el recipiente. Era un objeto romboidal y pesado, hecho de caucho o algún material similar. Pero la urna no tenía ni bordes ni asas de las que tirar y tampoco era posible desenroscar la tapa. -¿Qué te haría la policía si te pillara?
- La policía me obligaría a recogerlas.
- Estoy hablando en serio.
- Pues me multarían con una suma pequeña. Creo que voy a necesitar un abrelatas… -¿Me dejas intentarlo?
- No. Ya he encontrado la herramienta que necesitaba.
Cardinal sacó su cortaplumas y empezó a forzar la tapa de la urna.
Ésta se abrió. Contenía una bolsa de plástico llena de ceniza gris, del tamaño de un paquete de cuarto de kilo de harina. Los trozos más grandes no eran mayores que la uña del meñique del detective.
- Me cuesta creer que ya no esté -dijo Catherine-. Era una persona tan vital…
Con la urna sobre las rodillas, Cardinal quitó el precinto de plástico y abrió la bolsa.
Hasta ese momento, el matrimonio había estado solo en medio del lago, ahora aparecían embarcaciones por todas partes: un velero a unos cincuenta metros, una lancha que se dirigía hacia ellos a buena velocidad, y hasta una canoa que avanzaba pegada a la costa.
- Esperaré a que se alejen -dijo Cardinal. -¿Piensas decir algo cuando las esparzas?
- No lo sé, debería. Me apetece, pero soy un desastre para estas cosas.
- Di lo que sientas, John. Sabes que él te quería.
Cardinal asintió. Respiró profundamente un par de veces para sererarse, pero justo entonces pasó traqueteando una lancha con una pareja y sus dos hijos. Los niños gritaron: «¡Vapor a la vista! ¡Vapor a la vista!», Catherine los saludó con la mano.
- Muy bien, ahí va -dijo Cardinal dándose la vuelta, y se arrodilló en el asiento-. No voy a extenderme, sólo las esparciré y ya está.
- Muy bien, yo mantendré el curso.
El viento sopló con más fuerza, y Cardinal tuvo que acercar el recipiente al agua para que la brisa no devolviera las cenizas al interior del bote. En el momento en que se agachaba, la estela de la lancha les dio de lleno; y el bote se bamboleó. Cardinal tuvo que asirse a la borda.
- Sólo me faltaba caerme, a mi padre le habría encantado.
- Seguro que sí.
Cardinal se enderezó y extrajo la bolsa del interior de la urna.
Luego, con ambas manos, como si estuviera esparciendo semillas en un jardín, sacudió suavemente el contenido. Las cenizas formaron montoncitos arremolinándose en la superficie del agua. En un minuto, la bolsa quedó vacía; para entonces el bote había dejado tras de sí una ancha estela gris. Muchas de las partículas seguían flotando, las demás se las llevó el viento.
- Solamente quiero decir… Supongo que quiero decirle al lago: acepta estas cenizas y sé bueno con ellas. Pertenecen a un buen hombre… -Cardinal tuvo que respirar hondo para continuar-:
Pertenecen a un buen marido, que cuidó de que a su familia nunca le faltara nada. Sé que ya lo he dicho, pero fue un buen hombre… Y ese buen hombre era mi padre.
Cardinal se dio la vuelta y miró hacia delante de nuevo. Estaba exhausto.
Catherine lo cogió del brazo. Después apagó el motor y apoyó la cabeza en el hombro de su marido, en silencio. Cardinal la sintió llorar y estremecerse.
El viento llevó el bote a la deriva y lo hizo girar ligeramente, de modo que la proa quedó mirando una vez más hacia el resplandor de Algonquin Bay. Durante un cuarto de hora, marido y mujer se dejaron llevar por las aguas. Sin decir nada. Entonces Catherine apretó el brazo de su marido y dijo:
- Me gustó lo que dijiste.
Antes de ponerlas en el asiento trasero del bote, Cardinal lavó la bolsa de plástico y la urna en el agua. -¿Quieres que guíe yo?
- No -respondió Catherine-. Yo lo llevo.
Arrancó el motor y, con el murmullo de las olas que chocaban contra el casco, enfiló hacia West Ferris. El viento le despeinaba la cabellera castaña desparramando mechones en todas las direcciones y el sol le coloreó las mejillas. De pronto Catherine volvió a ser la mujer joven con la que Cardinal se había casado treinta años antes.
Él estiró el brazo y posó la mano en su hombro. Catherine se volvió: -¿Qué pasa?
- Nada -repuso Cardinal-. Llévanos a puerto, capitán.