22
Cardinal y Delorme regresaron en coche al Regent Hotel y se retiraron a sus respectivas habitaciones: ella, a una de la planta baja; él, a una de la tercera. La carraca del ascensor se demoraba y Cardinal tuvo que subir por unas escaleras que olían a humedad.
Todo lo que ansiaba era darse una ducha y dormir una siesta antes de cenar, pero apenas se quitó los zapatos alguien llamó a la puerta. Al abrirla vio a Calvin Squier sonriéndole como si fuera un viejo compañero de la universidad.
- Escúcheme, John. Antes de decir nada, deje que me disculpe.
Sé que le causé una infinidad de problemas cuando estuve en el norte.
Por eso quería que supiera que…
Cardinal cerró de un portazo.
- John, he venido a ayudarle. -¿Entonces por qué cada vez que hace algo acabo metido en un follón? -contestó Cardinal tras la puerta.
- Créame, esta vez estoy de su lado al cien por cien. Después de lo que ha averiguado hoy, necesitará la información que he venido a traerle. Además, han cambiado ciertas cosas y necesito contárselo.
Cardinal abrió la puerta de repente. -¿Cómo sabe lo que he averiguado?
- No puedo hablar de esto en medio del pasillo.
Cardinal se hizo a un lado. Squier entró de lado desabotonándose el abrigo.
- Déjeselo puesto -gruñó Cardinal-, no se va a quedar tanto.
Por cierto, ¿cómo ha dado conmigo? Supongo que ya habrá colocado micrófonos en la habitación.
En la cara de Squier apareció cierta vergüenza.
- Claro que no. Verá, Cardinal, yo me fío de usted aunque usted no se fíe de mí. -Y levantó las manos para frenar las acusaciones-. Ya lo sé, ya lo sé, le he causado muchos problemas. Por eso he venido a verle. Para remediarlo, si es que puedo.
- Puede empezar por decirme quién intentó cerrarle el pico a Simone Rouault.
- Yo no, se lo aseguro.
- Nos contó que era francófono, mayor y que dijo ser del SSIC.
Verá que desde mi posición es bastante más fácil creerla a ella que a usted.
- Pudo haber sido uno de los mandos de Ottawa, pero no tengo forma de averiguarlo. Ése es el gran cambio que vine a contarle: he dejado el SSIC. -¿Lo ha dejado?
- Ya me ha oído. Calvin Squier y el SSIC han roto definitivamente.
- Estoy seguro de que ambos saldréis ganando.
Squier se sentó en la cama más cercana y dejó escapar un suspiro largo, como si le afligiera una gran tristeza.
- John, hay momentos en los que un hombre tiene que hacer de tripas corazón y actuar con dignidad. Sucede que no estoy contento de cómo el SSIC ha llevado todo este asunto. He intentado ser un buen soldado, cumplí con mi trabajo y no hice demasiadas preguntas. Pero mi lealtad se acaba cuando tengo que interferir en una investigación de asesinato para obstaculizarla por completo.
- Ajá. ¿ Y qué es lo que ha producido este cambio de actitud?
- La vez que usted me detuvo, supongo. Ese día lo vi todo de forma muy distinta. Yo trabajo… trabajaba para una organización y creía que mis superiores se comportaban con cierta ética. Pero encontrarme de pronto tumbado en el suelo, esposado y con la cara contra el asfalto hizo que me replanteara mi posición. Me di cuenta de que estaba trabajando para una gente a la que le importan un huevo detalles como la verdad y la justicia.
- No vaya a olvidarse del estilo de vida americano.
- Búrlese, quizá me lo merezca. Pero sé que entiende a lo que me refiero. Me uní al SSIC porque creía en ciertos valores, y me he dado cuenta de que mis superiores no los comparten. Verá, usted no era el único que andaba a tientas. El SSIC tampoco me permitió ver los documentos de Shackley y averiguar por qué lo consideraban sospechoso de nivel rojo. Nadie me dio ni una pizca de información, ni me dejaron consultar el expediente, si es que todavía existe. Por eso ya no trabajo para ellos.
- Y ha venido a disculparse…
- Y a ayudar en lo que pueda.
- Acepto las disculpas, Squier. Adiós. -Cardinal abrió la puerta.
- Espere, John, déjeme terminar lo que he venido a hacer y ya no lo molestaré más. Hoy ha ido a ver a Sauvé, estoy seguro de que el ex cabo no fue de gran ayuda.
- Usted no me siguió -dijo Cardinal cerrando la puerta de nuevo-. Nadie me siguió.
- No, pero usted tiene una mente lógica. Y era lógico que comenzara por Sauvé. No le dijo nada, ¿verdad? ¿A que fue como hablarle a una estatua?
- Más o menos.
Squier tomó nota en su agenda electrónica.
- Vale, ya volveremos a Sauvé después. Apuesto a que Theroux tampoco le dijo mucho.
- Hablamos con su mujer -explicó Cardinal-. Acabó siéndonos de mucha ayuda. -¿De veras? ¿Le dijo que no fue su marido quien mató a Raoul Duquette? -¿Cómo se ha enterado de eso?
- Mire el expediente, John. Es lo que viene diciendo desde que condenaron a su marido.
- Pero no públicamente. Ella afirma que fue Yves Grenelle quien mató a Duquette.
- Afirmando eso no iba a llegar muy lejos. En realidad nadie ha oído hablar de Grenelle, y es muy improbable que alguien del GAC lo confirme. Además Grenelle no tenía poder real dentro de la organización. No era miembro del Comando Chénier ni del Comando Liberación. Como mucho, oficiaba de enlace entre ambos. No me crea si no le apetece, pero fíjese en su ficha.
- A Simone Rouault no le costó ningún trabajo creer que Yves Grenelle pudo haber matado a Duquette. Según ella, era un tipo ambicioso y violento que quería dominar el mundo… o por lo menos Quebec. -¿También ha hablado con Simone Rouault? Joder, Cardinal, debería ver las fichas de Rouault que tiene el SSIC. Esa mujer se merece una medalla. ¿Sabe cuánta gente metió en prisión?
- Ella dice que veintisiete.
- Eso es lo que ella cree. No se la informaba de todo.
- En efecto -repuso Cardinal recordando la cara de la mujer cuando evocaba a su amado teniente Fougere.
- Sin duda es una gran mujer, pero no está en posición de afirmar quién mató a Raoul Duquette -continuó Squier.
- Pero conoció a Miles Shackley. -¿Cómo no iba a conocerlo? Él y Fougere estaban muy unidos, y Fougere era quien la supervisaba. Pero Rouault era una informadora de muy bajo nivel, John. Era efectiva, pero de bajo nivel. -¿Me está diciendo que tenían informantes de un nivel más alto? No me irá a decir que Daniel Lemoyne trabajaba para la CIA. -¿Lemoyne? ¿Ese fósil?
- Según tengo entendido, Simone Rouault fue la mejor informante que la Montada haya tenido jamás.
- Lo que intento decirle, John, es que ella sólo puede ayudarle hasta cierto punto. El teniente Fougere murió, y tanto Lemoyne como Theroux se niegan a hablar.
- Con quien necesito hablar es con Yves Grenelle.
- Pues Yves Grenelle desapareció de la faz de la tierra en 1970.
Nadie ha vuelto a saber de él. Trabaje con la información que tiene, Cardinal. Sauvé puede ayudarle; era miembro del GAC. Joder; ese Sauvé prácticamente lo dirigía. Créame, a pesar de sus tendencias criminales, Sauvé sabe todo lo que hay que saber sobre el FLQ.
- Y habla menos que una puta esfinge.
- Muéstrele esto.
Squier sacó de la cartera un sobre de papel manila doblado por la mitad. Cardinal lo cogió y lo abrió -¿Es un vídeo?
- Es un regalito de despedida del SSIC. A diferencia de ellos, opino que hay que hacer algo si un ciudadano estadounidense muere en suelo canadiense. Tal vez esto compense los inconvenientes que le he causado. Ya verá: cuando vea el contenido, al ex cabo de la Montada y ex presidiario Sauvé le entrarán ganas de colaborar.
Squier se puso de pie.
- Me alegro de haber trabajado con usted, John. ¿Sabe?, voy a tomarme un descanso hasta ver qué hago con mi vida. Estuve pensando seriamente en hacerme policía. Eso se lo debo a usted.
- Nunca me lo perdonaré.
- Puede estar seguro de que mi próximo empleo será para ayudar a la gente. Se acabó este mundo donde todo está sumido en el secreto. Si eso es lo que Ottawa quiere, que no cuenten conmigo.
Cardinal tuvo la impresión de que Squier iba a saludar en plan militar, pero el agente se limitó a abotonarse el abrigo y a estrecharle la mano una vez más.
- Siga luchando por las buenas causas -sentenció Squier, y se marchó.
Cardinal esperó unos segundos. Después bajó a la habitación de Delorme y llamó a la puerta. Ella lo recibió en vaqueros y camiseta, todavía tenía el pelo mojado de la ducha. -¿Qué ocurre? -preguntó-. Pensé que nos veríamos más tarde para cenar.
- Calvin Squier, ex agente del Servicio Secreto de Inteligencia de Canadá, vino a hacer las paces. -Cardinal le mostró en alto la cinta de vídeo-. Y me trajo un regalo.
- Me alegro mucho. Ahora dime, ¿dónde piensas verlo?
Regresaron en coche al cuartel general de la RPMC. Pero el sargento Ducharme había salido y no regresaría en todo el día, lo cual era un inconveniente. El joven agente de la recepción no mostró ninguna prisa en facilitar la entrada a dos policías de otra provincia y, lo que era aún peor, de otra fuerza. Después de consultar no con uno sino con dos de sus superiores, llamó a la residencia particular de Ducharme y obtuvo el visto bueno.
Cardinal y Delorme pasaron un buen rato buscando un despacho vacío. Finalmente se les facilitó una sala de interrogatorios provista de aparato de televisión y reproductor de vídeo. La cinta duró poco menos de media hora. Cuando hubo terminado, Delorme se volvió hacia Cardinal:
- Parece que tu amigo del SSIC por fin te ha echado un cable.
- Retiro todo lo dicho. Vamos a cenar, y así podré brindar por Calvin Squier.
Veinte minutos más tarde, los policías ocupaban uno de los reservados del Embassy Restaurant, de Peel Street. Del mismo modo que la definición de «hotel» le quedaba grande al Regent, «restaurante» era demasiada palabra para el Embassy. De acuerdo, el sitio tenía manteles y bancos, una maître, luces suaves, camareras de trajes ceñidos y hasta un letrero de ESPERE SU TURNO, POR FAVOR. Salvo esos detalles, todos los demás elementos del local -desde la carta hasta el tapizado de vinilo, incluidas las inmensas peceras sin peces a la vista- anunciaban a gritos: comida grasienta. -¿Dónde crees que habrán ido a parar los pececillos dorados? -dijo Delorme mientras leía la carta.
- Se habrán largado a otro restaurante -remató Cardinal-. ¿Te apetece quedarte o prefieres ir a otro sitio?
- Estoy molida y hambrienta. Quedémonos. -¿ Qué vas a comer? Yo vaya pedir un chuletón.
- Creo que probaré el especial de marisco.
- Piénsatelo, quizás esté lleno de pececitos dorados.
- Me trae sin cuidado, lo regaré con mucha cerveza.
Una mujer joven y hostil, cuya meta en la vida no era destacar en la hostelería, les tomó nota. Cardinal se contentó con que la joven no se hubiera dirigido a ellos en francés.
Llegaron las cervezas. Cardinal tomó un sorbo de su Labatt, pero enseguida puso cara de asco y miró la botella:
- Sabe rara.
- La que se vende en la provincia de Quebec es diferente. -¿Y por qué diablos la cambian?
- Porque los francófonos canadienses tenemos un gusto más sutil y sofisticado.
- Seguro. Es vuestro sino.
Delorme le hizo una mueca. El pelo suelto se le derramaba en gruesos rizos sobre los hombros. La camiseta roja, con un gato negro diminuto bordado a la altura del esternón, le quedaba tan bien que cualquier otra camiseta se hubiese marchitado en su presencia.
Les trajeron la comida y, para sorpresa de ambos, estaba buenísima.
El chuletón estaba tierno y en su punto, como a Cardinal le gustaba. En la cara de Delorme se traslucía una expresión de inmensa satisfacción. -¿Está bueno el marisco? -¿Bueno? ¡Está delicioso!
La excelente comida les puso de buen humor. Hablaron de lo que habían conseguido durante la jornada y de lo que harían a continuación.
Todavía no tenían un motivo que justificara el asesinato de Shackley pero, si la suerte les sonreía, quizá mañana surgiera alguno. Después pasaron a temas más personales. Cardinal recordó a cierto amigo que Delorme había mencionado un par de veces. -¿No se llamaba Eric o algo así? Por lo que me contaste, parecía un buen tipo.
- Sí que lo era, sólo que creía que tenía derecho a follarse a todas las tías que se le cruzaban en el camino. A veces entiendo por qué las mujeres se hacen lesbianas.
Hubo una pausa. Delorme desvió la mirada un segundo, luego se acercó a Cardinal.
- John, desde que quisiste retirarte el año pasado nunca hemos hablado. Quiero que sepas que te lo pregunto como amiga: ¿todavía te presionan Bouchard y compañía?
- Un poco.
- Lo sabía. ¿Qué te han hecho?
- Me han mandado una postal. A mi casa. -¿Tiene la dirección de tu casa? ¿ Y qué vas a hacer?
- Bouchard todavía va a estar dentro un tiempo. Digamos que tengo mis esperanzas puestas en que meta la pata y le caigan un par de años más.
- Eso podría no suceder, y lo sabes.
- Y hay que tener en cuenta el factor farol. Bouchard ha pasado doce años en chirona, ¿crees que se arriesgará a volver por meterse conmigo? Lo más probable es que sea un capricho de presidiario aburrido.
- Ojalá sea cierto. Si puedo ayudarte, házmelo saber.
- Gracias, Lise. ¿Qué te parece si cambiamos de tema? -¿De qué quieres hablar?
- Cuéntame tu peor cita.
- Uy, qué difícil. He tenido muchas.
Delorme aceptó el desafío y le contó del fanático del tuning.
Empezaron la cita con una multa por exceso de velocidad y terminaron la noche cambiando un neumático pinchado bajo la lluvia. En el transcurso de la cena, Cardinal no pudo evitar notar lo diferente que era Delorme cuando no estaba de servicio. Su compañera tenía un rostro maravilloso y expresivo. Pero en la comisaría solía conducirse con una eficiencia brusca que mantenía a la gente a distancia e-impedía llegar a conocerla demasiado. En cambio ahora, entrada la noche y en una ciudad distinta, Delorme se permitió bajar la guardia. Sus gestos se habían vuelto más enfáticos: los ojos se le salían de las órbitas al describir las chorradas que decía el fanático del tuning y su acento arrastrado y un poco paleto. A Cardinal le emocionó que ella le mostrase su lado más sensible, más femenino y probablemente, supuso él, más francés.
Después de que la camarera quitara la mesa, los dos permanecieron en silencio. -¿Te apetece otra cerveza? -dijo Cardinal.
Delorme se encogió de hombros, sus pechos se marcaron un poco más. Luego le hizo señas a la camarera:
- Una cerveza más, por favor. Y otra Labatt para mi padre.
Al regresar al hotel, una empleada de recepción les pidió en francés que se acercaran.
- Lo siento mucho, señorita Delorme, pero ha surgido un problema. Ha estallado una tubería y se han inundado todas las habitaciones de la planta baja. Me temo que no va a poder dormir en su habitación.
- No tengo inconveniente, me cambiaré a otra.
- Ése es el problema. Estamos completos, ya no queda ninguna habitación. -¿Entiendes lo que me acaba de decir? -dijo Delorme dirigiéndose a Cardinal.
- Más o menos.
- Lo juro, la próxima vez me hospedaré en el Queen Elizabeth, que por lo menos tiene cinco estrellas…
Delorme se volvió hacia la recepcionista y continuó la conversación en francés. Cardinal no entendía mucho, pero admiraba que Delorme no hubiera levantado la voz ni perdido los estribos en ningún momento. Ni siquiera cuando las malas noticias se tornaron noticias peores.
Una vez más, Delorme se volvió hacia Cardinal:
- Me ha dicho que hay un Holiday Inn a dos kilómetros de aquí.
Ellos me lo pagan. -¿Estás segura de que no tienen otra habitación? -y mirando a la recepcionista añadió-: En todo el edificio tiene que haber…
La joven le respondió en un inglés afrancesado:
- Normalmente, sí. No habría ningún problema. Pero hoy ha llegado el equipo de hockey de un instituto y han ocupado toda la primera planta. Lo lamento.
Cardinal sintió pena. De pronto vio a su compañera agotada, abatida.
- Quédate en mi habitación -dijo-. Yo me iré al Holiday Inn.
- Tú no tienes por qué irte. No, de ninguna manera.
- La otra opción es que los dos durmamos en mi habitación.
Tiene dos camas de matrimonio.
Delorme negó con la cabeza.
- Seamos adultos -dijo Cardinal en voz baja-. No voy a saltarte encima, ¿vale? -¿Y que toda la comisaría nos tome el pelo? No, gracias. -¿Quién va a enterarse? Yo no pienso contárselo a nadie.
- Será mejor que me busque otro sitio.
- Ha sido un día muy largo. Estás cansada. Además, tenemos que salir temprano por la mañana. Quédate en mi habitación.
- Que Dios te proteja si abres la boca. Si se lo cuentas a alguien, no me importa a quién sea, no volveré a dirigirte la palabra.
Cardinal se metió en la cama mientras Delorme se cepillaba el pelo en el cuarto de baño. Quiso telefonear a Catherine, pero con su compañera pululando en la habitación se le hacía difícil. Sacó una edición de bolsillo y se obligó a leer algunas páginas.
Cuando la puerta del cuarto de baño se abrió, Cardinal mantuvo los ojos clavados en el libro, pero con el rabillo del ojo vio que Delorme no se había desvestido. Se tumbó de lado hacia la pared para no mirarla.
Pero oyó cómo se desvestía y el ruido de la cremallera.
Finalmente ella se metió en la cama, y Cardinal soltó un largo suspiro. La calefacción estaba a tope. ¿Qué llevaría puesto Delorme debajo de las mantas?
Cardinal volvió a tumbarse de espaldas. Se preguntaba de qué empezar a hablar. No debía ser nada demasiado personal, nada que pudiera parecer provocativo, pero tampoco le apetecía volver a comentar la investigación. ¿Estaría pasándole lo mismo a Delorme? ¿Se preguntaría ella cómo empezar a conversar? ¿Estaría imaginándose cosas?
Y llegó la contestación: Delorme se volvió hacia su pared y apagó la luz de la mesilla de noche.
Lógicamente, ese movimiento permitía muchas interpretaciones. ¿Esperaba ella que diera él el primer paso? Era maravilloso contemplar su melena y sus rizos cubriendo la almohada, la curva de sus caderas bajo las mantas.
Durante la cena Delorme se había burlado de él llamándolo padre.
Sería para ponerme en mi sitio, pensó él, para recordarme los doce años de diferencia. Cardinal apagó la luz de su mesilla de noche y se propuso quitarse de la cabeza a Delorme.
No sirvió de nada. Permaneció tumbado pero despierto durante horas.
Antes de que la llamada de recepción despertara a Cardinal, Delorme ya se había levantado y vestido.
- Te espero en el café -dijo ella, y salió.
Se encaminaron hacia los suburbios del Este, por aquel camino destrozado que llevaba a casa de Sauvé. Había amanecido y desde los sembradíos cercanos soplaba un fuerte viento. Por los reflejos casi metálicos que les arrancaba el sol, los campos se asemejaban a marismas. Cardinal hizo un par de llamadas al consulado británico por el móvil. Una mujer desmesuradamente amable le comunicó que se encargaría de hacer las indagaciones y que se pondrían en contacto con él enseguida. -¿Te sientes bien? -preguntó Delorme después de un rato-.
Estás un poco cascarrabias.
- Estoy cansado -dijo Cardinal-. No pegué ojo.
- Qué raro, yo dormí de maravilla.
Cardinal se preguntó si Delorme estaba refregándole por las narices su indiferencia. Pero lo más probable era que estuviera comunicándole un hecho simple: la atracción física ni se le había pasado por la cabeza.
Tomaron el camino de entrada a la casa y sin proponérselo le bloquearon la salida a Sauvé, que en ese preciso instante estaba dando marcha atrás.
Cuando Cardinal retrocedió, Sauvé abrió violentamente la puerta de su camioneta y tambaleándose enfiló hacia ellos:
- Ya le dije que no tengo nada que hablar con la Montada, la Sureté ni ninguna otra fuerza policial. Así que quítese ya mismo de mi puta entrada.
- Señor Sauvé, ¿tiene reproductor de vídeo? Si no tiene, no se preocupe. Hemos traído uno.
El interior de la casa estaba en peor estado que el propio Sauvé.
En las ventanas ondeaban láminas de plástico, en un intento infructuoso de contener los avances del invierno quebequés. Una de las paredes del salón se sostenía con puntales y toda la extensión del pasillo estaba regada de pedazos de yeso. Cardinal y Delorme se acomodaron en el salón, en un destartalado sofá cubierto con una manta de lana. Sauvé hizo lo propio en un sillón cuyo apoya brazos rasgado soltaba relleno de goma espuma. Un gato sarnoso se le enredaba entre los pies.
Sauvé se aferró a una lata de Molson sentado medio de lado para poder enfocar la televisión con el ojo sano. La cinta había sido grabada en un aparcamiento, desde distintos ángulos y por la noche. En ella se veía a Sauvé descargando de su camioneta cajas con el sello de la Dirección de Tráfico. Dos hombres se bajaban entonces de una furgoneta y las examinaban, luego le entregaban un sobre al ex cabo.
Sauvé se montaba en su camioneta y se marchaba mientras los hombres cargaban las cajas en la furgoneta. Cuando la cinta hubo terminado, Sauvé lanzó su cerveza y la hizo reventar contra la pared. El olor a lúpulo llenó el aire, pero rápidamente se mezcló con el del moho.
- Ciertas personas estarían dispuestas a olvidar este episodio -dijo Cardinal- si usted cooperara con nuestra investigación. Siempre y cuando deje de vender explosivos a la Liga de Autodefensa Francófona.
Sauvé se frotó la barba rala que le cubría las mejillas. Le faltaban tres dedos. Su ojo era un orificio de odio sin fondo.
- Dígame una cosa, detective. ¿Realmente cree que hay mucha diferencia entre la Montada y la gente que usted mete entre rejas?
- Hasta ahora no he conocido a ningún miembro de la Montada que haya alimentado a los osos con una víctima de asesinato. Quizá debería salir más.
- Hace pocos días, Miles Shackley llegó a Algonquin Bay -intervino Delorme-. Pensamos que usted sabría por qué.
- Mire por dónde, hermanita: no tengo ni idea. Hace más de treinta años que no veo a Shackley.
- Pero él le telefoneó hace tres semanas. ¿Por qué?
- Porque era un viejo agente de la CIA y la jubilación le sentó fatal. Puede ser, ¿no? Quizá sentía nostalgia y se puso a llamar a viejos amigos para hablar del pasado y recordar batallitas. ¿Por qué no iba a llamarme?
- Ustedes trabajaron juntos en el Grupo Antiterrorista Conjunto, ¿no es cierto?
- Sí. Nuestra misión era infiltrar topos en el FLQ. Y eso hicimos. -¿Y ambos trabajaban para el teniente Fougere?
- Al principio no. Yo trabajé con él después de que hiciera la cagada. Uy, se me escapó, no debería hablar mal de un muerto, ¿verdad?
Al teniente Fougere se le ocurrió la brillante Operación Coquette, principalmente porque a la coqueta se la cepillaba él. -¿Se refiere a Simone Rouault?
- Sí, ese putón verbenero. Fougere reclutó a su amante y la infiltró en el FLQ. Los tres meses siguientes los pasó incitándola a que intimara con un tipo llamado Claude Hibert. La única pega era que Hibert era mi informante. -¿Hibert ya trabajaba para el GAC?
- Yaya lo conocía antes de unirme al GAC. Era mi informante desde hacía dieciocho meses. Fougere y su putain desperdiciaron meses de trabajo. Así que Shackley y yo lo tuvimos que guiar un poco. Shackley trabajaba para la CIA y era un tipo muy legal. Una de las pocas personas en el mundo con las que se podía contar. Cuando formamos el grupo combinado, él se presentó voluntario. No tenía por qué hacerla, tenía un puesto cojonudo y muy cómodo en Nueva York. »Y además era listo, no como Fougere. Cuando Shackley se presentó ya se había tomado el trabajo de infiltrar a un agente. Las normas de la CIA no le permitían decirnos quien era ni donde estaba.
Pero podía recibir información y contrastarla para estimar su veracidad. En cuanto a todo lo demás, sólo nos permitía saber lo indispensable.
- Pero ustedes necesitarían saber más, digo yo. Si no se arriesgaban a cometer el mismo error que Fougere.
- Vaya y dígaselo a los burros de la CIA. Al final dio igual, porque Shackley y sus jefazos de Langley no coincidían en nada. Él me dijo quién era su topo apenas conocerme: Yves Grenelle. -¿Fue Grenelle quien mató a Raoul Duquette? -¿No ha leído los expedientes? Los que mataron a Raoul Duquette fueron Daniel Lemoyne y Bernard Theroux. Lo confesaron.
Cardinal se puso de pie.
- Veo que tiene prisa por volver al trullo. Al menos le caerán ocho años por vender explosivos a un grupo terrorista. Estoy seguro de que por haber sido poli no le va a faltar cariño en el módulo.
- Le estoy diciendo la verdad, Daniel Lemoyne y Bernard Theroux…
- Todo el mundo sabe que confesaron haber matado a Duquette.
Pero también sabemos que había mucha solidaridad en los comandos.
Quien fuera detenido cargaría con la culpa y quien se libraba se libraba. y Grenelle se libró, ¿no es cierto?
- Sí, se libró. ¿ Y?
- Y Grenelle era el topo de Shackley, ¿no?
- Sí, era el topo de Shackley. ¿Y?
- Y mató a Duquette, ¿no es cierto?
- Si así fue, yo no tuve nada que ver.
- Pero quizá Shackley sí. De repente, en mitad de la Crisis de Octubre, todo el GAC se pone a buscar a Shackley desesperadamente, ¿por qué?
- Quizá porque no se andaba con chiquitas. -¿Eso qué significa? ¿Que Grenelle era más que un informante?
Grenelle era un agente provocador, ¿verdad? Igual que Simone Rouault. Ambos cometían más crímenes que los que evitaban.
- Y si lo era, ¿qué?
- Si Fougere mandaba a su amante a atracar compañías petroleras y poner bombas, imagino que el protegido de Shackley era capaz de cosas mucho peores, como cargarse a Raoul Duquette, por ejemplo.
- Puede ser -dijo Sauvé encogiéndose de hombros.
- Dudo que ésa fuera la política de la CIA. ¿De qué les servía promover una insurrección en un país vecino con el que siempre han tenido buenas relaciones? -¿Sabe qué? Me ha convencido -se burló el ex cabo-. La CIA nunca haría algo así. Estoy seguro de que muchos chilenos estarían de acuerdo conmigo, y también los guatemaltecos, se mueren de agradecimiento. -¿ Está diciendo que ésa era la política de la CIA? -¡Joder! ¿Qué pasa en Ontario? ¿Todavía no ha llegado la sutileza al norte? La CIA no tenía intención de fomentar una insurrección en Canadá, al menos no oficialmente.
- Pero…
- Nada de peros. No diré más. -¿Qué cree que pasará cuando emitan la cinta en el telediario de las seis? -¡De acuerdo, coño! Pero les advierto que es imposible que yo sepa lo que me están preguntando. ¿Quieren que les cuente la política extraoficial de la CIA y comente las operaciones ultra secretas que llevaban a cabo? ¿Cómo esperan que yo sepa eso? Yo era un cabo de la Montada, joder. Aunque si quieren saber qué opino, se lo diré. Gratis.
Pero me están pidiendo que cuente lo que oí y que conjeture todo lo demás. La única razón por la que puedo hacerla es porque Shackley y yo fuimos buenos amigos. Nuestra amistad se basaba en que ambos éramos ovejas negras y nos gustaba cumplir con nuestro deber, costara lo que costara.
- Somos todo oídos.
Sauvé soltó un suspiro interminable y finalmente arrancó en un tono monocorde, como si hubiese estado repitiendo la historia toda su vida:
- En la época de Nixon, el Gobierno de Estados Unidos estaba muy cabreado con Canadá. Primero le sugerimos que levantara el embargo sobre Cuba. Los yanquis están tronados, no se les puede mencionar Cuba. Después, acogimos a todos y cada uno de los desertores de la guerra de Vietnam, déjeme decirle que eso no nos garantizaba el amor y la comprensión de Washington. Tercero, estamos en plena guerra fría, y Trudeau declara Canadá zona antinuclear… ¿Zona antinuclear nosotros, que ni siquiera tenemos un ejército de verdad?
Estados Unidos, con un presupuesto militar de miles de millones de dólares, considera que nosotros nos aprovechamos de su poderío militar sin gastar ni un centavo. Y cuarto, Trudeau lleva el pelo demasiado largo. Creerán que estoy de guasa, pero no. No olviden que el presidente yanqui era Richard Milhous Nixon, el tipo más paranoico del planeta. »Nixon y sus colegas querían un cambio de actitud en el vecino del norte y lo querían de inmediato. Necesitaban un gobierno conservador, una administración que coincidiera con ellos en cuanto a Vietnam y la guerra fría. Según el Departamento Especializado en los Asuntos del Mundo Real que asesoraba a Nixon, la mejor manera de hacerla era acojonar a toda la población canadiense y conseguir que votara a otro presidente. Pero tenían un problema muy gordo…
- Pierre Trudeau.
- Así es, Pierre Trudeau. Eran los días de la Trudeaumanía. ¿Cómo iban a conseguir los yanquis que los canadienses vieran la luz?
Pues se les ocurrió esta brillante idea: si el ambiente en Quebec ya estaba caldeado, ellos se encargarían de ponerlo al rojo vivo y el resto de Canadá se cagaría de miedo. Y cuando el pueblo canadiense viera que Pierre Trudeau reaccionaba como un blando, le daría una patada en el culo y en su lugar pondría a un conservador como Dios manda. Pero ésa no era la política exterior estadounidense, era más bien una posibilidad.
Un proyecto. »El trabajo de Shackley era comprobar la viabilidad de ese plan.
A eso se dedican los servicios de inteligencia: juegan a la guerra, ponen a prueba diferentes teorías. Así que Shackley infiltra un topo en el FLQ y logra situarlo en uno de los puestos más importantes, y justo cuando lo tiene todo a punto para montar el follón, sus superiores de Langley se echan atrás. Le dicen que muy bien hecho pero que la CIA pasa. Ah, y muchas gracias. Pero Shackley tenía una misión y la iba a cumplir, así que siguió supervisando a Grenelle por su cuenta. Por eso tuvo que desaparecer. Y por eso, cuando secuestran a Hawthorne y Duquette, todos los polis de Montreal que salían en busca de Daniel Lemoyne y Bernard Theroux también iban tras Miles Shackley. -¿Cree que Shackley ordenó a Grenelle que matara a Duquette?
Sauvé lanzó un escupitajo a la estufa de propano, que soltó un chisporroteo como de interferencia radial: -¿Y qué coño importa? Raoul Duquette lleva treinta años criando malvas.