19

Llegaron al cuartel general de la División C de la Policía Montada, en Montreal. La atmósfera era tranquila y corporativa. Todo el mundo se comportaba educadamente, y Cardinal se preguntó si no se habrían equivocado de edificio. Delorme y él acababan de registrarse en el Regent Hotel -una caja de hormigón ínfima, carente de encanto y pegada a la autovía-; en comparación con el aséptico interior de la División C era una maravilla.

- Más que un destacamento, esto parece una compañía de seguros -comentó ella.

Para su primera entrevista con el sargento Raymond Ducharme, les habían reservado una sala de interrogatorios diminuta. Por las arrugas que surcaban su cara ruda, Cardinal calculó que Ducharme tendría, por lo menos, sesenta y cinco años. El sargento tenía tipo de nadador y cabeza de filósofo: frente ancha, rasgos marcados y una boca fina y sarcástica. La dentadura era demasiado perfecta para ser suya. -¿Así que son amigos de Malcolm Musgrave? -preguntó Ducharme con un acento francófono reconfortante-. Lo conozco desde que era así -dijo bajando la mano hasta la rodilla. -¿De veras? -se interesó Cardinal-. Me cuesta imaginarme a un Malcolm de ese tamaño. -¿A que sí? -repuso Ducharme-. Yo trabajé con el padre en las buenas épocas. El viejo Musgrave era de los mejores. Tomen asiento, por favor. ¿Les apetece beber algo? ¿Coca-Cola? ¿Café? ¿Seguro que no quieren nada? Muy bien, pues. He tenido oportunidad de echar un vistazo a la fotografía que me enviaron, pero antes me gustaría que me dijeran qué recuerdan de la Crisis de Octubre.

- Fue en 1970 -dijo Cardinal-. El FLQ secuestró a un par de políticos. Murió un ministro del gabinete provincial, se llamaba Raoul Duquette. Eso es todo lo que sé.

- Yo tenía siete años -se disculpó Delorme-. No recuerdo nada. El sargento Ducharme alzó un dedo con gesto pedagógico:

- Entonces es hora de refrescar la memoria.

Cardinal sacó el bolígrafo.

- Estamos en La Belle Province, a finales de los años sesenta -arrancó Ducharme-. Hay huelgas por doquier: de taxistas, de estudiantes… y hasta de la policía. Algunos de los manifestantes se descontrolan y acaban con la cabeza rota. Mueren uno o dos civiles. De esa anarquía nace el Frente de Liberación de Quebec, más conocido como FLQ. El FLQ empieza a poner bombas en buzones de Montreal y Quebec ciudad. ¿Qué reivindican? Que Quebec se escinda de Canadá y se erija como nación independiente. »Hay otras organizaciones que quieren lo mismo: el Partido Quebequés, por ejemplo. La diferencia es que el PQ quiere conseguirlo por medios democráticos. Al FLQ, sin embargo, le importa una mierda el proceso democrático, quiere su propio país de inmediato y utiliza la violencia. »Así que empieza a hacer detonar bombas. Suelen ser pequeñas y casi nunca hacen daño a nadie, pero en las obras de toda la ciudad continuamente desaparecen cajas de dinamita. De hecho, robaron mucha dinamita de la Expo 67, que se suponía que iba a celebrar los cien años de la nación canadiense. Algunos creyeron que era una demostración del sentido del humor del FLQ. Pero lo que en realidad evidenciaba era que algunos miembros del FLQ trabajaban en la construcción. »Sea como sea, van poniendo bombas en buzones. Unas veces en Quebec, otras en Ottawa, pero en general las ponen en los buzones de las preciosas calles de Westmount. En Westmount moran los angloparlantes más ricos de Montreal. Y también sus anfitriones: la División C de la RPMC. -Ducharme hizo un amplio gesto hacia la ventana, algunos copos de nieve caían sobre las verdes laderas de Mount Royal. »Muy pronto las bombas empiezan a mutilar y matar gente. Uno de nuestros artificieros pierde ambas manos mientras intenta desactivar una de ellas. Después muere el guardia de seguridad de un edificio que el FLQ creía vacío. El FLQ se erige en defensor de la clase trabajadora, pero yo dudo de que la mujer del guardia de seguridad estuviera de acuerdo. A esas alturas ya estamos intentando pillar a esos tipos y utilizamos todos los medios a nuestro alcance. »El 5 de octubre de 1970 suena el timbre en casa del cónsul de Comercio Exterior británico, Stuart Hawthorne. La asistenta va a ver quién llama. Ve a un tipo con un paquete alargado: "Regalo de cumpleaños para el señor Hawthorne", dice el tipo. La asistenta abre la puerta y antes de poder reaccionar cuatro desconocidos se han metido en el pasillo. Abren la caja y le pegan el cañón de la ametralladora a la asistenta en la cara. Los hombres sacan a Hawthorne a rastras del baño. Estaba afeitándose. En menos de cinco minutos, el cónsul se encuentra con los ojos vendados tumbado en el asiento trasero de un automóvil. »Los comunicados llegan a los medios. El Comando Liberación del FLQ exige muchas cosas, pero las más significativas son la puesta en libertad de veintitrés supuestos prisioneros políticos, quinientos mil dólares (que ellos llaman impuesto voluntario), y salvoconductos a Cuba para secuestradores y prisioneros políticos liberados. Si no se cumplen todas las exigencias, el señor Hawthorne será ejecutado.

- Pero ¿por qué secuestrar a un extranjero? -quiso saber Cardinal-. ¿Por qué no a un personaje político local?

- Eso era exactamente lo que se preguntaron los demás miembros del FLQ. Pero mientras el Gobierno se apresura en crear un grupo antisecuestros, otra célula del FLQ entra en acción. El Comando Chénier secuestra a Raoul Duquette, ministro provincial de Educación. »El Gobierno trata de ganar tiempo. En aquella época yo estaba en el antiguo Servicio Secreto, con ellos montamos el Grupo Antiterrorista Combinado, el GAC. Lo formaban agentes de la Montada, la policía provincial de Quebec y la de Montreal. En cuarenta y ocho horas ya sabíamos quiénes eran los secuestradores. Lo que no sabíamos era dónde se escondían. Estoy tan convencido ahora como lo estaba entonces de que si hubiéramos tenido otros dos días los habríamos encontrado. Pero cundió el pánico. »El gobierno federal de Pierre Trudeau está a punto de hacer intervenir al ejército. Literalmente. Todo lo que necesita es una carta firmada por el alcalde de Montreal y el premier de Quebec pidiéndole ayuda por "temor a una insurrección". Ésas son las palabras requeridas por el Acta de Medidas de Guerra. Trudeau hace que un ministro redacte las cartas y, como era de suponer, dos horas más tarde las recibe firmadas. Aquel 16 de octubre de 1970, a medianoche, Trudeau declara el estado de sitio y aplica las medidas correspondientes. »De repente ya no necesitamos órdenes judiciales ni tenemos que esperar treinta días para que entren en vigor las acusaciones.

Hacemos redadas y detenemos a todo el mundo. A todo el mundo, desde conductores de taxis hasta cantantes de clubes nocturnos. A todo aquel que hubiera osado hablar de separatismo. Los encerramos a todos y les preguntamos a quiénes conocían. »Fue una vergüenza, porque lo cierto era que nadie conocía a nadie.

De los quinientos cuarenta detenidos, treinta fueron acusados y sólo una docena condenados, generalmente por delitos sin importancia, como tenencia de armas y otras tonterías. No dimos ni con grandes arsenales ni con ninguna red terrorista gigantesca. -¿Suspendieron los derechos civiles? -exclamó Delorme-. Ni siquiera los yanquis lo hicieron después del Once-S. Para los inmigrantes sí, pero no para los ciudadanos estadounidenses.

- Tiene razón -respondió Ducharme-. El Gobierno de Trudeau quiso enviar un mensaje a los terroristas: los actos traerán consecuencias mucho peores que las que estaban dispuestos a asumir. El Comando Chénier entendió otra cosa. Interpretó que todas las negociaciones de los días anteriores habían sido una farsa absoluta. Y al día siguiente respondió asesinando a Raoul Duquette.

- Pero consiguieron rescatar con vida al diplomático -dijo Cardinal-, a Stuart Hawthorne.

- Lo rescatamos, sí. Tardamos dos meses, pero le salvamos la vida. Sus secuestradores escaparon y se refugiaron primero en Cuba y después en París. Pero al cabo de un tiempo todos regresaron aquí y cumplieron condenas no muy largas. Después sentaron cabeza. Los que mataron a Duquette fueron detenidos y encarcelados. Lamentablemente no pudimos probar quién lo hizo, así que todos cumplieron sus doce años.

Lo cual nos remite a la fotografía.

Ducharme mostró la instantánea del grupo que Cardinal había encontrado en casa de Shackley.

- El de la izquierda, con pelo rizado, es Daniel Lemoyne, líder del Comando Chénier. El joven más cercano a la cámara es Bernard Theroux. En su primera confesión dijo que él se había encargado de sujetar a Duquette mientras Lemoyne lo estrangulaba. Luego se retractó de su testimonio y su abogado consiguió que no se tomara en cuenta. -¿Y la mujer? -quiso saber Cardinal-. Parece una adolescente.

- Debía de ser un miembro secundario, si es que militaba. Hasta la fecha no sé nada de ella; del otro joven, el de la barba y la camiseta a rayas, pues tres cuartos de lo mismo. Conozco las caras de los miembros destacados, pero de ésos dos no. -¿No formaban parte del Comando Chénier?

- No lo creo. No recuerdo que así fuera, lo siento. Normalmente podríamos obtener información casi inmediata de todo este asunto era estamos hablando de aquella época lejana en la que no había ordenadores. Hemos pedido los expedientes a Ottawa, están en camino.

El SSIC nos los pidió hace algún tiempo. Todo lo que les he contado se parece bastante a la muerte de Kennedy: cada cinco años algún sabelotodo decide volver a investigar la Crisis de Octubre. En un par de días llegarán los expedientes y ustedes podrán identificar a los otros dos.

- Lo que nos cuenta es difícil de creer -dijo Delorme-. Parece que aquellos años fueron una locura. -¿De veras? -dijo irónicamente Ducharme-. El año pasado la Liga de Autodefensa Francófona puso bombas en las puertas de cafés y restaurantes porque se anunciaban en inglés. Los ánimos todavía siguen caldeados. -¿Y qué me dice de la otra fotografía? -Cardinal señaló una instantánea de Miles Shackley tomada en torno a 1970. Musgrave se la había enviado a Cardinal y a Ducharme. Cuando Cardinal le preguntó cómo la había conseguido, Musgrave le contestó: «Soy de la Montada, Cardinal. Tengo superpoderes».

- Miles Shackley era un yanqui que trabajó con nosotros en la época de la crisis -prosiguió Ducharme-. Varios agentes de la CIA colaboraban con nosotros en el GAC. No me mire así, era perfectamente comprensible. Ellos tenían que vérselas con las Panteras Negras y los Weathermen. El terrorismo estaba cobrando importancia internacional.

No aunar esfuerzos habría sido una necedad. »Aun así, Shackley me traía sin cuidado. Me importaba poco, porque yo estaba en los puestos inferiores de la cadena de mando. Él trabajaba con el teniente Fougere y el cabo Sauvé. Fougere murió hace algunos años, pero por suerte pueden hablar con Sauvé. Ellos tres eran los jefes. Es lo único que recuerdo de Shackley; su expediente llegará con los demás. Espero tenerlo en mi poder en cuestión de días. -¿Qué función cumplía Shackley en el GAC? -preguntó Cardinal.

- De enlace, seguramente. Tal vez tenía otras, no puedo asegurarlo.

Debía de ayudar a rastrear movimientos de dinero y relaciones entre los grupos extremistas. Ah, y creo que andaba detrás de cierto miembro de las Panteras Negras que se encontraba aquí. El FLQ les ofrecía protección cuando se escapaban de Estados Unidos y a cambio los yanquis pagaban con armas.

- Por cierto, Musgrave nos habló de unos números de teléfono -dijo Cardinal.

- Ah, los números. Pues aquí las cosas se ponen realmente interesantes.

Comparado con lo que ocurría en Algonquin Bay, Montreal y sus alrededores estaban teniendo un invierno normal. Había casi un metro de nieve y en las esquinas los montones blancos eran tan altos que Cardinal debía estirar el cuello para ver quién venía por la intersección.

Pero en Montreal también estaba subiendo la temperatura. Las ramas se doblaban bajo el peso de la nieve, los carámbanos se derretían y, al tiempo que Cardinal bajaba por la Autovía 20 hacia los suburbios del Este, los pocos copos que caían pronto se convertían en llovizna. La humedad teñía los troncos hasta dejarlos negros y al salir de la ciudad el paisaje se tornaba invernal y brumoso. Todo en blanco y negro de alta intensidad. A pesar de que Cardinal acababa de comer, el cielo estaba tan oscuro que el día se convirtió en crepúsculo.

Delorme y él se habían repartido las tareas. Ella entrevistaría a un antiguo miembro del FLQ y Cardinal, a Robert Sauvé, segundo al mando del GAC. Sauvé era una de las personas a las que Shackley llamó desde Nueva York. Varias veces.

- Esto es lo que deben saber de Sauvé -les había dicho el sargento Ducharme-. Años después de la Crisis de Octubre (el 13 de junio de 1973, alrededor de las tres y media de la mañana, para ser exactos), una explosión tremenda despertó a los vecinos de Westmount.

Había estallado una bomba delante de la casa de Joseph P. Felstein, fundador de los supermercados Felstein. No quedó un vidrio entero en toda la calle. »La policía llega al lugar de los hechos y se encuentra con un boquete humeante en el suelo y un rastro de sangre que lleva hasta un coche aparcado a media manzana de distancia. Tumbado en el asiento delantero encuentran a un tipo con las manos hechas papilla, le falta media cara y se le salen las tripas. »Lo llevan a un hospital; a quirófano, directamente. El tipo va a morir. Quizá por un milagro de la medicina, el tipo sobrevive. Hay que reconstruirle la mandíbula con alambre, le faltan varios dedos y el ojo izquierdo, pero sobrevive. Sin embargo, no quiere hablar ni decirle a nadie cómo se llama. »A la Policía de Montreal no le cuesta mucho averiguarlo. El coche fue alquilado por un cabo llamado Robert Sauvé, del Grupo Antiterrorista Combinado. ¿Recuerdan cuando la comisión Keable arrastró el honor de la Montada por el fango? Incendiamos un granero que el FLQ usaba para reunirse, hicimos redadas en las oficinas de René Lévesque para obtener sus listados de correos y montamos escuchas ilegales. Por todo aquello, la comisión Keable concluyó que éramos unos chicos muy malos.

- Lo recuerdo -dijo Cardinal-. Salió en las noticias todas las noches durante meses.

- El responsable de todo aquello fue el cabo Robert Sauvé. De no haber sido por él, la Montada todavía estaría a cargo del servicio secreto de este país y el SSIC nunca habría existido. Pues bien, durante semanas Sauvé no dice nada. Los polis de Montreal lo acusan de todo lo que se les ocurre, pero él sigue sin cooperar. »Al juez la actitud de Sauvé no le gusta nada, lo declara culpable de todos los delitos por los que fue imputado y lo condena a doce años. Doce años de cárcel por volarse en pedazos y romper unas cuantas ventanas. De repente Sauvé recupera la voz. »-¿Doce años? -exclama-. ¿Doce años por no hacer daño a nadie salvo a mí mismo? Hice cosas mucho peores cuando estaba en el grupo antiterrorista. Mucho peores. »Esa declaración desató la polémica. El resultado final de todas aquellas indagaciones y comisiones fue la creación del SSIC. Muchos hombres capaces de la Montada se quedaron en la calle. Alan Musgrave fue uno de ellos. -¿El padre de Musgrave? -dijo Delorme.

- A Alan lo pusieron de patitas en la calle. Eso no contribuyó a mejorar el problema que ya tenía con la bebida. Seis meses después se suicidó. Su muerte me rompió el corazón.

- Vaya -suspiró Cardinal-. Con razón Musgrave no puede ni ver a los del SSIC.

- Hay muchas razones para enfadarse con ellos, pero ésa es una de las mejores.

- Lo que no entiendo es por qué Sauvé quería detonar la bomba en casa del dueño de los supermercados -dijo Cardinal.

- Nadie lo sabe con seguridad porque el hijo de puta de Sauvé nunca cooperó. Algunos creen que fue un trabajito que le hizo por libre a la mafia. La familia Cotroni era dueña de otra cadena de supermercados. Los italianos quisieron hacer llegar una advertencia al propietario de la competencia y Sauvé fue el mensajero.

- Vaya cambio de carrera más drástico -dijo Delorme-. ¿Cómo se hace para pasar de agente de la RPMC a esbirro de la mafia?

- Será mejor que se lo pregunte a Sauvé.

Cardinal pensaba si la conexión de Sauvé con la mafia no resultaría en un vínculo con León Petrucci. Por alguna razón al detective le costaba imaginarse a un mafioso de cuarta categoría -conocido sobre todo por controlar el negocio de máquinas expendedoras de gaseosas- ordenando liquidar a un yanqui y a una doctora. Cardinal optó por no prejuzgar y mantenerse atento a esa nueva posibilidad.

Tomó la salida de la autopista y recorrió varios kilómetros por una carretera secundaria, en el trayecto fue dejando atrás granjas de aspecto cada vez más decadente. Al cabo de un rato advirtió una señal torcida que indicaba el camino a Seguinville. Seguinville no llegaba ni a poblado, era un cruce de caminos y poco más. Sobre los campos desolados caía una lluvia ligera. Todavía restaban dos kilómetros en dirección norte, dos kilómetros zigzagueantes por caminos de tierra apenas alisados y llenos de pozos, para llegar a casa de Sauvé.

La vivienda propiamente dicha asomaba visiblemente por detrás de un grupo de abedules entreverados con maleza ensortijada. Desde el camino parecía que la casa tenía dos plantas, pero al acercarse por un camino de entrada desastroso, Cardinal vio que la mitad de la planta superior se había derrumbado. La nieve suavizaba los pedazos sueltos de muro, convertidos en blancos montículos. Durante el verano, aquello seguramente tendría un aspecto todavía peor.

Delante de un granero esquelético, cuya última pared erecta la constituía un anuncio oxidado de cerveza Laurentide, había una camioneta muy abollada. Más allá, sobre unos soportes, se balanceaba una embarcación, con los contornos de la proa y el puente redondeados por la nieve. No se trataba del típico bote que suele haber en la puerta de un garaje o en el jardín trasero de una casa; no era una embarcación de recreo. Era un remolcador de por lo menos setenta años de antigüedad, con la proa elevada como si estuviese desafiando las olas de un río imaginario. La fragilidad de las junturas ya daba miedo en tierra firme, navegando el río San Lorenzo daría pavor.

Aunque Cardinal aún no había salido del coche, Robert Sauvé lo esperaba fuera de la casa. El ex cabo sostenía una escopeta de calibre doce apoyada en la cadera. Incluso a distancia su cara dejaba entrever un hueco cavernoso, no muy distinto del que lucía la casa. Sauvé tenía un ojo clavado en Cardinal y el otro, el de vidrio, ligeramente desviado, mostraba una calma inquietante.

Sauvé no llevaba barba, pero hacía días que esa piel no veía una máquina de afeitar. Dijo una sola palabra, más que saludo fue un desafío:

- Bonjour.

- Perdone -balbuceó Cardinal en francés-. No se me da bien su idioma, ¿habla usted inglés?

El ex cabo no contestó. Cardinal deseó que Delorme lo hubiese acompañado. Lo intentó en inglés: -¿Podría dejar de apuntarme durante unos minutos?

La escopeta no se movió.

Cardinal volvió al francés.

- Mire, no he venido a causarle problemas. Soy policía, en Ontario, y estoy investigando un… -pero no pudo recordar cómo decir «caso» y optó por «asunto». «Estoy investigando un asunto ocurrido en Ontario.» Ahora sí que recibiría una respuesta maravillosa. -¿Es usted de la RPMC? -Las palabras dejaban entrever un fuerte acento francófono pero por lo menos Sauvé le había contestado en inglés.

- Pertenezco a la Policía de Algonquin Bay -dijo Cardinal con las manos bien alejadas del cuerpo-. ¿Quiere ver mi placa? Tengo que sacarla del bolsillo trasero de mi pantalón.

- Hágalo lentamente.

Cardinal sacó la cartera y la desplegó para que Sauvé pudiera apreciar su identificación. El ex cabo dio dos pasos hacia delante y escrutó con su único ojo. -¿Por qué iba a querer hablar conmigo un poli de Ontario?

El lado izquierdo de su boca ni se movió. Su voz sonaba áspera por el desuso. Quizás hacía mucho que no hablaba inglés.

- Tengo entre manos a un ciudadano estadounidense muerto, un ex agente de la CIA llamado Miles Shackley. Trabajaba en Quebec hará unos treinta años, en 1970, para ser exactos. Esta persona estuvo involucrada en la Crisis de Octubre, creemos que su muerte puede tener que ver con aquello. También sabemos que recientemente se puso en contacto con usted. -¿Qué tiene de raro? Un ex agente de la CIA telefonea a un ex cabo de la RPMC. ¿Es ilegal o qué?

- Necesito saber qué quería Shackley. ¿Podemos pasar adentro un rato, señor Sauvé? -dijo Cardinal frotándose las manos-. No estoy acostumbrado a estos inviernos de Quebec, aquí fuera hay bastante humedad.

- No hace frío -repuso Sauvé, inmóvil.

- Usted trabajó en el GAC, codo a codo con Shackley.

- Trabajé con mucha gente de la CIA. El día que raptaron a Hawthorne salieron yanquis de todas partes, como cucarachas. Sólo en el cuartel general había treinta o cuarenta. -¿Cuál era la función de Shackley en el GAC?

- No me acuerdo.

- Tómese el tiempo necesario.

- No necesito tiempo.

Sauvé se dio la vuelta y se alejó cojeando hacia la casa.

- Espere, señor Sauvé. Necesito su ayuda.

Sauvé ni siquiera se volvió. -¿No recuerda cómo era estar metido hasta el cuello en una investigación estancada? Estoy buscando una pista, por pequeña que sea, que me ayude a seguir.

Entonces, con gran dificultad, Sauvé encaró a Cardinal:

- En su momento hablé con cada una de las comisiones de este país. Les dije todo lo que sabía, y aun así pasé doce años de mi vida en prisión. Yo, un ex miembro de la Montada. ¿Se imagina cómo me trataron? ¿Cree que guardo algún respeto a las fuerzas del orden?

- Yo no tengo nada que ver con las personas que lo encerraron.

Sólo intento resolver un asesinato ocurrido en una ciudad pequeña de la provincia de Ontario.

Sauvé subió lentamente los escalones desparejos del porche. Al inclinarse para abrir la puerta en la penumbra, sus dientes destellaron.

Quizá fue un gesto de la cara desfigurada, de la piel tirante sobre la mandíbula reconstruida, pero Cardinal sospechó que el ex cabo Robert Sauvé se había reído de él.