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Las oficinas del fiscal de la Corona se encontraban en MacIntosh Street. Era un edificio de cemento, ofensivo y feo, que albergaba también la delegación local del Ministerio de la Comunidad y Asuntos Sociales, ubicado justo frente al periódico local, el Algonquin Lode.
Ubicación ideal para que el fiscal Reginald Rose pudiese airear públicamente sus opiniones. Algo que, por cierto, hacía con cierta frecuencia.
Todo lo relacionado con Reginald Rose era largo. Él también era alto, delgado y ligeramente encorvado, rasgos que le daban aspecto de catedrático.
Sus dedos alargados manejaban con elegancia documentos, pruebas y hasta el nudo de la corbata. Rose tenía debilidad por las corbatas rojas, las camisas blancas almidonadas y los tirantes rojos.
Cuando no llevaba su habitual blazer azul, se asemejaba a una bandera canadiense recién estrenada.
El fiscal se dirigía a un grupo reunido en torno a una larga mesa de roble. Grupo extraño, rumió Cardinal. Además del desgarbado de Rose, estaban presentes: Robert Henry Hewitt (alias Etmundo), cuya larga cara casi rozaba la mesa; Bob Brackett, el abogado de oficio, un gordo bonachón e inofensivo por fuera, pero un abogado penalista letal por dentro; y el propio Cardinal, tan incómodo por fuera como por dentro. El detective solía estar seguro de qué lado de la ley estaba, pero en esta ocasión tenía sus dudas.
- Antes que nada -dijo el fiscal Rose- debo advertirles que en este caso no pienso llegar a un acuerdo. ¿Por qué debería hacerla?
Todas las pruebas, y hay montañas de ellas, indican que Robert Henry Hewitt es culpable de robo a mano armada. Y no es ligeramente culpable, sino absoluta, total e indiscutiblemente culpable. Hasta contamos con su declaración de culpabilidad.
- Obtenida sin asesoramiento legal, por supuesto.
- Señor Brackett, permítame terminar. Tenemos la declaración de culpabilidad de su cliente, el metálico robado que había en su mochila, el pañuelo a cuadros que le cubría la cara y la nota con la que comunicó su intención de robar. Es cierto que ésta es de una calidad gramatical espeluznante, pero sin duda fue escrita de su puño y letra, en el dorso de la orden emitida con ocasión de su última detención; orden en la que coincidentemente figuran su nombre y dirección.
Dígame, ¿por qué debería la Corona llegar a un acuerdo?
Bob Brackett se inclinó sobre la gran mesa. Llevaba un traje de raya diplomática impecable. Sus trajes siempre lo eran, quizá porque proporcionaban líneas rectas a una figura que carecía de ellas. Los trajes de raya diplomática no son, ni mucho menos, una rareza en el mundo de los abogados, pero la argolla de oro que relucía en el lóbulo izquierdo de Bob Brackett sí lo era, especialmente si uno tenía en cuenta que se trataba de un hombre rellenito, de unos cincuenta años y medio calvo. Bob Brackett nunca había contraído matrimonio, lo cual en una ciudad tan pequeña como Algonquin Bay era razón suficiente para el rumor. Si a eso se le añadía la argolla de oro, los rumores se tornaban cotilleos en toda regla. Pero eso a sus clientes les traía sin cuidado; mientras estuviera de su lado, el letrado podía acudir a defenderlos hasta luciendo un tutú.
- Hágame el favor, señor Rose. -La voz de Bob Brackett era suave, razonable, amistosa-. ¿No se enorgullece usted de su trabajo? ¿Tan desesperado está por obtener condenas que tiene que acusar a un joven disminuido y encerrado durante quince años?
- Si consigue que su cliente se declare culpable, pediré que lo condenen sólo a diez.
Brackett se volvió hacia Cardinal. Éste estaba preparado para comentar el caso Matlock y la ayuda que Etmundo había prestado a la policía. Lamentablemente, Brackett tenía otra cosa en mente:
- Detective Cardinal, según tengo entendido ustedes, en comisaría, tienen un mote con el que se refieren a mi cliente.
Cardinal tosió, en parte por la sorpresa y en parte para demorar los acontecimientos:
- No creo que haga falta hablar de ello ahora. ¿No íbamos a tratar lo de…? -¿Tienen o no tienen ustedes en comisaría un mote para mi cliente? -La voz de Brackett en ningún momento había variado su tono de consulta amable.
- El detective Cardinal no está declarando en un tribunal -interrumpió el fiscal Rose-. No ha venido a ser interrogado.
- No lo estoy interrogando. Cuando lo interrogue, el detective se enterará de inmediato. Por ahora, sólo le estoy haciendo una pregunta sencilla.
- Tenemos motes para la mayoría de los clientes con quienes tratamos -dijo Cardinal-, pero no son para que sean utilizados por civiles.
- No me interesan sus otros clientes, como los llama usted. ¿Cuál es el mote que le adjudicaron a mi cliente?
- Etmundo. -¿Etmundo? Es un alias muy curioso. ¿Nos lo puede deletrear, si es tan amable?
- Et-mun-do. Con te.
- Curiosa ortografía, además. ¿Qué significan el nombre y la te?
- Preferiría no decirlo delante de Robert.
Brackett desplegó una sonrisa benevolente, pero no cejó ni un milímetro en su empeño:
- Aun así, detective, nos gustaría oír su respuesta.
- La te significa tonto. Etmundo significa «El Criminal Más Tonto del Mundo». Lo siento, Robert.
- No pasa nada -dijo Hewitt con ambos codos apoyados en la mesa y la barbilla entre las manos.
Cuando hablaba, la cabeza subía y bajaba como una boya flotando en el agua. -¿Así que lo llamáis «El Criminal Más Tonto del Mundo»? ¿Y por qué? -El rostro de Brackett no denotaba malicia alguna. Parecía decir:
«Sólo le pido que me diga lo que sabe, por favor…».
- Creí que esto lo íbamos a hablar entre nosotros tres.
- Nada de eso, detective -repuso Brackett-. Nadie le ha dicho eso jamás. Ahora dígame, ¿por qué la policía se refiere a mi cliente como «El Criminal Más Tonto del Mundo»?
- Porque no es competente. Comete errores tontos.
- Muy cierto. El señor Rose tiene en su poder la nota que mi cliente usó para atracar el banco. Es la prueba número uno.
El fiscal dio unos golpecito s en su bloc de notas con la goma del lápiz:
- En ocasiones anteriores, su cliente ha demostrado ser mentalmente capaz de contribuir a su defensa y entender la naturaleza de los crímenes por él cometidos. ¿Espera que crea que eso ha cambiado de repente?
Brackett esbozó una sonrisa de querubín:
- Señor Rose, si quiere perseguir a los retrasados con tanto ensañamiento, quizá debería enviar a mi cliente a Estados Unidos. Allí lo ejecutarían.
- No por robo. Todavía no. -¿Puedo continuar?
- Nada me complacería más.
- Detective Cardinal, creo que a pesar de sus limitaciones mentales mi cliente ha sido de gran ayuda para la policía recientemente. ¿Es eso cierto?
Por fin, pensó Cardinal regocijado, y dijo:
- Robert confundió un poco los detalles, pero nos confió la conversación que tuvo con un delincuente fichado llamado Thierry Ferand. Éste le dijo que un hombre venido de Estados Unidos había matado a Paul Bressard y se había deshecho del cuerpo en el bosque.
El representante de la Corona lanzó el lápiz contra el bloc con tanta fuerza que botó y fue a parar al suelo: -¡Paul Bressard está vivito y coleando, por el amor de Dios! Lo he visto esta misma mañana. Le aseguro que es difícil olvidar a un hombre enfundado en un abrigo de piel de mapache.
- Como le acabo de decir, su señoría, Robert se equivocó en los detalles. -¿En los detalles? Pero si fue una declaración totalmente falsa.
El señor Brackett alzó un dedo regordete en el aire:
- Detengámonos un segundo, por favor. Concentrémonos en la información facilitada por el señor Hewitt que sí era correcta.
- Pues una vez que nos percatamos de que había confundido algunos nombres -explicó Cardinal-, resultó que la información era cierta. Es decir, Paul Bressard no había sido asesinado y enterrado en el bosque, pero admitió haberse deshecho de un cadáver en el bosque. El muerto era, de hecho, un ciudadano de nuestro vecino del sur: un estadounidense llamado Howard Matlock. O sea, Robert sólo confundió los detalles.
- Muchas gracias, detective. Su ayuda ha sido inestimable -dijo Brackett quitándose las gafas y limpiándolas con el dorso de la corbata; otro gesto estudiado para subrayar lo inofensivo que era-. ¿No sería justo entonces destacar que la policía no habría sabido de este asesinato sin la ayuda de mi cliente?
- No exactamente. Robert nos avisó antes de que apareciera el cuerpo, pero quien dio el parte fue la persona que encontró el cadáver, mejor dicho, un trozo del cadáver. Pero Robert nos dio el nombre de Paul Bressard, y a nuestros ojos lo convirtió en sospechoso mucho antes de poder confirmarlo nosotros. Es decir, en términos generales yo diría que cooperó y que fue muy útil en la investigación.
- Gracias, detective -dijo Brackett, y se volvió hacia el representante de la Corona-. Como verá, señor Rose, la oficina del fiscal de la Corona tiene ante sí una elección. Puede hacer recaer todo el peso de la ley sobre un joven mentalmente disminuido o llegar a un acuerdo con un ciudadano extraordinariamente solícito.
Rose se dirigió a Cardinal: -¿Tienen ya algún sospechoso en el caso Matlock?
- Tenemos en la mira a varias personas, pero no puedo asegurar que haya más detenciones a corto plazo. -¿No lo ve? ¿De qué nos sirve tanta solicitud? -dijo Rose agitando los brazos en un gesto de impotencia.
- Dejemos de lado los jueguecitos, señor Rose -se impuso Brackett-. No he venido a hacerles perder el tiempo ni a usted ni al detective. ¿La fiscalía está interesada en promover la cooperación de los acusados o no lo está?
- Si su cliente se declara culpable de robo a mano armada, sólo cumplirá diez años. -¿Diez años de condena por una pistola de juguete y un coeficiente intelectual de setenta y ocho? Prefiero ir a juicio. -Brackett dejó caer la papelería en su maletín y lo cerró de un golpe-.
Mi cliente se declarará culpable de tenencia de armas. Y eso ya es un regalo, puesto que estamos hablando de un juguete. Propongo dos años menos un día, como máximo.
Rose negó con la cabeza:
- Volvamos al mundo real, ¿le parece, letrado? Su cliente se declarará culpable de robo a mano armada y lo condeno a seis años.
Brackett se volvió hacia su cliente y le tocó suavemente el hombro. -¿Robert? -¿Eh? -dijo Hewitt parpadeando-. Estaba echando una cabezadita.
- La Corona te ofrece una condena de seis años. Con buena conducta, estarás fuera dentro de cuatro.
- Vale, me parece bien… Guau, vaya sueño más increíble…
Mientras salía, Cardinal tuvo que soportar un minidiscurso de Rose.
Versaba sobre la responsabilidad que la Corona y la policía compartían cuando aseguraban castigos adecuados para los criminales.
- El Departamento de Policía -dijo el fiscal- no es sitio para defensores de causas perdidas. Si siente lástima, hágase visitador social.
En el aparcamiento, los dedos regordetes de Bob Brackett le hicieron señas al detective. En la calva del abogado relucían unas pocas gotas de lluvia. Más allá, dos uniformados metían a Robert Henry Hewitt en el asiento trasero de un coche patrulla.
- Rose le soltó la perorata, ¿verdad?
- Más o menos.
- Al fiscal le molesta no poder castigar un caso tan sencillo. La autoestima de algunos depende de la cantidad de años que puede estar encerrado el prójimo. Es triste, la verdad.
El coche patrulla se detuvo delante de ambos. El agente en prácticas que conducía se dirigió a Cardinal:
- El cliente quiere hablar con usted, detective.
- Dime, Robert.
- Sólo quería darle las gracias. Gracias, gracias, gracias, detective Cardinal. El señor Brackett dice que usted me ha evitado pasar diez años de mi vida encerrado y eso no voy a olvidarlo nunca.
Nunca, nunca, nunca, ¿sabe? Yo nunca me olvido de mis amigos. Jamás.
- La mejor manera de agradecérmelo es no meterte en más líos.
- Seguiré su consejo. Me portaré tan bien que antes de encerrarme me van a tener que soltar. Gracias, gracias, gracias. Lo digo en serio.
Lo último que vio Cardinal fue a Robert Henry Hewitt mirando por la ventana trasera repitiendo una ristra de gracias. El coche patrulla torció en MacIntosh y se dirigió al norte, hacia la cárcel de Algonquin Bay.