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Primero llegó el calor. Habían pasado tres semanas del Año Nuevo y en Algonquin Bay sucedió lo que nunca sucede en enero: el termómetro superó los cero grados. En poco más de una hora, las negras calles relucían a causa de la nieve derretida.
No había ni rastro de sol. Una capota de nubes se había instalado sobre el campanario de la catedral, y daba la impresión de no querer marcharse. A partir de entonces, los días cálidos se sucedieron en medio de una penumbra opresiva que duraba desde la hora del desayuno hasta el atardecer.
Después vino la niebla.
Como lo harían unos tentáculos, al principio penetró las arboledas y los bosques que rodean Algonquin Bay. Pero llegado el sábado por la tarde, las espesas nubes ya invadían las carreteras. La extensión del lago Nipissing fue difuminándose, hasta desvanecerse por completo. Lentamente la niebla se abrió paso hacia el interior de la ciudad y estrechó el cerco en torno a comercios e iglesias. Una a una, las viviendas de ladrillo quedaron apresadas tras una cortina de un gris sucio.
El lunes por la mañana, Ivan Bergeron ya no alcanzaba a verse la mano. Se había levantado tarde; la noche anterior había ingerido una cantidad poco recomendable de cerveza mientras miraba el partido de hockey. A pesar de no estar a más de veinte metros de la casa, ahora se esforzaba por llegar al garaje, oculto por la niebla. La misma que le rozaba la cara y era tan consistente como una telaraña; hasta sentía cómo se le escurría entre los dedos. Y vaya si alteraba los sonidos. El rumor de los neumáticos sobre el asfalto mojado seguía a los faros antiniebla amarillos que pasaban perezosamente, tras una demora casi diabólica.
Y Shep no paraba de ladrar. Habitualmente era un chucho tranquilo y autosuficiente. Pero ahora, quizás a causa de la niebla, ladraba enloquecido en medio del bosque. Los aullidos perforaban, como si fueran agujas, los oídos de un Bergeron resacoso. -¡Shep! ¡Ven aquí, Shep!
Bergeron esperó unos instantes pero el perro no acudió. Abrió la puerta del garaje y puso manos a la obra sobre la motonieve Ski-Doo maltrecha que había prometido tener reparada el jueves anterior. El dueño pasaría a buscarla al mediodía y el chisme todavía seguía desarmado y sus partes desparramadas por el taller.
El mecánico encendió la radio y las voces de los locutores de la CBC -la emisora estatal de Canadá- llenaron el garaje. Cuando el tiempo lo permitía, Bergeron dejaba el portón del garaje abierto, pero ahora sentía que la niebla de la carretera lo observaba como un monstruo salido de una pesadilla, y eso lo deprimía. Estuvo a punto de bajar el portón, pero los ladridos se hacían cada vez más fuertes; parecían proceder del jardín de atrás. -¡Shep! -gritó Bergeron, y se adentró en la niebla con un brazo extendido, como un ciego-. ¡Calla de una vez, Shep! ¡Haz el favor!
Los ladridos se convirtieron en gruñidos, interrumpidos de cuando en cuando por algún gemido lastimero. Una ráfaga de intranquilidad estremeció el corpachón de Bergeron. La última vez que oyó esos gañidos, su perro había estado jugando con una serpiente.
- Tranquilo, Shep. Ya voy.
Bergeron acortó el paso, como quien camina en una cornisa. Y entornó los ojos.
- ¿Shep?
El perro se encontraba a unos dos metros. Con las patas delanteras arañaba algo, pero Bergeron apenas podía distinguir lo que había en el suelo. Se acercó y cogió al perro por el collar.
- Tranquilo, Shep.
El perro soltó un último gañido y lamió la mano de su amo. El mecánico se inclinó y echó un vistazo a lo que tenía a sus pies.
- Dios santo…
Entonces lo vio. Estaba allí tendido, blanco como la barriga de un pez, con un lado cubierto de pelo y el otro marcado en zigzag por lo que seguramente fuera la correa extensible de un reloj de pulsera. Aunque faltara la mano, no había duda de que el hallazgo de Ivan Bergeron en el jardín trasero de su casa era un brazo humano.
De no haber sido por el retiro voluntario del doctor Ray Choquette, Cardinal no habría tenido que acudir a la sala de espera con su padre. Ahora podría estar en comisaría devolviendo llamadas o, aún mejor, en la calle haciéndole la vida imposible a algún maleante de Algonquin Bay. Pero no, estaba allí con el viejo pegado al culo, esperando ver a un médico que ninguno de los dos conocía. Doctora además, como si Stan Cardinal fuera a hacerle caso a una mujer. Ay, Ray Choquette, con qué ganas te retorcería el pescuezo por vago y desconsiderado, pensó Cardinal.
En cuanto al aspecto, Stan Cardinal era un hombre de ochenta y tres años: tenía el pelo de los brazos blanco y esos ojos llorosos de los viejos muy viejos. Por lo demás, refunfuñó para sí el hijo, el viejo al que acompañaba nunca había superado los cuatro años. -¿Cuánto tiempo más vamos a tener que esperar a esta mujer? -preguntó Stan por tercera vez-. Hace cuarenta y cinco minutos que nos tiene sentados aquí. Por lo visto, el tiempo de los demás le importa poco. Cómo va a ser una médica competente, ¿eh?
- Es como todo, papá: si el médico es bueno, está ocupado.
- Pamplinas. Codicia, eso es lo que es. Pura codicia capitalista.
Yo estaba muy contento trabajando en el ferrocarril y ganando treinta y cinco mil dólares al año, ¿sabes? Habíamos peleado como gatos panza arriba para conseguirlo, vaya si habremos peleado. Pero nadie estudia medicina para ganar sólo treinta y cinco mil al año…
Ya empezamos de nuevo, pensó Cardinal. Hoy toca la perorata 27D. Daba la impresión de que el cerebro del viejo era una colección de cintas grabadas.
- Y si el Gobierno se pone amarrete, estos codiciosos se hacen corredores de bolsa o abogados para ganar toda la pasta que puedan -prosiguió Stan-. Y así nos vamos quedando sin médicos, maldita sea.
- Cuéntaselo a Geoff Mantis. Fue él quien recortó el presupuesto de la seguridad social. -¿Qué importa el número de médicos? -añadió Stan-. Te harían esperar de todos modos porque es una cuestión de clasismo. No es suficiente con que el clasismo exista, lo importante es que se vea.
Haciéndote esperar te están diciendo «los importantes somos nosotros, no ustedes».
- Hay escasez de médicos, papá. Por eso tenemos que esperar.
- Me pregunto qué tipo de mujer se pasa el día revisando gaznates y culos. Yo no me dedicaría a eso, te lo aseguro. -¿Señor Cardinal?
Stan se puso de pie con dificultad. La joven recepcionista salió de detrás de su escritorio con una carpeta en la mano: -¿Quiere que lo ayude?
- No, gracias, puedo solo. -Stan buscó a su hijo con la mirada-. ¿Tú vienes o qué?
- No hace falta que entremos los dos -repuso Cardinal.
- Claro que sí. Tienes que oír lo que me van a decir. Porque tú crees que ya no puedo conducir, y quiero que oigas la verdad.
La recepcionista abrió la puerta del despacho y los hizo pasar.
- Mucho gusto, señor Cardinal. Soy Winter Cates.
La médica no tenía más de treinta años, pero se puso de pie, rodeó el escritorio y se acercó a estrechar la mano de Stan con las tablas de una veterana. Tenía una piel blanca que contrastaba con su melena negra y sus cejas oscuras se fruncieron socarronamente al ver entrar al detective.
- Mi padre me pidió que lo acompañara.
- Mi hijo cree que ya no puedo conducir -explicó Stan-. Pero sé que tengo los pies curados y quiero que mi hijo se lo oiga decir a usted. Por curiosidad, ¿cuántos años tiene, doctora?
- Treinta y dos. ¿Y usted?
Stan soltó un graznido de sorpresa.
- Yo tengo ochenta y tres. -La doctora le señaló la silla que había delante del escritorio-. No, gracias, señorita, no necesito sentarme por ahora.
Los tres permanecieron de pie en medio de la habitación mientras la doctora hojeaba el historial médico de Stan. Winter Cates llevaba el pelo recogido con una horquilla; sin ella, esa melena negra y salvaje se desparramaría por todas partes. La mujer irradiaba una enorme vitalidad que la seriedad de su profesión apenas llegaba a contener.
- Hasta la fecha ha sido usted un hombre sano -dijo la doctora Cates finalmente.
- Nunca he fumado ni bebido más que una cerveza durante la cena.
- O sea, que también es listo.
- Algunos no lo ven así -dijo Stan oteando en dirección a Cardinal. Éste hizo caso omiso del comentario.
- Pero tiene diabetes. ¿Se la controla usted mismo con Glucophage?
- Así es. No le voy a decir que me encanta ensartarme el dedo cada cinco minutos, pero lo hago. Mantengo el azúcar en sangre dentro de los niveles normales. Compruébelo si quiere.
- Eso es justamente lo que voy a hacer.
Stan miró a Cardinal como diciendo: «¿Esta mujer me está faltando al respeto? Porque si me está faltando al respeto.
- El doctor Choquette ha anotado que usted sufre síntomas neurológicos considerables en los pies.
- Eso era antes. Ahora estoy mejor.
- Aquí dice que usted tenía problemas para caminar, incluso para estar en pie. El doctor Choquette debió de prohibirle conducir, ¿verdad?
- No exactamente. Yo no notaba los pies adormecidos, aunque sí recubiertos de esponja. Pero eso no me impedía hacer mis cosas.
Por favor, no le permita conducir, rezaba Cardinal. Se va a matar o va a matar a algún pobre diablo y no tengo ninguna gana de recibir esa llamada.
La doctora Cates acompañó a Stan hasta una puerta que había a la derecha de la estancia.
- Espéreme en la consulta. Quítese los zapatos, los calcetines y la camisa. -¿La camisa?
- Sí, quiero auscultarle el corazón. El doctor Choquette notó cierta arritmia y recomendó que usted fuera derivado a un cardiólogo.
De eso hace seis meses y aquí no veo ningún estudio.
- Mmm… Es que no pude ir.
- Pues muy mal hecho -dijo la doctora Cates.
Su tono estaba tornándose pétreo.
- El doctor Choquette estaba ocupado y yo también. Usted ya sabe cómo es. No hubo tiempo.
- En su familia hay casos de cardiopatías, señor Cardinal. Y usted lo sabe. -La doctora dirigió la mirada al hijo. Fue un repaso frío que él consideraba sexy en una mujer, seguramente porque ella no lo había hecho a propósito-. Será mejor que espere aquí.
- Por mí, estupendo.
Cardinal tomó asiento.
Alguien llamó a la puerta del despacho. Era la recepcionista:
- Perdone, doctora, es Craig Simmons. Insiste en que le diga que sigue esperando.
- Melissa, estoy con un paciente y voy a tener pacientes todo el día. Dígale que no puede aparecer por aquí sin cita previa.
- Lo sé. Se lo he dicho cincuenta veces, pero no me hace caso.
- De acuerdo. Dígale que lo veré cinco minutos, cuando acabe con este paciente. Y también dígale que es la última vez. Perdone… -se disculpó la doctora Cates una vez se hubo marchado la recepcionista.
Sus ojos habían perdido ya la frialdad-. Usted no tenía por qué oír todo esto. Hay gente que no sabe aceptar un no.
La doctora pasó a la consulta y cerró la puerta tras de sí.
Cardinal oía las voces, pero no lo que decían. Mientras esperaba, paseó la mirada por el despacho. En los tiempos de Ray Choquette habían reinado el cromo y el vinilo. Ahora había sillones de cuero, ventilador de techo, dos librerías acristaladas cargadas de libros y una alfombra persa muy tupida que daba al entorno un estilo acogedor y cálido más cercano a un estudio que a un despacho.
Quince minutos después, la doctora Cates salió de la consulta seguida del anciano a punto de estallar.
La doctora cogió un bloc, en el que apuntaba a medida que hablaba:
- Voy a recetarle dos medicamentos. El primero es un drenante, para limpiarle el pecho. El otro es un diluyente sanguíneo, para mantener la sangre fluida. -Arrancó los papeles y se los entregó a Stan-. Con el cardiólogo hablaré yo personalmente. Así me aseguraré de que le dé una cita. Mi recepcionista se pondrá en contacto con usted y le confirmará la hora. -¿Podrá conducir? -preguntó el hijo.
- La doctora negó con la cabeza y un mechón de pelo negro se soltó y se le enroscó en el hombro:
- De conducir, nada.
Aquello fue para el anciano la gota que colmó el vaso. -¡Maldita sea! ¿Le gustaría a usted tener que llamar a alguien cada vez que le apetece salir? ¿Qué sabrá usted a sus treinta añitos? ¿Cómo sabe lo que puedo o no sentir, en los pies o en donde sea? Veinte años antes de que usted naciera, yo ya conducía. Nunca tuve un accidente y jamás me han puesto una multa, ni siquiera por exceso de velocidad. Pero usted dice que no puedo conducir. ¿Qué espera que haga? ¿Que llame a éste cada cinco minutos?
- Sé que es un inconveniente, señor Cardinal. Y le doy la razón, a mí tampoco me gustaría lo más mínimo. Pero hay un par de cosas que debe tener en cuenta. -¿Qué, también me va a decir lo que tengo que pensar?
- Déjeme terminar. -¿Qué ha dicho, jovencita?
- Que me deje terminar.
Muy bien dicho, pensó Cardinal. Más de uno se habría sentido amedrentado por Stan y sus explosiones de cólera, entre ellos su hijo.
Pero esta mujer le había plantado cara.
- Hay dos cosas que debe tener en cuenta. Primero, es probable que sus síntomas neurológicos mejoren. Usted ha estado cuidando su nivel de azúcar en sangre, y eso es lo mejor que podía hacer. En tres o cuatro meses puede haber cambios positivos. Segundo, todo el mundo depende de los demás. Hay que aprender a pedir lo que uno necesita. -¡Por el amor de Dios, es como ser minusválido!
- Pero tampoco es el fin del mundo. Francamente, me preocupa mucho más su corazón. Le he notado muchas secreciones en el pecho.
Concentrémonos en esto; ya nos preocuparemos del tema de conducir más adelante. ¿De acuerdo?
Justo cuando Cardinal y su padre cruzaban la sala de espera, un hombre joven se puso de pie y pasó por su lado. Había algo familiar en él -acaso el pelo rubio y la contextura de culturista-, pero entró en el despacho y cerró la puerta antes de que el detective pudiera identificarlo.
Mientras la recepcionista le explicaba a su padre los detalles del formulario que debía entregar al especialista, Cardinal esperó. Del interior del despacho surgió un intercambio de voces crispadas. -¿La doctora tiene muchos pacientes como ése? -preguntó Cardinal a la recepcionista.
- No es un paciente, es su… Pues, la verdad, no sabría decirle muy bien qué es. -¿Podemos irnos ya? -interrumpió Stan-. No quiero pasar el resto de mi vida en esta consulta.
Cardinal tuvo que tomarse con calma el trayecto hasta la ciudad de Algonquin. Desde hacía varios días, la niebla se había adueñado de la región y había alcanzado la máxima densidad en las laderas de Airport Hill. Enero tocaba a su fin, pero hacía tanto calor como en abril. En esa época del año, lo normal es un cielo de un azul cegador y unas temperaturas tan bajas que hasta imaginárselas da miedo. Sin embargo, la niebla parecía haberse instalado allí definitivamente.
- Por supuesto que no existe el calentamiento global, qué cosas dices… -exageró Cardinal para disipar el enfurruñamiento de su padre.
- Me habló como a un niño de seis años.
- Sólo te dijo la verdad, papá. Decide a alguien la verdad es una muestra de respeto. -¿Te divierte refregármelo por las narices? ¿No tienes nada mejor que hacer?
- Mi trabajo, pero a ti no te gusta.
- Y es cierto, no lo entiendo. ¿Por qué pasas tu tiempo persiguiendo a lunáticos y vagos, o acudiendo a otra de esas rencillas domésticas, a aplacar a maridos borrachos que no pueden ni tenerse en pie? Los dos sabemos que sólo se pilla a un criminal cuando el criminal es más tonto que los pol… ¿Adónde vas, John? Eso que acabas de dejar atrás es mi garaje.
- Perdona. Con esta niebla no veo nada.
- Mira, si se ve la ardilla y todo.
El jardín de Stan Cardinal ostentaba una gigantesca ardilla de cobre, una antigua veleta que había rescatado de una demolición hacía muchos años. La niebla que la envolvía le daba un aspecto de pesadilla.
Con cuidado, Cardinal giró en U y subió hasta el garaje.
- Llámame mañana y te llevaré a ver al cardiólogo. Si no puedo, sabes que Catherine te lle… Espera un segundo, papá. -El móvil estaba sonando. -¿Dónde está, Cardinal? -Era el agente de guardia, la sargento Mary Flower-. Ha ocurrido un IO-47 en la intersección de Main y MacPherson. Necesitamos a todos los efectivos disponibles.
- Voy para allá -contestó Cardinal, y cortó-. Debo irme, papá.
Telefonea a Catherine y dile a qué hora tiene que recogerte mañana.
- Otra gran crisis, ¿eh? Seguro que es una rencilla doméstica.
- No. De hecho, han robado un banco.
El Federal Trust estaba ubicado en Main Street, en el centro de la ciudad. Era una construcción baja, de ladrillo, que no pretendía disimular su modernidad entre el conjunto de inmuebles centenarios que la rodeaban. Cardinal no era cliente pero había entrado allí de niño, de la mano de su padre. Cuando por fin llegó, el detective se topó con tres coches patrulla aparcados de cualquier manera, en medio de la calle y sobre la acera.
Ken Szelagy, un ropero de hombre y «un húngaro loco» según su propia descripción, se hallaba frente a la entrada parloteando por el móvil. Al ver aproximarse a Cardinal saludó alzando la otra mano:
- El tipo se largó hace rato. Estamos intentando que nos den la cinta de las cámaras de circuito cerrado. Va a ser divertido tratar de encontrarlo con esta mierda de niebla, ¿no crees? -¿Hay heridos?
- No, sólo un par de empleados asustados. -¿Delorme está dentro?
- Sí. Parece que tiene todo bajo control.
Además de ser una investigadora de primera, Lise Delorme tenía un carácter sosegado y razonable que venía de perlas para tratar con la ciudadanía. También tenía un tipazo arrollador pero, en estas situaciones, con el carácter sosegado y razonable bastaba. Cardinal había trabajado en varios robos a bancos y sabía que en general se daban situaciones de conmoción que rayaban en la histeria. Pero Delorme ya se había encargado de tranquilizar a las víctimas y hacerlas regresar a sus escritorios hasta que tuvieran que prestar declaración.
El gerente no había visto nada, pero acompañó a los policías hasta la joven empleada de caja que pocos minutos antes había sido encañonada con un arma. Cardinal dejó que su compañera hiciera las preguntas.
- El hombre llevaba un pañuelo a cuadros cubriéndole la cara -dijo la empleada de caja-. Lo llevaba atado por detrás, como los forajidos de las películas de vaqueros. Todo sucedió muy deprisa. -¿Cómo era su voz? -indagó Delorme-. ¿Hablaba raro?
- No llegué a oírlo. No habló, o al menos eso creo. Se plantó ahí, me miró fijamente y deslizó un papel por el mostrador. Yo estaba muerta de miedo. -¿Todavía tiene el papel?
- No -dijo la joven meneando la cabeza-. Se lo llevó.
Cardinal miró a su alrededor y reparó en la bola de papel arrugada que tenía a sus pies. La recogió y tiró de los extremos para no arruinar posibles huellas dactilares. El papel estaba escrito a máquina por uno de los lados; por el otro, y en una caligrafía un tanto particular, advertía: «No diga nada, que disparo. No pulse ninguna alarma, que disparo. Entrégueme todo el dinero que tenga en su cajón».
- Así que vacié el primer cajón y metí todo el dinero en un sobre de papel manila. Se supone que debemos hacer exactamente lo que nos digan. Él guardó el dinero en su mochila. -¿De qué color era la mochila?
- Roja. -¿Está segura de que el ladrón no pronunció palabra? -insistió Delorme-. Sé que todo ocurrió muy deprisa, pero intente recordar.
- Me dijo: «Hágalo y no diga ni mu», o algo por el estilo. Ah, y también dijo: «Dese prisa». -¿Tenía acento? ¿Hablaba inglés o era francófono?
El acento de Delorme era francocanadiense, pero Cardinal sólo lo percibía cuando su compañera se enfadaba.
- Tenía tanto miedo de que me disparara que ni siquiera me fijé -dijo la empleada.
- Válgame Dios, ha sido Etmundo -exclamó Cardinal al ver el dorso de la nota, y alejándose del mostrador gesticuló a Delorme para que se le acercara. -¿Quién diablos es Edmundo? -inquirió su compañera.
Antes de servir en la Brigada de Investigaciones Criminales, Delorme había trabajado durante seis años en Investigaciones Especiales, un trabajo de oficina fundamentalmente. De ahí las lagunas en su conocimiento de la fauna criminal local.
- No es Edmundo, sino Etmundo.
Significa: «El Criminal Más Tonto del Mundo». Etmundo es el seudónimo de Robert Henry Hewitt. -¿Y tú conoces al tal Hewitt?
Cardinal le entregó la nota.
- Cógela por el extremo, así.
Delorme leyó el papel por ambos lados y respiró hondo:
- Es una orden de detención pasada de fecha. ¿El tipo ha escrito la nota en el dorso de una orden de detención expedida a su nombre? No me lo puedo creer.
- Nadie obtiene el título de «Criminal Más Tonto del Mundo» así como así. Robert Henry Hewitt es todo un campeón, y da la casualidad de que sé dónde vive.
- Y yo. La dirección también consta en la orden.
Robert Henry Hewitt vivía en el sótano de una casa venida abajo, apretujada en la grieta de un afloramiento rocoso que daba a la parte trasera del Instituto Ojibwa. Cardinal detuvo el coche en medio de un remolino de niebla gris. Apenas se distinguía la hilera de cubos de basura abollados al final de la entrada.
- Parece que hemos llegado antes que él. -¿Qué te hace pensar que va a volver, si todavía no ha llegado?
Cardinal se encogió de hombros:
- Es la cosa más tonta que se me ocurre. -¿Qué coche conduce?
- Un Toyota naranja del siglo pasado, hasta los neumáticos están oxidados.
Antes de ver el vehículo naranja oyeron el ruido. Parecía una colección de efectos sonoros para dar vida al Hombre de Hojalata de El Mago de Oz.
Traqueteando, el Toyota pasó muy cerca del coche de los policías. Al subir la entrada para vehículos, el tubo de escape suelto rozó el bordillo.
- Abre la puerta -dijo Cardinal-. Hay que prepararse por si pasa algo.
- Va armado, ¿no deberíamos pedir refuerzos? -increpó Delorme calibrando la reacción de su compañero con una mirada seria.
Cardinal pensaba mucho más de lo que debía en esos ojazos castaños.
- Técnicamente, sí -dijo-. Aunque, por otra parte, conozco a Robert y no creo que corramos un riesgo tan grande.
La única luz trasera del Toyota fue debilitándose asta apagarse.
Cardinal y Delorme bajaron del coche. Dejaron las puertas abiertas para no hacer ruido y se acercaron al Toyota por el asfalto mojado.
Un tipo esmirriado de melena pelirroja muy rizada, con un pañuelo a cuadros al cuello, se apeó del Toyota y abrió el maletero. Sacó una bolsa llena de comestibles con el logotipo de los supermercados Food-Mart. Por último se echó al hombro la mochila roja y con el codo cerró estruendosamente el maletero. -¿Robert Henry Hewitt?
El tipo dejó caer la mochila y la bolsa, y echó a correr. Pero Cardinal consiguió cogerlo de la chaqueta y ambos rodaron por el suelo hechos un revoltijo de brazos y piernas. Tirando de la prenda, Cardinal puso al sospechoso en pie, y el genio criminal de Algonquin Bay acabó tumbado boca abajo sobre el capó del Toyota con las piernas separadas.
- Si se mueve, dale un cachete en el culo -dijo Cardinal. Palpó al sospechoso de arriba abajo y en uno de los bolsillos encontró una pistola-. ¿Un arma de fuego? Vaya, vaya…
- Es de juguete -se apresuró a decir Hewitt-. No quería hacerle daño a nadie. -¿No querías hacerle daño a nadie, dónde?
- En el banco, ¿dónde si no?
- Robert, ¿qué es lo que te digo cada vez que nos vemos?
Etmundo echó una mirada por encima del hombro. Al reconocer a Cardinal desplegó una dentadura en estado calamitoso. -¡Ah, es usted, señor Cardinal! ¿Qué tal está? Justamente estaba pensando en usted.
- Robert, ¿qué es lo que te digo cada vez que nos vemos?
Etmundo se tomó unos segundos para meditar la respuesta.
- Me dice: «No te metas en líos, Robert».
- Pero nadie me hace caso, es una verdadera lástima -dijo Cardinal retóricamente-. Mire dentro de la mochila, sargento Delorme.
Yo diría que tenemos «motivos justificados» para comprobar el contenido.
Delorme abrió la cremallera y del interior de la mochila sacó un sobre de papel manila con el logotipo del Federal Trust en un ángulo. Lo abrió y le enseñó el contenido a Cardinal.
El detective hizo patente su sorpresa con un silbido:
- Vaya botín, ¿eh, Robert? Parece que casi te fugas con decenas y decenas de dólares.