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El edificio Healing Arts es una caja de ladrillo amarillo, de esas que hicieron furor en la década de los sesenta, y está situado en el extremo norte de Algonquin Avenue, justo después de la carretera de circunvalación de la Autovía II. El establecimiento más grande de la planta baja es el Shoppers Drug Mart. Lo rodean una lavandería automática, una tintorería y varios comercios más. Las cinco plantas superiores alojan despachos de doctores, dentistas y quiroprácticos.

De niña, Delorme había visitado el edificio repetidamente. Sus padres la traían a ver a un dentista a quien -con el correr de los años y los empastes que tuvo que reemplazar- no podía evitar considerar un incompetente total.

El tablero a la entrada del edificio informaba: DRA. WINTER CATES. 2.ª PLANTA.

En la nota pegada con cinta adhesiva a la puerta se leía: CERRADO POR EMERGENCIA. CONCIERTE UNA NUEVA CITA POR TELÉFONO. GRACIAS.

Delorme llamó secamente a la puerta y fue atendida por una mujer baja, de cabello rubio muy corto y con cinco aretes en cada oreja. Era Melissa Gale, recepcionista de la doctora Cates.

- ¿Es usted la detective con quien hablé por teléfono?

- Sí, soy la detective Delorme.

- Pase y cierre la puerta. No puedo más con tanto paciente. Los estoy mandando de vuelta a sus casas desde la hora de comer. -¿A qué hora esperaba usted que llegara la doctora?

- El primer paciente llegó a las once, y a las once y media empecé a ponerme nerviosa, porque Winter nunca llega tarde. Llamé a su casa un par de veces e incluso al hospital, y cuando me enteré de que tampoco había pasado por allí, me entró el pánico. Fue entonces cuando la llamé a usted. -¿La vio ayer?

- Sí, ayer estuvo aquí todo el día. Terminamos alrededor de las siete. -¿Y ésa fue la última vez que hablaron?

- Ajá, ayer por la noche. -¿La notó rara? ¿Le dio la impresión de estar preocupada o bajo mucho estrés?

- En absoluto, Winter es una persona muy alegre. Además, en situaciones que a mí me sacarían de quicio, ella ni se inmuta. Me pareció serena. No tengo ni idea de dónde puede estar, ella nunca desaparece así. -¿Recibió usted alguna llamada distinta de las que recibe habitualmente?

La señorita Gale ladeó la cabeza y recapacitó unos instantes.

- No, ninguna.

- Y esta mañana cuando abrió, ¿oyó usted algún mensaje que pudiera parecer…?

- Había media docena más o menos. Ya sabe, pacientes que llaman para pedir hora o averiguar los resultados de las pruebas de laboratorio, ese tipo de cosas.

Delorme echó un vistazo a su alrededor. La sala de espera era pequeña y austera; los únicos detalles que la alegraban eran un sofá y varias plantas de hojas grandes. Las sillas para los pacientes estaban en su sitio y las revistas, apiladas pulcramente en las mesas de las esquinas.

- Cuando abrió, ¿notó algo anormal dentro de la consulta? ¿Algo que estuviera fuera de su sitio?

- No, esto siempre está igual. Ayer cerré y esta mañana cuando llegué todo estaba como lo dejé anoche.

Delorme señaló con un gesto el ordenador de la señorita Gale.

En la pantalla aparecía un formulario de una compañía de seguros. -¿Qué me dice del ordenador? ¿Han recibido algún correo extraño?

- Nada. Sólo el típico papeleo de la seguridad social, publicidad de los laboratorios y de compañías de seguros. Y toneladas de correos basura, claro. -¿Le molestaría mostrarme las otras estancias?

- Por supuesto que no. Pase por aquí.

El despacho de la doctora se encontraba junto a la sala de espera. Un largo escritorio de roble, estanterías acristaladas y una alfombra oriental. Delorme examinó el escritorio: teléfono, bloc de apuntes blanco tamaño cartapacio, bloc de notas rayado, un soporte para lápiz y pluma, un tarjetero giratorio Rolodex y ninguna fotografía.

La armonía del despacho contrastaba brutalmente con el apartamento. -¿Siempre está tan ordenado su escritorio? -dijo Delorme señalando los blocs-. ¿Nunca escribe notas o listas de cosas por hacer?

- Winter es el tipo de persona que no se va a casa hasta que lo ha acabado todo. Le gusta empezar la mañana de cero, así que cuando nos vamos todo queda más o menos como lo ve.

La puerta que daba a la sala contigua estaba abierta.

- Ahora que lo menciona, sí noté algo inusual en la consulta -recordó la señorita Gale.

- Muéstremelo. Pero no toque nada, ¿de acuerdo?

- No me diga que está investigando un crimen…

- Descuide, es sólo por precaución.

La señorita Gale condujo a Delorme a una consulta idéntica a todas las consultas del mundo: tubos fluorescentes, depresores y frascos con torundas; un póster sobre nutrición en una pared y un mapa anatómico en la otra; y un pequeño reloj negro gentileza de la marca Prozac.

La recepcionista señaló la camilla de reconocimiento: -¿Ve la funda de papel sanitario que la cubre? Cuando un paciente se va, la doctora arranca la parte usada, la echa a la papelera, luego tira del rollo y cubre la camilla una vez más con papel nuevo. Así, cada paciente se sienta en una superficie perfectamente limpia.

- Es justamente lo que estoy viendo ahora -repuso Delorme.

- Sí, pero cuando llegué esta mañana no estaba así. El papel estaba arrugado y rasgado. Así que me deshice del papel viejo, y volví a cubrir la camilla. -¿La funda vieja aún está en la papelera? -Delorme señaló un cilindro alto y sin tapa que había debajo de la encimera.

- Ajá. Es ese papel que ve ahí. -¿Y no había nada más fuera de su sitio? -Delorme señaló los frascos con depresores y bolas de algodón.

- Algunas cosillas sueltas. En la encimera había un rollo de cinta adhesiva, que normalmente estaría en el armario, y un frasco de desinfectante. -¿No estaban allí cuando cerró anoche?

La joven se estremeció ligeramente.

- No se lo puedo asegurar. Los lunes son días de mucho trabajo y a veces lo único que quiero es largarme cuanto antes. Lo siento.

Delorme se aproximó a una papelera cromada y dio al pedal. -¿Cada cuánto las vacían?

- Todas las noches. Y a veces también durante el día.

- Pues aquí hay algo.

- No debería haberlo. -La recepcionista se acercó. Dentro de la papelera vio un envoltorio de vendajes-. Eso no estaba ahí anoche, de eso estoy segura. -¿Cuán segura? ¿Recuerda haber vaciado la papelera anoche?

- Sí que lo recuerdo. Estaba sacándola a la puerta cuando la doctora Winter me dijo hasta mañana. -¿Qué pasa cuando un paciente sufre una emergencia a una hora intempestiva? A medianoche, digamos. ¿Qué sucedería?

- Si consiguieran dar con la doctora, ella les diría que fueran a urgencias. La consulta no está preparada para esas eventualidades.

- Supongamos que alguien le telefoneara porque se quedó sin medicamentos o algo parecido.

- Pues no la llamarían a su casa porque su número de teléfono no consta en el listín. Y si llamaran aquí, un mensaje grabado les aconsejaría dirigirse a urgencias.

- Muy bien -dijo Delorme-. Regresemos a la sala de espera.

No quiero desordenarlo todo.

- Usted cree que a Winter le ocurrió algo, ¿verdad?

- Puede que no sea nada. Pero, por las dudas, nuestro equipo de peritos vendrá a echar un vistazo. ¿Hay algún lugar donde pueda usted esperar?

- Claro, la consulta del doctor Bisson. Está aquí al lado.

Delorme y la señorita Gale salieron al pasillo. La detective se aseguró de que la recepcionista cerrara la puerta de la consulta con llave. -¿Sabe si alguno de los pacientes estaba enfadado con la doctora Cates? -¡Uy!, siempre se enfada alguien. La gente no sabe la cantidad de locos que andan sueltos. Winter dice que son gente sola; personas que cuando consiguen la atención de alguien no toleran la idea de soltarlo, aunque esto implique comportarse como gilipollas. Suelen tomar el doble de la medicación que se les receta, ¿sabe? Y cuando a los cinco días la doctora se niega a recetarles otra caja, se ofenden. A veces esperan que Winter les firme la baja por enfermedad para poder cobrar los días que faltan al trabajo. Una vez vi a un tipo ponerse como una fiera porque no consiguió que Winter le firmara la baja. Chillaba y daba puñetazos en el escritorio, hasta tumbó una planta. Pensé que íbamos a tener que llamar a la policía. -¿Cómo se llamaba?

- Glenn Freemont.

- La señorita Gale se llevó la mano a la boca-.

Uy, no debí haberle dado el nombre del paciente. Eso me va a costar un lío: es información confidencial. -¿Cuándo ocurrió?

- Hace un par de semanas. Puedo confirmarle la fecha, si quiere. -¿Hay alguna otra persona que le haya causado problemas a la doctora? ¿Algún amigo o pariente?

- Pues, está el ex novio, Craig Simmons. Hasta donde yo sé, no es violento; pero llama constantemente. Suelo decirle que Winter está ocupada con un paciente y que ya lo llamará. Pero ella no siempre le devuelve la llamada y eso lo pone de mal humor. A veces pasa por aquí.

Ayer, sin ir más lejos, se presentó en la consulta y Winter se enfadó. Oí cómo se gritaban.

Delorme le mostró la fotografía de la doctora y el joven agente de la Montada: -¿Es éste?

- Ajá. Nunca me hubiera imaginado que fuera de la Montada. Yo creía que era actor o algo así. -¿Por qué lo dice?

- No lo sé. Será porque es pequeño y musculoso, como los actores de ahora. Y un manojo de nervios.

Delorme dejó a la recepcionista en la consulta contigua con instrucciones para los peritos. Llamó a Arsenault y a Collingwood por el móvil y después bajó hasta su coche a hacer otras dos llamadas. La primera, a los padres de la doctora Cates. Delorme insistió en que era una simple rutina y que no había razones para creer que se hubiera cometido un crimen. Fue una conversación rápida en la que Delorme fue al grano: ¿a quién visitaría la doctora sin avisar, de repente? (A nadie.) ¿Tenía su hija algún amigo o conocido que les diera mala espina? (Sí, Craig Simmons.) Delorme intentó tranquilizarlos, pero el señor y la señora Cates sabían que la detective no habría llamado si no hubiese motivo para preocuparse. Cuando colgó, Delorme sabía que el matrimonio había quedado muy alterado.

La segunda llamada fue a Malcolm Musgrave.

- Craig Simmons -informó Musgrave- es uno de los mejores polis que he conocido, y he estado en este oficio durante mucho más tiempo del que usted se imagina.

- Estoy segura de que es un buen policía. Pero hay una doctora desaparecida, una doctora que ha sido su novia. Y tengo razones para sospechar que estaba resentido con ella.

El tono de Musgrave cambió:

- No se tratará de Winter Cates…

- Así es. ¿Por qué lo pregunta? ¿Ya les tenía preocupados?

- No es eso. Sucede que Simmons habla de ella desde que tengo memoria. Cuando se unió a nuestro destacamento, pensé que iban a casarse. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que todo eran imaginaciones suyas. Cuando los veo juntos me parece obvio que ella lo considera un amigo o un hermano. -¿Y él?

- Pues, ni amiga ni hermana. -¿Me va a dar la dirección de Simmons?

- Se la daré, pero ahora no está en su casa. Ha ido a Mattawa, a la cabaña de su familia. Es increíble, parece una casa de muñecas. Pero no hay lugar que se le iguale para ir de pesca. -¿Por qué ha ido a su casa de campo en pleno invierno?

- Porque en invierno entran a robar. ¿Tiene un boli a mano?

Musgrave le explicó el camino con todo detalle.

- Y ahora escúcheme bien -dijo-. Creo que se equivoca con Simmons. Vaya a Mattawa y hágale todas las preguntas que quiera, si eso satisface su curiosidad. Pero cuanto antes lo tache de su lista, mejor.

La vieja ciudad de Mattawa está situada a unos sesenta kilómetros de Algonquin Bay, en la confluencia de los ríos Mattawa y Ottawa. En la época de Samuel de Champlain, su emplazamiento la convirtió en un punto clave en la «ruta de las canoas». Todavía lo es. La carrera de canoas de julio sigue siendo un acontecimiento popular; en cuanto a la pesca, las chernas prácticamente saltan dentro del bote para que uno se las lleve a casa. Mattawa es una comunidad pequeña, dedicada principalmente a atender a los miles de turistas que llegan en verano para disfrutar de los ríos, las altas colinas y las minúsculas cabañas escondidas entre arroyos y bosques. Mattawa es una zona ideal para el turismo rural.

A Delorme no le impresionaban los paisajes, pero no pudo evitar sentir la increíble fuerza de la naturaleza que la rodeaba. Tras la lluvia, se entreveía el verde de las colinas y el aroma a pino inundaba incluso el interior del automóvil. De las piceas y los pinos cercanos a la carretera descendían mantos de bruma; el asfalto relucía como una cinta de seda negra.

De camino a aquel edén, Delorme encendió la radio. Aunque todavía faltara más de un mes y la ola de calor hubiese derretido la nieve, el nuevo alcalde ya estaba dando la lata con el carnaval de invierno. Geoff Mantis, por su parte, denunciaba una propuesta de los liberales para aumentar el impuesto sobre la plusvalía. Y un tertuliano analizó el perfil del nuevo líder del Partido Quebequés y el consabido «problema de Quebec»; no muy perspicazmente, por cierto. Desde que Delorme tenía memoria, el tema más importante de Canadá siempre había sido Quebec. Ni los periódicos ni los entendidos se cansaban de discutir la tormenta que nunca terminaba de escampar: esa sutil tormenta entre francófonos y anglófonos.

- No entre en la ciudad -le había explicado Musgrave-. Tuerza a la derecha cuando llegue a LaFramboise, justo después del concesionario de Chevrolet.

Si por lo menos encontrara el dichoso concesionario, pensaba ahora Delorme. Casi un kilómetro más adelante apareció, a mano derecha. Delorme giró y dejó atrás un aserradero, un almacén de material de revestimiento y un criadero de perros. Todos sitios prosaicos y deprimentes, afeados por la lluvia. A mano izquierda surgió un taller de engrase de la cadena Jiffy Lube, y después una señal abollada cuya flecha señalaba el camino a Sandy Point. En medio del aguacero, Delorme se esforzó para intentar ver fugazmente las cabañas perdidas entre los pinares.

Minutos más tarde llegó al final del camino. Detuvo el coche.

Unos metros más allá vio un buzón con la inscripción SIMMONS.

Condujo su vehículo cuesta abajo, lentamente, por la entrada para coches. Al pie de la cuesta había un Jeep Wrangler. Delorme tomó nota de la matrícula. El Jeep estaba aparcado junto a una casa de campo salida de Hansel y Gretel.

Una vivienda victoriana en miniatura que parecía hecha de caramelo, cubierta principalmente de un revestimiento exterior malva. Las hojas superiores de las ventanas no eran de cristal transparente, sino vidrieras multicolores. El empinado techo a dos aguas relucía por la humedad. De la chimenea brotaban pintorescos rizos de un humo fragante.

Delorme subió a la galería, pintada de lila y con artesonados de madera tallada. Musgrave la había definido como una «casa de muñecas», y no había exagerado ni un ápice. Junto a la puerta yacía un limpiabarros de hierro forjado; el llamador de bronce era una cabeza de león. La puerta se abrió y un hombre joven, vestido con una camiseta blanca y vaqueros, la miró de arriba abajo. Tal y como la recepcionista había dicho, Simmons era musculoso. Sin duda pasaba muchas horas en el gimnasio. -¿Qué se le ofrece?

Llevaba el cabello más largo que en la fotografía, el flequillo rubio le caía sobre el entrecejo. Sin el uniforme de la Montada, era mucho más menudo. A pesar de la ropa informal, parecía un tipo aseado y escrupulosamente pulcro: los vaqueros y la camiseta llevaban la raya planchada. -¿Es usted Craig Simmons? -preguntó Delorme mostrándole la placa-. Soy la detective Delorme, de la Policía de Algonquin Bay.

- Está un poco fuera de su jurisdicción, ¿no? -¿Y si hablamos dentro? Hay mucha humedad aquí fuera.

Simmons abrió la puerta.

Los dueños de cabañas del norte de Ontario se dividen en dos escuelas de pensamiento. Los de la primera usan sus cabañas como una suerte de trastero y las amueblan con las sobras: sofás desvencijados, sillones arañados por los gatos, reproductores de vídeo de la generación anterior y todo objeto no apto para la residencia principal. Los de la segunda conciben la cabaña como una residencia alternativa y hacen todo lo posible para que luzca cómoda, cálida y hogareña, y a menudo gastan más dinero en su casa de campo que en su residencia de la ciudad.

A esas dos escuelas, Delorme añadiría una tercera: la de los moradores del mundo de la fantasía. La casa de campo de Simmons era un monumento a una era que nunca existió. Los candelabros de bronce, los armarios de cristal tallado, las cortinas de encaje, las pantallas hechas de cuentas de cristal, la azucarera de plata destellante y hasta el reloj de pie -que estaba media hora atrasado-, todo reclamaba su lugar en la historia, en aquella era victoriana que nunca fue. En el comedor, encima de una amplia mesa, un adusto retrato moteado de la reina Victoria presidía la estancia desde su marco biselado.

- Esta casa es de mi madre -dijo Simmons abarcando con un gesto la fruslería circundante-. Pero algún día, se lo juro, todo lo que ve va a desaparecer. -Señalando un par de sillas del comedor cubiertas de elaborados volantes, añadió-: Tome asiento.

Delorme decidió no marear la perdiz:

- Cabo Simmons, sé que usted trabaja en el destacamento de la RPMC en Sudbury. ¿Por qué está aquí en esta época del año?

- La PPO me llamó porque alguien había entrado a robar. Ya ha habido varios robos similares en la zona.

- A su casa no parece haberle ocurrido nada.

- Entraron en el cobertizo de los botes y se llevaron dos fuerabordas Mercury Twin 95. -¿Dónde estuvo usted anoche? -¿Anoche? Pues… estuve aquí todo el rato. ¿Por qué? -¿La noche entera? ¿Qué hizo?

- Pinté el dormitorio. Me dije: ya que estoy aquí, ¿por qué no hacer un poco de bricolaje? Me llevó casi toda la noche. Después vi el final del partido de hockey. ¿Tiene esto que ver con alguna investigación? -¿Quién ganó? -preguntó secamente Delorme.

Como cabo de la Policía Montada, Simmons estaba mucho más acostumbrado a hacer preguntas que a contestadas. La frase repentina le dejó atónito. Abrió la boca, la cerró y finalmente desvió la mirada. -¿Quién ganó el partido? -insistió Delorme-. Dijo que estuvo viéndolo, ¿no?

- Ganó Detroit. Cinco a cuatro.

Era cierto. Delorme conocía el resultado. Pero ésa era la típica coartada que siempre se inventaban los culpables. -¿No fue a visitar a Winter Cates? -¿A Winter? No, no la visité. La vi ayer mismo, por la mañana.

- Lo sé, y también sé que discutió con ella.

- Estuvimos conversando. Pero eso es parte de mi vida privada, detective, y usted se está entrometiendo en ella. ¿Cómo se ha enterado de mi relación con Winter? ¿Por qué me interroga?

- Al menos un testigo afirma que hubo gritos, estaban exaltados. ¿No me dirá que no es cierto?

- Winter se enfadó porque aparecí por la consulta sin avisar.

- No pudo evitar irrumpir, ¿verdad? Ella no le dejó otra posibilidad porque no contestaba a sus llamadas.

La cara de Simmons cambió por completo, sus facciones pasaron de la indignación al espanto. -¿Le ha ocurrido algo a Winter? ¿Está herida?

- Dígamelo usted, señor Simmons.

- No sé de qué me habla. Sólo dígame si Winter está bien.

- Nadie la ha visto desde anoche. Nadie sabe nada de ella: ni los compañeros de trabajo, ni los pacientes, ni los padres.

- Es doctora, ¿sabe? Quizá la llamaron para atender una urgencia. -¿Como cuál, por ejemplo? No se ha llevado el coche.

Al caer en la cuenta de ese detalle, Simmons se estremeció.

- «Parece que te estuviera suplicando…» -citó Delorme de memoria-. «Me tratas peor de lo que yo trataría a un desconocido…»

Son palabras fuertes, ¿no cree, cabo?

La cara de Simmons se puso roja como un tomate. Delorme intuyó que no era de vergüenza. -¿Está sugiriendo que yo le haría daño a Winter? -¿Dónde está Winter, señor Simmons? Se me ocurre que quizás usted se presentó en su casa sin que lo invitaran. Suele hacerlo, ¿no es cierto? Ella no respondió a sus llamadas y después lo echó de su consulta. Así que usted la obligó a escucharlo por la fuerza. Para ella todo ha acabado y usted no puede aceptarlo. -¿Quién se cree usted que es? -preguntó Simmons-. No sabe nada de mí. -¿Dónde está Winter, señor Simmons?

A pesar de ser un hombre bajo, que seguramente superaba por pocos milímetros la altura requerida por la RPM, Simmons agarro el borde de la mesa de roble y con un movimiento súbito y violento tiró de ella. Lo hizo con tanta fuerza que la mesa no se tumbó de lado, sino que dio la vuelta por completo. Las garras de león que un segundo antes la sostenían quedaron pataleando hacia el techo.

- Tranquilícese -dijo Delorme, más alterada de lo que dejó entrever-, y limítese a contestar la pregunta. -¿Quién coño se cree que es? -repitió Simmons-. ¿Cómo una franchuta gilipollas y ñoña como usted tiene el empleo que tiene? ¿Lo consiguió porque el departamento tenía que completar las cuotas de bilingüismo? Dígame una cosa, ¿qué tal le fue en lucha cuerpo a cuerpo en Aylmer?

- No estamos hablando de mí, señor Simmons. Es su novia la que ha desaparecido, su ex novia. Y usted no tiene coartada.

La triste realidad era que Delorme había tenido que repetir el curso de lucha cuerpo a cuerpo en la Academia de Policía, y la segunda vez lo había pasado raspando. Desde entonces había pasado muchas horas con un entrenador personal, aun así no tenía ningún interés en enfrentarse con un policía enfurecido. Pensó en sacar el arma. ¿Estará actuando este tipo o realmente ha perdido los estribos?, se preguntó.

- Cabo Simmons, conteste: sí o no. Con eso me basta. ¿Sabe dónde está Winter Cates? -Simmons dio un paso más hacia ella-.

Conteste la pregunta y deje de hacerse el machito.

- Quizá yo sea un tipo impetuoso -repuso Simmons, ahora casi en un susurro-. Ya sabe, un apasionado.

- O un violento… O un asesino… -añadió Delorme.

Simmons la escrutó desafiante durante unos segundos, entonces meneó la cabeza:

- Usted no sabe nada de mí. Y para serle franco, me asquea que no le dé a un colega de profesión el beneficio de la duda. -Se dirigió hacia la puerta y la abrió-. No tengo idea de dónde puede estar Winter. Quizá mi respuesta no le guste, detective, pero es la verdad.

Créame, si ha desaparecido, estaré yo más preocupado de lo que usted jamás estaría. Ahora bien, si tiene más preguntas, deberá esperar a que telefonee a un abogado.

- Cabo, tengo sus mensajes grabados en el contestador de Winter, mensajes de amor no correspondido. Tengo una muestra de su temperamento explosivo y, además, una coartada que nadie puede corroborar. Si la doctora Cates no aparece pronto, no tengo ninguna duda de que va a tener que hablar con ese abogado.

Simmons abrió la puerta de par en par. Delorme, con un movimiento de cabeza, le señaló la mesa:

- Quizás haya llegado la hora de redecorar su vida.

Melissa Gale tenía razón: Este tipo es un actor, se dijo Delorme en el coche. «Vaya tipo duro que soy, tan apasionado.» No me hagas reír.

Delorme fue dejando atrás el verde difuminado de los bosques.

La lluvia desdibujaba las colinas. Regresó por el camino hasta la carretera principal, y entonces se replanteó lo ocurrido. ¿Estaba Simmons chiflado de verdad? ¿Había sido todo un farol para apaciguar el sentimiento de culpa? ¿Y si no había fingido? En ese caso era probable que Simmons fuera capaz de… Espero que no sea capaz de matar, pensó Delorme.